1

Pisaba las baldosas de aquel ímprobo y cuidado jardín con cuidado de no resbalarse. La lluvia había humedecido la superficie y él ya no estaba para reaccionar con reflejos en caso de que perdiese el equilibrio. Además, aquello con lo que cargaba era demasiado valioso como para que sufriera un accidente.

«Caramba», pensó contrariado, respirando con dificultad. «Nunca me dijeron que la aceleración celular en el espacio real sería tan fulminante», lamentó.

Mientras con una mano sujetaba aquel tesoro del que debía desprenderse, con la otra se ajustaba el gorro de estilo Fedora, cuyo fieltro con corona pinchada era de color grisáceo y cuya cinta negra oscura rodeaba su base. A esas horas de aquella madrugada otoñal en la que todavía persistía la negra noche nadie se interesaría por un viejo como él, nadie advertiría su caminar agotado ni caería en cuenta de que iba empapado porque permaneció demasiado a la intemperie, todavía con la sensación de huir a la fuerza de un paraíso, ahora asediado por fantasmas, sombras y espectros que, posiblemente, solo él, en el estado ansioso en el que se encontraba, veía. Le perseguían. Lo harían siempre. De eso estaba seguro. Y era una lucha perdida contra la razón, pues ya sabía que coexistían cientos de mundos en este, y que cuando se abrían los velos, pues habían más de uno, se exponía a ser perseguido por otras entidades; si eran buenas o no, solo podía juzgarlas una vez las viera de cara. Hasta entonces, todo eran elucubraciones y paranoias propias del señor mayor y aturdido en el que repentinamente, sin darse cuenta, se había convertido.

Antes de llegar a la entrada de aquella casa cuyo frontispicio iluminó un trueno, tuvo la precaución de inclinar su cabeza y mirar a aquello que portaba con tanto esmero, escondidos bajo una manta azul clara en el interior de la amplia canasta de mimbre. Les sonrió y les volvió a cubrir para que no se mojaran, aunque sus reacciones al ser tocados por las lágrimas del cielo fuera de satisfacción y alegría, como si les recordase a un hogar al que ya no podían pertenecer.

Ahí estaba de nuevo aquel latigazo de culpa. Sabía que era su responsabilidad, que le habían pedido un favor, que tenía una misión por realizar y que cumplía una promesa; un pacto irrompible. Pero su mente humana no podía dejar de pensar en aquellas dos perlas puras e inocentes que iban a empezar sus días, a crecer y a vivir en un hogar que nunca sería el suyo. No el verdadero ni el natural. Uno diferente y salvaje. Como aquellos ojos color mercurio unas veces, y violetas iridescentes otras. Esos ojos nunca serían humanos. No del todo.

¿Lograrían adaptarse?

—Lo siento mucho, pequeños... —les susurró acariciándoles las mejillas con la punta de los dedos—. No sé cómo es mi mundo ahora pero sé que no tiene nada que ver con el vuestro. Sin embargo, es lo mejor para vosotros.

La niña y el niño, ambos de hoyuelos marcados y de pelo oscuro, de no más de cinco meses de edad le sonrieron como si comprendieran lo que decía. No lloraron durante la larga travesía cursada, señal de que eran tranquilos, sosegados y buenos, a la par que fascinantes,  especiales y únicos. Y tampoco apreció cambios físicos alarmantes en su naturaleza al cambiar de hábitat. Aunque eso ya lo sabía porque «los guías» se lo advirtieron.

Evia e Ethan. Así se llamaban los bebés.

—Que Dios me perdone por hacer esto —rezó el hombre mirando al cielo—. Pero debo hacerlo. Se lo prometí a Arnold —aquel era su modo de autoconvencerse. Repetirse cientos de veces lo que debía hacer para completar su misión con una vaga sensación de apoyo moral de su propia boca.

La robusta puerta roja ubicada bajo el blanco portal venía iluminado por un solitario farolillo negro sobre los saledizos que se repetían en la fachada del edificio y que rodeaban todas las ventanas y puertas de la clásica residencia de aspecto colonial.

Lostsoul era el nombre de aquel internado, ubicado en las afueras del centro de Portland, en los aledaños de Pier Park. Había estudiado muy bien aquel lugar y allí los dejaría.

Era una casa de acogida para niños. Un orfanato.

Los guías le habían asegurado que los pequeños debían criarse con más niños. Que en lugares como aquel se harían cargo de ellos, crecerían ajenos a su verdadera naturaleza y nadie les encontraría. Como debía ser.

Así que después de una hora corriendo como loco por su recién nacida manía persecutoria, siguiendo las directrices recibidas, con solo aquella linterna ya desgastada, avanzando a través de espesos bosques y densas arboledas, llegó a su destino. Y cuando alcanzó la meta, se dio cuenta de que en el tiempo que llevaba en el exterior no solo habían pasado unos meses. Le empezaban a caer encima los años de más que había dejado de cumplir en el lugar del que venía.

Asombrado y asustado todavía por su cansancio, el hombre dejó en el suelo la cesta con los bebés y se acuclilló para mirarlos por última vez.

Eran un milagro. Pura magia. Pura vida. Pura verdad.

Se llevó la mano al cuello y rodeó con los dedos su colgante. Un abalorio circular, dorado, de un metal desconocido, formado por lo que parecía ser una serpiente, pero era en realidad el cuerpo de un Uróboros de ojos violetas y brillantes en cuya piel se mostraban orificios estratégicamente dispuestos con una única función. En su interior, tocando el cuerpo del animal mitológico que simulaba la caja de un reloj, habían diales perfectamente dispuestos y separados por espacios idénticos. Y en el interior, alrededor de esos diales, un total de doce glifos cuyo significado y propósito solo él y su gran amigo Arnold conocían.

Porque los habían estudiado. Y porque solo ellos poseían aquel medallón en el exterior. Los llamaban glifos lunares, pero solo ellos sabían cómo funcionaban en aquel dispositivo.

En cambio, a ella, a Lillith, al origen de sus problemas y de todo lo que acontecía ahora en sus vidas, nunca le dieron uno. Porque Ellos, los otros, sabían la verdad. Lo vieron. Debieron verlo. Y aun así, permitieron que aquello sucediera. ¿Por qué? No tendría las respuestas ahora.

Nunca sabría por qué había sido así, pero estaba convencido de que todo tenía una razón de ser y que, en el fondo, sus amigos se guardaban un as en la manga. Y aquellos bebés formaban parte de ello.

Se quitó el sombrero de la cabeza y se peinó los pelos ondulados y entrecanos con los dedos.

—Bueno... —susurró con el aliento entrecortado—. Ya he hecho mi parte del trabajo —les dijo a los bebés, que lo miraban divertidos—. Aquí cuidarán de vosotros. Portaos bien y no deis problemas —les pidió con ternura.

A continuación, revisó las manchas de nacimiento que a los niños como ellos les salía detrás de la oreja derecha. Ahora era solo un lunar rojizo, pero con el tiempo, el lunar adoptaría una forma.

Como fuera, él ya no lo vería. Su misión había acabado. Debía desaparecer. Desvanecerse. Y esperar a que llegara el momento. Pero de eso se encargaba Arnold, él era el único que tendría la herramienta para, como les habían dicho, reunirlos de nuevo.

Hasta entonces, ya nada más podía hacer ahí.

—Os tengo que decir adiós, petit coeurs —suspiró.

Sonrió permitiendo que los bebés le cogieran de los dedos. Sus ojos oscuros y entrañables se humedecieron. Sentía un respeto inmenso hacia esas criaturas.

Había vivido tantas cosas al lado de los suyos... Sabía tanto. Había aprendido y visto tanto... que pensar que por culpa de Lillith todo aquello había desembocado en una fuga precipitada, lo sumía en un estado de rabia y desolación difícil de gestionar. Pero no le quedaba otra que trabajarse la paciencia, porque ya nada dependía de él. Solo le quedaba esperar.

Cuando llegase el momento sabía que Arnold le encontraría.

Arreuvoire, mes amis. Ösida (adiós) —susurró.

Le costó levantarse. Sentía un ligero desgaste en el cartílago de las rodillas y también un peso extraño en las lumbares. De la noche a la mañana había pasado de correr por montes interminables y lanzarse por cascadas abismales, a no poder hacer ni diez kilómetros corriendo sin poder detenerse cada mil metros a coger aire.

—Maldita sea, soy mayor —se dijo melancólico.

No un hombre viejo, pero sí alguien que debía empezar a cuidarse y a tomarse la tensión a diario.

Aquella era su nueva realidad. La acataría aunque le costara. Porque durante años la vida le otorgó un increíble regalo.

Él lo disfrutó.

Lo saboreó.

Lo valoró.

Lo cuidó. Y lo seguiría cuidando porque esa, ahora, era su misión.

Ellos le dieron tanto que podría vivir de los recuerdos y sentirse inmensamente rico. Eso haría. Lo agradecería eternamente.

Se preparó para salir corriendo en cuanto apretara el timbre. Seguramente bajarían rápido a ver qué sucedía dado que solo alguien con una emergencia era capaz de llamar a esas horas de la madrugada a un orfanato.

Presionó el botón blanco que había a mano derecha y el sonido no solo lo alarmó a él, también asustó a los pequeños, que empezaron a llorar y a patalear en el interior de la cesta. Aquella bocina era grotesca.

Él se disculpó con una mirada de arrepentimiento, les dio la espalda y corrió para volver a internarse en el bosque colindante del que había salido.

¿Debería cambiar de casa? ¿Cómo viviría? ¿Dónde viviría? ¿Le reconocerían? ¿Seguían vivos sus seres queridos? Eran preguntas que solo podían responderse con el día a día, cuando intentara vivir su nueva y oculta vida.

Porque las cosas habían cambiado mucho en veinte años.

Debía aceptar que ya no volvería a ser lo que una vez fue; no podría exigir lo que una vez tuvo.

Del mismo modo que esas criaturas destempladas que esperaban a que la dueña del orfanato abriera la puerta tampoco podrían exigir lo que en el fondo les pertenecía por ser quienes eran.

Allí ya no valían sus leyes.

Nuevo mundo. Nuevas normas.

Sabiendo eso, no miró atrás. No debía hacerlo, porque se conocía. Así que prefirió pensar que esos niños crecerían en un lugar destinado a las «almas perdidas», pero deseaba y soñaba con el día en que les reencontraran para decirles que ellos no se habían perdido.

Solo estaban escondidos.

Como solo las mejores armas y los mejores tesoros debían estar.

2

Alemania.
Berlin
Cinco años después

Sabía muy bien cómo encajaban las figuras. Las piezas del Tangram eran tan sencillas de ubicar... En aquel salón de infancia de paredes blancas y espejos por todos lados en el que se encontraba, vislumbraba dispersados por aquí y por allá una gran cantidad de juguetes con los que los niños de su edad se distraían, fascinados como si acabasen de descubrir el mundo.

Pero ella no era así.

Porque no podía sentirse fascinada con algo tan... tan obvio, tan palpable y que escondía un funcionamiento tan plano. Las cosas de niños eran demasiado elementales.

Lo extraño era que en ese lugar, los niños no parecían saber de qué iban los juegos. Se sentaban en las sillas de plástico frente a las mesas, y dibujaban, o escuchaban música o intentaban montar puzles, pero a los juegos en general no les hacían demasiado caso.

Tampoco hablaban con ella. Aunque eso ya no le importase.

Ella era una niña de solo cuatro años pero ya conocía a tan temprana edad la crueldad de los adultos y también la de los niños, y entre todos la habían convertido en una personita para nada elemental.

Al contrario, comprender lo que sucedía con Cora, en su interior, en su cabecita, se había convertido en algo muy complejo.

Y ella, con esos ojos celestes con pequitas amarillas, tan enormes y puros, y su pelo liso y rubio, que sujetaba en una cola torcida y mal hecha, ya entendía que las personas podían comportarse muy mal con aquello a lo que temían y a lo que no comprendían. Se mordió el interior de sus mullidos labios y se rascó la barriguita mientras acababa de montar la figura más complicada del rompecabezas. Cuando finalizó, alzó el rostro y miró al espejo en forma de ventana que tenía en frente. Se levantó caminando dando saltitos distraídos y se detuvo frente a su reflejo.

Se miró con atención. No le gustaban esas ropas que solía llevar. Los batines azules claros eran feos, aunque los decorasen con maripositas.

No tenía ninguna duda. De todos los lugares en los que había estado, aquel era el peor. El más solitario, pero también el más tranquilo y en el que más tiempo llevaba. Al menos, lo tranquilo era bueno.

Así nadie la señalaba y nadie le hacía el vacío, porque en el silencio, todo era nada.

Así no tenía que conocer a papás que no la querían en su casa y que la devolvían como si fuera un juguete que no funcionase bien.

No estés triste, cielo. Le dijo la mujer del espejo. Era hermosa, de rasgos principescos, ojos azules claros y parecía un ángel. Vestía con una túnica larga y plateada y su pelo rubio y largo tenía el color del sol.

Cora sonrió y suspiró alegre al verla.

—¡Abuela María! —alzó la mano y le mandó un beso al espejo. Allí estaba ella. Detrás de su cuerpo, mirándola con el cariño con el que nadie la miraba. Lamentablemente, la pequeña no la veía todo lo que le gustaría.

Hallo, mi pequeño ruiseñor. ¿Cómo estás?

—Bien, abuela. Estoy en mi nueva casa —le contestó en alemán—. Todavía no la habías visto, ¿a que no? Como en mi habitación no me dejan tener espejos... —murmujeó jugando con sus deditos.

—No. Tienes razón, no la había visto. No así... —contestó con tristeza demostrando que no le gustaba mucho lo que veía.

—Pero estoy bien —se apresuró a tranquilizarla—. Este sitio no está tan mal.

No le gustaba que los ojos de su abuela perdieran aquel brillo tan increíble que tenían.

—Ya veo —asintió con interés estudiando el habitáculo en el que la cría se hallaba encerrada—. ¿Te gusta... este lugar?

—Bueno... —negó con la cabeza—. En el fondo no mucho. Es triste. Y me aburo —se encogió de hombros. Le costaba pronunciar la erre—. Pero aquí nadie se mete conmigo.

—Puede que te vayas pronto, Cora —convino Maria.

—Me lo llevas diciendo hace mucho... pero los papis que se me llevan después ya no me quieren —le explicó algo avergonzada—. Abuela —musitó con su vocecita.

—Dime, baby.

—¿Tan mala soy?

María meneó la cabeza negativamente y lamentó la opinión de la niña. Estiró la mano y la colocó en el frío cristal del espejo. Cora se puso de puntillas y apoyó su manita más pequeña sobre la palma más grande de su mayor.

—Tú no eres mala. Eres una bendición —le contestó con dulzura—. Lo que pasa es que no están hechas las margaritas para los cerdos.

Cora dejó ir una risita y se tapó la boca.

—¿Cerdos? —repitió inocente.

—Lo entenderás cuando seas mayor.

—Pero ya soy mayor.

—No. No aún —la corrigió—. Solo he venido a saludarte —le dijo María—. Ahora déjame ir. Ya sabes que no puedo hablar contigo mucho rato. Te visitaré en otro momento.

—No. No quiero —protestó la pequeña agitada.

—Cora, no seas cabezota —la reprendió—. Ya hemos hablado de esto. Tienes que soltarme.

—¿Cuándo vendrás a buscarme? —golpeó suavemente el cristal con su manita.

—Cora... —suplicó afectada—. Ya sabes que yo no puedo estar contigo. Todavía no.

—Pero abuela, no quiero seguir aquí... quiero ir a donde tú estás.

—No puedes. No estás lista. Cora, déjame ir.

La niña empezó a sudar y a renegar de su suerte. Aquello no era lo que quería. Apretó los puños al lado de su diminuto cuerpo e hizo un mohín.

—Cora, cálmate... —le pidió María en el espejo, advirtiendo su cambio de humor—. Sabes que puedes hacerlo... Suéltame o te pondrás malita. Ya sabes lo que te sucede.

—No. Llévame contigo —replicó la criatura.

—Cora...

La pequeña entrecerró sus ojos y su cuerpo empezó a convulsionar. Al mismo tiempo, las luces de la sala de observación titilaron intermitentemente y tuvo lugar una bajada de tensión en toda la sala.

—¿Ve? Lo que le decía —explicaba la enfermera detrás de la ventana de observación—. Cora está aquí por una razón — miró a su lado derecho, al hombre alto, de pelo blanco, barba espesa, grisácea y perfectamente recortada, cara curtida, ojos azules y abrigo negro. El único que había preguntado por Cora desde que la pequeña fue ingresada en el centro de salud mental y educación especial un año atrás—. ¿Lo entiende?

El señor cruzó las manos tras su espalda y tensó los hombros sin perder ni un detalle del espectáculo que tenía en frente.

—¿Con quién se supone que está hablando? —su voz acerada tenía un deje muy inglés. Pero toda su atención se centraba en la niña.

—Eso no importa. Unas veces habla sola. Otras veces parece que esté mirando a alguien en los espejos... Es una niña con problemas de adaptación a la realidad. O con mucha imaginación —la enfermera suspiró con pena—. Necesita mucho cariño. Pero hay que controlarla porque sus fantasías podrían derivar en una negación de lo que la rodea y originar un principio de esquizofrenia o de paranoia. Hace más caso de sus amigos invisibles que de los que podría hacer aquí.

—¿Aquí? —Arnold miró a la cuidadora con desaprobación indisimulada—. Es una clínica para niños autistas y con graves déficits de atención. No veo que Cora tenga ningún problema en relacionarse.... Sencillamente, no creo que encaje. —Estudió el comportamiento de la niña frente al espejo—. Este no es lugar para ella. Aquí no podrá desarrollar su... naturaleza.

La mujer, que tenía colgado de su cuello una tarjeta de identificación, se llamaba Agatha. Llevaba el pelo rojo recogido en un moño alto. Dejó caer sus ojos almendrados sobre aquel invitado y preguntó:

—¿Su naturaleza?

—A Cora la han diagnosticado mal —la miró de soslayo— . No tiene ni TDA ni autismo. Ni desequilibrios mentales tampoco.

—Es una niña difícil de diagnosticar —explicó ella—. Todos ellos lo son. Son niños sin padres, en adopción, y no pueden estar en centros normales porque no son nada sociables y...

—Ellos no tienen la culpa de que los adultos seamos tan mediocres como para no comprenderlos.

Agatha carraspeó con nerviosimo. El viejo tiraba unas puyas difíciles de esquivar.

—Cora es muy inteligente y muy consciente de todo lo que le rodea, pero al mismo tiempo, se pierde en su mundo interior a menudo... Y después está el tema de sus conversaciones imaginarias —puso las comillas con los dedos y volvió a ocultar las manos en el interior de los bolsillos del batín blanco.

—Yo también hablo solo a menudo... Todos necesitamos a alguien que nos escuche —murmuró perdiéndose en los ojos de la niña. Eran tan fascinantes.

—¿De verdad es usted familia de Cora?

—¿Acaso no nos parecemos? —bromeó intentando ponerla en un aprieto.

—¿Es usted inglés?

—Sí. Londinense —contestó sin más.

—Lo suponía. Perdóneme que le parezca impertinente, pero que yo sepa nunca nadie preguntó por ella. De hecho, dicen que no está claro si su madre biológica murió en el parto o en el incendio del hospital en el que dio a luz. Cora pudo sobrevivir pero se quemaron todos los partes de nacimiento y todas las fichas de los pacientes y fue una locura después poner orden y derivar a los niños a otros centros hospitalarios y lugares de acogida. Sabe que el hospital que se incendió  —le contó como confidencia— era un edificio destinado a ofrecer servicios a las mujeres sin recursos y que...

—Señorita, conozco la historia —sonrió sin muchas ganas. Era un falso gesto diplomático. Una invitación para que se callara. No le gustaba la charlatanería ni la indiscreción—. Soy el único amigo de la familia que puede hacerse cargo de la pequeña. Llevo muchos años buscándola y al desaparecer los datos de Helen, su madre original, les perdí el rastro por completo —explicó. Carraspeó y estiró el cuello—. Voy a adoptar a Cora —sentenció inflexible—. Ha sido una ardua tarea que ha conllevado un trabajo de investigación importante hasta dar con ella aquí —exhaló cansado pero agradecido—. Como buscar una aguja en el pajar.

—Me imagino —supuso—. Pero es consciente de que Cora requiere unos cuidados y una educación especial, ¿no? Necesitará atención psicológica y...

—Eso ya lo veremos —la desafío en voz baja.

—Tuvo tres padres de acogida —enumeró— y los tres la devolvieron porque les incomodaba que la niña hablara sola con su... abuela.

—Con su abuela, ¿eh? —sonrió satisfecho.

—Es nuestro deber advertirle.

—No sé por qué se preocupan tanto —torció el rostro a un lado y miró a la enfermera de frente—. Tienen en este lugar a niños apartados de la sociedad solo porque son distintos y no les pueden dar las atenciones que exigen. Esto es un maldito centro psiquiátrico. De adultos —le dejó claro oteando la sala con asco—. Y los tienen escondidos en una subdivisión porque no les quieren ni en los centros de adopción legales. A ustedes les paga el estado por no hacer nada —la increpó—. Los tienen aquí. Les dan de comer, les medican y con eso ya es suficiente. Así que déjeme decirle que sus advertencias me traen sin cuidado. Y sus preguntas son del todo inaceptables, cuando están deseando que les saquen a estos críos de encima, y ni siquiera hacen estudios pertinentes de quiénes se los llevan. Y eso si se los llevan —aclaró—, porque dudo que venga aquí nadie. Así que sí, pone la piel de gallina —sentenció con gesto severo y una actitud cortante—. Pero lo que pone la piel de gallina no es que Cora vea a su abuela que nunca conoció y que probablemente esté muerta. Lo que de verdad pone el vello de punta es vuestra indiferencia. ¿No le parece?

Agatha no supo qué decir, y agachó la cabeza como quien no puede rebatir una verdad.

—Además, a mí no me asustan estas cosas —añadió Arnold—. ¿Acaso nunca le han dicho que hay que temer antes a los vivos que a los muertos? Agatha tensó el rictus como si se hubiera sentido ofendida por aquel comentario. Se relamió los labios y centró su atención en Cora.

—Fíjese. Está hablando en nuestra ventana —señaló ella—, frente a nosotros, y parece que sus pupilas estén viendo a alguien de verdad. A mí, me va a perdonar, pero sí me asusta.

Arnold ya se había dado cuenta de ello. La pequeña Cora estaba viendo a alguien, de eso estaba convencido. Aunque, que ellos no lo advirtieran no quería decir que no existiera.

Y entonces algo pasó. De repente, Cora empezó a convulsionar. Puso los ojos en blanco y cayó fulminada hacía atrás. ¡Por Dios! ¡Hasta se había ido la luz!

Agatha salió corriendo a la sala, que se había quedado a oscuras con algún niño gritando y solo los focos de emergencias encendidos. Arnold se apresuró a ayudarlas, y cuando se acuclilló a su lado le preguntó a la cuidadora.

—¿Esto le suele pasar? —preguntó preocupado.

—Sí. Es una de las razones por las que los padres adoptivos no se la quieren quedar. Los ataques vienen después de las alucinaciones. Después de que hable con los espejos. No saben cómo tratarla ni cómo lidiar con ella, por tanto...

Arnold observó el rostro pálido y al mismo tiempo sereno de Cora. Era tan pequeña. Tan frágil. Y ni siquiera sabía lo poderosa que podía llegar a ser. Nadie lo sabía.

—Por lo general, despierta al cabo de unos cinco minutos —Agatha se metió la mano en el bolsillo de su batín blanco y extrajo una botellita de cristal. La abrió, humedeció su dedo y lo pasó por la piel de debajo de la nariz de la pequeña—. Esto la espabilará. Solo es alcohol.

—Bien —asintió más tranquilo.

—¿Está seguro de que puede hacerse cargo de ella? —volvió a preguntar por primera vez preocupada.

Arnold la fulminó con sus ojos claros y Agatha agachó la cabeza.

—Entiéndame. No dudo de usted. Pero ella ha sufrido... Lo digo porque se le rompe el corazón un poquito más cada vez que siente que no la quieren. Es una niña y...

—Tengo en mi maletín toda la documentación que necesitan. Por favor, prepare a Cora —se levantó con decisión y la miró desde lo alto. Tenía prisa por llevársela y apartarla de aquel mundo aislado que además no la comprendía—. Me la llevo hoy mismo. La niña empieza su nueva vida conmigo.

Arnold iba a hacerse cargo de ella. Tenía la edad suficiente como para ser su abuelo, pero le daría la educación que merecía, la identidad que le hacía falta, y lo más importante, la instruiría.

Porque Cora tenía un don. Y ese don sin enseñanza ni entrenamiento, podía hacerle daño, como le estaba haciendo.

Jamás se había hecho cargo de nadie tan pequeño. Él no tuvo ni mujer ni hijos, como tampoco los tuvo su amigo Fred al que echaba mucho de menos.

Pero lo haría lo mejor que pudiese.

Porque los tesoros debían cuidarse y ser valorados. Aquel era el suyo. Aunque Cora no era un tesoro cualquiera. De hecho, no solo era un tesoro. Ella era la clave, la que podría unirlo todo de nuevo. Cuando llegase el momento.

3

Portland
Orfanato «Lost Soul»
Siete años después

En el hogar de las almas perdidas todo transcurría con normalidad. Los matrimonios iban y venían en busca de niños a los que poder acoger, y los elegían como si estuvieran en un escaparate. Como mercancía. Productos a los que poder comprar.

Ethan, sentado en las escaleras del porche delantero de la casa, observaba cómo entraban y le miraban de reojo. Las mujeres siempre le sonreían. Pensarían: «qué niño más mono», pero no hablaban con él. Porque no querían a niños ya creciditos. Querían a bebés. Recién nacidos a poder ser.

No dudaba de que no lo hicieran de buena fe. Esos hombres y mujeres anhelaban una criatura que iluminase sus vidas, que les diera una razón de ser, un sentido a su matrimonio, y que llenase el vacío que el no poder concebir les provocaba. Todo estaría bien si no fuera porque no querían a niños mayores, con problemas físicos o con algún tipo de tara. Los querían a la carta. Y aunque no iba a ser él quien juzgara a nadie, sentía que algo de todo eso no era ético, porque los niños eran niños, tuvieran la edad que tuviesen. Y necesitaban una familia.

Sintió la mano amiga de Evia sobre su cabeza. La pequeña le alborotó el pelo negro indomable y eso le hizo sonreír.

—Hoy no se van a llevar a nadie —le dijo Evia para tranquilizarlo.

Ethan alzó la cabeza y se dejó invadir por la bondad de su amiga. Tenían la misma edad, los mismos ojos extraños y plateados, y aunque su leyenda decía que les dejaron a los dos en un mismo capazo en la entrada del orfanato, los análisis que les realizaron demostraron que no eran hermanos. No tenían la misma sangre.

—No les sonríes —señaló Evia recogiéndose el vestido blanco que siempre se ponía para los días de visita—. Si Brigit te ve, te reñirá.

Llevaba el pelo castaño oscuro con reflejos claritos suelto y libre. Lo tenía medio ondulado. Parte de sus mechones ocultaban la marca que poseía detrás de la oreja, diferente a la de él. La marca de Evia era rojiza, como un reloj de arena, con las esquinas bien punzantes y marcadas. Como si fueran dos triángulos iguales invertidos con las puntas tocándose. En cambio la suya era un tridente invertido.

—No me importa —contestó con indiferencia.

—La señorita Brigit nos pide que seamos amables —añadió ella estirando la mano hacia adelante, de manera holgazana—. No eres un niño amable, Ethan —le miró de reojo imitando la voz de la señorita para tomarle el pelo.

Ethan le devolvió la mirada embobado, pues sabía que los movimientos de Evia siempre tenían una razón de ser, y en ese instante, una mariposa Monarca, que revoloteaba por el jardín, se posó sobre el índice de su amiga.

Él hizo un mohín de desinterés ante su comentario, aunque era preso de los movimientos hipnóticos de la niña.

—Claro que no. No quiero ser un niño bueno con ellos — contestó estirando las piernas como un marajá—. Ellos ya han dejado de tenernos en cuenta. Y yo ya no me quiero ir. Y tú tampoco te irás, así que deja de portarte bien.

Evia dejó ir una risita.

—Ya te he dicho que no se van a llevar a nadie hoy.

—No pueden —replicó—. Esta es nuestra casa ahora — clavó sus ojos plateados en el jardín exterior del orfanato, cuyo verde siempre le transmitía una extraña paz.

—Yo no me quiero ir tampoco —contestó ella mirando con atención la mariposa—. Pero eso no quiere decir que deba comportarme mal. Estas personas sufren —reconoció Evia con sabiduría—. Están aquí en busca de algo que la vida no les quiere dar.

A Ethan, saberlo, no le hacía sentir mejor. Evia era compasiva y excesivamente empática. Pero él no podía ver solo el lado bueno de las cosas.

Una nueva pareja salía del interior del orfanato y pasaba por el lado de los chiquillos, despidiéndose de ellos sin demasiado interés.

A Ethan no le gustaban; tan bien vestidos, con sus perfumes caros y sus coches de alta gama aparcados en frente del orfanato. Cada vez soportaba menos toda aquella pantomima; el sonido de los tacones de las mujeres le molestaba, y también el olor a puro de los hombres. Pero lo que más detestaba eran las miradas de falsa compasión que le dirigían a los que como él, con siete años, se les había pasado el tren de la adopción, porque nadie quería a alguien crecidito.

—Eso. Que se vayan de una vez —murmuró dirigiéndoles una mirada de alivio.

Ya no le molestaba que se fueran sin valorarle, porque Ethan, como sus amigos, había dejado de esforzarse por agradarles y por querer ser uno de los afortunados. De hecho, hacía tiempo que ya no quería ser adoptado. Prefería que lo dejaran ahí, viviendo con sus amigos. Porque tanto él como Evia habían crecido en aquel lugar. Aquella era su casa.

La señora Brigit, que era la responsable del orfanato, era como una madre para ellos. No una cariñosa como esperaban, pero al menos, les quería a su manera y cuidaba de todos como mejor sabía.

Tenían un jardín en el que correteaban, con árboles lo suficientemente altos para ser escalados y hacían miles de juegos; estudiaban cada día y venía un profesor particular a darles todas las asignaturas básicas. Las habitaciones eran compartidas y lo cierto era que le gustaba dormir con sus amigos y sentirse acompañado, porque siempre tenían algo que urdir o algo de lo que hablar.

¡Pst! ¡Pst! —siseó alguien desde uno de los árboles que rodeaban el interior de la finca—. ¿Ya puedo bajar? Ethan alzó la cabeza, les hizo una señal con la mano, y acto seguido, por el tronco del castaño descendió un chico de pelo rizado y oscuro y ojos verde claro. A su espalda, cogido a él como si fuera un mono, otro niño más pequeño sonreía a Ethan y a Evia como un pillín. Ambos vestían igual, con su polos azul claro y sus pantalones de vestir azul noche. Y llevaban esos estúpidos mocasines que a Ethan le parecían ridículos.

Eran los hermanos Lex y Sin. Lex tenía ocho años, y Sin tenía cuatro. La historia de los hermanos era inquietante y también dura.

Sin llegó al orfanato seis meses antes de lo que llegaron Evia e Ethan. Los servicios sociales lo arrancaron de los brazos de su madre alcohólica y su padre maltratador y también bebedor. En principio, el estado esperó a que los padres se desintoxicaran y se reinsertaran para evaluarlos de nuevo y comprobar si eran capaces de cuidar de él. Pero eso nunca llegó. Al contrario. Lo que sucedió fue que cuatro años después, llegó Lex, su hermano de un año de edad al que su padre, en búsqueda y captura, había intentado matar. A la madre la habían hallado muerta en la bañera, víctima de una sobredosis.

Un recuerdo de aquel trágico y espeluznante episodio era la cicatriz que el pequeño Lex lucía en la garganta, y que le había afectado a las cuerdas vocales. El niño no hablaba, y cuando lo hacía, apenas se le entendía. Excepto Sin. Sin lo comprendía con solo mirarlo.

Sin y Lex se escondían porque Brigit siempre decía que eran dos niños irresistibles y encantadores y que con esos ojos tan enormes y esas caras de angelitos, tarde o temprano alguien los querría en su familia. Sin ya había decidido que no se quería mover de Lostsoul, y ni mucho menos permitiría que nadie se llevara a su hermano, por eso en los días de visita, escondía a Lex con él con la colaboración de Evia e Ethan.

Evia sonrió a Lex, que caminaba cogido de la mano de su hermano, orgulloso de que hubieran ganado al escondite. Y este corrió hacia ella al ver que tenía una mariposa enorme entre los dedos. Porque le fascinaban los animalitos, como a Evia.

—¿Has visto, Lex? —le dijo Evia—. Es una Monarca. La Reina de las mariposas.

Mientras el crío se quedaba pasmado con el insecto, queriendo acariciarle las alas con cuidado, Sin se sentó al lado de Ethan.

—El jardín está lleno de mariposas —murmuró el mayor restregándose las palmas de las manos en los muslos para limpiarse los restos de la corteza del árbol—. Debe de ser una plaga.

Ethan asintió y miró de nuevo a Evia. Ya sabía porqué. Cada vez que Evia salía al jardín, se llenaba de mariposas, de pájaros, de ardillas... era como un imán para los animales. Su amiga era alguien muy especial. Él lo sentía y no había que ser adulto para darse cuenta de ello. Pero se alegraba de que los adultos fueran ciegos y no vieran la magia que Evia contenía, porque así no la podrían separar de él. No se la llevarían. No quería. Y no debían hacerlo jamás.

Todos los niños la querían mucho. Ella sabía cuándo llegaban las visitas para llevarse a alguien, o cuándo iba a llover; incluso sabía si alguien estaba triste o enfermo y con solo su presencia lo aliviaba. La buscaban para estar cerca de ella, porque los niños percibían lo que él; Evia era una especie de ángel. Y la quería con todo su corazón.

Y quien no la quisiera, tendría un problema; se las tendría que ver con él.

—Los bichos atraen a los bichos.

Ethan se dio la vuelta de golpe, al igual que Sin, y ambos fulminaron con sus ojos al único niño con el que Ethan no se llevaba bien. Y no lo hacía, simplemente, porque no le gustaba cómo hablaba a Evia y cómo se burlaba de ella.

Devil. Devil era su nombre. Demonio. Era rubio, parecía un pequeño vikingo bravo y desafiante y miraba a los demás como si continuamente estuviera riéndose de ellos. Tenía los ojos verdes y muy claros, y siempre adoptaba una postura chulesca. Como en aquel momento. Apoyado en la pared de la fachada del orfanato, al lado de la puerta de entrada, con las manos en los bolsillos y un pie cruzado sobre el otro. Miraba a Evia de reojo, deseoso de molestarla, aunque esta se riese siempre de sus comentarios y sus continuas puyas.

—Pues tienes razón —contestó Evia sonriéndole por encima del hombro— porque ahora se me ha acercado un moscardón —replicó la niña arrancando las risas de Sin y de los demás niños que salían poco a poco al jardín.

Devil alzó la barbilla y frunció el ceño.

—Nadie te va a querer. Porque... porque eres fea. Y rara.

Pero ni siquiera con esas podía borrar la sonrisa perenne del rostro de Evia. Y eso lo enervaba más.

—Te he dicho muchas veces que con ella no te metas — Ethan se levantó y se encaró a Devil.

—Y si no qué, ¿salvaje? —Devil dio un paso al frente y dos amigos más de su edad lo flanquearon a cada lado. En teoría todos debían de ser como hermanos, pero ya se sabía que en todas las casas se cocían habas. Y aquella no era distinta de las demás. Con tantos niños y de tantas edades siempre habría problemas.

—Tendré que pegarte —Ethan se encogió de hombros.

—No digas tonterías —esta vez, Evia se levantó con movimientos gráciles y se colocó entre Ethan y Devil. La mariposa se posó sobre el hombro de Devil y otra más revoloteó sobre el pómulo de su amigo—. Nadie se va a pelear. Hoy no.

—Hoy no —se burló Devil imitándola—. No eres adivina, niñata.

Evia tomó aire cargándose de paciencia.

—La señorita Brigit se va a enfadar mucho si volvéis a romperos las ropas otra vez. —Primero reprendió a Ethan y acercó su mano a su rostro hasta que la mariposa reposó en ella. Y después se enfrentó a Devil. Alzó su mano y recogió la mariposa del hombro del niño rubio—. ¿Puedes dejar de comportarte tan mal, demonio? —le pidió conciliadora—. Ya sé que soy fea, pero incluso los bichos feos merecen vivir. Tú eres un moscardón y nadie te ha aplastado aún —acercó su rostro al de él y vio cómo sus mejillas enrojecían y su mirada se volvía cristalina y brillante.

Los niños alrededor se carcajearon por el modo en que Evia le tomaba el pelo.

—No eres solo fea —arguyó Devil rectificando—. Eres muy fea. Nadie te va a querer.

Ethan no se lo pensó dos veces. Sus ojos refulgieron con un chispazo violeta y de repente: ¡zas! Se lanzó a por Devil y tuvo para todos. Lo llamaban salvaje por una razón; cuando peleaba se volvía loco, como un miura, y nadie, nadie, le ganaba. Ya podía venir quien quisiera. Dos, tres, cuatro... Le traía sin cuidado. Incluso los niños mayores que él le pedían que luchara para ponerle a prueba, y nadie lograba vencerle.

Devil era un inconsciente por provocarle así. Ethan creía que al chico le gustaba que le pusieran en su lugar, como un sádico. Pero al chiquillo poco le importaba si adquiría nuevos moretones, porque parecía sentirse bien al molestar a Evia y a Ethan.