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Título: Sirens IV

© 2019, Lena Valentí

 

De la maquetación: 2019, Romeo Ediciones

Del diseño de la cubierta: 2019, Lorena Cabo Montero

 

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ÍNDICE

 

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Podrán torturar mi cuerpo, romper mis huesos e incluso matarme. Así conseguirán mi cadáver. No mi obediencia.

Gandhi

 

 

 

Antes que todas las cosas, en un comienzo, fue el infinito caos.

Hesíodo

 

 

 

1

 

 

 

El entumecimiento de la perenne eternidad atenazaba sus pensamientos. De haber despertado en su cuerpo, sería consciente del letargo de sus músculos, la rigidez de sus huesos, la lentitud de su sangre y del pausado latir de su corazón falto de oxígeno. Pero aquel cuerpo que la había recibido era joven, fuerte, y estaba considerablemente mutado genéticamente. De lo contrario, no entendía cómo su poderoso espíritu podía residir en un recipiente tan llano y simple como el del ser humano.

Miles de años había durado su encierro y el sueño eterno al que el malnacido de Thot los había forzado. Un considerable espacio de tiempo muerta en vida, enterrada miserablemente en uno de esos sarcófagos ideados para flagelar un alma como la suya.

Astrid veía su propio cuerpo bajo ella. Estaba muerta. Su cuerpo yacía atravesado por un Gaad, uno de esos puñales del atlante, forjados solo para dar caza a los Indignos.

Indignos los llamaban. Indignos de usar su poder para la conquista y la autodeterminación. Indignos para representar el poder de los dioses en la Tierra. Si solo los demás atlantes comprendieran que no había ningún honor en someterse a los designios de otros y a torcer su brazo en pos del bien de un ser inferior… ¿Por qué no lo podían comprender? No debía haber deferencia hacia ellos. Un león no se arrodillaba ante el paso impertinente de un cordero. Se lo comía. Porque aquella era la cadena de poder, la jerarquía natural.

Y después de milenios sin ver el exterior de aquel planeta, leía en la cabeza de esa humana que acababa de poseer, que todo seguía más o menos igual. Los humanos continuaban cegados, sumidos en su verdadero sueño eterno. Y lo peor era que se habían dejado manipular y someter por otros como ellos. Líderes falsos que les representaban y a los que no les temblaba el pulso para tomar decisiones impopulares. Ni dioses, ni demonios, ni ángeles, ni extraterrestres habían sido sus verdaderos dictadores. Solo ellos mismos. La codicia del ser implosionaba en la esencia humana y los convertía en conquistadores y torturadores de su propia especie.

Aquel era un mundo tecnológicamente más avanzado, aunque nunca llegaría a obtener el esplendor de Atlantis. Habían creado armas nucleares y atómicas capaces de enviar su propio planeta al limbo del universo infértil. Tenían en sus manos, gracias a la manipulación del código genético, el poder de hacer enfermar masivamente, y dominaban el arte de crear pandemias. Y sabían que estaban destruyendo el orbe y que el cambio de Era se aproximaba, pero por el bien de unos pocos, preferían silenciarlo todo y hacer como que en realidad nada era tan grave y todo se podía solucionar. Y no era verdad.

Astrid tenía ganas de reírse. Al final, iba a ser que el ser humano era un crisol en el que poder reproducir bacterias. Era un parásito, una carcoma que se alimentaba de su propio cuerpo. Lamentablemente, ella conocía la única verdad universal: no podía haber más de un gallo en un mismo gallinero. O, lo que era lo mismo: no podía haber más de un malvado.

Analizó sus posibilidades en su nueva naturaleza. Había poseído el cuerpo de la Bathory. De Lillith Bathory. Podía leer en su sangre y en su cabeza todo los acontecimientos sucedidos de manera cronológica.

Ahora conocía la historia que la había llevado a ser desenterrada, asesinada y a despertarse en el cuerpo de aquella humana diabólica.

Lillith Bathory ingresó en Sirens muchos años atrás, y lo hizo de la mano de importantes arqueólogos. Ella, Fred y Arnold vivieron en Sirens durante un tiempo.

Sirens era el único reducto en la tierra hueca de los descendientes de los atlantes originales. En su estancia en aquel cónclave, Lillith recopiló información genética de su especie y un día, con ayuda de una Vril llamada Sisé que también residía en el mundo intraterreno, robó a un niño y a una niña, pero no contó con el shock en forma de envejecimiento progresivo que sufriría su cuerpo al salir de aquella dimensión física. Arnold y Fred la consiguieron detener y, con ayuda de los Mur, ocultaron a los niños en un lugar del planeta. A los dos arqueólogos les ofrecieron anillos atlantes para que se mantuvieran sanos en el exterior.

En la actualidad, los niños eran adultos consagrados al mundo Sirens y a la protección de la humanidad.

Lillith había recibido la visita de Idún, un lágrima negra hermano de Ethan, y él, en venganza por haber sido destronado en su tierra, quiso ayudarla. Para ello le habló de su raza y de los tres atlantes Tares que habían traicionado al plan inicial. El Mayan sabía que su sangre podría despertar al primero de ellos. Y así fue como hallaron a Azaro en Alemania, activaron el Sol Negro y él despertó para poner en marcha el plan de recuperar los cetros de poder que guardaban los Sirens bajo la pirámide de Näel.

Idún entraría en la metrópoli infestado de un virus mortal conseguido a través de la sangre de Azaro; se llevaría los cetros y exterminaría, sin saberlo, a todos los de su especie. Sería una jugada maestra.

Y así sucedió. Sin embargo, ni Azaro ni los Graen mataron al lágrima negra y este, de algún modo que Astrid aún no lograba comprender, regresó con un Gaad para asestar un golpe definitivo a Azaro en el castillo de Cachtice y desaparecer acompañado por una humana de ojos rojos. Y no solo eso, esos humanos y esos sirens que colaboraban juntos, habían logrado conseguir dos varas más. Una de los magos y otra que habían hallado en la isla Delphine. Y aquel dato era el que podía inquietarla más. El mundo de los magos estaba abierto, y también otro más que ella no había tenido el gusto de conocer en vida, pero sí había intuido en su encierro dado la energía descomunal que percibía en oleadas. Una energía que venía precedida por la creación y el nacimiento de seres poderosos repartidos por toda la superficie terrestre. Y Thot había tenido mucho que ver en eso. Y la raza de las Mins también. Raza que los Indignos sabían que existía y que en el pasado no habrían dudado en convencer para unirse al plan, de haber podido y haber logrado sus propósitos. Pero ni Azaro, ni Semiasás, ni ella pudieron, dado que Thot y sus almirantes les alcanzaron antes para castigarlos y encerrarlos.

Astrid había comprendido que, en el exterior, otros grupos de individuos iban a colaborar juntos en su misión por evitar que Bathory y los Indignos consiguieran sus propósitos: unos con dones sobrenaturales, y otros todavía por descubrir. No debía ser difícil dar con ellos y anularlos.

La Indigna percibía en Bathory a una humana fuerte. Su esencia estaba muy corrompida por la energía Graen, pero como buena mujer líder y con explosivo carácter no aceptaba del todo su invasión y luchaba contra ella porque quería el mando.

Astrid lo valoró: podría dejarla convivir con ella, podría permitir que parte de su conciencia se activase para que ambas cohabitaran en aquel envase de carne y huesos. Pero la Bathory tenía sus propias inquietudes y unos objetivos que distaban de los suyos, así que tomaría la decisión de acallarla parcialmente. Seguiría sus propios designios y de nadie más, aunque necesitaría su información. La usaría porque de las dos, ella era la poderosa Indigna.

Lillith, por lo que leía en su mente, solo tenía a una Vril, a sus Sísifos y a los Edérlys de su parte. Y muchísimo dinero. Y Astrid, que era la segunda comandante al mando de los Tares, sabía con exactitud qué debía hacer. De todo el despliegue económico y logístico que la Bathory podía ofrecerle, solo le interesaba lo primero y una parte de lo segundo, pero no todo.

Y era curioso porque, al parecer, lo único que le ofendía a esa mujer que poseía, era que ella considerase que parte de sus creaciones eran insostenibles e improductivas cuando habían sido un hito en el mundo de la ciencia. Era soberbia y egocéntrica, sin duda. Por lo demás, a Bathory no le afectaba que ella quisiera desprenderse de parte de su creación.

Era un espíritu ególatra y centrado en el poder. Por eso Astrid no se sentía del todo incómoda en su cuerpo, excepto porque sabía que, de estar capacitada para ello, Lillith la mataría para ser la única reina, como ya había intentado hacer.

Se tocó el pelo moreno y se miró las manos. Era una mujer hermosa, no cabía duda. Pero no tenía tiempo en recrearse en su físico, porque había llegado el momento de levantarse de su tumba y erigirse como la aniquiladora que era. Sujetó el puñal del Gaad que había clavado en su propio cuerpo, en el pecho y lo extrajo con un movimiento seco. Pudo escuchar con extrema facilidad el sonido de sus estructura ósea al quebrarse.

Con sus nuevos ojos negros valoró lo que la rodeaba. El viento de aquel planeta arrastraba aromas de mugre y muerte, de miedos y arrepentimientos, de avaricia y de enfermedad, mezclados con las esencias de las comidas y los perfumes que todos se ponían para no oler mal. Porque el cuerpo humano era un auténtico vertedero de pestes que todos debían disimular. Astrid cerró los ojos y alzó la barbilla pensativa, deleitándose en su vuelta a la vida y valorando todos sus movimientos a partir de ese instante.

Azaro había muerto. Pero ella tenía tres varas, y quedaba Semiasás para despertar. Necesitaba un cetro más para desequilibrar la balanza y convocar a Arthos. Y quería hacerlo ella.

Pero antes no quería cabos sueltos.

—¿Lillith?

La voz susurrante de Sisé hizo que volviera el rostro para mirarla.

Los ojos negros de la Vril, cuyo pelo rojo permanecía recogido en lo alto de su cabeza, la inspeccionaron de arriba abajo hasta que se quedaron fijos en su semblante.

Astrid permaneció impasible ante su escrutinio durante eternos segundos en los que advirtió que la Vril ya sabía que la Bathory estaba en algún lugar, pero no ahí con ella.

—Tú no eres Lillith —murmuró Sisé dando un paso atrás.

La telépata no estaba asustada, si acaso sentía mucho respeto, pero el mero hecho de que la atlante adoptase la imagen de Bathory la tranquilizaba.

Astrid comprendió que ellas dos eran amantes y sonrió al saberlo. Los atlantes llegaron a la tierra sin etiquetas ni perjuicios marcados por la sexualidad. Sus dioses no estaban emparejados por ser hombre o mujer, las parejas eran a veces comunidades, y los binomios no estaban marcados por signos femenino y masculino por obligación, porque ellos eran andróginos en su naturaleza y jugaban con la creación a su antojo. La humanidad empezaba a evolucionar en ese aspecto, aunque fuese el mismo parásito de siempre en otros.

—No. No soy Lillith —su voz no le desagradaba. Era la primera vez que la usaba.

—¿Dónde está? —preguntó con muchas reservas.

—¿Quién?

—Ya sabes quién.

—¿La humana? —Astrid dejó caer la cabeza hacia atrás y crujió uno de sus huesos—. No se ha ido, si eso es lo que quieres saber. Está aquí —se tocó la sien—. Pero bajo mi custodia.

Sus ojos oscuros se convirtieron en una fina línea al ver cómo los de Lillith pasaban del azul claro al negro de manera intermitente, reflejando la doble personalidad que residía en ella.

—No lo hagas —le advirtió Astrid.

—¿El qué?

—No intentes meterte en su cabeza. Lo puedo percibir. Eres una telépata. Si lo haces, la mataré —amenazó de manera contundente—. Ahora debes hacer lo que yo te diga.

Sisé arqueó las cejas rojas, incrédula ante lo que oían sus oídos.

—Eres una atlante en el cuerpo de una humana. No tienes tu súper cerebro, así que dudo que puedas usar tus poderes —la estudió de arriba abajo.

—Puedo porque desde hace siglos he influido en los Bathory… conocen mi energía. Están listos para ella. Y Lillith no es una humana cualquiera, tiene su ADN mutado, como tú. No deberías ser tan estúpida como para querer provocarme. Valora que tengo a tu mujer secuestrada y que, si me ayudas, te la devolveré sana y salva.

—Ella no es mi mujer —sentenció con un brillo fanático en la profundidad de sus iris—. Es mi Reina.

Astrid sonrió. Sisé pudo comprobar que no era la misma sonrisa superlativa de Lillith. Aquella era siniestra y su curva ocultaba los designios y caprichos de un poder que hasta entonces nunca había visto. Sin embargo, Sisé pensó en su propuesta. Si la ayudaba, le devolvería a Bathory.

—¿Cómo vas a devolverme a Lillith? No tienes un cuerpo atlante en el que poder dejarte ir de nuevo.

—Cierto —susurró acariciando el Gaad con la punta de sus dedos— pero hay otros recipientes poderosos a los que poder poseer. Si uso mi poder con este cuerpo, podría consumir a Lillith en unas horas. Y no puedo hacerlo. La necesito para mis propósitos. No me podrás sacar de aquí por mucho que lo desees, Vril. Con nosotros no funcionan ni los exorcismos ni la brujería. Solo la magia antigua que, por otro lado, solo nosotros conocemos.

—¿Qué quieres?

—Quiero que nos acompañes. Estoy en línea con Lillith, como solías estarlo tú —se burló— y está de acuerdo en todo lo que digo. Necesito su cuerpo para moverme por este plano por ahora, y no quiero perder el tiempo.

—No te creo. Dame una prueba de que ella está de acuerdo con lo que dices.

—Las tres queremos lo mismo. El poder total y absoluto, ¿me equivoco? —insinuó muy perspicaz.

—No te equivocas. Pero somos celosas de la intervención de otros individuos, así que demuéstrame que ella está ahí.

—Eres fiel como una perra.

A Sisé aquello no le ofendió.

Astrid suspiró agotando su paciencia.

—Dice que me sigas, no como seguías a María Orsic. Que lo hagas como seguías a Sumi. Heil und Sieg.

Sisé afirmó en silencio para permitir que aquella revelación hiciera mella en ella.

Heil und Sieg. «Salvación y victoria», era el saludo de la sociedad Thule que también adoptaron las Vril. Así se saludaban cada mañana y cada noche ellas dos. Lillith Bathory le estaba pidiendo que siguiera los pasos de Astrid como una primera líder, no como una mensajera a la que se podía traicionar, como había sucedido con Orsic.

Sí, serían palabras de la Condesa, de eso estaba segura. Y si estaba de su parte era porque sabía que en algún momento, lograría salirse con la suya y escapar de la atlante. O eso esperaba Sisé.

—Está bien —asintió—. Te ayudaré en todo lo que necesites.

Astrid se guardó el Gaad detrás del pantalón y miró a su alrededor.

—Mantendremos ocultos los tres cetros y los pondremos a buen recaudo hasta que los tengamos que usar para despertar a Semiasás. Pero antes debes llevarme a La Granja. Hay que reorganizar a los activos disponibles y desechar a los que no nos sirvan.

Aquello alertó a Sisé.

—¿A los que no nos sirvan? Todos nos sirven. Lillith ha estado trabajando mucho en su perfeccionamiento genético y…

—No. Todos no sirven —Astrid negó rotundamente—. Tienen naturaleza humana, no los quiero —zanjó.

—Lillith ha trabajado mucho en sus Sísifos… Los ha perfeccionado. Sus avances son asombrosos y…

Astrid le dirigió una mirada letal y la hizo callar.

—No puedes enviar a un siren a matar a toda su especie. Porque luego se volverá en tu contra, como ha sucedido con Idún. Lillith lo sabe. Con sus experimentos sucederá lo mismo. Esto es lo que necesito y en orden: ir a El Rancho y hacer limpieza. No voy a dejar ningún cabo suelto porque no quiero sorpresas desagradables como las que se ha llevado Azaro. Necesito sangre del lágrima negra para abrir la tumba de Semiasás, ya sé por Lillith que no os queda, dado que la sangre estaba en el Origin, en esos laboratorios en los que creasteis el virus para aniquilar a los sirens y que ha volado por los aires. Necesitamos volver a captar a Idún. Quiero saber dónde está. Para todo ello convocaré a los Nigromantes, ellos me ayudarán con su Magia Graen a lograr nuestra meta —se quedó mirando al vacío—, y cuando haya dejado todo listo iré a por el cetro que aún está en este Reino y puedo percibir —la miró de soslayo.

—¿Sabes dónde se oculta la última vara? —dijo impresionada—. Azaro no podía.

—No. Pero tengo una vaga idea de quién puede saberlo. Así que llama a quien tengas que avisar para que nos saquen de aquí, Vril —la urgió dando una palmadita de aviso—. Y carga con mi cuerpo —ordenó echando un último vistazo a su cadáver esquelético, de ropa espantosa y dorada y cabellera rubia y pobre—. Espero poder volver a él en algún momento.

—Sí —Sisé asintió agitada por la energía de aquella mujer y el rostro de Lillith. Estaba turbada, pero al mismo tiempo iba a confiar en sus palabras. Era una Vril. Encontraría el modo de hablar con Bathory, porque su cerebro seguía siendo humano. Mientras tanto, haría lo que Astrid le pedía.

Sin más, tomó su móvil y contactó a un helicóptero para que las sacaran de ahí rápidamente antes de que descubrieran lo que había pasado.

En aquella llanura del castillo de Cachtice, la tierra se había abierto para mostrar sus entrañas, y de ella había salido una tumba de piedra y metal atemporal y difícil de ubicar en la historia. Sería buena idea que también se la llevaran.

Los humanos no sabrían qué hacer con ella y, ni mucho menos, sabrían darle un lugar adecuado en la fábula ideada para explicar su evolución.

Dado que la historia que ellos habían aprendido era ficción, aunque creyeran en ella a pies juntillas.

 

 

 

2

 

 

 

St. Ives, Cornualles. Inglaterra

 

 

 

Sentadas en los asientos traseros de su espectacular hidroavión, la famosísima cantante Chaos Eda y su hermana Lea vislumbraban a sus pies aquella hermosa porción de tierra que siempre les gustaba pisar. Sus llegadas a la isla eran sonadas. De película. Pero contaba con la confidencia de sus trabajadores y con el respeto que podían inspirar en sus habitantes estrellas como ella.

A Chaos, los aldeanos de St. Ives no le preocupaban en absoluto, porque ellos siempre la cubrían, dado el cariño que le procesaban y la gran inversión económica que volcaba en el pueblo, en el mantenimiento de su infraestructura y también en el cuidado de sus playas, la flora y la fauna. Ellos no la incomodaban. Pero odiaba a los paparazzis. A esos individuos cargados con objetivos de largo alcance y que metían las narices donde no les llamaban.

Entendía que fueran un daño colateral de la fama y la popularidad, pero cuanto más tiempo pasaba, menos los toleraba. Y se sentía fatal por experimentar aquellas emociones, porque en un lugar tan hermoso como St.Ives en Cornualles, Inglaterra, el cónclave en el que había decidido afincarse y hacerlo su hogar, una solo debía sentir paz y belleza. Era su retiro, su retiro en libertad, toda la libertad para hacer lo que quisiera, con quien quisiera y cuando quisiera. Sin embargo, la intromisión de esos gacetillas lo enturbiaban todo.

Parte de culpa de lo que estaba pasando también la tenía su hermana Lea a la que quería colgar de una higuera.

Hacía unas semanas, mientras bromeaban en un baño nocturno en la playa, Lea dejó ir un hechizo de atracción, un amarre para que el hombre adecuado para Chaos fuera arrastrado por la marea hasta llegar al puerto privado de su hermana, en St. Ives. Una total indiscreción, dado que ya se sabía en el pueblo que ella vivía allí y cualquier cosa extraña que sucediese alrededor se convertiría rápidamente en tema de conversación de los lugareños y en objetivo de los periodistas amarillentos. Y eso que, en realidad, sus vecinos eran personas muy discretas poco dadas a expresar sorpresa siempre que la podían ver en su moto acuática, o en su lancha, o con su coche… O como en aquel momento haría, llegando con su hidroavión y amerizando suavemente sobre las olas.

Pero en aquella ocasión nada podía hacer ya. Lo único que le quedaba era recoger a ese hombre que reposaba en la orilla de su playa privada, sin camiseta, sin calzado, solo con unos tejanos puestos. Lo estaba controlando por la cámara conectada a su móvil. Parecía estar inconsciente.

Todo su sistema de seguridad rodeaba su propiedad y los alrededores y podía verlo todo cuando quisiera en tiempo real en su dispositivo.

—Joder, Lea… —gruñó en voz baja reprobando a su hermana con la mirada.

Lea se encogió de hombros como si nada.

—Con este van tres —le recordó—. Un viejo borracho, un pescador de Southampton…

—No. Discrepo —la cortó Lea. Sus ojos verde claro resaltaban entre su larga cabellera roja—. Ellos no estaban bajo el hechizo. Estoy convencidísima. Fueron errores.

—¿Errores? Tú no erras en tus hechizos.

—Te digo que esos dos han sido meras casualidades… la marea debía traerte al indicado. No a una pareja de pescadores borrachos.

—Yo no quiero a ningún indicado. No quiero a nadie, Lea —le dijo de mal humor—. No quiero cargar con nadie ni vincularme a nadie. Nadie que me diga ni qué hacer, ni adónde ir, ni cómo vestirme o cómo comportarme, ni con quién debo acostarme.

—Es evidente que no tienes ni idea de lo que significa tener pareja.

—Ni quiero saberlo. Estoy bien tal y como estoy. Y menos ahora… Los sirens están en Isla Delphine y mira todo lo que está provocando la irrupción del lágrima negra en nuestras vidas. Deberíamos estar disponibles por si hay que usar nuestros poderes y proteger nuestro hogar.

Mientras Chaos hablaba, no sin razón, Lea miró el largo pelo castaño de su hermana y sus ojos grandes y de un color ambiguo: a veces verde, y otras marrón claro. Era encantadora y rabiosamente sexi. Una muy mala combinación para pasar desapercibida.

Tenía ese aura de estrella que no podía sacudirse ni a palos. Era inevitable no mirarla y volver a hacerlo una y otra vez. Lea también era muy consciente de lo que estaba sucediendo; su hermanito Arthur no dejaba de escribir en su cuaderno, y eso era señal de muchos cambios, tal vez, de mal augurio.

Pero Chaos y ella se lo pasaban en grande las dos juntas siempre que fantaseaban sobre posibles parejas hipotéticas de Chaos. Era divertido. Por eso había realizado ese hechizo de atracción. Para reírse un rato y ver cómo su hermana actuaría ante tamaño percal, ajena a nada de lo que iba a acontecer en Isla Delfín. Sin embargo, tanto en su hechizo como en su isla algo había salido mal.

—¿Y este qué crees que es? —le preguntó Chaos.

—Pues no lo sé —adujo observando la pantalla—, pero al menos es joven, y parece enorme y fuerte —arqueó las cejas rojas repetidas veces—. No tiene aspecto de pescador borracho.

Chaos resopló, sabedora de que ella tendría que remediar todo aquel embrollo. Hablaría con ese tipo y le invitaría a irse antes de que cualquier periodista le sacara una foto con ella encima y dijera que estaban fornicando en su playa. Y después, se irían de nuevo a Isla Delfín, donde realmente la necesitaban.

—Bajamos. Recorres el muelle y lo recoges —ordenó Chaos—. No quiero saber nada de él ni de esto —chasqueó sus dedos—. Sabes que tengo compromisos mañana en Francia. Nada de esto me puede retrasar.

—A mí no me hagas así —Lea chasqueó los suyos—, no soy uno de tus esclavos sexuales.

—No lo eres, pero siempre me metes en líos.

Estaban a punto de enzarzarse en una nueva discusión cuando el hidroavión por fin tocó agua cristalina y esmeralda y aminoró la velocidad para que la puerta de salida quedase justo al inicio del pequeño muelle de madera que llevaría hasta la propiedad de Chaos. De bases sólidas y afianzadas en la arena, permitía que se atracara con facilidad.

—Yo me meteré en casa y tú lo traes.

—¿Por qué tengo que cargarlo yo? —protestó Lea.

—¡Porque tú eres la lianta, Lea! —exclamó incrédula al ver la fingida inocencia de su hermana—. Si hay fotógrafos cerca, quiero desentenderme del marco.

—Pero tienes que verlo tú. Ha venido para ti…

Chaos alzó el dedo indice y lo colocó frente al pecoso rostro de su hermana.

—No quiero oír ni una palabra más. Cojo mi maleta —dijo tirando de su maleta de ruedas—, y bajo las escaleritas —señaló mientras se abría la puerta del hidroavión— y voy a mi madriguera. Te espero dentro. Recupera a ese hombre y devuélvelo a donde sea que pertenezca.

Chaos se echó todo el pelo hacia atrás, se colocó las gafas de sol, dado que era por la mañana, y cruzó la pasarela de madera como la diva que era.

Lea dirigió su atención hacia la fina arena de la orilla, donde un gigante humano dormía bocabajo con el rostro hundido en la delgada y fina grava costera blanca.

—Joder… siempre yo —se quejó de su suerte y cruzó el muelle para ir en busca del humano. Se lo traería a Chaos y ella lo desecharía al instante, porque su hermana no quería parejas, solo hombres con los que pasárselo bien y follar para después obligarlos a que se olvidaran de ella.

Era la suerte o la maldición de una khimera: solo podían vincularse con entidades mágicas, y dado que estaban destinadas a permanecer ocultas y a no revelar su naturaleza, lo que de verdad quedaba claro para ellos era que les esperaba una eternidad de soledad.

A Lea le daba igual, porque la sexualidad en sí no la atraía, y ella estaba enamorada de la naturaleza y del arte. Pero Chaos… ella era otra historia.

Chaos era pasión, sexo, belleza y amor… pero ¿quién iba a poder corresponder y satisfacer a una khimera como ella? ¿Quién iba a tomar las riendas salvajes de su canto?

Lea bajó del muelle y caminó por la arena pensando en todas esas preguntas sin respuestas. Sus huellas se quedaban grabadas en la superficie, como caricias leves de alas de mariposa.

Se quedó a tres metros del cuerpo escultural de aquel individuo. La bailarina puso sus brazos en jarras y dijo en voz baja, mirando alrededor:

—Te han traído los delfines, nuestros más fieles aliados y mensajeros. No puede ser que no vengas en respuesta a mi hechizo —señaló estudiándolo con concentración—. Pero Chaos no te quiere aquí. Así que tendré que cargar contigo —miró alrededor, y se dispuso a llevárselo, cuidando de no ser advertida por ningún objetivo indiscreto.

Ese hombre iba a pesar. Aunque ellas eran mucho más fuertes que él.

No tenían ninguna duda al respecto.

 

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En el interior de su mansión de Cornualles, Chaos había encontrado un refugio para disfrutar de esa calma que siempre le había sido esquiva. Allí podía componer su música sin miedo a sus efectos. Podía cantar y sosegar las noches en Saint Ives, podía dar serenidad a los lugareños y ofrecerles buenos sueños, apaciguaría las mareas y hacer que los pesqueros regresaran sanos y salvos a sus casas. Podía excitar a sus gentes y llenarles de emoción y deseo si era lo que quería.

Pero nunca podía depositar verdadera intención en sus letras, dado que su poder era excesivamente evocador. Ya se había dado cuenta de ello.

La fachada del «Tesoro», así se llamaba su casa, era de estilo victoriano, de ladrillo bicolor en grises y en blancos, preciosas ornamentaciones marmóreas, tres torretas de techos de color ceniza oscura, y multitud de porches y galerías. Los bordes de las ventanas, los dinteles, las sillerías… Todo estaba perfectamente adecuado y reconstruido. El edificio databa del 1850, y era propiedad de un tiburón de mar, un antiguo pirata.

Chaos había comprado en efectivo aquella casa de marco y vistas incomparables, a los pies del mar, rodeada de un pueblecito pesquero adorable y acogedor, colindante al maravilloso puerto cuyos mares verdosos hacían recordar a los océanos caribeños. La bahía la abrazaba de cabo a rabo y se extendía hasta Godrevy Lighthouse.

Era una de esas mansiones totalmente restauradas que te teletransportaban en el tiempo, pero al entrar en ella, te encontrabas con una decoración exquisita, acorde al exterior, aunque moderna y de colores vivos y claros en los que predominaba el blanco, el azul difuminado en cada detalle y el marrón oscuro del suelo laminado de madera, pulido hasta la perfección.

Chaos adoraba el orden. Era una contradicción en toda regla. No obstante, aquella paradoja daba sentido a su existencia. Una conocía el orden porque sabía lo que era el caos.

Y ella era incontrolable. Su esencia tan viva y visceral, tan de músico y artista genio, la podía llevar a las emociones desordenadas y extremas. Y cuando algo la contrariaba hasta ese punto, necesitaba mucho de ese autocontrol para no convertir lo que le rodease en un maremágnum.

Decían que los khimeras eran ingobernables. Ella era una buena muestra de ello.

Cuando abrió la puerta de su casa agradeció el silencio y el olor a mar limpio que azuzaba su nariz entrando libremente por las ventanas. Cerró los ojos y suspiró. Dejó la maleta de dura carcasa negra en el rellano y se dispuso a cruzar el amplio salón para estirarse en su sillón favorito, un chester rojo con reposa pies, donde leía todas las novelas que coleccionaba, y donde escribía esas poesías desgarradas que con el tiempo se convertirían en canción.

Estaba pensando en la llegada de ese siren con la humana, con Cora, y de la aparición de Nina junto al lágrima negra…

Era fascinante saber que la humana había logrado salvar a Idún después de haber sufrido el castigo a manos de Ethan y de Eros. Pero lo que más le turbaba era descubrir que esa raza antigua de seres como los sirens, podían aliarse y vincularse a esas humanas de manera natural, cuando siempre creyeron que eso era, nunca mejor dicho, una quimera.

Irradiaban tanta energía, y tanta pasión… Al margen de eso, esperaba que se hubiera solucionado todo. En unos minutos se pondría en contacto con Eros para ver cómo estaba yendo todo. Todos esos cambios la incomodaban y la ponían nerviosa.

Eran Khimeras reales… Que alguien hubiera entrado en su cámara para llevarse un cetro de poder los ponía a todos en jaque. Isla Delfín era un santuario… y de repente, un lágrima negra acompañado de la Portadora del Tyet los había descubierto.

¿Qué efectos análogos tendría en los días venideros?

—¡Chaos!

El grito de Lea la tomó por sorpresa pero no le puso excesivamente nerviosa.

—¿Qué?

—¡Ven! —gritaba desde la entrada de la puerta.

—¿Por qué?

—Ven —repitió Lea agitada—. Es el hombre de la playa.

—¿Qué le pasa? —Chaos no se levantaba del sillón y se miraba las uñas pintadas de negro, en conjunto con su maquillaje ahumado, como si fuera más importante que aquel individuo.

—Hay un cerco alrededor de su cuerpo.

Chaos miró hacia la puerta con curiosidad.

—¿Un cerco? ¿Qué tipo de cerco?

—Un círculo lunar.

Esta vez sí, Chaos se levantó del sofá y caminó hasta la entrada. Lea tenía una expresión alarmante de desconfianza en su rostro.

—¿Estás segura?

—Sí, ven a verlo —le pidió Lea que había llegado corriendo.

Chaos sabía que los periodistas aún no habían advertido el cuerpo del desconocido. Deberían actuar rápido para sacarlo de la playa y subirlo a su casa. Pero si había un cerco a su alrededor, no eran buenas noticias.

—¿Qué probabilidades hay —preguntó Chaos mientras llegaban a la playa cuesta abajo— de que ese cerco esté provocado por tu hechizo?

—Ninguna —contestó Lea—. Mi don no tiene que ver con la brujería. Compruébalo tú misma —señaló al tipo en la arena con un golpe de su barbilla.

Chaos le echó un vistazo de lejos, manteniendo las distancias, hasta que se acercó a él. Desde luego era enorme, y tenía un cuerpo definido y muy trabajado. Se le marcaban de manera prominente los músculos de toda la espalda. Pero estaba bocabajo. El cerco del que hablaba Lea estaba ahí, marcado con la propia arena, como si el cuerpo lo hubiese dibujado mágicamente por una onda invisible expansiva.

Sí. Era un cerco de magia oscura. Magia Graen.

—¿Y cómo lo trajeron los delfines? Ellos perciben a Graen y se cuidan de mantenerse alejados —señaló Chaos acuclillándose cerca de él—. Nunca me traerían a nadie oscuro…

Lea negó con la cabeza.

—Puede que haya estado bajo la influencia de Graen, pero que él no sea de esa naturaleza.

—No lo es —dijo Chaos analizándolo. Ella podía percibir la maldad. Y allí no había malicia, pero sí una perturbadora emoción y un símbolo que no traía nada bueno—. ¿Por qué crees que tiene el cerco?

—No lo sé. Pero los delfines lo han traído por algo. Así que dime qué hacemos. Esté o no embrujado tendremos que meterlo en tu casa, ¿no? ¿O lo dejamos aquí para que vengan todos los periodistas?

Chaos sabía que debían tomar una decisión. Pero corrían el riesgo de meter en su casa a un individuo marcado por la brujería. No sabrían nada de él hasta que se despertase y pudiesen sonsacarle información. Chaos oía el latir de su corazón, sabía que estaba vivo por eso tenía la certeza de que la oiría cantar.

—Está bien. Quiero que protejas mi casa y todo el terreno —le pidió a Lea.

—Pero dijimos que no usaríamos nuestra magia fuera de Isla Delfín —comentó con la boca muy pequeña.

—Sí. Pero acaba de llegar un tipo marcado por magia antigua Graen. No vamos a quedarnos desprotegidas. Así que haz el favor y ponnos a cubierto.

—Inmediatamente.

Chaos carraspeó suavemente para aclararse la garganta y empezó a cantarle. La letra de la canción decía que se levantase y que entrase a casa con ella.

Para su sorpresa, el hombre se levantó como un robot, aunque continuaba con sus ojos cerrados. Tenía la cara llena de arena y el torso también. Todo él estaba rebozado por los granos tan claros que parecían sal y refulgían con pequeños destellos. Chaos no le veía bien las facciones, pero era mucho más alto que ellas, y hacía casi dos cuerpos a lo ancho, en músculo y en huesos. Era una ejemplar muy intimidante.

—Oh, vaya... —dijo Lea con asombro—. Sí que es grande. No grande descompensado ni de batidos y anabolizantes —comentó con interés—. Es grande de complexión y está muy... equilibrado.

Chaos estaba de acuerdo con su hermana, pero continuó cantando hasta que él salió del cerco y siguió su voz.

Las dos Khimeras obligaron al tipo desconocido y supuestamente embrujado a entrar en su casa. Y una vez dentro, Lea obedeció a su hermana e hizo sonar una música especial como ella sabía hacerlo para empezar a trazar con el baile el movimiento mágico de los pájaros y realizar así los hechizos de protección.

Cuando Chaos cerró la puerta tras ella, y guió al desconocido hasta el otro sofá para que se estirase, estaba convencida de que él le traería problemas.

De lo contrario, ya se los buscaría Lea. Su hermana era experta en eso.

Chaos se sentó en un trocito del sofá que quedaba libre, y esperó a que Lea dejase de bailar.

Cuando Lea acabó, se parapetó frente a ellos.

—¿Y qué hacemos ahora?

Chaos se levantó para coger una toalla mojada del baño auxiliar. Arqueó una ceja y contestó:

—Vamos a limpiarle la cara y a hacer que se despierte. Tenemos que saber quién es.

—Es Eric, Ariel —bromeó.

—Lea —Chaos habló entre dientes—... deja de decir estupideces.

—No sabemos quién es. Hasta que no abra los ojos...

—Hay que intentar quitarle ese cerco —continuó Chaos pensativa—. No quiero nada que tenga que ver con Graen en mi casa.

—Hasta que no abra los ojos no sabremos qué tipo de cerco es. Y no vamos a llevarlo a la isla. Esperemos a que se despierte y luego decidimos, Chaos —sugirió Lea sentándose en frente para contemplar el cuerpo del gigante.

Chaos no iba a llevar la contraria a su hermana en eso. Ella pensaba lo mismo.

Ese hombre estaba embrujado, pero antes de entender por qué lo estaba y con qué motivo los delfines se lo habían dejado en su playa a pesar de eso, tenían que saber qué tipo de embrujo lo marcaba.

Después, decidirían qué hacer con él.

—Pero mañana tienes que estar fuera —advirtió Chaos.

—Como todos los hombres de tu vida: unas horitas y ciao, bambino —movió la mano en señal de despedida.

La cantante dibujó una sonrisa suficiente y satisfecha. Así debía ser. No había espacio para las relaciones en su vida.

Decía sí al sexo, pero porque el sexo era una vía de escape.

Pero el amor estaba sobrevalorado. Y más para un khimera, cuyas posibilidades de encontrar a alguien digno de ellos era un acontecimiento inavenible.

 

 

 

3

 

 

 

Instalaciones Bathory

La Granja

 

 

 

Sorcha avanzaba a través del blanco pasillo con la certeza absoluta de que lo que iba a hacer era lo correcto. No por nada en especial, más bien porque era una orden de su madre y ella obedecía sus órdenes a ciegas. Desde siempre.

Elias y ella estaban en deuda con Bathory y todas sus corporaciones. Porque mamá siempre les dio una vida mejor. Ellos, niños de la calle, enfermos, con precarias existencias, abandonados, y maltratados, fueron acogidos entre sus brazos para recibir el calor de un hogar y el carísimo privilegio de disponer de medicinas para gozar de una buena salud. Algo que no tuvieron la suerte de disfrutar en su más inmediata infancia.

Bathory les ofreció cobijo y les prometió que les enseñaría a ser más fuertes que el dolor, que todo ese dolor que ya habían sufrido. Les haría invencibles e intocables.

Si su educación había sido la correcta o no, no lo sabría valorar porque nunca había tenido nada distinto. Lo que sí podía admitir sin duda era que había aprendido muchas cosas: a defenderse, a matar —conocía todos los modos más rápidos, dolorosos y angustiosos de acabar con la vida de alguien—… a rastrear. Y ahora, además, tenía capacidades especiales. Dones adheridos a base de píldoras, transfusiones, jeringuillas y miles de pinchazos. Sorcha era fuerte e inquebrantable. Porque Lillith quería que sus hijos fueran excelentes guerreros y torturadores para acabar con aquellos que no la dejaban prosperar en sus avances médicos ni en sus averiguaciones sobre la longevidad y el origen de las enfermedades. Porque como decía ella: «Todo es cuestión de negocios, Sorcha. La vida y la muerte es solo dinero». Y Lillith quería acabar con todo aquello y ser ella la mujer que liberase a la humanidad de la muerte. De lograrlo, sería una hazaña.

Nada era más poderoso que los billetes. Y su madre los usaba a su antojo para su propósito mayor. Sorcha no podía recriminarle nada. Mami conocía otros mundos, sabía de otras realidades, y había estado en ellas… Una mujer adelantada a su tiempo que buscaba un reconocimiento que la sociedad patriarcal no quería darle. Bathory vivía entregada a la ciencia, y para ella, sus Sísifos eran ciencia. No era nada maternal, al contrario, rayaba la crueldad y su actitud siempre era mental; su tono imperativo, sus procedimientos siempre metódicos, eso era Lillith: mano dura. Y aun así, Sorcha sentía algo hacia esa mujer. Como si un hilo invisible las conectase, un hilo duro y áspero, metálico, imposible de cortar.

Era muy contradictorio sentirse así. Su hermano Elías sentía mucha dependencia de Lillith, la necesitaba. Ella, en cambio, no podía definir su emoción como dependencia. Después de tantas palizas y tantos castigos, aunque fueran para enseñarle a ser resistente e inclaudicable, había dejado en ella una estela de resquemor y rabia. Y esa inquina era la que, desde hacía años, la animaba a desobedecerla o a provocarla, a sabiendas de que no era una buena idea.

Le habían enseñado a obedecer y a callar, aunque a veces dejase asomar una parte de su naturaleza salvaje y desafiante y le gustase replicar a su madre. Producto de su herencia genética, que no podía matar ni con un millar de jeringuillas. Siempre estaría ahí, recordándole que, aunque la habían modificado y hecho mejor para ser una sísifo, su sangre original pertenecía a otro lugar, a otra raza, a otra clase… Los métodos de Lillith para convertirla en lo que hoy era, podían rebatirse desde mil puntos distintos de vista en los que primasen los derechos humanos y el respeto.

La Bathory era cruel y fría con ella y con todos sus hijos. Era implacable y no le había importado llegar hasta límites erráticos y no predecibles si con eso obtenía los resultados que quería en sus investigaciones. A Sorcha no le gustaba recordar por todo lo que había pasado y seguía pasando en su camino hacia la perfección genética, pero para llegar al punto más alto de excelencia se requería muchos sacrificios y, al mismo tiempo, dolorosos desatinos.

Cuando se miraba al espejo, veía un rostro de rasgos felinos, sin cicatrices ni marcas; mirada oscura de ojos enormes, labios perfectos, cutis uniforme y mullido, a pesar de su estructura delgada. Tenía una melena muy abundante, de color castaño oscura y con destellos rubios. Y un cuerpo hermoso y con buena musculación. Era genéticamente perfecta, fuerte como cien hombres. Mamá la había hecho así.

Todo su potencial se había destinado al castigo, a la tortura y hoy era una máquina de matar demoledora. Para eso la usaba ella. Para que despachara a quienes le molestasen más de la cuenta. En el Rancho, ella y Elías se encargaban de que todos los experimentos fueran como era debido.

Mientras Sorcha pasaba por delante de cada una de las salas donde se experimentaba con humanos, niños y adultos, recordaba la orden de la Bathory, repetida más de una vez: «No te encariñes», le había dicho Lillith.

Sorcha no se encariñaba, solo quería tranquilizar a los pacientes cero y asegurarles que el cambio iba a ser a mejor. Que el calvario físico por el que discurrían, tendría su compensación. Por eso se encargaba de ir a verlos a diario, para insuflarles resistencia.

—Aguantad —les decía mientras les sujetaba la barbilla con suavidad—. Esto acabará en algún momento y seréis invencibles y longevos.

Los ojos que ella miraba le devolvían una expresión de rendición y pena que muchas veces la afectaba.

Y hoy, ella misma, y no Clarence, iba a suministrarle la última fase del tratamiento a uno de ellos, al paciente cero más importante: al mudito. Mamá le había dicho que fuera Clarence quien se lo suministrase, pero Sorcha hallaba un extraño placer en jugar con ese hombre tullido. Y jugaba con él de todas las formas, sin reparos. Nunca se había comportado así con otros, pero con el tartamudo estaba sacando su lado más agresivo y territorial. Solo porque él había sido el único que la había golpeado en su larga carrera como sísifo. El único que la había alcanzado en un momento de distracción y una acción inesperada en el Capricho de Gaudí.

Y no volvería a pasar.

Desde que recibió la orden de mamá, ya le había suministrado siete inyecciones, y quedaba una más. La última.

Después de eso, el cambio sería completo.

Cuando Sorcha llegó al zulo de tortura en el que habían metido al mudo, tomó aire por la nariz y abrió las puertas metálicas posando la palma de su mano en el lector.

Ahí, en el centro de aquel pobre y lúgubre habitáculo en el que tanto habían aprendido tanto Elias como ella, el hombre estaba colgado del techo por unas cadenas que le asían por las muñecas con unas sujeciones de cuero marrón y metal.

Su cuerpo era presa de cientos de convulsiones por minuto. Su tersa piel brillaba por el sudor perlado que se concentraba en sus enormes músculos. Era un ejemplar masculino digno de admirar. Su pelo rojo brillaba lustroso con las puntas hacia todos lados, lo tenía más largo debido al tratamiento. Y esto también lo había hecho más grande. Su rostro parecía tallado en piedra, su mandíbula cuadrada se apretaba con cada estremecimiento; sus ojos azules eran más claros y grandes y sus pestañas tan largas le otorgaban sombras indescifrables. Lo que de verdad le ponía de él, era que siempre alzaba el mentón y mostraba su cicatriz de la garganta. Otros muchos ocultaban sus vergüenzas y sus defectos, pero él no. Él nunca le apartaba la mirada. Los tenía fijos en ella. Sin miedo. Sin pudor. Sin un atisbo de rendición.

Sorcha se sentía muy poderosa cuando él la miraba así. Porque sabía que todo lo que le había hecho, sumado al dolor y al placer, lo había vuelto un adicto a ella.

—Zorra —susurró él con una sonrisa llena de desprecio y arrogancia.

Aquello la contrariaba mucho. Que él todavía tuviese ganas de hablar con el problema de dicción que tenía y después de haber sido tratado con las terapias génicas de su madre, decía cosas admirables de él. Era muy cabezón y muy duro.

—Que seas tartamudo y hables así de mal —su tono jocoso era insultante. Movió la cabeza haciendo negativas suavemente y se acercó a él alzando la maletita metálica en la que se guardaba la última jeringa del tratamiento—… es un desperdicio. Mira lo que traigo —abrió la maleta y extrajo la jeringa que parecía la típica pluma disparadora de insulina. El líquido verduzco e iridiscente se removió tras el cristal—. Tu medicina. ¿Tienes hambre? —preguntó torciendo el rostro hacia él—. Te traigo la comida.

 

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Lex era plenamente consciente de que lo habían cambiado. De que ya no volvería a ser el mismo. Lo sentía en el modo en el que bombeaba su corazón, y en cómo corría la sangre por sus venas. Lo notaba por cómo se le había desarrollado el oído y el olfato. Y en cómo la piel se le erizaba cuando percibía la cercanía de Sorcha o de la enfermera Clarence, aunque estuvieran a kilómetros de distancia. Allí dentro había aprendido a detectar todos los olores y, aunque la cámara de castigo en la que se hallaba parecía acorazada, excepto por una salida superior en lo alto del techo, la verdad era que no era lo suficientemente hermética como para no oír a más corazones palpitar con la ansiedad y la agonía del dolor. Allí había más personas. Él no era el único. Unos se meaban, otros se cagaban… los aromas se mezclaban con el sudor y la sangre.

Algo en su interior, algo salvaje, crecía a cada segundo y se acrecentaba con cada inyección. Le habían hecho de todo.

Le habían golpeado, lo habían cortado, quemado y azotado, solo por el dudoso placer de ver cómo ese tratamiento que le habían inyectado, hacía efecto en su cuerpo y daba los resultados exitosos que esperaban.

Después de sentir tanto calvario, se daba cuenta con asombro que cicatrizaba a una velocidad pasmosa. Era inaudito. Como inaudita era la manera en la que su cuerpo se había hecho fuerte y más musculoso, y ya estaba a la par que el de Sin, el más grande de todos los Lostsouls. Y le había crecido el pelo de la cabeza en cuestión de días. Sus manos, las notaba de mayor tamaño y le quemaban. Y los dientes, los notaba demasiado en la boca. No le habían crecido pero una sensación incómoda le arrollaba, y necesitaba pasarse la lengua por ellos a cada instante. Como si tuviera la boca seca. Y la tenía, joder.