CÓMO SE FORJÓ LA HISTORIA DE “EL REY CHATARRERO”

Durante varias semanas, muchas personas diferentes me hablaron de un chatarrero que era exdelincuente, boxeador, animalista y un auténtico fenómeno en las redes sociales. Con semejante presentación, no pude resistirme a recopilar toda la información posible sobre él y a visualizar los cientos de vídeos que tiene colgados en YouTube. ¿Cuál era mi motivación para hacer todo esto? Os confieso que comprender por qué alguien así se había convertido en un fenómeno viral.

Me pasé varios días investigando y al final llegué a una conclusión: era necesario relatar su historia para que sirviera de ejemplo para todas aquellas personas que habían cometido errores en su vida, pero que querían dar un golpe de timón y enfocar su existencia hacia algo más positivo y creativo.

Esto era lo que yo quería, pero no tenía ni idea de qué pensaría Javier García Roche. Contactar con él fue una auténtica odisea… Nadie quería darme su número de teléfono, así que me personé en la chatarrería, pero tampoco tuve fortuna. Les dejé mi número, pero el Chatarrero no me llamó. Y al final, a través de un conocido conseguí el contacto de un amigo personal de Javi que le ayuda en la venta de la ropa que lleva su marca, ‘Chatarras Palace’, y sin perder ni un segundo le llamé.

Por suerte, en esa primera llamada pude hablar con el colega del Chatarrero, pero enseguida comprendí que todos los allegados a Javi protegen mucho su intimidad, por lo que no te dan su teléfono ni ningún otro contacto de buenas a primeras. En aquel momento no entendí la razón de tantas precauciones, pero ahora que conozco de primera mano la vida de Javi, las comprendo y las comparto. Su pasado fue muy difícil, siempre metido en líos con personas muy peligrosas. Y cuando te adentras en esos mundos oscuros prefieres desconfiar a arriesgarte. A todo esto hay que sumarle el fenómeno Chatarras Palace, que no hacía más que crecer en número de seguidores y que ayudaba a que su popularidad subiera a una velocidad de vértigo. Cada vez más gente quería hacerse una foto con él, grabar un vídeo… O proponerle historias de lo más inverosímil.

Así que no resulta difícil entender por qué su entorno había blindado a Javi, creándole una coraza protectora que no te dejaban cruzar hasta no tener muy claras cuáles eran tus intenciones. Yo estaba tranquilísimo, ya que confiaba en que le interesaría mi propuesta, que la tomaría igual que yo, como un proyecto muy especial. Por eso no me preocupaban ni las miradas desafiantes, ni las frases interrogatorias que me lanzaban. Además, por mi profesión estoy acostumbrado a lidiar con gente de todo tipo, así que era del todo imposible que esto me disuadiera de seguir empeñado en contactar con él.

Hablé con esa persona durante un cuarto de hora, le envié por WhatsApp las portadas de todos mis libros para que viese que iba en serio y me prometió que le pasaría toda esta información a Javi personalmente. ¿Cuándo me iba a responder? La contestación fue un nuevo muro: si lo veía interesante, él se pondría en contacto conmigo. Así que no me quedó otra opción más que armarme de paciencia y esperar hasta tener noticias del Chatarrero.

Así que imaginaos la sorpresa cuando apenas cuarenta minutos después de haber colgado recibí un mensaje de voz por WhatsApp. Me lo enviaba un número nuevo, que yo no tenía guardado en mi agenda, pero tardé un nanosegundo en comprender de quién se trataba, pues en su estado se podía leer: “EL REY CHATARRERO”.

El mensaje fue muy corto y no dejaba posibilidad de réplica: “Buenas tardes. Me han explicado tu propuesta, he vistos tus trabajos y puede ser interesante. Si te parece bien, quedamos en esta dirección mañana a las 22 horas. Antes no puedo, trabajo todo el día en la chatarrería y luego he de entrenar porque tengo combate en dos semanas”.

Le eché un vistazo a mi agenda. No tenía nada programado para ese día que no se pudiese cambiar, así que sin pensarlo demasiado le contesté muy escuetamente: “Perfecto, nos vemos allí mañana”.

Al acabar nuestro brevísimo diálogo, abrí Google Maps porque no me sonaba para nada la calle que Javi me había facilitado. ¡Menuda sorpresa! Nuestro punto de encuentro se situaba en una pequeña calle aislada cerca del barrio del Raval, un lugar poco recomendable y mucho menos por la noche.

Al día siguiente, me subí en mi moto nueva (pretender aparcar un coche en esa zona es prácticamente imposible), pero al llegar a aquel lugar me di cuenta de que no había sido una buena elección. Era una calle muy estrecha y tremendamente oscura, ya que la mitad de las farolas no funcionaban y la otra mitad tenían el foco reventado. La perspectiva era oscura, angosta y nada apetecible, mucho menos por la noche. Y eso mismo debían pensar los técnicos del alumbrado del Ayuntamiento de Barcelona, ya que hacía tiempo que no se habían adentrado en aquel territorio prohibido.

No fue fácil encontrar el lugar donde habíamos quedado. Yo me imaginaba que sería algún bar en el que podríamos sentarnos a charlar, pero por mucho que miraba no se veía ningún letrero iluminado en aquella calle tan inhóspita. Al llegar al número exacto de la dirección que me facilitó Javi, me bajé de la moto y vi que las señas coincidían con una puerta grande de madera, antigua y mal pintada, que no dejaba ver lo que había en su interior pero que sí dejaba escapar una música lejana y cierto barullo de voces. En ese momento se me pasaron por la cabeza varias posibilidades y ninguna de ellas buena. Primero pensé que me había citado en un burdel, el típico garito que quiere ocultar su actividad. También se me ocurrió que podía tratarse de una broma y que el cabrón del Chatarrero me había mandado a uno de los peores barrios de Barcelona para echarse unas risas con sus colegas. Hasta llegué a imaginarme que si entraba en aquel local podía volver a casa con una paliza de más y una moto nueva de menos.

Pero… ¿Qué iba a hacer? Ya estaba allí y, aunque he de confesar que se me pasó por la cabeza largarme tan rápido como alma que lleva el diablo, algo me impulsaba a entrar. Ese lado canalla y aventurero que tenemos todos, que te empuja a hacer cosas que no harías si las pensaras dos veces.

Así que me armé de valor y utilicé la mano que me quedaba libre (con la otra estaba sujetando el casco) para empujar aquella puerta que pesaba una tonelada y que poco a poco fue cediendo hasta que quedó el espacio justo para que una persona se adentrara en las entrañas de aquel lúgubre local.

Si en la calle había poca luz, el interior del local no desentonaba con el exterior. Nada más entrar accedí a una especie de pasillo muy corto, de no más de dos metros de largo por uno y medio de ancho, que acababa en una cortina que daba paso a lo que se intuía que era otra sala más amplia, de dónde provenía el ruido. No pude evitar encontrar cierta similitud con el pasaje del terror que había en el parque de atracciones del Tibidabo, una asociación que me dio escalofríos. Atravesé la cortina y me encontré con lo que era el local en sí: una barra de bar muy larga que recorría prácticamente toda la sala de punta a punta, un billar antiguo y muchas mesas que ocupaban todo el espacio que quedaba libre.

Nada más poner un pie dentro, tuve la sensación de que todo el mundo se había callado y girado a mirarme. Alguien como yo no pegaba allí ni con cola y creo que el entrar en aquel lugar con el casco en la mano obligó a varios de los allí presentes a ponerse en guardia. A simple vista pude contar a unos cuatro tipos en la barra, dos jugando al billar y en las mesas veía bultos que sin duda eran personas, pero la poca luz del lugar no dejaba que pudiese distinguirlas. También vi a un camarero que no me quitó la vista de encima desde que aparecí en la sala al atravesar la cortina.

Caminé hacia la barra con sigilo y mientras me acercaba me di cuenta de que algunos de los clientes solo hablaban con sus respectivas copas. Sin duda, estaban bien cargadas y no eran las primeras de la noche. Además, esas personas parecían formar parte del local, igual que el mobiliario o la pobre iluminación. Otra cosa que me llamó poderosamente la atención fue que la mayoría de las personas estaban fumando, cuando en teoría está prohibido hacerlo en cualquier local público. Pero enseguida entendí que estaba en un lugar donde las normas y las reglas que yo conocía no tenían jurisdicción.

Al llegar a la barra se me acercó el camarero. Era alto y de complexión fuerte, con una figura que mostraba que en otros tiempos había estado muy musculado. Ahora no había tanta fibra y quizá algo más de grasa, pero no dejaba de impresionar su porte de metro noventa de estatura y unos ciento diez kilos. Cuando llegó a mi altura, me miró directamente a los ojos y se quedó inmóvil, no dijo absolutamente nada, como si me estuviera analizando. Pasados unos segundos muy incómodos, le hablé: “Buenas noches. Estoy buscando a Javier García Roche”.

Fue soltar esa frase y al segundo darme cuenta de que no la había formulado correctamente, de que tendría que haber dicho “he quedado con Javier García Roche” o “Javier García Roche me está esperando”. Como era de esperar, el “estoy buscando” generó una respuesta más que contundente: “No conozco a nadie con ese nombre”. Y se hizo el silencio en el local, mientras en mi cabeza bullían las ideas. ¿Me la había jugado Javi? ¿Me había mandado a un bar de mala muerte para echarse unas risas a mi costa? Suerte que a los pocos segundos se oyó una voz que salía del fondo de la sala: “Tranquilo, Dani, viene conmigo. Déjale pasar”.

No me lo podía creer… ¡En qué embolado me había metido! Me sentía como dentro de un rodaje de Tarantino. Menudo momento más tenso acababa de vivir frente al camarero, los dos mirándonos a los ojos en silencio. Así que aquella voz fue mi tabla de salvación: me dirigí de inmediato al lugar del que intuía que provenía. Poco a poco, a medida que me acercaba reconocí las facciones de las personas que me rodeaban en sus mesas. En todo el local no habrían más de dieciocho clientes, a cuál más pintoresco. Con calma, me acerqué al fondo del local y en la zona más escondida reconocí la figura de Javi, acompañado por otro hombre que no tenía ni idea de quién era y a quién no recordaba haber visto en ninguno de sus videos.

Me presenté, Javi me chocó la mano de una manera firme y contundente, como hacen las personas que demuestran seguridad en sí mismas, y me senté a la mesa. Acto seguido me presentó a la persona que estaba a su lado. Se llamaba Raúl Gimeno y era un chico delgado, de apariencia totalmente opuesta a Roche, no parecía encajar en ese local. Lo que nunca me pude imaginar en ese momento era lo importante que iba a ser ese chico en esta aventura.

Para romper un poco el hielo, les comenté que me había costado bastante encontrar el lugar y que había ido en moto porque ya me imaginaba que iba a ser difícil aparcar en aquella zona. Fue mencionar el tema de la moto y al momento el Chatarrero volvió a dirigirse al camarero: “Dani, por favor, vigila la moto de mi compadre, que no queremos que vuelva a su casa andando”. A lo que el camarero respondió: “Tranquilo, Javi, la veo con las cámaras. La ha dejado justo delante de la puerta”.

Como aquel garito no tenía ni una ventana que diese al exterior, supuse que habían puesto cámaras enfocando a la puerta para poder ver quién la atravesaba. Y, por supuesto, me quedé un poco más tranquilo al saber que había alguien vigilando mi moto.

Antes de entrar en materia charlamos un rato más para relajar el ambiente. Les comenté que me había sorprendido que se pudiera fumar en ese bar y Javi me explicó que los dueños habían conseguido un permiso para trabajar como un club privado de fumadores. ¡Por eso casi todos los clientes fumaban! Y en un momento dado, le expuse al Chatarrero cuáles eran mis intenciones, no sin antes hablarle de mis anteriores libros, ya que quería que viese qué tipo de obra quería escribir con él. Cuando terminé, Javi me miró otra vez directamente a los ojos y me respondió sin dar ningún rodeo que mi idea le parecía muy bien, pero que ya se había comprometido para escribir su biografía con Raúl, la persona que estaba a su lado, y que él era un hombre de palabra. De hecho, llevaban trabajando en el proyecto casi dos años. En aquel instante creí que no tenía nada que hacer.

Javi, no obstante, me sacó de golpe de esos pensamientos cuando me explicó que le gustaría que Raúl y yo colaboráramos, que trabajáramos juntos en el libro. De esta forma, podríamos beneficiarnos de mi experiencia y del hecho de que dirijo una editorial, con lo que eliminábamos el problema de buscar algún sello que editara el libro.

Le fui muy franco. Antes de aceptar el trato, tenía que comprobar cómo escribía Raúl y qué enfoque estaba dando al libro, para ver si coincidía con lo que yo tenía en mente. En realidad, siempre me ha gustado trabajar en equipo, colaborar con otros profesionales que tienen ganas y talento. ¡El resultado siempre es positivo! Pero lo que más me gustó fue que el Chatarrero me demostrara tan pronto, en nuestra primera charla, que era una persona firme en sus promesas, que si se había comprometido con su amigo en algo, no iba a dejarlo tirado por muchas ofertas o cantos de sirena que escuchara.

Raúl, por su parte, me detalló todo lo que tenía preparado sobre la historia de Javi. Horas y horas de audio grabado donde el Chatarrero narraba su vida con todo lujo de detalles, desde los más escabrosos hasta los más divertidos. No se había guardado nada, ninguna escena importante por dura que fuera, ni tampoco había magnificado los episodios más amables. Y esto me gustó, ya que lo que no quería era editar un libro que no fuese fiel a la realidad. Siempre apuesto por que sean los lectores quienes extraigan su mensaje, su enseñanza, y esta historia de superación requería de esa sinceridad absoluta.

Así que en ese local de mala muerte, amparados por la oscuridad y arropados por el humo del tabaco, se fijaron las bases de esta obra, se forjó el inicio de este polémico libro y se marcaron las líneas maestras que seguiría La historia de «El Rey Chatarrero».

1. MI BARRIO, MI GENTE

Vuelan los brazos como flechas que cortan el viento. ¡Zas! ¡Zas! Con cada impacto la cabeza le oscila como un péndulo. ¡Zas! ¡Zas! Noto cómo la nariz se hace añicos bajo mis nudillos, pero sigo golpeando con rabia. Derecha, ¡zas! Izquierda, ¡zas! Estoy lleno de odio, no pienso en las consecuencias. Ha resultado muy fácil llevarlo al suelo. Estoy sobre él, apenas puede cubrirse el rostro. Es un blanco fácil para descargar mi ira. Observo un segundo la cara tumefacta del yonqui, cada vez más deformada. Tiene una abundante hemorragia nasal. Me ha salpicado los brazos, las manos. También la camiseta. Eso me enfurece. Mucho. Vuelvo a la carga. Un nuevo puñetazo se estrella en el párpado, desgarrándolo. La piel le cuelga. Los nudillos pueden cortar como cuchillos. Hay mucha sangre. Abre la boca para pedir ayuda y veo sus asquerosos dientes consumidos de fumar plata. Su vida no vale nada, es solo un pobre desgraciado que ha vendido el alma al basuco. Un pobre desgraciado… Empiezo a sentir lástima. Dudo. En ese instante, varios individuos me sujetan y apartan del hombre que yace en el suelo.

—¡Joder, Javi! ¡No sigas, que lo vas a matar!

Mis compadres me llevan lejos de allí, no tardará en venir la policía. Tengo dieciséis años y formo parte de una banda muy violenta. Nos temen las otras bandas, nos llaman despectivamente los moros de Badal [1]. Solemos reunirnos en la plaza de la Olivereta y los más jóvenes deseamos ganar fama. No conocemos la piedad. No nos dan miedo las represalias. No nos frena nada ni nadie. Ni siquiera el hecho de que muchos de los mayores estén en prisión. Pero el hombre que ha quedado tendido sobre un charco de sangre no pertenece a ninguna banda. Es solo un yonqui. Aquel yonqui. No me ha reconocido, he cambiado con los años. Yo se la tenía jurada. Hoy se ha hecho justicia, mi justicia. Es la ley del barrio.

Cuando eres un crío aceptas con facilidad cosas que no entiendes. Con diez años no entendía por qué mi padre, a diferencia de otros padres, salía de casa a primera hora, todo lleno de mierda, y no volvía hasta la noche. El hombre se deslomaba recogiendo durante todo el día cartones, trapos, chatarra o cualquier cosa que pudiese ser trocada por unas pesetas. Pero a mí me avergonzaba ser el hijo del chatarrero, ver a mi padre sucio y acumulando los deshechos que encontraba en la calle. Recoger morralla era como estar en el escalafón más bajo de la sociedad. Además, debía soportar las constantes burlas de otros niños del barrio que, entre otras lindezas, me llamaban “pobre de mierda”. A la vuelta, mi padre solía comprar una cerveza, pues le gustaba beber un vaso después de la dura jornada, y chuches para sus cuatro hijos. Mis hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo dábamos un salto de alegría cuando la puerta se abría y aparecía con su cerveza y nuestras golosinas. Era casi como el ritual de antes de ir a la cama. Cuando uno crece en una familia con pocos recursos económicos y notables carencias afectivas, recuerda estas pequeñas cosas con gran cariño. La cosa es que una noche mi padre no pudo o se olvidó de pasar por la tienda. Como yo ya había aprendido a comprar, una vez repuesto de la decepción inicial le propuse acercarme en ese momento, justo antes del cierre. El hombre, muy cansado, no vio inconveniente y me dio doscientas pesetas. A principios de los noventa, Badal era un lugar complicado para vivir. Se habían disparado los índices de atracos, ajustes de cuentas y agresiones gratuitas. Con la creciente inmigración, el barrio multiplicó su población en muy poco tiempo, algo que no se supo gestionar. A todo esto debe sumarse el efecto que produjo el caballo en los jóvenes de esa generación, que fueron cayendo uno tras otro. Los niños éramos testigos de navajazos y de sobredosis. Eran tan frecuentes que, cuando llegaba la furgoneta del servicio de emergencias, decíamos: “mira, por ahí vienen los del Equipo A”. Lo vivíamos con una cierta naturalidad. Jugábamos en parques llenos de chutas, algo que ponía los pelos de punta a nuestros viejos. En esos años, la palabra SIDA se extendía de puerta en puerta sembrando el pánico, y una de las principales causas de contagio era, precisamente, a través de chutas usadas. Pues bien, en ese contexto salí a comprar con mis doscientas pesetas en el bolsillo, calculando cuánto me quedaría para chuches después de pagar la cerveza. Por desgracia, a mitad de camino un yonqui me cortó el paso y me atracó. ¿Qué puede hacer un niño de diez años en esa situación? Más que miedo, la sensación que me invadió fue de impotencia y rabia. Aquel hijo de puta me jodió las doscientas pesetas. Tuve que volver a casa cabizbajo y reprimiendo las lágrimas, hasta que me planté frente a mi padre y eché a llorar. Ese episodio me marcó. Me juré que algún día le daría su merecido, que ese cabrón iba a pagar con sangre su acción. Y yo soy hombre de palabra.

chatarrero

1 Badal es un barrio que pertenece al distrito Sants-Montjuïc. Históricamente anexionado a Sants, Badal está delimitado en el oeste por la calle Riera Blanca (que separa Barcelona de L’Hospitalet de Llobregat) y en el norte por la calle de Sants (antigua carretera de Sants que une Plaza España con Collblanc). Se trata de un barrio fronterizo.

2. UN GATO INVISIBLE

Debido a las dificultades que teníamos para llegar a fin de mes, yo era un niño acomplejado por el sentimiento de inferioridad económica y social. En muchas ocasiones, bajo la atenta mirada de vecinas indiscretas, acompañé a mi madre en busca de alimentos de primera necesidad a la Cruz Roja. Quizá por esto, pronto empecé a desarrollar, como mecanismo de defensa, una actitud chulesca, descarada y vacilona. ¡Me encanta dar la nota! Desde que era un mocoso, una de mis pasiones ha sido el deporte. La mayoría de los críos del barrio, tal vez por la proximidad o por el éxito cosechado al inicio de los noventa, heredamos un fuerte vínculo con el F.C. Barcelona. El Camp Nou está relativamente cerca de Badal, a unos veinte minutos a pie. Para cuando empecé a interesarme por el fútbol, el equipo de la ciudad condal contaba con una plantilla de ensueño: el llamado Dream Team. ¡Qué equipazo, chacho! Desde entonces soy culé de pura cepa. Pero si hay un recuerdo entrañable en mi infancia es, sin duda, lo feliz que fui en compañía de chuchos. De bien chico despertó en mí la pasión por los animales, puede decirse que aprendí a caminar jugando con perros. Estos nunca faltaron en nuestro hogar y se les quiso como a miembros de la familia. Hoy en día, cuando estoy con mis “bebés”, al igual que me pasaba de niño, me evado de todos los problemas cotidianos. Los animales son mi droga. No entiendo la vida sin ellos.

Hay un suceso que me marcó a fuego. Con doce años, empecé a quedarme con frecuencia sin voz y mi madre decidió llevarme a un logopeda que tratase mi afonía. Aunque siempre iba acompañado a la visita, hubo una vez que mi madre no pudo y fui solo. De vuelta a casa, caminaba por una calle estrecha cuando, de súbito, escuché un leve maullido. Reconocí el miau insistente de un gatito pero, por más que lo buscaba, allí no había ni rastro del minino. Primero miré en el alféizar de una ventana. Nada. A continuación, me agaché y busqué en los bajos de los coches estacionados. Mismo resultado. El maullido era cada vez más ansioso, ¡pero no había ningún gato! Y yo no estaba dispuesto a dejar ese misterio sin resolver. Inquieto, crucé la carretera y me dirigí al contenedor. ¡Solo podía venir de allí! Lo abrí y asomé la cabeza. Me llamó la atención una caja de zapatos sobre varias bolsas de basura. Miré a mi alrededor. A unos diez metros encontré una caja de fruta vacía, de esas que son de madera. La coloqué en vertical y me subí. Por mi corta estatura, era indispensable elevarme sobre algo para acceder al interior del contenedor y poder sacar la caja de zapatos. Una vez la tuve en mis manos, con mucho cuidado la destapé. Dentro encontré al minino. No tendría más de cinco semanas. Era un gato común europeo, atigrado pero con las patitas blancas, con ojos de un verde intenso y evidentes síntomas de desnutrición. ¡Lo habían condenado a morir entre la basura! Le acerqué el dedo índice para acariciarle la barriga y, del hambre que tenía, me mordió con desesperación, clavando los dientes de leche en mi piel. ¡Me costó un cojón y medio liberar el dedo! Como no sabía qué hacer, lo llevé a casa. Pero mi madre, atareada como estaba con las labores del hogar, en cuanto me vio llegar con el animal se llevó las manos a la cabeza:

—¡Ya estamos! —me dijo—. ¡Te tengo dicho que no quiero más animales en casa!

—Pero mamá —contesté—, lo he encontrado abandonado. Se está muriendo, hay que llevarlo al veterinario.

Mi madre, consciente de nuestra situación económica, se mostró tajante:

—¿Tu sabes lo que cuesta el veterinario? ¿De dónde quieres que saque el dinero? ¿Lo pinto? Ve, y déjalo donde lo has encontrado. ¡Y sin rechistar!