Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Anne Oliver. Todos los derechos reservados.

MEMORIAS DE LA AMANTE DE UN MILLONARIO,

Nº 1927 - febrero 2012

Título original: Memories of a Millionaire’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-498-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ROZ miró la fotografía que alguien había pegado en el espejo y leyó en voz alta lo que ponía:

—«No salgas con este hombre».

Didi O’Flanagan, que estaba buscando el pintalabios en el bolso, prestó poca atención a las palabras de su compañera de trabajo.

—Oh, vamos… hiciera lo que hiciera ese tipo, seguro que no merece que pongan su imagen en el espejo de un cuarto de baño público.

Didi alzó la mirada, contempló los ojos azules del hombre de la foto, impresa en un papel, y pensó que quizás se lo merecía. Eran tan bonitos que habrían empujado a muchas mujeres a la locura.

—Eso solamente lo sabe quien la pegó aquí —alegó Roz—. Mira, ha puesto el nombre del tipo… se llama Cameron Black. No me extraña que esa mujer estuviera enfadada, porque el hombre es realmente guapo.

Didi no tuvo más remedio que darle la razón. Ojos azul marino, cabello oscuro, mandíbula cuadrada y unos labios tan perfectos como besables. Se preguntó cómo sería su cuerpo y pensó que estaría a la altura de lo demás.

—Sí, es muy guapo. Pensándolo bien, deberíamos echar un vistazo a esas páginas de Internet donde las mujeres despechadas acusan a sus antiguos novios.

—Ah, la venganza. Internet permite que se sirva aún más fría —ironizó Roz—. Pero si no queremos que nos despidan, será mejor que salgamos de aquí y empecemos a servir a los impacientes que nos esperan.

—Tienes razón. Adelántate; yo voy enseguida.

Roz se marchó y Didi pensó en el tipo de la fotografía.

Cameron Black.

Le resultaba extrañamente familiar, pero se dijo que no tenía importancia y se dedicó a pintarse los labios. Después, se arregló la pajarita del uniforme y se colocó bien la placa donde se indicaba su nombre y apellido; por muchas veces que ajustara su posición, siempre se inclinaba hacia un lado.

Ya estaba a punto de salir cuando volvió a mirar la imagen pegada al espejo. No salgas con este hombre; no es el hombre que crees, decía la leyenda.

En un impulso, alzó la mano y la arrancó. Con independencia de lo que Cameron Black hubiera hecho, le pareció injusto que alguien se dedicara a pegar su fotografía por los cuartos de baño. Además, todas las historias de amor y desamor tenían dos versiones. Aunque ella no sabía mucho de esas cosas. En sus veintitrés años de vida, sólo había mantenido una relación seria. Y había sido un desastre.

Sin embargo, no fue capaz de arrugar el papel y tirarlo a la papelera, como pretendía; le pareció que tirar una cara como ésa habría sido un sacrilegio y terminó por doblar el papel y guardárselo en uno de los bolsillos del pantalón, de color negro. Acto seguido, salió del cuarto de baño y volvió al trabajo.

Momentos más tarde, avanzaba entre la multitud con una bandeja llena de comida. Casi todos los presentes eran hombres, ejecutivos de trajes oscuros entre los que, de vez en cuando, se adivinaba la pincelada de color del vestido de alguna mujer o su perfume.

Didi se dirigió hacia el grupo donde parecían estar los hombres más importantes de la fiesta y declaró con la mejor de sus sonrisas:

—¿Les apetece una tartaleta de cangrejo con salsa de limoncillo? ¿O quizás una croqueta de queso y aceitunas?

Tal como esperaba, los hombres siguieron con su conversación y no le dedicaron ni una mirada rápida. Estaban hablando sobre el nuevo proyecto inmobiliario de Melbourne, cuya maqueta se encontraba ante ellos, y se limitaron a arrebatarle las tartaletas y las croquetas con dedos ansiosos.

Didi pensó que eran unos groseros, pero apretó los dientes, mantuvo la sonrisa en los labios y siguió su camino.

Odiaba aquel trabajo. Le parecía servil y desagradecido. Por desgracia, era la única opción que le quedaba si no quería volver a Sídney con el rabo entre las piernas y admitir que había cometido un error.

—Gracias, Didi.

Didi se llevó una sorpresa doble. En primer lugar, porque el hombre que acababa de alcanzar una de las tartaletas le había dado las gracias y, en segundo, por su voz suntuosa y profunda, y de barítono.

—De nada. Espero que le guste y que…

La voz se le apagó en la garganta. Sorprendentemente, era el hombre de los ojos azules; el hombre de la fotografía del cuarto de baño. Lo cual significaba que la mujer que la había pegado en el espejo sabía que él iba a estar presente. E incluso era posible que ella misma lo estuviera.

Didi lo miró de nuevo y pensó que la fotografía no le hacía justicia.

Era impresionante.

Sus ojos, de color azul marino, tenían un tono tan oscuro que casi parecían negros. Su cabello, algo más corto que el de la foto, era de color castaño claro. Y se había afeitado tan bien que deseó alzar una mano y acariciar aquella piel de apariencia inmensamente suave.

Llevaba un traje de raya diplomática y una camisa blanca, con pajarita negra, que acentuaba el tamaño de su nuez y la anchura de su cuello. Didi tenía experiencia en cuestión de moda y supo a simple vista que no era un traje normal y corriente, sino uno hecho a la medida y con tela de calidad. Sin embargo, eso no le llamó tanto la atención como el calor que emanaba de su cuerpo. Se sintió súbitamente débil y tuvo que aferrar la bandeja para que no se le cayera.

Justo entonces, él se llevó la tartaleta a los labios y pegó un bocado sin dejar de sonreír.

Didi se estremeció. Estaba fascinada. Y cuando el hombre se giró con intención de alejarse, se lo impidió con la primera excusa que se le pasó por la cabeza.

—No ha tenido tiempo de saborearlo —dijo en voz alta, demasiado alta—. Y es el último que nos queda…

Él la volvió a mirar. Ella contempló sus labios y sintió el desconcertante deseo de meter los dedos en la salsa que llevaba en la bandeja y llevárselos a la boca para que se los chupara.

—Sí, tiene razón, me lo he comido demasiado deprisa —declaró con un tono aún más bajo que antes—. Pero estaba delicioso.

—Pruebe las croquetas de queso y aceitunas —sugirió, acercándole la bandeja—. Es un sabor muy distinto, pero si las aceitunas le gustan…

Didi se ruborizó un poco. Ni ella misma sabía lo que estaba haciendo.

Él la miró con intensidad, alcanzó una de las croquetas y dijo:

—Las aceitunas me encantan.

En ese momento se acercó un hombre de cabello blanco que lanzó una mirada a Didi por encima de sus gafas antes de hablarle a él.

—Como iba diciendo, Cam…

Cam guiñó un ojo a Didi y se giró hacia el recién llegado, con quien se puso a hablar. Mientras charlaban, Cameron pasó un dedo por la maqueta del proyecto inmobiliario y ella se preguntó qué se sentiría al ser acariciada por esas manos.

Desconcertada con su propia reacción, pensó que sería mejor que se alejara antes de hacer alguna estupidez.

Aquel hombre estaba allí por negocios. No tenía tiempo para malgastarlo con conversaciones intranscendentes. Por su aspecto, era evidente que estaba acostumbrado a tratar con empresarios como el hombre de cabello blanco. Debía de ser una de esas personas que daban más importancia al dinero que a las relaciones amorosas.

Ya se disponía a marcharse cuando se fijó en el arco de la fachada de la maqueta y frunció el ceño. Como no llevaba las gafas, no podía verlo bien; pero estuvo prácticamente segura de que era el arco del edificio de apartamentos donde vivía. Hacía meses que los inquilinos habían recibido las órdenes de desahucio. Ella seguía allí porque no había encontrado ningún piso que pudiera pagar.

Y entonces, se acordó de qué le sonaba el nombre.

Cameron Black Property Developers. La empresa inmobiliaria que iba a desahuciar a varias familias y a ella misma en el plazo de tres semanas. Había visto su cartel en el edificio contiguo, entre una casa de empeños y una tienda de tatuajes que ya habían cerrado.

Sintió ira, rabia, resentimiento.

Su deseo por Cameron Black se convirtió en decepción. Empezaba a entender a la mujer que había pegado su fotografía en el cuarto de baño. Aquel hombre era un canalla empujado por la avaricia que echaba a la gente de sus casas.

Si se hubiera parado a pensar, se habría mordido la lengua y se habría ido a la cocina a rellenar la bandeja, que se había quedado vacía. Pero Didi O’Flanagan no estaba acostumbrada a morderse la lengua.

—Disculpen —dijo en voz alta.

Seis cabezas y seis pares de ojos de volvieron hacia ella, aunque Didi sólo prestó atención a la cabeza y los ojos de Cameron Black.

—¿Se han parado a pensar en los inquilinos a los que van a desahuciar? Son doscientas tres personas.

Cameron apretó los dientes y la miró con frialdad.

—¿Cómo dice?

Ella señaló la maqueta.

—No sé cómo se las arreglan ustedes para conciliar el sueño. La señora Jacobs lleva media vida en ese edificio, y ahora se tendrá que marchar a Geelong a vivir con la familia de su hija porque no tiene dinero para alquilarse otra casa. Y Clem Mason…

—Tenga cuidado con lo que dice, jovencita —la interrumpió el hombre de cabello blanco.

Didi hizo caso omiso de la advertencia. Ya estaba lanzada.

—¿Sabe lo difícil que es encontrar un piso que se pueda pagar con el sueldo de un trabajador, señor Black? ¿Es que no le importan los problemas de la gente?

—No sabía que hubiera ningún problema —se defendió.

Ella sacudió la cabeza.

—No, por supuesto que no lo sabía. Los problemas de los demás no le importan en absoluto —declaró, con vehemencia—. Ahora entiendo que peguen su fotografía en los cuartos de baño de señoras.

Cameron Black se quedó boquiabierto y se ruborizó. Didi giró en redondo y se alejó del grupo. Se había metido en un buen lío y, para empeorar las cosas, dejó la bandeja en una de las mesas y se dirigió al servicio.

Una vez dentro, cerró la puerta, se apoyó en ella y suspiró. Era consciente de que su incontinencia verbal le podía costar el empleo.

Cuando se calmó un poco, se acercó al lavabo y se humedeció la nunca con agua fría. Necesitaba el empleo, aunque no le gustara. Se maldijo a sí misma por no haberse mordido la lengua. Y se preguntó cómo era posible que aquel hombre impresionante fuera nada más y nada menos que el casero que la iba a desahuciar.

Justo entonces, la puerta se abrió.

Sin embargo, la mano que giró el pomo no era de mujer. Era una mano firme y extremadamente masculina, al final de cuyo brazo apareció primero el cuerpo y después la cara de Cameron Black.

En lugar de sentirse amenazada, se excitó. Fue un escalofrío de placer que le endureció los pezones y le dejó las piernas como dos flanes.

Su propia reacción le molestó. No quería sentirse como si estuviera al borde de la boca de un volcán, a punto de caer a la lava. Quería tranquilizarse y recuperar el aplomo, pero no lo conseguiría si el hombre de los ojos azules invadía el único espacio del lugar donde, teóricamente, podía sentirse a salvo.

Hizo un esfuerzo e intentó mostrar firmeza. Pero estaba tan alterada que se tuvo que apoyar en el lavabo y, como él era treinta centímetros más alto que ella, tuvo que alzar la cabeza para poder mirarle a los ojos.

—Creo que se ha equivocado, señor Black.

Los ojos de Cameron se oscurecieron.

—No, la equivocación es enteramente suya. No debería ser tan grosera con personas que contribuyen a pagar su sueldo.

Didi estaba asombrada. La situación no podía ser más tensa, pero se sintió como si Cameron le hubiera pasado una mano desde los tobillos hasta las clavículas, deteniéndose en todos los lugares intermedios.

Aun así, sacudió la cabeza y dijo:

—Me he limitado a decir la verdad, señor Black. Aunque me temo que decir la verdad suele meterme en líos.

Él echó un vistazo al cuarto de baño y preguntó:

—¿Cómo sabe mi nombre?

Ella arqueó una ceja.

—¿Que cómo lo sé? Sospecho que, a estas alturas de la velada, lo conocen casi todas las mujeres de la fiesta.

Cameron entrecerró los ojos. Didi notó su fragancia, como de copos de nieve sobre una superficie de cedro, y sintió la extraña necesidad de acercarse. Cuando se quiso dar cuenta, estaban tan cerca que también notaba el calor de su cuerpo.

Él bajó la cabeza y clavó la mirada en su seno izquierdo para leer el nombre que aparecía en la plaquita que llevaba.

—¿A qué está jugando, Didi O’Flanagan?

Ella se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó la fotografía que había despegado del espejo y la aplastó contra el pecho de Cam.

—A nada —contestó—. Yo no soy quien está jugando.

Él alcanzó el papel, lo miró y se quedó boquiabierto. En los segundos posteriores, de silencio absoluto, Didi sintió su ira como si fuera una presencia física.

—¿De dónde ha salido esto?

—Lo encontré en el espejo. Lo habían pegado.

Cameron cerró el puño sobre la fotografía, con un gesto de rabia e impotencia, y se la guardó. Ella tuvo que morderse el labio para no pedirle que se la devolviera. La quería para poder tirársela a la cara tres semanas después, cuando se quedara sin piso y sin lugar adonde ir por culpa suya.

—Gracias. Tengo algunos problemas con una exnovia.

—No me había dado cuenta —ironizó—. ¿Qué ocurre? ¿Es que la abandonó y ahora se quiere vengar de usted?

—Yo no la abandoné. Fue ella quien me abandonó a mí.

Didi sintió la tentación de volver a ironizar, pero se contuvo porque el rostro de Cameron mostraba una falta de emoción muy sospechosa. Era demasiado absoluta, demasiado perfecta, como si estuviera haciendo un esfuerzo por disimular su dolor.

Evidentemente, aquella mujer le había hecho daño. Y Didi sabía lo que dolía sentirse abandonado.

—Sí, bueno… —acertó a decir—. Estará mejor sin una mujer como ésa.

Se metió las manos en los bolsillos y pensó que ella también estaría mejor cuando dejara de sentirse atraída por Cameron Black. Por atractivo que le pareciera, seguía siendo su casero; un canalla al que sólo le preocupaban sus beneficios.

Poco a poco, manteniendo la espalda contra la fila de lavabos, retrocedió en dirección a la puerta. Tenía que salir de allí antes de cometer un error estúpido. Un error como ofrecerle su compasión o, peor aún, una aventura sexual.

Cam se dio cuenta de que intentaba huir y se lo impidió. Con un movimiento rápido, apoyó las manos en los lavabos y la atrapó entre sus brazos.

Los ojos grandes, grises y recelosos de Didi O’Flanagan se clavaron en los suyos. Era de estatura pequeña y aspecto delicado, pero él supo que su aire de fragilidad era simplemente eso, un aire. Ya le había demostrado que tenía carácter y valentía.

La observó con detenimiento y sintió un acceso de deseo tan intenso como inesperado. Con su cabello revuelto y su plaquita inclinada sobre uno de sus pequeños y respingones pechos, parecía un hada desarreglada.

Cam apretó los dientes y se obligó a mantener el control.

—¿Quiere venir conmigo y compartir sus preocupaciones sobre el nuevo proyecto de desarrollo con el resto de los inversores?

—¿Con ese viejo irritable y arrogante de cabello blanco? De ninguna manera. Además, todavía me queda media hora de trabajo… y a diferencia de algunos, yo necesito el dinero —respondió Didi—. Las personas como usted me dan asco, señor Black. Destrozan las casas, los negocios y las vidas de la gente y llaman «proyectos de desarrollo» a lo que, en realidad, sólo es una forma de ganar dinero a costa de los más débiles.

—Yo no…

—La gente como usted —lo interrumpió— ni siquiera puede entender lo que se siente con una vida de pobreza y dificultades.

Cam tragó saliva y se apartó de los lavabos. Él lo entendía perfectamente. Había nacido pobre y se había tenido que esforzar mucho para conseguir la riqueza y el respeto de los que ahora disfrutaba.

—Usted no sabe nada de mí…

—¿Que no? Me ha seguido al cuarto de baño de mujeres. Eso dice bastante de usted, ¿no le parece? Y no es halagador.

Los ojos grises de Didi se iluminaron con tanto calor y energía que él se volvió a excitar. En sus treinta y dos años de vida, jamás había conocido a una mujer que lo excitara de ese modo. Era desconcertante.

—Dígame una cosa, Didi… ¿por qué se guardó mi fotografía? ¿Por qué no se limitó a tirarla a la papelera?

Ella bajó la mirada y se ruborizó ligeramente.

—Yo…

—¿Sí?

—No lo sé. Supongo que lo hice sin pensar —se justificó—. Y ahora, le agradecería que se apartara de mi camino.

Didi le puso una mano en el pecho y le empujó. Cam sintió una descarga de calor que se extendió por su cuerpo y estuvo a punto de provocar que le agarrara la mano para mantener su contacto unos segundos más.

Sin embargo, se apartó.

Aún notaba el eco de sus dedos cuando ella dio dos pasos hacia la puerta y la abrió de par en par. Seguía ruborizada. Y Cam sabía que ese rubor significaba que se sentía atraída por él. Pero se iba a ir de todas formas.

Pensó que debería haberse sentido aliviado. No quería desearla y, desde luego, no tenía ni la menor intención de pedirle que saliera con él. Por eso fue el primer sorprendido cuando abrió la boca y le dijo:

—¿Podría darme su número de teléfono?

Ella lo miró con asombro.

—¿Por qué?

—Porque es posible que presente cargos contra mi ex.

—Si quiere denunciar a su ex, puede denunciarla sin mi ayuda.

Cam suspiró.

—Maldita sea, Didi… No necesito su ayuda.

—Me alegro, porque no se la voy a prestar. Incluso es posible que su ex nos haya hecho un favor al resto de las mujeres. Parece que usted no es la persona que ella creía.

Didi lo miró de arriba a abajo y añadió:

—Empiezo a preguntarme qué quiso decir con eso. Puede que supiera algo sobre usted que los demás no sabemos.

Cam no se molestó en defenderse. Didi O’Flanagan podía pensar lo que le viniera en gana, pero él sabía exactamente lo que Katrina había querido decir.

Cuando Didi llegó a casa, se dijo que había hecho bien al negarle a Cameron Black su número de teléfono. Era el hombre soltero más peligroso al que había conocido. Era el dueño del edificio donde vivía; el hombre que la iba a dejar sin casa.

Y ella, sorprendentemente, había sufrido el acceso más agudo de deseo sexual de toda su vida. No tenía ni pies ni cabeza.

Todavía llevaba el abrigo y se estaba quitando los zapatos cuando el teléfono móvil sonó. Didi se quedó helada; temía que Black hubiera conseguido su número por otros medios. Cuando miró la pantalla y vio que era Donna, soltó un suspiro de alivio. Pero el alivio le duró poco; si su amiga la llamaba después de medianoche, estando como estaba sola con un bebé, sería porque había pasado algo malo.

—¿Qué pasa, Donna?

—Me he roto una pierna —respondió—. ¿Puedes venir? Trent no vuelve a casa hasta dentro de dos semanas y no tengo a nadie que me pueda ayudar con Fraser.

Didi se frotó los ojos, cansada. Había conocido a Donna cuando las dos colaboraban en calidad de voluntarias con una ONG de Sídney. Más tarde, su amiga se casó y se mudó con su marido a Marysville, una localidad del valle del Yarra, en el Estado de Victoria; pero él trabajaba en una plataforma petrolífera marina y estaba lejos la mitad del tiempo.

Suspiró y consideró las posibilidades.

No podía ir a verla todos los días porque Yarra se encontraba a dos horas en coche y su vehículo no estaba en buen estado. Pero tampoco se podía quedar con ella, porque no podría trabajar. Si es que todavía tenía un empleo.

Echó un vistazo a su alrededor, contempló las cajas vacías de su caótico piso y se dijo que ayudar a una amiga era lo más importante.

—Descuida —dijo al fin—. Estaré ahí tan pronto como pueda.

Tras cortar la comunicación, Didi guardó unas cuantas prendas y objetos esenciales en un par de bolsas de supermercado. Faltaban tres semanas para el desahucio y aún no había organizado la mudanza, pero no podía dejar a Donna en la estacada.

Cameron Black y su gran bulldozer tendrían que esperar.

Cameron no supo qué le asombraba más, si el hecho de que Katrina lo hubiera seguido hasta una fiesta de negocios para pegar su fotografía en un cuarto de baño o el hecho de que una mujer extraordinariamente atractiva, llamada Didi, se lo hubiera advertido en un momento crucial de las negociaciones.

Negociar con Bill Smith era un desafío que exigía sutileza y diplomacia. Bill no le había gustado nunca, pero Cam necesitaba su ayuda para suavizar las cosas con el Ayuntamiento. Lamentablemente, Didi O’Flanagan los había interrumpido con su diatriba contra el proyecto de la Cameron Black Property Developers y había destrozado sus planes. Cam tuvo que esforzarse a fondo para que Bill se aviniera a reunirse otra vez con él.

Miró por la ventana de su despacho, desde la que se veía el Telstra Stadium y el río Yarra y pensó en Didi O’Flanagan.

Localizar su número de teléfono no había sido ningún problema. Sólo tuvo que llamar a la empresa de catering para la que trabajaba o, más exactamente, para la que había trabajado. Porque ahora sabía que Didi había perdido su empleo.

Al parecer, Bill Smith se había puesto en contacto con ellos para quejarse por su actitud durante la fiesta. Incluso habían creído que él los llamaba por la misma razón.

Sacudió la cabeza y le pareció extraño que no hubiera reconocido su nombre cuando lo vio por primera vez. Didi O’Flanagan era la mujer que vivía en el edificio que iban a derribar. Hacía meses que se habían enviado las órdenes de desahucio, pero ella seguía allí. Y por si eso fuera poco, acababa de perder su trabajo.

Le pareció injusto. Era un castigo excesivo por haber tenido el valor de decir lo que pensaba, aunque estuviera equivocada en ese caso en concreto. Además, le había hecho un gran favor al quitar su fotografía del cuarto de baño de señoras. Era obvio que Didi se preocupaba por los demás y que respetaba sus derechos.

Quizás por eso, Cameron sentía la necesidad de hablar con ella y explicarle detenidamente su proyecto, si es que ella estaba dispuesta a escuchar. En cuanto al piso, estaba dispuesto a ayudarle a encontrar otro e incluso a buscarle uno en alguno de los complejos que pertenecían a la Cameron Black Property Developers.

—Será mejor que se lo busques al otro lado de la ciudad —ironizó en voz alta.

Y un buen motivo para ello.

Cam sospechaba que aquella hadita podía arruinar su ordenada vida, la vida que había conseguido con tanto esfuerzo, con una simple mirada de sus ojos grises o una simple palabra de su tentadora boca.

Capítulo 2

Dos semanas después

Era una noche de desastres.