Tí­tu­lo: Soy Rose Black.

© Ana Ba­lla­bri­ga y Da­vid Za­pla­na, 2019. De­re­chos ce­di­dos a tra­vés de Book­bank Agen­cia li­te­ra­ria

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1.ª edi­ción: fe­bre­ro 2019

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1

Soy Rose Black y hoy cum­plo cua­ren­ta años. Me en­cuen­tro ante un mon­tón de ami­gos y co­no­ci­dos que me han pre­pa­ra­do una fies­ta sor­pre­sa que yo es­pe­ra­ba para el fin de se­ma­na. Como con­se­cuen­cia, el gla­mu­ro­so ves­ti­do mal­va que me com­pré hace unos días, des­can­sa en paz en el ves­ti­dor de mi apar­ta­men­to. A cam­bio, luz­co unos va­que­ros des­gas­ta­dos y una ca­mi­se­ta dos ta­llas más gran­de de la que ne­ce­si­to, de­co­ra­da ade­más con el lo­go­ti­po de Trans­por­tes Gu­tié­rrez y el es­lo­gan: «Nos cabe toda su mer­can­cía», a la al­tu­ra del bajo vien­tre. Muy apro­pia­do.

Un en­tu­sias­ma­do gri­to de: «¡Fe­li­ci­da­des!» me re­ci­be con ca­li­dez en el pe­que­ño rin­cón del mun­do don­de nos en­con­tra­mos.

Nací en Ibi­za y siem­pre he vi­vi­do aquí, sal­vo unos me­ses que pasé de pe­que­ña en Ir­lan­da, de don­de es mi pa­dre, y cin­co años en Bar­ce­lo­na, don­de es­tu­dié De­re­cho. Mi ma­dre era es­pa­ño­la, así que mi nom­bre com­ple­to es Rose Black Al­cá­zar. Ah, y soy hija úni­ca. Te lo co­men­to por­que di­cen que mar­ca el ca­rác­ter de las per­so­nas, para que te va­yas ha­cien­do ya una idea de cómo soy.

—¿Por qué no me has avi­sa­do? —Me vuel­vo ha­cia Ám­bar, que mues­tra unos sen­sua­les la­bios ro­jos y luce un ves­ti­do nude va­po­ro­so.

—Por­que no ha­bría sido una sor­pre­sa.

—Una in­có­mo­da sor­pre­sa con es­tas pin­tas.

—Pero no te preo­cu­pes, que­ri­da —con­ti­núa como si nada—, tú siem­pre es­tás es­tu­pen­da. Y a lo me­jor al­guien se da por alu­di­do con ese car­tel y te pone su mer­can­cía en­tre las pier­nas.

Me gui­ña un ojo y yo me son­ro­jo has­ta la pun­ta del pelo. Bus­co a Pe­dro, pero no lo veo por nin­gún si­tio.

Buf, es­toy em­pe­zan­do a en­fa­dar­me. ¡Es la fies­ta de mi cua­ren­ta cum­plea­ños! ¡Ten­dré que es­pe­rar una dé­ca­da para po­der re­sar­cir­me!

—Es­ta­ba en casa, ha­cien­do lim­pie­za de ca­jo­nes —in­ten­to dis­cul­par mi atuen­do.

Ám­bar se en­co­ge de hom­bros qui­tán­do­le hie­rro al asun­to. Ella es in­ca­paz de en­ten­der­me, no ne­ce­si­ta re­man­gar­se para or­de­nar su casa por­que su ren­ta anual ex­ce­de en un par de ce­ros a la mía. Pue­de ti­rar la ropa a la ba­su­ra des­pués de es­tre­nar­la si le da la gana.

La fies­ta está con­cu­rri­da, al me­nos pa­re­ce que hay más de dos o tres per­so­nas a las que les im­por­to. Siem­pre y cuan­do no ha­yan ve­ni­do para reír­se de mi as­pec­to, cla­ro.

El lu­gar, ade­más, es in­creí­ble. La casa de Ste­lla me fas­ci­na. Vive en una zona apar­ta­da de la isla, con vis­tas al Me­di­te­rrá­neo y un am­plio jar­dín con pis­ci­na. To­da­vía pien­so en lo que su­ce­dió hace ya vein­te años con Alex, mi ama­do Alex. Si las cir­cuns­tan­cias no hu­bie­ran dado un giro ines­pe­ra­do, se­gu­ra­men­te aho­ra Ste­lla se­ría mi sue­gra y nos ve­ría­mos aún con más fre­cuen­cia. En fin, Alex per­te­ne­ce a mi do­lo­ro­so pa­sa­do y aho­ra no quie­ro po­ner­me me­lan­có­li­ca. ¡Es mi fies­ta de cum­plea­ños!

Ste­lla ha de­co­ra­do la casa con un gus­to ex­qui­si­to, con mue­bles traí­dos de los via­jes a paí­ses exó­ti­cos que ha­bi­tual­men­te hace con su se­gun­do ma­ri­do, Ni­cho­las. En­tre Ste­lla y yo siem­pre ha ha­bi­do una re­la­ción muy es­tre­cha, qui­zás le per­mi­tí ocu­par en mi co­ra­zón el lu­gar de una ma­dre que se fue de­ma­sia­do pron­to, cuan­do yo con­ta­ba tan solo con die­ci­séis pri­ma­ve­ras.

Como si hu­bie­ra con­ju­ra­do su apa­ri­ción, Ste­lla se acer­ca a mí. Luce su ha­bi­tual me­le­na cor­ta y ru­bia, su per­fec­to ma­qui­lla­je y un con­jun­to blan­co de pan­ta­lón y cha­que­ta. Me abra­za sin ha­cer men­ción a mi ri­dícu­lo as­pec­to, ella siem­pre es ex­qui­si­ta en sus mo­da­les.

—Oh, mi pe­que­ña Rose. Ya en­tras en la ma­du­rez y es­tás pre­cio­sa. Hace más de vein­te años que te co­noz­co y te quie­ro como a la hija que no tuve. —Su tono sue­na casi como si in­ter­pre­ta­ra un pa­pel en una te­le­no­ve­la.

—Gra­cias, Ste­lla.

Se se­pa­ra de mí y me in­di­ca con el bra­zo que avan­ce a tra­vés del jar­dín.

Está atar­de­cien­do y las pues­tas de sol en Ibi­za son más bo­ni­tas que en cual­quier otra par­te del mun­do. Se oye el so­ni­do de las olas y de las aves que re­gre­san a sus ni­dos. Hue­le a mar. Con­for­me avan­zo, per­ci­bo más ní­ti­da­men­te la mú­si­ca de Me­cano con su tema «Me colé en una fies­ta».

—¡Fe­li­ci­da­des, Rose! —Una com­pa­ñe­ra del ins­ti­tu­to cuyo nom­bre no re­cuer­do se acer­ca con una copa de cava y me da un abra­zo, afor­tu­na­da­men­te, sin que se de­rra­me una sola gota. Me ofre­ce la copa y la acep­to sin du­dar—. Aca­bo de ate­rri­zar. Ven­go de Nue­va York —em­pie­za a par­lo­tear— y, por suer­te, he po­di­do lle­gar a la fies­ta. No paro de via­jar por tra­ba­jo, es una lo­cu­ra de vida, pero me pa­gan muy bien.

Son­río como si me in­tere­sa­ra su gran triun­fo la­bo­ral. Tras va­rias hu­mi­lla­cio­nes más, y es­col­ta­da por Ám­bar, con­si­go al­can­zar al fin la zona de so­fás don­de unas ve­las es­pe­ran ofre­cer un am­bien­te más ín­ti­mo cuan­do des­apa­rez­ca el sol. Hay mu­cha gen­te, pero el lu­gar es tan am­plio que has­ta se pue­de en­con­trar al­gún rin­cón con cier­ta in­ti­mi­dad.

Tras los sa­lu­dos de ri­gor, cada cual se une a su gru­po más afín y se de­di­ca a co­mer y a be­ber. Agra­dez­co el res­pi­ro, así yo tam­bién me pue­do dar al al­cohol y a com­pro­bar si mi ba­rri­ga hace jus­ti­cia al es­lo­gan de Trans­por­tes Gu­tié­rrez. A fal­ta de otra cosa me­jor, ten­dré que lle­nar­la de co­mi­da, por­que sigo sin ver a Pe­dro por nin­gún si­tio.

Acer­co mi copa a la boca y Ám­bar me la qui­ta de un zar­pa­zo, un ges­to que poco tie­ne que ver con la ima­gen so­fis­ti­ca­da que pro­yec­ta ha­bi­tual­men­te.

—Gi­se­lle, dale algo de­cen­te para be­ber.

Gi­se­lle es pe­li­rro­ja y de as­pec­to dul­ce, todo lo con­tra­rio a Ám­bar que, a pe­sar de su be­lle­za, re­sul­ta un poco agre­si­va. Gi­se­lle me pasa un mo­ji­to y agra­dez­co el cam­bio, la ver­dad. En­ton­ces se acer­ca Xes­ca, mi me­jor ami­ga des­de el co­le­gio, y me abra­za. Su ver­da­de­ro nom­bre es Fran­ces­ca, pero será me­jor que no se en­te­re de que te lo he con­ta­do por­que odia que la lla­men así. Nos sen­ta­mos las cua­tro en el sofá blan­co, ro­dea­das de ve­las. El am­bien­te es muy agra­da­ble. Los úl­ti­mos ra­yos de sol es­tán a pun­to de des­apa­re­cer y la luz ro­ji­za pro­yec­ta­da en el cie­lo nos en­vuel­ve con un man­to sua­ve y cá­li­do, casi má­gi­co.

—¿Por qué ha­béis in­vi­ta­do a esa chi­ca del ins­ti­tu­to? —pre­gun­to en voz baja—. No sé ni cómo se lla­ma.

—¡Te lo dije! —Xes­ca sal­ta como una leo­na des­de el otro lado del sofá—. Esa no era ami­ga de Rose.

—¿Y qué más da? —Ám­bar no se ame­dren­ta—. Yo no co­no­cía a Rose en aque­lla épo­ca. Esta chi­ca apa­re­cía en la orla y te­nía cara de co­ne­ji­llo asus­ta­do, así que pen­sé que da­ría un to­que exó­ti­co a la fies­ta. Ade­más, la pre­gun­ta no es por qué la he in­vi­ta­do yo, sino por qué ella ha de­ci­di­do ve­nir.

—Bueno —in­ter­ven­go—, creo que ha sido para de­cir­me que tie­ne un tra­ba­jo fan­tás­ti­co en una mul­ti­na­cio­nal, que no para de via­jar y que aca­ba de re­gre­sar de Nue­va York.

—Por lo que di­ces, ha­brá ve­ni­do a ven­gar­se por las ve­ces que no le pa­sa­rías los apun­tes de Quí­mi­ca —se ríe Gi­se­lle.

—Ol­ví­da­lo —pro­si­gue Ám­bar—. Nue­va York ha per­di­do mu­cho en los úl­ti­mos años. Aho­ra está pla­ga­do de ta­xis­tas blan­cos que vo­ta­ron a Trump y que es­con­den una au­to­má­ti­ca bajo el asien­to de un co­che que hue­le a pe­rro muer­to; o de tu­ris­tas que via­jan por dos­cien­tos eu­ros, se alo­jan en ca­sas par­ti­cu­la­res y se hin­chan a pe­rri­tos ca­lien­tes. ¿Te has fi­ja­do si aún olía a két­chup?

—¿Por qué lle­vas esa ropa? —La cara de Xes­ca lo dice todo.

—Pues por­que Gi­se­lle ha ve­ni­do a bus­car­me y me ha di­cho que era una ur­gen­cia muy ur­gen­te.

—Es que es­ta­ba el taxi es­pe­ran­do en la puer­ta. —Gi­se­lle pa­re­ce aver­gon­za­da, está casi tan roja como su me­le­na.

—¡Yo ha­bría pa­ga­do el taxi! —res­pon­do exal­ta­da.

—¡No! Es tu fies­ta de cum­plea­ños, te­nía que ser todo per­fec­to.

Sus­pi­ro. La po­bre mal­vi­ve en una isla ca­rí­si­ma con un mini suel­do que gana en una em­pre­sa de or­ga­ni­za­ción de even­tos. Y eso que tie­ne un par de más­te­res y ha­bla cua­tro idio­mas. Doy un tra­go al mo­ji­to.

—Tam­bién po­dría­mos ha­ber pe­di­do otro o in­clu­so ve­nir con mi co­che.

—Vale, es­ta­ba ner­vio­sa y no lo he pen­sa­do. Lo sien­to.

—No pasa nada —mien­to con re­sig­na­ción—. Es­ta­ba lim­pian­do ar­ma­rios.

—¿Sí? —Xes­ca abre mu­cho los ojos como si hu­bie­ra ha­lla­do la res­pues­ta a la eter­na ju­ven­tud—. ¡Eso sig­ni­fi­ca que ne­ce­si­tas un cam­bio en tu vida!

—Eso sig­ni­fi­ca que aún ten­go los abri­gos al lado de los bi­ki­nis.

—Un cam­bio, es cier­to —Gi­se­lle le com­pra la idea—. Lim­pia tu casa y lim­pia­rás tu alma. Or­de­na tu ho­gar y tu men­te se abri­rá.

—¿Eso lo dijo Buda? —Ám­bar no pier­de opor­tu­ni­dad—. Lo que de­be­rías de abrir es otra cosa.

—No seas bor­de —pro­si­gue Xes­ca—. Es nor­mal que te plan­tees cier­tas co­sas a es­tas al­tu­ras de la vida.

—Eh, eh —Ám­bar me mira alar­ma­da—, ¿no es­ta­rás pen­san­do en de­jar tu mo­nó­tono tra­ba­jo para de­di­car­te al fan­tás­ti­co y crea­ti­vo arte de di­se­ñar bi­su­te­ría?

—¿Que­réis de­jar de dar­le vuel­tas a algo que yo ni si­quie­ra he in­si­nua­do? —Me sien­to un poco des­con­cer­ta­da aún—. Y no quie­ro di­se­ñar bi­su­te­ría.

—Me­nos mal —con­ti­núa Ám­bar mien­tras mue­ve enér­gi­ca­men­te su me­le­na ne­gra—. Co­noz­co a una que lo dejó todo para mon­tar un pues­to en el mer­ca­di­llo hip­pie y ven­der las jo­yas que di­se­ña­ba des­pués de to­mar­se dos whis­kies o una hoja de aloe vera. Jo­yas or­gá­ni­cas, de­cía que crea­ba. Las con­fec­cio­na­ba con vís­ce­ras se­cas de ani­ma­les. ¿Os lo po­déis ima­gi­nar? —To­das po­ne­mos cara de asco—. Yo le com­pré al­gu­na, por pena. Al fi­nal tuvo que ce­rrar y se arrui­nó.

—¿Y aún tie­nes las jo­yas? —Gi­se­lle abre mu­cho los ojos.

—Se las di a la co­ci­ne­ra para que hi­cie­ra un es­to­fa­do.

—¿En se­rio?

—Pues cla­ro que no, ton­ta.

—Po­bres ani­ma­les —afir­ma Gi­se­lle ape­sa­dum­bra­da—. Eso de­be­ría de es­tar pe­na­do. En fin, Rose, no sé lo que te pasa, pero yo te en­vi­dio. Tie­nes un buen tra­ba­jo en uno de los me­jo­res bu­fe­tes de abo­ga­dos de la isla y co­bras un suel­do de­cen­te.

—A ve­ces no todo es tra­ba­jo y di­ne­ro —co­men­ta Xes­ca.

Xes­ca se casó con trein­ta años con un ar­qui­tec­to que via­ja por todo el mun­do. Ella es di­se­ña­do­ra grá­fi­ca y ha ins­ta­la­do su des­pa­cho en su pro­pia casa para po­der aten­der a sus dos hi­jos.

—Bueno —Ám­bar mira al­re­de­dor—, esto no está tan mal, la casa es lu­jo­sa, el mo­ji­to acep­ta­ble… y yo he ele­gi­do al DJ per­so­nal­men­te.

—Oh, ven­ga, ¿has con­tra­ta­do al DJ por­que es­ta­ba bueno? —Gi­se­lle pa­re­ce in­dig­na­da.

—Pasó con nota la en­tre­vis­ta —Ám­bar suel­ta una risa pi­ca­ro­na—. ¡Y es ex­per­to en mú­si­ca de los no­ven­ta!

To­das gri­ta­mos exal­ta­das. Los no­ven­ta, nues­tra épo­ca de ju­ven­tud. En­ton­ces yo solo co­no­cía a Xes­ca. Sin em­bar­go, las cua­tro com­par­ti­mos nues­tro gus­to por las Spi­ce Girls, Ma­don­na y Ma­riah Ca­rey. Eso es más im­por­tan­te que años de con­vi­ven­cia.

—En­ton­ces, ¿te lo has ti­ra­do o no? —in­sis­te Gi­se­lle.

—Pues cla­ro —Ám­bar son­ríe mien­tras mira fi­ja­men­te su mo­ji­to, como si es­tu­vie­ra re­cor­dan­do el mo­men­to.

—Oh, ven­ga —ex­cla­mo—, no pier­des oca­sión.

—¿Y por qué ha­bría de ha­cer­lo?

—Pues por­que el sexo no lo es todo.

—Buen sexo —ma­ti­za.

—Es im­por­tan­te, no se pue­de ne­gar. —Xes­ca re­cal­ca sus pa­la­bras le­van­tan­do su mo­ji­to.

—¿Y lo di­ces tú que lle­vas, cuán­tos, diez años usan­do el mis­mo pene? —ata­ca Ám­bar—. Va­mos, ¿no has oído ha­blar de la ob­so­les­cen­cia pro­gra­ma­da?

—Eso será para los con­so­la­do­res, no para los ma­ri­dos.

—Si tú lo di­ces…

—No sé —vuel­vo a la car­ga—, creo que el sexo está so­bre­va­lo­ra­do, el com­pro­mi­so es lo más im­por­tan­te. Sa­ber que vas a en­con­trar a al­guien en casa es­pe­rán­do­te al vol­ver del tra­ba­jo y que esa per­so­na no te va a fa­llar, que te ha ele­gi­do a ti para pa­sar el res­to de su vida. Sí, el com­pro­mi­so es lo más im­por­tan­te —con­clu­yo.

—Ya. Por cier­to, no veo a Pe­dro por nin­gu­na par­te. —Cuan­do quie­re, Ám­bar es te­rri­ble­men­te in­ci­si­va.

Re­vi­so el mó­vil y nada.

—¿Lo ha­bíais avi­sa­do? —pre­gun­to casi con te­mor.

—¡Por su­pues­to! —ex­cla­ma Xes­ca—. Él fue al pri­me­ro al que in­for­ma­mos de la fies­ta.

—Llá­ma­lo. —Gi­se­lle pa­re­ce preo­cu­pa­da—. Le ha­brá sur­gi­do algo.

—Otro com­pro­mi­so más im­por­tan­te. —Ám­bar pa­re­ce sa­tis­fe­cha. A ve­ces la odio.

Pe­dro y yo lle­va­mos jun­tos casi un año. Es ama­ble, edu­ca­do, ele­gan­te, tre­men­da­men­te atrac­ti­vo y ca­ri­ño­so. Su úni­co de­fec­to es que es ita­liano. Bueno, ese y que tie­ne ex­mu­jer, una de las de la ca­te­go­ría «bru­ja».

Sus­pi­ro.

Me sien­to ri­dí­cu­la.

Es­toy en la fies­ta más im­por­tan­te de mi dé­ca­da, no voy ves­ti­da para la oca­sión y mi no­vio no se ha pre­sen­ta­do.

—Eh, ca­ri­ño —Xes­ca se acer­ca a mí—, no te pon­gas tris­te, ya ve­rás como todo tie­ne un por­qué.

—Pro­pon­le te­ner un hijo. —Ám­bar lo ha di­cho como si ha­bla­ra del tiem­po.

—¿Qué? —Xes­ca la mira sin en­ten­der.

—No hay ma­yor com­pro­mi­so que un hijo. Ahí ve­rás si él está por ti de ver­dad.

—¿Cómo le voy a de­cir eso? Yo no quie­ro te­ner hi­jos. —Al me­nos, eso creo. Algo se re­mue­ve en mi in­te­rior con esa ne­ga­ción.

—¿Y qué más da? —in­sis­te Ám­bar—, tú dí­se­lo. A ver cómo reac­cio­na.

—La aca­ba de de­jar plan­ta­da el día de su cua­ren­ta cum­plea­ños. —Gi­se­lle pa­re­ce es­can­da­li­za­da.

Y yo sien­to vér­ti­go al es­cu­char que aca­bo de cum­plir los cua­ren­ta.

—¡Eh, ya sa­bes que a par­tir de aho­ra ya no se dice la edad! —le re­cri­mi­na Ám­bar.

—No me ha plan­ta­do, no sa­be­mos qué le ha ocu­rri­do.

—No te preo­cu­pes aho­ra por eso, pre­cio­sa. —Xes­ca me abra­za—. Me ten­go que ir.

—¿Ya? —sal­ta­mos las tres a la vez.

—Huye de la ma­ter­ni­dad como de la pes­te —sen­ten­cia Xes­ca— y po­drás to­mar­te mo­ji­tos to­das las no­ches con tus ami­gas. Ten dos hi­jos y solo to­ma­rás pa­ra­ce­ta­mol para el do­lor de ca­be­za.

—Pero es muy tem­prano —in­sis­to.

—Mi sue­gra me ha man­da­do un What­sApp. Ro­ber­to está con fie­bre y ha em­pe­za­do a vo­mi­tar. Al­ber­to se ha hin­cha­do a pa­ta­tas fri­tas y a ki­los de azú­car y no para de pe­gar sal­tos por los so­fás con los za­pa­tos pues­tos. En fin, la mu­jer está ya ma­yor y no se apa­ña bien con ellos.

—¡Qué mo­nos! —Gi­se­lle pa­re­ce en­can­ta­da con la ima­gen.

Y, de re­pen­te, yo me sor­pren­do son­rien­do tam­bién. Me ima­gino un ho­gar bu­lli­cio­so al que re­gre­sar, unos ni­ños que de­pen­den de ti, a los que tie­nes que cui­dar y edu­car, y ya no me des­agra­da tan­to la idea.

—¡Te­ne­mos que ha­cer el play­back! La co­reo­gra­fía está pre­pa­ra­da. —Ám­bar coge a Xes­ca del bra­zo—. Tuve que pa­gar­le un ex­tra al DJ por el play­back.

—Oh, va­mos, Ám­bar, a ti te so­bra la pas­ta —in­ter­vie­ne Gi­se­lle.

—Creo que no se re­fie­re a di­ne­ro, Gi­se­lle —acla­ro yo con una son­ri­sa.

—¡Oh! —es todo lo que acier­ta a de­cir, mien­tras se re­ti­ra un me­chón pe­li­rro­jo de la cara.

—Lo sien­to, chi­cas, pero no pue­de ser —con­ti­núa Xes­ca—. Mi ma­ri­do está en Chi­na de via­je y ten­go ya cin­co lla­ma­das per­di­das de mi sue­gra. Así que me toca. Lo sien­to, pre­cio­sa. —Me mira con esa ex­pre­sión tan dul­ce que pro­yec­tan sus ojos cas­ta­ños.

Nos abra­za­mos con ca­ri­ño y se ale­ja. Avan­za con se­gu­ri­dad por el jar­dín, con el ele­gan­te mono ne­gro ci­ñén­do­se a sus cur­vas y su me­le­na de me­chas ru­bias de­rra­mán­do­se en cas­ca­da so­bre la es­pal­da. Lle­ga a la al­tu­ra de Ste­lla y se des­pi­de con afec­to. Fi­nal­men­te, se pier­de en­tre la gen­te.

Creo que me está dan­do un ba­jón.

—Ella al me­nos tie­ne una vida a la que re­gre­sar —sin dar­me cuen­ta ex­pre­so en voz alta mis pen­sa­mien­tos me­lan­có­li­cos—, yo solo ten­go ca­jo­nes que or­de­nar.

—Eh, no, no quie­ro ver­te tris­te —afir­ma Ám­bar y me abra­za. Gi­se­lle tam­bién lo hace y per­ma­ne­ce­mos así un rato mien­tras se es­cu­cha de fon­do Wan­na­be de las Spi­ce Girls.

Nos pe­di­mos el se­gun­do mo­ji­to. Seis más tar­de y des­pués de una ve­la­da agra­da­ble, me mon­to en un taxi car­ga­da de re­ga­los y tam­ba­leán­do­me. El es­lo­gan de la ca­mi­se­ta tie­ne más sen­ti­do que nun­ca.

2

Día de re­sa­ca y día de tra­ba­jo; me toca cu­rrar, qué re­me­dio. Lle­vo mu­chos años ejer­cien­do como abo­ga­da. No es una pro­fe­sión que me en­tu­sias­me, la ver­dad, no creo que a na­die le pue­da en­tu­sias­mar, pero no está mal pa­ga­da. Su­pon­go que eso fue lo que me im­pul­só a es­tu­diar De­re­cho. En­ton­ces era jo­ven y am­bi­cio­sa. Aun­que si hu­bie­ra sa­bi­do todo lo que sé hoy, creo que ha­bría to­ma­do otra de­ci­sión. Pero en fin, como di­ría Gi­se­lle, si no pue­des cam­biar­lo, acép­ta­lo e in­ten­ta dis­fru­tar­lo. Y yo siem­pre dis­fru­to, me gus­ta ser fe­liz.

Mi ofi­ci­na está en la ave­ni­da de Es­pa­ña, cer­ca ya de Vara de Rey. Es un bu­fe­te de abo­ga­dos con bas­tan­te pres­ti­gio en la isla. A mí me con­tra­ta­ron al poco de ter­mi­nar la ca­rre­ra y, des­de en­ton­ces, el bu­fe­te no ha de­ja­do de cre­cer, so­bre todo gra­cias a las em­pre­sas ex­tran­je­ras que se han asen­ta­do en la isla. Aho­ra so­mos doce per­so­nas, sin con­tar a los tres so­cios, no está mal. Yo me de­di­co fun­da­men­tal­men­te a te­mas de fa­mi­lia: tes­ta­men­tos, adop­cio­nes, di­vor­cios, cus­to­dias de me­no­res… Den­tro de lo malo, me gus­ta, me pa­re­ce una de las ra­mas más hu­ma­nas de la abo­ga­cía. A lo que nun­ca hu­bie­ra que­ri­do de­di­car­me es a pe­nal. No so­por­to los de­li­tos de san­gre y pen­sar en te­ner que re­la­cio­nar­me e in­clu­so de­fen­der a un ase­sino, me pone los pe­los de puta… de pun­ta, quie­ro de­cir. To­da­vía es­toy dor­mi­da esta ma­ña­na. Y los mo­ji­tos no se me­ta­bo­li­zan igual a los vein­te que a los cua­ren­ta. Uf, no con­si­go acos­tum­brar­me a esa ci­fra.

Mis je­fes em­pe­za­ron en un áti­co y, con el paso de los años, han com­pra­do toda la úl­ti­ma plan­ta del edi­fi­cio: la sex­ta. En­fren­te te­ne­mos una fin­ca de solo tres pi­sos, así que nos per­mi­te dis­fru­tar de unas vis­tas mag­ní­fi­cas de Dalt Vila, el cas­co vie­jo de la ciu­dad.

Lle­go a la ofi­ci­na con mi café en la mano. Es una cos­tum­bre que ad­qui­rí en la uni­ver­si­dad y nun­ca la he aban­do­na­do. Me daba tan­ta pe­re­za ma­dru­gar, que casi to­dos los días iba a cla­se sin desa­yu­nar. Fue des­pués de que mu­rie­ra mi ma­dre, y la ver­dad es que es­ta­ba pa­san­do una mala ra­cha. Ade­más, mi pa­dre ha­bía vuel­to a Ir­lan­da y es­ta­ba bas­tan­te en­fa­da­do con­mi­go por­que no ha­bía que­ri­do irme con él. El caso es que un día, ha­blan­do por te­lé­fono con mi pa­dre, se me es­ca­pó que no ha­bía desa­yu­na­do. Se puso he­cho una fu­ria y me col­gó el te­lé­fono. Seis ho­ras des­pués apa­re­cía en la puer­ta del piso que yo te­nía al­qui­la­do. Ha­bía com­pra­do un vaso tér­mi­co en un Star­bucks y ha­bía via­ja­do a Bar­ce­lo­na solo para en­tre­gár­me­lo. Me dijo que si no era ca­paz de or­ga­ni­zar­me para sa­car tiem­po para el desa­yuno, que al me­nos me lo to­ma­ra por el ca­mino. Y te­nía ra­zón. Aun­que no por ello dejé de en­fa­dar­me con él.

Des­de en­ton­ces, sal­go de casa más tran­qui­la y voy al tra­ba­jo dan­do un pa­seo, mien­tras miro los es­ca­pa­ra­tes. Me gus­ta.

Tras de­jar las co­sas en mi des­pa­cho, me di­ri­jo a la sala de reunio­nes. Hoy te­ne­mos «la lu­ná­ti­ca». Es una reunión don­de to­dos los com­pa­ñe­ros po­ne­mos en co­mún el tra­ba­jo rea­li­za­do la se­ma­na an­te­rior. In­for­ma­mos a los so­cios, pe­di­mos ayu­da si la ne­ce­si­ta­mos y nos asig­nan nue­vos ca­sos. No sa­be­mos muy bien si se lla­ma lu­ná­ti­ca por­que es la reunión de los lu­nes por la ma­ña­na o por­que la di­ri­ge la loca de mi jefa.

Des­pués co­mien­za el tra­ba­jo de ver­dad, ya ten­go a la pri­me­ra clien­ta es­pe­ran­do.

—¿Mar­ga­ri­ta For­tuny? —Ella asien­te—. Soy Rose Black, su abo­ga­da.

Le pido por fa­vor que me acom­pa­ñe. Pa­re­ce un poco ma­yor que yo, luce un ves­ti­do li­ge­ro de De­sigual y unas enor­mes ga­fas de sol. Mi in­du­men­ta­ria, por el con­tra­rio, es muy for­mal. Cha­que­ta azul ma­rino, a jue­go con la mi­ni­fal­da, y blu­sa ce­les­te, muy al es­ti­lo de Ally Mc­Beal. ¿Te acuer­das de esa se­rie? Era una de mis fa­vo­ri­tas.

En­tra­mos en mi des­pa­cho y to­ma­mos asien­to.

—¿En qué pue­do ayu­dar­la, Mar­ga­ri­ta? —Es la pre­gun­ta que siem­pre uti­li­zo para rom­per el hie­lo. Yo es­toy aquí para ayu­dar, no para ga­nar di­ne­ro, aun­que mis je­fes no pien­san lo mis­mo.

La mu­jer duda, abre la boca para de­cir algo, la vuel­ve a ce­rrar. Al poco se echa a llo­rar.

—Yo… Verá, no sé cómo ex­pli­cár­se­lo.

Me le­van­to de mi si­llón, cojo una caja de clí­nex y me sien­to en la otra si­lla de con­fi­den­te, a su lado. Es im­por­tan­te rom­per la ba­rre­ra de la mesa y crear un lazo de con­fian­za y cer­ca­nía.

—Verá us­ted, no sé cómo ex­pli­cár­se­lo… es… es muy duro para mí.

—No se preo­cu­pe, tó­me­se el tiem­po que ne­ce­si­te. —Me mues­tro con­ci­lia­do­ra—. ¿Quie­re un café o una in­fu­sión?

—¡Mi ma­ri­do me pone los cuer­nos! —pega un gri­to que me deja de pie­dra y que agra­va mi do­lor de ca­be­za. Des­pués res­pi­ra pro­fun­da­men­te, ali­via­da—. Ya lo he di­cho.

—Vaya, lo sien­to. —No se me ocu­rre nada me­jor que de­cir. Ob­ser­vo mi pa­ra­rra­yos emo­cio­nal, una ma­ce­ta de cin­ta que des­can­sa so­bre mi mesa. ¿No sa­bes cómo es una cin­ta? Es una plan­ta de ho­jas lar­gas y ver­des. Siem­pre de­bes te­ner una en tu casa o tu lu­gar de tra­ba­jo. Sus ho­jas ter­mi­na­das en pun­ta re­co­gen las ener­gías ne­ga­ti­vas y las des­vían ha­cia la tie­rra. En un tra­ba­jo como el mío, es im­pres­cin­di­ble. La acer­co a no­so­tras como un es­cu­do pro­tec­tor.

—Bo­ni­ta plan­ta —con­ti­núa ella un poco más se­re­na—. Verá, en reali­dad, no es­toy se­gu­ra de que me en­ga­ñe, pero si lo hace… ¡Quie­ro el di­vor­cio aho­ra mis­mo!

Vuel­ve a gri­tar y yo acer­co la plan­ta un poco más. Es­toy em­pe­zan­do a asus­tar­me. Toma uno de los pa­ñue­los y se sue­na rui­do­sa­men­te.

—Bueno, ten­drá que ex­pli­car­me qué quie­re de no­so­tros —tan­teo.

—Mi ma­ri­do es un im­por­tan­te em­pre­sa­rio hos­te­le­ro de las is­las. Tie­ne va­rios ho­te­les y ne­go­cios. Be­yon­cé se alo­jó en uno de nues­tros ho­te­les hace unos me­ses. Vi­vi­mos en un áti­co de dos­cien­tos me­tros cua­dra­dos con unas vis­tas pre­cio­sas y el ve­rano pa­sa­do lo pa­sa­mos en San­to­ri­ni. Pero no siem­pre ha sido así. Lo co­noz­co des­de los die­ci­séis años. Y nos ca­sa­mos a los die­ci­ocho. Él siem­pre ha sido muy in­quie­to, pero, por aquel en­ton­ces, no te­nía­mos ni dón­de caer­nos muer­tos. Los prin­ci­pios fue­ron du­ros: yo con­tes­ta­ba las lla­ma­das des­de casa (una mier­da de piso, pe­que­ño, os­cu­ro y hú­me­do), y me apun­té a un cur­so de in­for­má­ti­ca para po­der pre­pa­rar­le los pre­su­pues­tos. Me le­van­ta­ba a las seis de la ma­ña­na para plan­char­le la ca­mi­sa y el tra­je (solo te­nía uno), para que asis­tie­ra im­pe­ca­ble a sus reunio­nes. Pre­pa­ra­ba ce­nas en casa para los po­si­bles so­cios y sus mu­je­res. Y todo ello mien­tras cria­ba a nues­tros tres hi­jos.

Yo asien­to, es como si mi clien­ta se hu­bie­ra va­cia­do.

—Lo he dado todo por él. Los me­jo­res años de mi vida los de­di­qué a que su sue­ño se hi­cie­ra reali­dad: con­ver­tir­se en un em­pre­sa­rio con mu­cha pas­ta. Es ver­dad que yo he sa­ca­do pro­ve­cho de ello, pero aho­ra no quie­ro per­der lo que ten­go.

—Si es­ta­mos ha­blan­do de un di­vor­cio, ha­bría que ver si es­tán en ga­nan­cia­les o si…

—No es­toy ha­blan­do de di­ne­ro. No solo de di­ne­ro —me cor­ta—. Us­ted no pue­de en­ten­der­me por­que tie­ne es­tu­dios y un buen tra­ba­jo. Pero yo solo lo ten­go a él.

—Como le de­cía, ten­dría­mos que ver cómo está cons­ti­tui­da…

—Aún no sé si quie­ro el di­vor­cio —vuel­ve a cor­tar­me y esta vez me acer­co la cin­ta ha­cia mí, soy yo quien la ne­ce­si­ta para con­te­ner­me—. Pri­me­ro ten­go que es­tar se­gu­ra de que me está en­ga­ñan­do. —Hace una pau­sa y al poco con­ti­núa—. He cum­pli­do cua­ren­ta y tres años. Casi to­das mis ami­gas aguan­tan unos cuer­nos tre­men­dos y son fe­li­ces. Pero yo no quie­ro eso. Quie­ro di­ne­ro y quie­ro se­gu­ri­dad. Quie­ro que Ma­no­lo esté solo con­mi­go. Y si no es así, sí, quie­ro el di­vor­cio.

—Bien, pues sea­mos prác­ti­cas. ¿Por qué cree que su ma­ri­do le es in­fiel? ¿Ha en­con­tra­do al­gu­na fac­tu­ra que le haga sos­pe­char?

—No.

—¿Sale a ho­ras no ha­bi­tua­les de su casa?

—No… No lo sé. Por su tra­ba­jo pasa mu­cho tiem­po fue­ra.

—¿Ha cam­bia­do su as­pec­to, se ha apun­ta­do al gim­na­sio, se du­cha en cuan­to lle­ga a casa?

—No, no, no.

—¿Al­gún cam­bio en sus ru­ti­nas se­xua­les? Dis­cul­pe esta pre­gun­ta tan ín­ti­ma.

—Fo­lla­mos con la fre­cuen­cia ha­bi­tual y yo siem­pre es­toy dis­pues­ta cuan­do él tie­ne ga­nas, ja­más le he di­cho que no.

Un es­ca­lo­frío me re­co­rre el cuer­po al es­cu­char­la.

—Pues us­ted dirá —me rin­do.

—Ma­no­lo y yo lle­va­mos jun­tos más de vein­te años. Los hom­bres, a de­ter­mi­na­da edad, se can­san de sus mu­je­res (esas que nos chu­pa­mos la épo­ca mala y que les ayu­da­mos a triun­far). Ellos ne­ce­si­tan sen­tir­se jó­ve­nes y, cuan­do nos mi­ran a no­so­tras, ven lo ma­yo­res que se es­tán ha­cien­do, y se aco­jo­nan. En­ton­ces bus­can chi­cas gua­pas y enér­gi­cas con las que re­cu­pe­rar la ju­ven­tud.

—Pero ¿ha no­ta­do algo en su com­por­ta­mien­to que le haya he­cho pen­sar en una in­fi­de­li­dad? —in­sis­to.

—Verá —se en­ju­ga las lá­gri­mas—, mi ma­ri­do tra­ba­ja mu­cho, pasa ho­ras y ho­ras fue­ra de casa. Ayer sa­li­mos a co­mer los dos jun­tos. A la vuel­ta nos echa­mos una bue­na sies­ta, aun­que no para dor­mir. Des­pués de eso se du­chó y es­tu­vo tra­ba­jan­do un poco en el or­de­na­dor. A mí me ape­te­cía ir al cine o al tea­tro, se lo dije, pero me con­tes­tó que te­nía que ir a la ofi­ci­na a ce­rrar un asun­to im­por­tan­te. Así que se mar­chó. Y allí me que­dé yo con un pal­mo de na­ri­ces, un do­min­go por la tar­de, sola en casa y sin pla­nes. Yo no me que­jé, nun­ca lo hago. Pero de­ci­dí que no me que­da­ría en casa. Fui al or­de­na­dor para ver la car­te­le­ra cuan­do des­cu­brí que mi ma­ri­do se ha­bía de­ja­do abier­to el What­sApp Web. ¿Sabe lo que es? —Yo asien­to: es una fun­cio­na­li­dad de What­sApp que te per­mi­te leer los men­sa­jes en tu or­de­na­dor a tra­vés de tu na­ve­ga­dor de in­ter­net, pero de­bes de ha­ber acep­ta­do an­tes un có­di­go con tu te­lé­fono mó­vil. ¿Tú tam­bién lo sa­bías?—. Pues ahí te­nía to­dos sus men­sa­jes de What­sApp, y re­sul­ta que la úl­ti­ma con­ver­sa­ción que ha­bía man­te­ni­do era con una mu­jer y que aca­ba­ba de que­dar con ella en un res­tau­ran­te. ¿Qué le pa­re­ce?

—Sos­pe­cho­so, sí, pero tam­bién po­dría ser una reunión de tra­ba­jo —in­ten­to ser con­ci­lia­do­ra.

—¿Un do­min­go por la no­che?

—Un poco raro, en eso tie­ne ra­zón. —Pien­so un mo­men­to—. ¿Y en esa con­ver­sa­ción no ha­bía más in­for­ma­ción?

—No. Mi ma­ri­do le de­cía que que­ría ver­la y con­cre­ta­ban el si­tio y la hora. Nada más.

—Vaya. —No me atre­vo a de­cir­le nada a ella, pero me pa­re­ce raro que le haga el amor a su mu­jer an­tes de que­dar con la que­ri­da, a no ser, que sea todo un por­ten­to se­xual. Tam­bién po­dría ser que fo­lle con su mu­jer y que­de con la que­ri­da solo para ha­blar. In­ten­to di­si­mu­lar la son­ri­sa que me pro­vo­can mis pen­sa­mien­tos.

—Quie­ro que lo in­ves­ti­gue.

—¿Cómo? —Me sor­pren­de esta pe­ti­ción. Creía que ve­nía con­ven­ci­da de tra­mi­tar el di­vor­cio.

—Quie­ro es­tar se­gu­ra an­tes de ini­ciar trá­mi­tes le­ga­les. Quie­ro que le pon­ga un de­tec­ti­ve pri­va­do.

—De acuer­do. En el bu­fe­te tra­ba­ja­mos con una agen­cia.

—El di­ne­ro no es pro­ble­ma. —Saca un ta­lo­na­rio de su bol­so—. Diga una ci­fra para el an­ti­ci­po.

Pien­so en Pepe Fi­gue­roa, el de­tec­ti­ve con el que so­le­mos tra­ba­jar. Pien­so en sus ta­ri­fas: unos cua­tro­cien­tos eu­ros al día por ha­cer un se­gui­mien­to, que es bá­si­ca­men­te en lo que con­sis­ti­rá el tra­ba­jo. Pon­ga­mos que dure una se­ma­na y que co­bre apro­xi­ma­da­men­te el cin­cuen­ta por cien­to de an­ti­ci­po.

—Mil qui­nien­tos eu­ros —digo al fin.

Fir­ma el che­que y me lo en­tre­ga.

—Es­pe­ro re­sul­ta­dos lo an­tes po­si­ble —sen­ten­cia—. Quie­ro sa­ber si a es­tas al­tu­ras de mi vida ten­go que re­plan­teár­me­lo todo y em­pe­zar de cero.

Le pido los da­tos de su ma­ri­do: nom­bre, al­gu­na foto, di­rec­ción per­so­nal y de tra­ba­jo, te­lé­fono, co­che y el te­lé­fono de la su­pues­ta aman­te, que ha di­cho que lo tie­ne gra­cias al What­sApp Web. Me acla­ra que su ma­ri­do es clien­te del bu­fe­te y que, por su­pues­to, no pue­de sa­ber nada de su vi­si­ta.

Mien­tras se mar­cha ob­ser­vo la pe­que­ña cin­ta so­bre la mesa. Pa­re­ce un poco más gris y más po­cha de lo ha­bi­tual. Le echo un poco de agua y le pon­go las ma­nos en­ci­ma. Noto cómo se unen nues­tras ener­gías y su co­lor ver­de bri­lla de nue­vo. ¡Gra­cias, pe­que­ño pa­ra­rra­yos!

3

Tras una ma­ña­na in­ten­sa de tra­ba­jo, es­toy ter­mi­nan­do de co­mer en la pe­que­ña sala de mi apar­ta­men­to cuan­do el mó­vil em­pie­za a so­nar.

—¿Sí?

—¿Rose? Soy el ins­pec­tor Emi­lio Mar­tín.

—¡Emi­lio!

El co­ra­zón me sal­ta en el pe­cho. Hace casi vein­te años que lo co­noz­co y, cada vez que lo es­cu­cho, sien­to una gran es­pe­ran­za que, has­ta aho­ra, siem­pre se ha trans­for­ma­do en de­silu­sión.

—¿Al­gu­na no­ti­cia? —pre­gun­to casi con mie­do.

—Me gus­ta­ría ver­te, no sé cómo te vie­ne…

—¿Hoy? —no le dejo ter­mi­nar la fra­se—. Cla­ro que sí. ¿En me­dia hora en el café de siem­pre?

—Sí, cla­ro. En me­dia hora. Pero pue­de es­pe­rar a ma­ña­na si no te vie­ne bien.

—Me vie­ne per­fec­to.

Cuel­go. Me doy una du­cha, me arre­glo un poco el pelo y me ro­cío con Good Girl de Ca­ro­li­na He­rre­ra (re­ga­lo de un in­vi­ta­do a mi fies­ta de cum­plea­ños). Cojo mi bol­so y quin­ce mi­nu­tos más tar­de me en­cuen­tro sen­ta­da to­mán­do­me un té en la te­rra­za de un bar jun­to al Mer­ca­do Vie­jo. Al poco, apa­re­ce Emi­lio, me le­van­to y nos sa­lu­da­mos. Po­dría ser mi pa­dre.

—No dis­pon­go de mu­cho tiem­po —co­mien­za a ha­blar una vez que se ha sen­ta­do—, pero no que­ría de­jar de co­mu­ni­cár­te­lo yo mis­mo.

Mi co­ra­zón sal­ta en la caja to­rá­ci­ca como un ca­ba­llo des­bo­ca­do. Lle­ga el ca­ma­re­ro y Emi­lio pide una cer­ve­za sin al­cohol.

—Me tie­nes en as­cuas.

—Lo la­men­to si te he crea­do fal­sas es­pe­ran­zas. En reali­dad, no hay nada nue­vo de la in­ves­ti­ga­ción. Lo que que­ría con­tar­te es que yo me ju­bi­lo.

—¿Qué?

—Ten­go ya la edad y es­toy can­sa­do. No me sien­to con fuer­zas para se­guir con es­tos tro­tes y creo que será me­jor de­jar paso a san­gre nue­va, con áni­mos e ideas más ac­tua­les. Lo úni­co que sien­to es no ha­ber po­di­do re­sol­ver al­gu­nos de los ca­sos que he in­ves­ti­ga­do a lo lar­go de mi ca­rre­ra. Y el de Alex es uno de los que más me due­le, ya lo sa­bes.

—Lo sé —asien­to con re­sig­na­ción y tris­te­za. Du­ran­te es­tos vein­te años he­mos ido que­dan­do re­gu­lar­men­te para que me in­for­ma­ra de cómo iba la in­ves­ti­ga­ción. Al prin­ci­pio, cada se­ma­na; des­pués, cada mes; al fi­nal, ya cada año. Nun­ca ha­bía nada nue­vo, Alex des­apa­re­ció sin de­jar ras­tro y nun­ca más se supo. Pero yo ja­más ha­bía per­di­do la es­pe­ran­za de que en al­gún mo­men­to…

—No sé cuán­tos años de vida me que­da­rán —con­ti­núa él—, pero ya no pue­den ser mu­chos, Rose. Aho­ra quie­ro de­di­car­le a mi fa­mi­lia el tiem­po que le he ro­ba­do mien­tras es­ta­ba en ac­ti­vo. Voy a ser abue­lo por pri­me­ra vez y quie­ro dis­fru­tar de mi nie­to.

Me sien­to aba­ti­da. No soy ca­paz de pro­nun­ciar pa­la­bra. Noto cómo se abre un pro­fun­do abis­mo bajo mis pies.

—Es te­rri­ble —acier­to a de­cir—. Eres el úni­co po­li­cía con el que he con­se­gui­do lle­var­me bien —bromeo con amar­gu­ra.

—Tú tam­bién eres la úni­ca abo­ga­da que so­por­to —son­ríe.

Di­ga­mos que los abo­ga­dos y los po­li­cías no so­le­mos ser ami­gos. Nor­mal­men­te nues­tros in­tere­ses pro­fe­sio­na­les cho­can; al fin y al cabo, los abo­ga­dos tra­ta­mos de de­jar en li­ber­tad a los de­lin­cuen­tes que los po­li­cías han pues­to en­tre re­jas, o eso es lo que creen ellos.

El ca­ma­re­ro deja la cer­ve­za so­bre la mesa, jun­to a la cuen­ta y es­pe­ra. Yo saco mi mo­ne­de­ro para pa­gar.

—No, por fa­vor —ex­cla­ma Emi­lio—, es mi des­pe­di­da, dé­ja­me que te in­vi­te.