Título: Soy Rose Black.
© Ana Ballabriga y David Zaplana, 2019. Derechos cedidos a través de Bookbank Agencia literaria
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: febrero 2019
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Soy Rose Black y hoy cumplo cuarenta años. Me encuentro ante un montón de amigos y conocidos que me han preparado una fiesta sorpresa que yo esperaba para el fin de semana. Como consecuencia, el glamuroso vestido malva que me compré hace unos días, descansa en paz en el vestidor de mi apartamento. A cambio, luzco unos vaqueros desgastados y una camiseta dos tallas más grande de la que necesito, decorada además con el logotipo de Transportes Gutiérrez y el eslogan: «Nos cabe toda su mercancía», a la altura del bajo vientre. Muy apropiado.
Un entusiasmado grito de: «¡Felicidades!» me recibe con calidez en el pequeño rincón del mundo donde nos encontramos.
Nací en Ibiza y siempre he vivido aquí, salvo unos meses que pasé de pequeña en Irlanda, de donde es mi padre, y cinco años en Barcelona, donde estudié Derecho. Mi madre era española, así que mi nombre completo es Rose Black Alcázar. Ah, y soy hija única. Te lo comento porque dicen que marca el carácter de las personas, para que te vayas haciendo ya una idea de cómo soy.
—¿Por qué no me has avisado? —Me vuelvo hacia Ámbar, que muestra unos sensuales labios rojos y luce un vestido nude vaporoso.
—Porque no habría sido una sorpresa.
—Una incómoda sorpresa con estas pintas.
—Pero no te preocupes, querida —continúa como si nada—, tú siempre estás estupenda. Y a lo mejor alguien se da por aludido con ese cartel y te pone su mercancía entre las piernas.
Me guiña un ojo y yo me sonrojo hasta la punta del pelo. Busco a Pedro, pero no lo veo por ningún sitio.
Buf, estoy empezando a enfadarme. ¡Es la fiesta de mi cuarenta cumpleaños! ¡Tendré que esperar una década para poder resarcirme!
—Estaba en casa, haciendo limpieza de cajones —intento disculpar mi atuendo.
Ámbar se encoge de hombros quitándole hierro al asunto. Ella es incapaz de entenderme, no necesita remangarse para ordenar su casa porque su renta anual excede en un par de ceros a la mía. Puede tirar la ropa a la basura después de estrenarla si le da la gana.
La fiesta está concurrida, al menos parece que hay más de dos o tres personas a las que les importo. Siempre y cuando no hayan venido para reírse de mi aspecto, claro.
El lugar, además, es increíble. La casa de Stella me fascina. Vive en una zona apartada de la isla, con vistas al Mediterráneo y un amplio jardín con piscina. Todavía pienso en lo que sucedió hace ya veinte años con Alex, mi amado Alex. Si las circunstancias no hubieran dado un giro inesperado, seguramente ahora Stella sería mi suegra y nos veríamos aún con más frecuencia. En fin, Alex pertenece a mi doloroso pasado y ahora no quiero ponerme melancólica. ¡Es mi fiesta de cumpleaños!
Stella ha decorado la casa con un gusto exquisito, con muebles traídos de los viajes a países exóticos que habitualmente hace con su segundo marido, Nicholas. Entre Stella y yo siempre ha habido una relación muy estrecha, quizás le permití ocupar en mi corazón el lugar de una madre que se fue demasiado pronto, cuando yo contaba tan solo con dieciséis primaveras.
Como si hubiera conjurado su aparición, Stella se acerca a mí. Luce su habitual melena corta y rubia, su perfecto maquillaje y un conjunto blanco de pantalón y chaqueta. Me abraza sin hacer mención a mi ridículo aspecto, ella siempre es exquisita en sus modales.
—Oh, mi pequeña Rose. Ya entras en la madurez y estás preciosa. Hace más de veinte años que te conozco y te quiero como a la hija que no tuve. —Su tono suena casi como si interpretara un papel en una telenovela.
—Gracias, Stella.
Se separa de mí y me indica con el brazo que avance a través del jardín.
Está atardeciendo y las puestas de sol en Ibiza son más bonitas que en cualquier otra parte del mundo. Se oye el sonido de las olas y de las aves que regresan a sus nidos. Huele a mar. Conforme avanzo, percibo más nítidamente la música de Mecano con su tema «Me colé en una fiesta».
—¡Felicidades, Rose! —Una compañera del instituto cuyo nombre no recuerdo se acerca con una copa de cava y me da un abrazo, afortunadamente, sin que se derrame una sola gota. Me ofrece la copa y la acepto sin dudar—. Acabo de aterrizar. Vengo de Nueva York —empieza a parlotear— y, por suerte, he podido llegar a la fiesta. No paro de viajar por trabajo, es una locura de vida, pero me pagan muy bien.
Sonrío como si me interesara su gran triunfo laboral. Tras varias humillaciones más, y escoltada por Ámbar, consigo alcanzar al fin la zona de sofás donde unas velas esperan ofrecer un ambiente más íntimo cuando desaparezca el sol. Hay mucha gente, pero el lugar es tan amplio que hasta se puede encontrar algún rincón con cierta intimidad.
Tras los saludos de rigor, cada cual se une a su grupo más afín y se dedica a comer y a beber. Agradezco el respiro, así yo también me puedo dar al alcohol y a comprobar si mi barriga hace justicia al eslogan de Transportes Gutiérrez. A falta de otra cosa mejor, tendré que llenarla de comida, porque sigo sin ver a Pedro por ningún sitio.
Acerco mi copa a la boca y Ámbar me la quita de un zarpazo, un gesto que poco tiene que ver con la imagen sofisticada que proyecta habitualmente.
—Giselle, dale algo decente para beber.
Giselle es pelirroja y de aspecto dulce, todo lo contrario a Ámbar que, a pesar de su belleza, resulta un poco agresiva. Giselle me pasa un mojito y agradezco el cambio, la verdad. Entonces se acerca Xesca, mi mejor amiga desde el colegio, y me abraza. Su verdadero nombre es Francesca, pero será mejor que no se entere de que te lo he contado porque odia que la llamen así. Nos sentamos las cuatro en el sofá blanco, rodeadas de velas. El ambiente es muy agradable. Los últimos rayos de sol están a punto de desaparecer y la luz rojiza proyectada en el cielo nos envuelve con un manto suave y cálido, casi mágico.
—¿Por qué habéis invitado a esa chica del instituto? —pregunto en voz baja—. No sé ni cómo se llama.
—¡Te lo dije! —Xesca salta como una leona desde el otro lado del sofá—. Esa no era amiga de Rose.
—¿Y qué más da? —Ámbar no se amedrenta—. Yo no conocía a Rose en aquella época. Esta chica aparecía en la orla y tenía cara de conejillo asustado, así que pensé que daría un toque exótico a la fiesta. Además, la pregunta no es por qué la he invitado yo, sino por qué ella ha decidido venir.
—Bueno —intervengo—, creo que ha sido para decirme que tiene un trabajo fantástico en una multinacional, que no para de viajar y que acaba de regresar de Nueva York.
—Por lo que dices, habrá venido a vengarse por las veces que no le pasarías los apuntes de Química —se ríe Giselle.
—Olvídalo —prosigue Ámbar—. Nueva York ha perdido mucho en los últimos años. Ahora está plagado de taxistas blancos que votaron a Trump y que esconden una automática bajo el asiento de un coche que huele a perro muerto; o de turistas que viajan por doscientos euros, se alojan en casas particulares y se hinchan a perritos calientes. ¿Te has fijado si aún olía a kétchup?
—¿Por qué llevas esa ropa? —La cara de Xesca lo dice todo.
—Pues porque Giselle ha venido a buscarme y me ha dicho que era una urgencia muy urgente.
—Es que estaba el taxi esperando en la puerta. —Giselle parece avergonzada, está casi tan roja como su melena.
—¡Yo habría pagado el taxi! —respondo exaltada.
—¡No! Es tu fiesta de cumpleaños, tenía que ser todo perfecto.
Suspiro. La pobre malvive en una isla carísima con un mini sueldo que gana en una empresa de organización de eventos. Y eso que tiene un par de másteres y habla cuatro idiomas. Doy un trago al mojito.
—También podríamos haber pedido otro o incluso venir con mi coche.
—Vale, estaba nerviosa y no lo he pensado. Lo siento.
—No pasa nada —miento con resignación—. Estaba limpiando armarios.
—¿Sí? —Xesca abre mucho los ojos como si hubiera hallado la respuesta a la eterna juventud—. ¡Eso significa que necesitas un cambio en tu vida!
—Eso significa que aún tengo los abrigos al lado de los bikinis.
—Un cambio, es cierto —Giselle le compra la idea—. Limpia tu casa y limpiarás tu alma. Ordena tu hogar y tu mente se abrirá.
—¿Eso lo dijo Buda? —Ámbar no pierde oportunidad—. Lo que deberías de abrir es otra cosa.
—No seas borde —prosigue Xesca—. Es normal que te plantees ciertas cosas a estas alturas de la vida.
—Eh, eh —Ámbar me mira alarmada—, ¿no estarás pensando en dejar tu monótono trabajo para dedicarte al fantástico y creativo arte de diseñar bisutería?
—¿Queréis dejar de darle vueltas a algo que yo ni siquiera he insinuado? —Me siento un poco desconcertada aún—. Y no quiero diseñar bisutería.
—Menos mal —continúa Ámbar mientras mueve enérgicamente su melena negra—. Conozco a una que lo dejó todo para montar un puesto en el mercadillo hippie y vender las joyas que diseñaba después de tomarse dos whiskies o una hoja de aloe vera. Joyas orgánicas, decía que creaba. Las confeccionaba con vísceras secas de animales. ¿Os lo podéis imaginar? —Todas ponemos cara de asco—. Yo le compré alguna, por pena. Al final tuvo que cerrar y se arruinó.
—¿Y aún tienes las joyas? —Giselle abre mucho los ojos.
—Se las di a la cocinera para que hiciera un estofado.
—¿En serio?
—Pues claro que no, tonta.
—Pobres animales —afirma Giselle apesadumbrada—. Eso debería de estar penado. En fin, Rose, no sé lo que te pasa, pero yo te envidio. Tienes un buen trabajo en uno de los mejores bufetes de abogados de la isla y cobras un sueldo decente.
—A veces no todo es trabajo y dinero —comenta Xesca.
Xesca se casó con treinta años con un arquitecto que viaja por todo el mundo. Ella es diseñadora gráfica y ha instalado su despacho en su propia casa para poder atender a sus dos hijos.
—Bueno —Ámbar mira alrededor—, esto no está tan mal, la casa es lujosa, el mojito aceptable… y yo he elegido al DJ personalmente.
—Oh, venga, ¿has contratado al DJ porque estaba bueno? —Giselle parece indignada.
—Pasó con nota la entrevista —Ámbar suelta una risa picarona—. ¡Y es experto en música de los noventa!
Todas gritamos exaltadas. Los noventa, nuestra época de juventud. Entonces yo solo conocía a Xesca. Sin embargo, las cuatro compartimos nuestro gusto por las Spice Girls, Madonna y Mariah Carey. Eso es más importante que años de convivencia.
—Entonces, ¿te lo has tirado o no? —insiste Giselle.
—Pues claro —Ámbar sonríe mientras mira fijamente su mojito, como si estuviera recordando el momento.
—Oh, venga —exclamo—, no pierdes ocasión.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Pues porque el sexo no lo es todo.
—Buen sexo —matiza.
—Es importante, no se puede negar. —Xesca recalca sus palabras levantando su mojito.
—¿Y lo dices tú que llevas, cuántos, diez años usando el mismo pene? —ataca Ámbar—. Vamos, ¿no has oído hablar de la obsolescencia programada?
—Eso será para los consoladores, no para los maridos.
—Si tú lo dices…
—No sé —vuelvo a la carga—, creo que el sexo está sobrevalorado, el compromiso es lo más importante. Saber que vas a encontrar a alguien en casa esperándote al volver del trabajo y que esa persona no te va a fallar, que te ha elegido a ti para pasar el resto de su vida. Sí, el compromiso es lo más importante —concluyo.
—Ya. Por cierto, no veo a Pedro por ninguna parte. —Cuando quiere, Ámbar es terriblemente incisiva.
Reviso el móvil y nada.
—¿Lo habíais avisado? —pregunto casi con temor.
—¡Por supuesto! —exclama Xesca—. Él fue al primero al que informamos de la fiesta.
—Llámalo. —Giselle parece preocupada—. Le habrá surgido algo.
—Otro compromiso más importante. —Ámbar parece satisfecha. A veces la odio.
Pedro y yo llevamos juntos casi un año. Es amable, educado, elegante, tremendamente atractivo y cariñoso. Su único defecto es que es italiano. Bueno, ese y que tiene exmujer, una de las de la categoría «bruja».
Suspiro.
Me siento ridícula.
Estoy en la fiesta más importante de mi década, no voy vestida para la ocasión y mi novio no se ha presentado.
—Eh, cariño —Xesca se acerca a mí—, no te pongas triste, ya verás como todo tiene un porqué.
—Proponle tener un hijo. —Ámbar lo ha dicho como si hablara del tiempo.
—¿Qué? —Xesca la mira sin entender.
—No hay mayor compromiso que un hijo. Ahí verás si él está por ti de verdad.
—¿Cómo le voy a decir eso? Yo no quiero tener hijos. —Al menos, eso creo. Algo se remueve en mi interior con esa negación.
—¿Y qué más da? —insiste Ámbar—, tú díselo. A ver cómo reacciona.
—La acaba de dejar plantada el día de su cuarenta cumpleaños. —Giselle parece escandalizada.
Y yo siento vértigo al escuchar que acabo de cumplir los cuarenta.
—¡Eh, ya sabes que a partir de ahora ya no se dice la edad! —le recrimina Ámbar.
—No me ha plantado, no sabemos qué le ha ocurrido.
—No te preocupes ahora por eso, preciosa. —Xesca me abraza—. Me tengo que ir.
—¿Ya? —saltamos las tres a la vez.
—Huye de la maternidad como de la peste —sentencia Xesca— y podrás tomarte mojitos todas las noches con tus amigas. Ten dos hijos y solo tomarás paracetamol para el dolor de cabeza.
—Pero es muy temprano —insisto.
—Mi suegra me ha mandado un WhatsApp. Roberto está con fiebre y ha empezado a vomitar. Alberto se ha hinchado a patatas fritas y a kilos de azúcar y no para de pegar saltos por los sofás con los zapatos puestos. En fin, la mujer está ya mayor y no se apaña bien con ellos.
—¡Qué monos! —Giselle parece encantada con la imagen.
Y, de repente, yo me sorprendo sonriendo también. Me imagino un hogar bullicioso al que regresar, unos niños que dependen de ti, a los que tienes que cuidar y educar, y ya no me desagrada tanto la idea.
—¡Tenemos que hacer el playback! La coreografía está preparada. —Ámbar coge a Xesca del brazo—. Tuve que pagarle un extra al DJ por el playback.
—Oh, vamos, Ámbar, a ti te sobra la pasta —interviene Giselle.
—Creo que no se refiere a dinero, Giselle —aclaro yo con una sonrisa.
—¡Oh! —es todo lo que acierta a decir, mientras se retira un mechón pelirrojo de la cara.
—Lo siento, chicas, pero no puede ser —continúa Xesca—. Mi marido está en China de viaje y tengo ya cinco llamadas perdidas de mi suegra. Así que me toca. Lo siento, preciosa. —Me mira con esa expresión tan dulce que proyectan sus ojos castaños.
Nos abrazamos con cariño y se aleja. Avanza con seguridad por el jardín, con el elegante mono negro ciñéndose a sus curvas y su melena de mechas rubias derramándose en cascada sobre la espalda. Llega a la altura de Stella y se despide con afecto. Finalmente, se pierde entre la gente.
Creo que me está dando un bajón.
—Ella al menos tiene una vida a la que regresar —sin darme cuenta expreso en voz alta mis pensamientos melancólicos—, yo solo tengo cajones que ordenar.
—Eh, no, no quiero verte triste —afirma Ámbar y me abraza. Giselle también lo hace y permanecemos así un rato mientras se escucha de fondo Wannabe de las Spice Girls.
Nos pedimos el segundo mojito. Seis más tarde y después de una velada agradable, me monto en un taxi cargada de regalos y tambaleándome. El eslogan de la camiseta tiene más sentido que nunca.
Día de resaca y día de trabajo; me toca currar, qué remedio. Llevo muchos años ejerciendo como abogada. No es una profesión que me entusiasme, la verdad, no creo que a nadie le pueda entusiasmar, pero no está mal pagada. Supongo que eso fue lo que me impulsó a estudiar Derecho. Entonces era joven y ambiciosa. Aunque si hubiera sabido todo lo que sé hoy, creo que habría tomado otra decisión. Pero en fin, como diría Giselle, si no puedes cambiarlo, acéptalo e intenta disfrutarlo. Y yo siempre disfruto, me gusta ser feliz.
Mi oficina está en la avenida de España, cerca ya de Vara de Rey. Es un bufete de abogados con bastante prestigio en la isla. A mí me contrataron al poco de terminar la carrera y, desde entonces, el bufete no ha dejado de crecer, sobre todo gracias a las empresas extranjeras que se han asentado en la isla. Ahora somos doce personas, sin contar a los tres socios, no está mal. Yo me dedico fundamentalmente a temas de familia: testamentos, adopciones, divorcios, custodias de menores… Dentro de lo malo, me gusta, me parece una de las ramas más humanas de la abogacía. A lo que nunca hubiera querido dedicarme es a penal. No soporto los delitos de sangre y pensar en tener que relacionarme e incluso defender a un asesino, me pone los pelos de puta… de punta, quiero decir. Todavía estoy dormida esta mañana. Y los mojitos no se metabolizan igual a los veinte que a los cuarenta. Uf, no consigo acostumbrarme a esa cifra.
Mis jefes empezaron en un ático y, con el paso de los años, han comprado toda la última planta del edificio: la sexta. Enfrente tenemos una finca de solo tres pisos, así que nos permite disfrutar de unas vistas magníficas de Dalt Vila, el casco viejo de la ciudad.
Llego a la oficina con mi café en la mano. Es una costumbre que adquirí en la universidad y nunca la he abandonado. Me daba tanta pereza madrugar, que casi todos los días iba a clase sin desayunar. Fue después de que muriera mi madre, y la verdad es que estaba pasando una mala racha. Además, mi padre había vuelto a Irlanda y estaba bastante enfadado conmigo porque no había querido irme con él. El caso es que un día, hablando por teléfono con mi padre, se me escapó que no había desayunado. Se puso hecho una furia y me colgó el teléfono. Seis horas después aparecía en la puerta del piso que yo tenía alquilado. Había comprado un vaso térmico en un Starbucks y había viajado a Barcelona solo para entregármelo. Me dijo que si no era capaz de organizarme para sacar tiempo para el desayuno, que al menos me lo tomara por el camino. Y tenía razón. Aunque no por ello dejé de enfadarme con él.
Desde entonces, salgo de casa más tranquila y voy al trabajo dando un paseo, mientras miro los escaparates. Me gusta.
Tras dejar las cosas en mi despacho, me dirijo a la sala de reuniones. Hoy tenemos «la lunática». Es una reunión donde todos los compañeros ponemos en común el trabajo realizado la semana anterior. Informamos a los socios, pedimos ayuda si la necesitamos y nos asignan nuevos casos. No sabemos muy bien si se llama lunática porque es la reunión de los lunes por la mañana o porque la dirige la loca de mi jefa.
Después comienza el trabajo de verdad, ya tengo a la primera clienta esperando.
—¿Margarita Fortuny? —Ella asiente—. Soy Rose Black, su abogada.
Le pido por favor que me acompañe. Parece un poco mayor que yo, luce un vestido ligero de Desigual y unas enormes gafas de sol. Mi indumentaria, por el contrario, es muy formal. Chaqueta azul marino, a juego con la minifalda, y blusa celeste, muy al estilo de Ally McBeal. ¿Te acuerdas de esa serie? Era una de mis favoritas.
Entramos en mi despacho y tomamos asiento.
—¿En qué puedo ayudarla, Margarita? —Es la pregunta que siempre utilizo para romper el hielo. Yo estoy aquí para ayudar, no para ganar dinero, aunque mis jefes no piensan lo mismo.
La mujer duda, abre la boca para decir algo, la vuelve a cerrar. Al poco se echa a llorar.
—Yo… Verá, no sé cómo explicárselo.
Me levanto de mi sillón, cojo una caja de clínex y me siento en la otra silla de confidente, a su lado. Es importante romper la barrera de la mesa y crear un lazo de confianza y cercanía.
—Verá usted, no sé cómo explicárselo… es… es muy duro para mí.
—No se preocupe, tómese el tiempo que necesite. —Me muestro conciliadora—. ¿Quiere un café o una infusión?
—¡Mi marido me pone los cuernos! —pega un grito que me deja de piedra y que agrava mi dolor de cabeza. Después respira profundamente, aliviada—. Ya lo he dicho.
—Vaya, lo siento. —No se me ocurre nada mejor que decir. Observo mi pararrayos emocional, una maceta de cinta que descansa sobre mi mesa. ¿No sabes cómo es una cinta? Es una planta de hojas largas y verdes. Siempre debes tener una en tu casa o tu lugar de trabajo. Sus hojas terminadas en punta recogen las energías negativas y las desvían hacia la tierra. En un trabajo como el mío, es imprescindible. La acerco a nosotras como un escudo protector.
—Bonita planta —continúa ella un poco más serena—. Verá, en realidad, no estoy segura de que me engañe, pero si lo hace… ¡Quiero el divorcio ahora mismo!
Vuelve a gritar y yo acerco la planta un poco más. Estoy empezando a asustarme. Toma uno de los pañuelos y se suena ruidosamente.
—Bueno, tendrá que explicarme qué quiere de nosotros —tanteo.
—Mi marido es un importante empresario hostelero de las islas. Tiene varios hoteles y negocios. Beyoncé se alojó en uno de nuestros hoteles hace unos meses. Vivimos en un ático de doscientos metros cuadrados con unas vistas preciosas y el verano pasado lo pasamos en Santorini. Pero no siempre ha sido así. Lo conozco desde los dieciséis años. Y nos casamos a los dieciocho. Él siempre ha sido muy inquieto, pero, por aquel entonces, no teníamos ni dónde caernos muertos. Los principios fueron duros: yo contestaba las llamadas desde casa (una mierda de piso, pequeño, oscuro y húmedo), y me apunté a un curso de informática para poder prepararle los presupuestos. Me levantaba a las seis de la mañana para plancharle la camisa y el traje (solo tenía uno), para que asistiera impecable a sus reuniones. Preparaba cenas en casa para los posibles socios y sus mujeres. Y todo ello mientras criaba a nuestros tres hijos.
Yo asiento, es como si mi clienta se hubiera vaciado.
—Lo he dado todo por él. Los mejores años de mi vida los dediqué a que su sueño se hiciera realidad: convertirse en un empresario con mucha pasta. Es verdad que yo he sacado provecho de ello, pero ahora no quiero perder lo que tengo.
—Si estamos hablando de un divorcio, habría que ver si están en gananciales o si…
—No estoy hablando de dinero. No solo de dinero —me corta—. Usted no puede entenderme porque tiene estudios y un buen trabajo. Pero yo solo lo tengo a él.
—Como le decía, tendríamos que ver cómo está constituida…
—Aún no sé si quiero el divorcio —vuelve a cortarme y esta vez me acerco la cinta hacia mí, soy yo quien la necesita para contenerme—. Primero tengo que estar segura de que me está engañando. —Hace una pausa y al poco continúa—. He cumplido cuarenta y tres años. Casi todas mis amigas aguantan unos cuernos tremendos y son felices. Pero yo no quiero eso. Quiero dinero y quiero seguridad. Quiero que Manolo esté solo conmigo. Y si no es así, sí, quiero el divorcio.
—Bien, pues seamos prácticas. ¿Por qué cree que su marido le es infiel? ¿Ha encontrado alguna factura que le haga sospechar?
—No.
—¿Sale a horas no habituales de su casa?
—No… No lo sé. Por su trabajo pasa mucho tiempo fuera.
—¿Ha cambiado su aspecto, se ha apuntado al gimnasio, se ducha en cuanto llega a casa?
—No, no, no.
—¿Algún cambio en sus rutinas sexuales? Disculpe esta pregunta tan íntima.
—Follamos con la frecuencia habitual y yo siempre estoy dispuesta cuando él tiene ganas, jamás le he dicho que no.
Un escalofrío me recorre el cuerpo al escucharla.
—Pues usted dirá —me rindo.
—Manolo y yo llevamos juntos más de veinte años. Los hombres, a determinada edad, se cansan de sus mujeres (esas que nos chupamos la época mala y que les ayudamos a triunfar). Ellos necesitan sentirse jóvenes y, cuando nos miran a nosotras, ven lo mayores que se están haciendo, y se acojonan. Entonces buscan chicas guapas y enérgicas con las que recuperar la juventud.
—Pero ¿ha notado algo en su comportamiento que le haya hecho pensar en una infidelidad? —insisto.
—Verá —se enjuga las lágrimas—, mi marido trabaja mucho, pasa horas y horas fuera de casa. Ayer salimos a comer los dos juntos. A la vuelta nos echamos una buena siesta, aunque no para dormir. Después de eso se duchó y estuvo trabajando un poco en el ordenador. A mí me apetecía ir al cine o al teatro, se lo dije, pero me contestó que tenía que ir a la oficina a cerrar un asunto importante. Así que se marchó. Y allí me quedé yo con un palmo de narices, un domingo por la tarde, sola en casa y sin planes. Yo no me quejé, nunca lo hago. Pero decidí que no me quedaría en casa. Fui al ordenador para ver la cartelera cuando descubrí que mi marido se había dejado abierto el WhatsApp Web. ¿Sabe lo que es? —Yo asiento: es una funcionalidad de WhatsApp que te permite leer los mensajes en tu ordenador a través de tu navegador de internet, pero debes de haber aceptado antes un código con tu teléfono móvil. ¿Tú también lo sabías?—. Pues ahí tenía todos sus mensajes de WhatsApp, y resulta que la última conversación que había mantenido era con una mujer y que acababa de quedar con ella en un restaurante. ¿Qué le parece?
—Sospechoso, sí, pero también podría ser una reunión de trabajo —intento ser conciliadora.
—¿Un domingo por la noche?
—Un poco raro, en eso tiene razón. —Pienso un momento—. ¿Y en esa conversación no había más información?
—No. Mi marido le decía que quería verla y concretaban el sitio y la hora. Nada más.
—Vaya. —No me atrevo a decirle nada a ella, pero me parece raro que le haga el amor a su mujer antes de quedar con la querida, a no ser, que sea todo un portento sexual. También podría ser que folle con su mujer y quede con la querida solo para hablar. Intento disimular la sonrisa que me provocan mis pensamientos.
—Quiero que lo investigue.
—¿Cómo? —Me sorprende esta petición. Creía que venía convencida de tramitar el divorcio.
—Quiero estar segura antes de iniciar trámites legales. Quiero que le ponga un detective privado.
—De acuerdo. En el bufete trabajamos con una agencia.
—El dinero no es problema. —Saca un talonario de su bolso—. Diga una cifra para el anticipo.
Pienso en Pepe Figueroa, el detective con el que solemos trabajar. Pienso en sus tarifas: unos cuatrocientos euros al día por hacer un seguimiento, que es básicamente en lo que consistirá el trabajo. Pongamos que dure una semana y que cobre aproximadamente el cincuenta por ciento de anticipo.
—Mil quinientos euros —digo al fin.
Firma el cheque y me lo entrega.
—Espero resultados lo antes posible —sentencia—. Quiero saber si a estas alturas de mi vida tengo que replanteármelo todo y empezar de cero.
Le pido los datos de su marido: nombre, alguna foto, dirección personal y de trabajo, teléfono, coche y el teléfono de la supuesta amante, que ha dicho que lo tiene gracias al WhatsApp Web. Me aclara que su marido es cliente del bufete y que, por supuesto, no puede saber nada de su visita.
Mientras se marcha observo la pequeña cinta sobre la mesa. Parece un poco más gris y más pocha de lo habitual. Le echo un poco de agua y le pongo las manos encima. Noto cómo se unen nuestras energías y su color verde brilla de nuevo. ¡Gracias, pequeño pararrayos!
Tras una mañana intensa de trabajo, estoy terminando de comer en la pequeña sala de mi apartamento cuando el móvil empieza a sonar.
—¿Sí?
—¿Rose? Soy el inspector Emilio Martín.
—¡Emilio!
El corazón me salta en el pecho. Hace casi veinte años que lo conozco y, cada vez que lo escucho, siento una gran esperanza que, hasta ahora, siempre se ha transformado en desilusión.
—¿Alguna noticia? —pregunto casi con miedo.
—Me gustaría verte, no sé cómo te viene…
—¿Hoy? —no le dejo terminar la frase—. Claro que sí. ¿En media hora en el café de siempre?
—Sí, claro. En media hora. Pero puede esperar a mañana si no te viene bien.
—Me viene perfecto.
Cuelgo. Me doy una ducha, me arreglo un poco el pelo y me rocío con Good Girl de Carolina Herrera (regalo de un invitado a mi fiesta de cumpleaños). Cojo mi bolso y quince minutos más tarde me encuentro sentada tomándome un té en la terraza de un bar junto al Mercado Viejo. Al poco, aparece Emilio, me levanto y nos saludamos. Podría ser mi padre.
—No dispongo de mucho tiempo —comienza a hablar una vez que se ha sentado—, pero no quería dejar de comunicártelo yo mismo.
Mi corazón salta en la caja torácica como un caballo desbocado. Llega el camarero y Emilio pide una cerveza sin alcohol.
—Me tienes en ascuas.
—Lo lamento si te he creado falsas esperanzas. En realidad, no hay nada nuevo de la investigación. Lo que quería contarte es que yo me jubilo.
—¿Qué?
—Tengo ya la edad y estoy cansado. No me siento con fuerzas para seguir con estos trotes y creo que será mejor dejar paso a sangre nueva, con ánimos e ideas más actuales. Lo único que siento es no haber podido resolver algunos de los casos que he investigado a lo largo de mi carrera. Y el de Alex es uno de los que más me duele, ya lo sabes.
—Lo sé —asiento con resignación y tristeza. Durante estos veinte años hemos ido quedando regularmente para que me informara de cómo iba la investigación. Al principio, cada semana; después, cada mes; al final, ya cada año. Nunca había nada nuevo, Alex desapareció sin dejar rastro y nunca más se supo. Pero yo jamás había perdido la esperanza de que en algún momento…
—No sé cuántos años de vida me quedarán —continúa él—, pero ya no pueden ser muchos, Rose. Ahora quiero dedicarle a mi familia el tiempo que le he robado mientras estaba en activo. Voy a ser abuelo por primera vez y quiero disfrutar de mi nieto.
Me siento abatida. No soy capaz de pronunciar palabra. Noto cómo se abre un profundo abismo bajo mis pies.
—Es terrible —acierto a decir—. Eres el único policía con el que he conseguido llevarme bien —bromeo con amargura.
—Tú también eres la única abogada que soporto —sonríe.
Digamos que los abogados y los policías no solemos ser amigos. Normalmente nuestros intereses profesionales chocan; al fin y al cabo, los abogados tratamos de dejar en libertad a los delincuentes que los policías han puesto entre rejas, o eso es lo que creen ellos.
El camarero deja la cerveza sobre la mesa, junto a la cuenta y espera. Yo saco mi monedero para pagar.
—No, por favor —exclama Emilio—, es mi despedida, déjame que te invite.