Título: París es Azul
© Muriel Villanueva, 2019.
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
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1.ª edición: marzo 2019
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Me largo a París a lo Sabrina, pero sin intento previo de suicidio. Lo de morirme no me apetece nada, todavía no. Se lo debo a mi París, al que llevo dentro, porque hace veintitrés años me demostró que en este mundo una nunca está sola salvo si lo necesita.
Me voy porque Gato se ha casado y va a ser padre. Me lo dijo Blanca, que parece que se emperre en ser siempre ella la que me va poniendo zancadillas por la vida.
Me largo a París a lo Sabrina, pero como mujer adulta, y por segunda vez.
Me voy a aprender a romper huevos con una sola mano, un, dos, tres, crac, con piedad y rapidez, como con la guillotina. Porque un huevo no es una piedra, porque no está hecho de madera.
A lo Sabrina. Para salir del cascarón.
Emprendí este mismo viaje con diecisiete años. Mi madre me animó a estudiar fuera el último curso de instituto, antes de que empezase la carrera universitaria que ella ya había decidido por mí. «Aprenderás francés pero, sobre todo, aprenderás muchas cosas de la vida», dijo. Tenía razón, y eso no pasaba demasiadas veces.
Cuando me lo propuso en febrero me pareció una idea increíble y empecé a chulearme entre los colegas, pero en septiembre cogí el avión llorando. Entre marzo y septiembre, todo, absolutamente todo, fue invadido por el olor, por la piel, la sangre, los ojos, el aliento, el sudor, los dedos… sobre todo por las yemas de los dedos de Gato.
Subí al avión llorando porque dos horas antes había tenido el primer orgasmo de mi vida. No el primero de todos, claro, si no el primero provocado por alguien que no fuese yo. Seguía siendo virgen en lo que a penetración se refería, pero las yemas de los dedos del mejor guitarrista del instituto me habían hecho temblar en menos de cinco minutos.
Se había quedado a dormir en casa, y no por el hecho de que yo fuese a desaparecer hasta Navidad, sino porque solía quedarse bastante, dos o tres noches por semana, y eso desde que mi madre había dicho que no podía quedarse a diario.
Nos duchamos juntos, en aquel plato de ducha de un escaso metro cuadrado, enjabonando su piel cetrina con mis manos claras, enjuagando mi cuerpo pálido con sus manos ocres. Sus ojos verdes no se movían de los míos, de un azul oscuro inquieto, que intentaban memorizar cada detalle de su extrema delgadez. Se secó en un santiamén y me repasó con su toalla, sin miedos, frenando en los rincones. Después se entretuvo un buen rato en desenredar mi cabellera negra y ondulada, entonces todavía más larga y rebelde que ahora.
No sé por qué nos vestimos, si los dos estábamos pensando en lo mismo, en lo que nunca habíamos hecho, en lo que ya nunca jamás haríamos.
Se puso los pantalones de chándal grises y la camiseta roja del día anterior. Yo me metí en unos vaqueros cortos descoloridos, mal cortados a medio muslo por mí, y en una camiseta blanca de tirantes, sin sujetador; nunca he tenido mucho pecho y entonces todavía no sufría por si se me estriaba.
De vuelta al dormitorio él arregló un poco las sábanas, estirándolas, acariciando con sus palmas secas el aroma de lo poco que quedaba de nosotros. Después se sentó en el borde de la cama mientras yo acababa de resolver mis últimas dudas sobre qué meter en la maleta.
—¿Llevas la canción?
—Por supuesto que llevo la canción, tonto. Y la carpeta también.
—Ya, pero ¿llevas…?
—Claro que sí.
Se refería a un trozo de papel, porque en aquella época las canciones no se grababan en estudios caseros ni se regalaban en lápices de memoria; en aquel entonces las canciones se componían a lápiz, se cantaban una sola vez, guitarra en mano, y se entregaban en el folio manuscrito original doblado en cuatro.
Claro que sí que la llevaba, y solo me la había cantado una vez pero yo ya me la sabía de memoria. Todavía la recuerdo, e incluso podría cantarla ahora mismo; podría levantarme y recorrer el pasillo, entrar en la cabina de mando, robarle el micro al copiloto y ponerme a berrear, media vida más tarde. Aquella canción me iría ahora que ni pintada, la verdad.
—Ven —me dijo.
Una no podía decir que no ni hacer esperar a ese par de ojos, a ese par de manos, a ese cuerpo escuálido que se expresaba sobre la vida y sobre la muerte con la parsimonia de quien se ha reencarnado doce veces pero con la inocencia de quien acaba de renacer.
Me senté a horcajadas sobre él. Nos besamos.
Sabíamos que la voz de mi madre no tardaría en avisar que había que ir bajando al coche para llevarme al aeropuerto. Creo que fue la intensidad de la prisa y aquel extraño gusto azul salpicado de un amarillo de óxido incipiente. Creo que me amaba. Los dos pensamos solo en mí. En que yo me llevase entre las piernas algo imborrable; algo que dejase mi alma en Recoletos mientras mi cuerpo despegaba en Barajas, camino de mi año en París. O quizás él también pensó un poco en sí mismo, sí, en retenerme, en no dejarme escapar del todo, claro, porque la soledad lo acechaba, lo había acechado siempre, aunque durante aquellos primeros conciertos que daba no se lo pareciese a nadie, a nadie más que a mí.
Me he quedado medio dormida rememorando por enésima vez el vaivén de sus dedos entre mis bragas y mis vaqueros descoloridos, recreándome en el sencillo orgasmo que me ataría de por vida a aquel primer amor. Espero no haberme movido en sueños.
Me despierta la comandante anunciando por megafonía que en veinte minutos aterrizaremos en París, donde la temperatura es de cero grados centígrados. Todavía siento entre las manos el pelo de Gato, negro y cortísimo, y el calor de su cráneo.
Me largo a París a lo Sabrina porque Gato se ha casado y va a ser padre. Con otra. Con esa tan maja de la que me habla mi madre cada vez que ambos se pasan por la tienda, buscando cositas para decorar su nidito de amor.
Yo ya lo sabía, que vivía con unas y con otras. Y que follaba con algunas de sus fans, a escondidas, para que nos enterásemos todos. Incluso a veces he pensado que fue culpa mía, que él se convirtiese en un cantautor rompecorazones, porque su corazón no lo rompió otra más que yo. Yo ya lo sabía, que andaba intentando enamorarse de quien fuese, como yo, dando bandazos desde aquella mañana en que, en mi cama adolescente, me robó un grito mojado, para comérselo y para soltarlo después en sus canciones. Lo que no sabía hasta hace dos semanas, hasta que me lo dijo Blanca, es que por fin lo había conseguido. Gato ha conseguido volver a enamorarse de verdad, mientras yo sigo colgada de nuestros descubrimientos: nuestro primer beso, su primera canción, mi brevísimo primer orgasmo, aquel primer adiós y mi primera traición.
Sigo colgada, como una niña.
He ido a sus conciertos durante años, solo de vez en cuando, porque una no puede estar dándose en la espalda demasiados latigazos seguidos. A veces, me escondía entre los hombros de Blanca y de Luis. A veces, me hacía acompañar por mi novio de turno. A veces, me ponía en primera fila al lado de una amiga nueva y él me intuía y bajaba la cabeza y me sonría desde el escenario, como si yo no fuese la espina envenenada que, clavada en su índice, le impedía puntear bien la tercera cuerda.
Me largo a París para ver si de una vez por todas soy capaz de retomar mi vida donde la dejé, donde la abandoné, donde la escondí tan bien que ni yo volví a encontrarla.
¿Será posible que el Charles de Gaulle me reciba con Cero, de Dani Martín, a todo trapo por el hilo musical? ¿Acaso no pueden ponerme algo más parisino, algo tipo Paris nous nourrit, Paris nous affame,de La Rumeur, para darme una bienvenida menos patética y más enfadada? O yo qué sé… ¿No tienen nada navideño para un diecisiete de diciembre? No niego que Cero sea una de mis canciones favoritas, pero ahora no, por favor, ahora no.
Arrastro mi maleta nueva hasta los lavabos, me siento en la tapa del váter y me llevo las manos a la cara. Esta letra me hace llorar cada vez que la oigo, como si cada palabra me llevase de nuevo a entonces, a Gato, ¡qué rabia!, ¿por qué no sales ya de mi cabeza? ¿«Ahora toca entender qué hacer con tanto daño»? Pues vale, Dani, que sí, que tienes razón, y lo intento, y por eso estoy aquí, pero cállate, por favor.
Me recojo el pelo en un moño mal hecho y un par de mechones me caen sobre la cara. Me sueno los mocos con un pañuelo de papel sucio que llevo en el bolsillo de los pantalones de pana. Debo de estar horrible.
Alguien golpea la puerta con los nudillos. Debe de oírseme sollozar desde la calle.
—Ça va?
Me recompongo un poco para poder mentir.
—Oui, oui, ça va bien.
—Avez-vous besoin de quelque chose?
Tengo ganas de levantarme, de abrir la puerta, de que me den un micro y de ponerme a chillar con Dani Martín que «Quierooo que todo vuelva a empezaaar, que todo vuelva a giraaar, que todo venga de cerooo, ¡de cerooo!», pero solo digo:
—No, no, merci, ça va.
«Ahora toca aprender cómo dejar de querer», ¿vale?, así que déjeme en paz, lárguese, quiero estar sola. Pienso todo eso mientras oigo alejarse unos zapatos de tacón.
Se hace el silencio.
Después de Cero, empieza a sonar un villancico en inglés, «Silent night, holy night. All is calm, all is bright». Sí, esto está mucho mejor, porque acompaña esta agridulce sensación de estar volviendo a casa después de tantos años.
Dejo caer la mirada sobre esa maleta roja y brillante que me compré ayer en los grandes almacenes, para disfrazar mi luto de la ilusión de unas vacaciones sola, de una escapada de renacimiento. Pero no, no he venido a pasar las fiestas. Estoy aquí para ver si la herida cicatriza en mi París y mi sangre puede circular al fin tranquila por un circuito cerrado. No quiero releer mi antiguo ejemplar de La mujer habitada y no quiero revisar esos gruesos informes del laboratorio que logré meter a golpes en el bolsillo exterior. Ni siquiera quiero ponerme la ropa que he llevado durante los últimos años, esa ropa anodina que solo sirve para no pasar frío bajo la bata blanca que me acompaña la mayor parte de las horas del día.
Me levanto, tiro el pañuelo a la papelera, me recompongo un poco, me cuelgo a la espalda la mochila con las cuatro cosas importantes y salgo del cubículo, donde dejo abandonada mi maleta, color rojo pasión.
Conozco la ruta de memoria y no ha cambiado. Con el RER y el metro, en menos de una hora, me planto en mi antiguo barrio.
He vuelto pocas veces a la ciudad, pero siempre, absolutamente siempre que cojo el metro en París, me acuerdo de Sergio dormido, casi roncando, y me recuerdo muy joven en el andén de Les Sablons, de madrugada, ante la puerta del tren a punto de cerrarse, gritándole para despertarlo, para que no se fuese solo hasta La Défense, para no volver yo sola al piso en el que entonces vivíamos juntos. Nos recuerdo un minuto después riendo sentados en el banco de la estación, yo casi ahogándome, él todavía medio grogui.
Hoy bajo en Anatole France. Aquí nunca han encendido guirnaldas navideñas de lado a lado de la calle, siempre vistieron los árboles de esas micro bombillas blancas que en Madrid descubrimos hace relativamente poco. Todavía es pronto y están limpiando el asfalto y las aceras bajo una llovizna brillante. Me siento rejuvenecer, atravesando el barrio sola con mi mochila. Creo que, con un walkman y con cinco kilos menos, ahora mismo podría volver a ser la Azul de diecisiete años que se dirigía al Lycée algo antes de las nueve.
No he avisado a Mary Poppins. Quiero darle una sorpresa y quiero comprobar si me reconoce. No he venido a visitarla en siete u ocho años.
Giro la esquina de Voltaire con Président Wilson, cambio de acera y, al cabo de una manzana, ya la veo barriendo el portal con la espalda bien recta y su falda larga hasta los tobillos. Aún hoy se me hace raro creer que no limpie haciendo chasquear los dedos. Ya debe de rondar los setenta. Me mira, claro que me mira, porque ella lo mira todo, pero mi abrigo verde, mi bufanda hasta los ojos y mi gorro hasta las cejas no la dejan verme bien. Sigue barriendo mientras me acerco.
—Bon jour, Madame Poirier.
Se gira con cara de haber reconocido algo. ¿Mi acento? ¿Mi voz? Me mira frunciendo el entrecejo y, al cabo de un segundo, me baja la bufanda con las puntas heladas de los dedos.
—Pour toi, toujours Madame Poppins. —Se ríe—. Buenos días, mi niña —dice con acento francés mientras apoya la escoba en la fachada y me abraza.
El edificio es estrecho, muy estrecho, todavía más estrecho que cuando yo me mudé. Se trata de una casa de tres plantas con ínfulas parisinas. Pese a su pequeñez, reproduce los acabados de los grandes edificios de la segunda mitad del XIX, con esas fachadas sucias y con esos típicos tejados poco inclinados de un gris azulado que solían encerrar las habitaciones para el servicio y de los que sobresalen mansardas blancas. La pensión de Madame Poirier corresponde a una cascada de herencias y a una adaptación progresiva del espacio. Tiene dos ventanas en cada altura y una sola en el centro del tejado. La planta baja acoge la cocina y un comedor para todos, además de un patio trasero. Arriba, hay dos habitaciones por planta; ella prefiere los huéspedes fijos, como fui yo durante parte de mi curso en el Lycée. Ya hace décadas que reformó la buhardilla y convirtió toda la planta en una sola suite con baño propio; una gran habitación con caparazón color marengo, con esa ventana por la que aspiro a sacar mi cabeza de tortuga en los días de sol. Cuando me suelta y consigo respirar, cruzo los dedos y pregunto:
—Il y a quelqu’un dans la suite du grenier?
—T’aurais dû m’appeler. Tu viens comme ça? Pas de valise?
—C’est une longue histoire.
Me invita a pasar. Sin preguntar, me quita la mochila y el abrigo. Ella también se quita el suyo, largo y negro, y lo cuelga todo en el perchero de pie de la entrada, de madera oscura. Ahí sigue también el paragüero donde Mary guarda los paraguas con los que sale a volar para controlar desde el cielo que todos estamos bien.
Pasamos al salón, siempre tan caldeado, con el olor a café impregnado en el papel rosa de las paredes. Todo está igual que entonces: la mesa con su tapete blanco, las ocho sillas de caoba, el piano desvelado, la alfombra roja sobre el parqué castigado, las tres reproducciones descoloridas de bailarinas de Degas enmarcadas en dorado…
Se sienta a mi lado y me planta delante uno de aquellos cafés azucaradísimos, porque lo sabe, porque me conoce y entiende que vengo enferma y que necesito esa píldora suya tan mágica, la que pasa mejor «con un poco de azúcar», como cantaba Julie Andrews en la peli.
Me toco la tortuguita de plata que llevo en el segundo agujero de mi lóbulo derecho justo antes de que me asalte el recuerdo.
Sergio siempre me reñía cuando me veía ponerme tanto azúcar.
—Te vas a poner enferma, Azul, te lo digo en serio. No es solo que engorde, flacucha, es que afecta a la piel, ¿lo sabías?
—Ni idea. Creía que solo te hacía polvo los dientes.
—Mira, si empiezo a hacerte la lista de los motivos por los que nadie debería tomar azúcar…
—Pues no empieces. Déjame disfrutar de mi postre, tío.
Pero cuando nos conocimos no nos hablábamos así. Todavía no. La primera vez debió de decirme algo tipo:
—Oye… Perdona que me meta pero… ¿Sabes que el azúcar no es demasiado bueno para la salud? Es que veo que te has metido como cuatro cucharadas en el yogur y, la verdad…
Al principio de nuestro curso en París, Sergio era así, un zaragozano educado y cultivado que ni siquiera había cumplido los diecisiete. Durante el primer trimestre, todavía se esmeraba en hacerse la raya y se peinaba hacia un lado su corto pelo castaño claro. Como a todos nosotros, aquel año lo cambiaría, y mucho.
Me dejé caer en el sofá, que olía al tabaco de la señora, y puse las botas sobre la mesita de centro.
—Sergio, ¿a ti te habían dicho que seríamos dos en esta casa?
Él, que me había seguido desde la cocina, todavía de pie, negó con la cabeza, mientras yo me metía en la boca una cucharada a rebosar de exquisito yogur.
El Lycée Espagnol de París era algo así como una embajada, territorio español en un barrio parisino. Allí asistía tanto la hija del cónsul como el hijo del portero de escalera extremeño, tanto el hijo de la directiva de Renault desplazada por un año a la central como la hija del futbolista gallego fichado en Francia. Incluso algún latinoamericano. Y después estábamos los pijos enviados por los papis a aprender francés, pero sobre todo, a aprender muchas cosas de la vida.
La administración del instituto había buscado una familia para acogerme y había prometido que yo sería la única huésped, para garantizar mi aprendizaje de la lengua. Pero no, a los dos nos habían vendido el mismo cuento. Madame Avarice —así la llamábamos— vivía sola, nos llenaba el congelador de comida precocinada y nunca, nunca, nunca hablaba con ninguno de sus dos estudiantes españoles. De hecho, incluso después de comenzar las clases y durante un par de semanas, pese a estar en clases separadas, porque él era de letras y yo supuestamente de ciencias, Sergio fue mi único interlocutor.
Bueno, vale, Sergio y la cabina de la esquina, desde la que cada tarde, sin excepción, yo llamaba a Gato.
Me despierta el olor a repostería francesa de Madame Poirier, con mucha mantequilla, dulzona. ¿Puede el aroma de sus cruasanes mágicos trepar tres pisos por esa escalera imposible? No, seguro que no ha subido solo.
Me desperezo. Voy en bragas y con la camiseta interior que llevaba ayer bajo la ropa. Quedó muy bonito como declaración de intenciones, eso de abandonar la maleta en el cubículo de un váter de aeropuerto, pero tendré que salir de compras hoy mismo. Pienso pulirme la paga extra de Navidad en Lafayette. Me lo merezco. Me lo merezco mucho.
Ayer no salí de la pensión. Llovió todo el día. Me lo pasé persiguiendo a mi institutriz, que se movía como una exhalación haciendo camas, cocinando, pasando un trapito por aquí y por allá. Le resumí los últimos años: mi aborto espontáneo, el segundo divorcio, mi ascenso, la nueva hipoteca en Malasaña… y de paso fui quitándole el polvo a mi francés. Ella solo emitía breves vibraciones de las cuerdas vocales mientras asentía sin apartarse de sus tareas, pero en algún momento se detuvo a apretar mi mano fugazmente. No hacía falta decir nada. Ella sabe que yo, a veces, solo necesito largarlo todo y después dormir trece horas seguidas. A comer sí que nos sentamos, a eso de las doce y media, con algún otro huésped, pero me subí a dormir a las siete, antes de la cena.
Aparto el edredón de florecitas, me incorporo y pongo los pies en la moqueta color mostaza. Arrugo los dedos varias veces para sentir la suave rugosidad del suelo. Debería poner moqueta en mi piso de Madrid, pero siempre me pareció una guarrada.
Junto a la cama hay una mesilla de noche y, a lado y lado de la ventana, cubierta de una cortina blanca opaca, una mesita redonda con un par de sillas con brazos y un tocador con espejo ovalado, todo lacado en blanco. En una esquina, un biombo de un rosa algo más subido que el de las paredes da intimidad a un rincón alicatado con azulejos verde manzana y con suelo de linóleo del mismo tono exacto; hay allí un váter, una pequeña pila, una bañera de las de patas doradas y un espejo de pie. Me levanto y me acerco a abrir el grifo del agua caliente.
El olor a desayuno me sigue llamando y abro la puerta. En el suelo, una bandejita de plata me ofrece un café ou lait y un par de cruasanes. Merci, Mary Poppins, maga donde las haya. Me lo llevo a la mesa y lo devoro sin contemplaciones.
La bañera humea. Todavía con el último bocado en la boca, me acerco, cierro el grifo y empiezo a desnudarme.
El espejo me llama.
No.
No pienses en Gato ahora. No pienses en Gato mientras te quitas esa poca ropa y miras tu reflejo y te ves entera, pero incompleta, menos tersa que entonces. No te sospeses los senos con las manos, no te pellizques la tripa, no te repases las caderas con las palmas, no recorras el interior de tus muslos con las yemas de los dedos. Estás sola. Has fracasado. No sueñes con ninguno de ellos. Los has echado a todos a patadas. No sirves para el amor verdadero. Gírate. Date la espalda. Ahora.
No. Lo que tengo que hacer es darle la vuelta al espejo y ponerlo contra la pared, así. ¿Quién quiere mirarse, eh?
No llores.
No tengo joyas que quitarme. Solo mi tortuga, y esa ya forma parte de mí.
Me meto en la bañera. Me sumerjo y me trago las lágrimas.
Mi primer despertar en París. Diecisiete años y todo el curso por delante. Faltaban dos días para empezar las clases. No quería ducharme. Quería dejar pegado a mi piel el sudor que Gato me había arrancado. Esperaba conservar, adheridas a mí, todas las células posibles de su epidermis. No pensaba quitarme la camiseta. Ni siquiera quería cambiarme las bragas.
Suspiré entre las sábanas amarillentas. No podía dejarme vencer por el recuerdo, tan reciente, ni por lo lejano, tan y tan cerca. Debía empezar mi paréntesis con una sonrisa o me hundiría en la miseria.
Todo olía a tabaco rancio.
No tenía hambre.
Me incorporé y puse los pies en la moqueta verde. Arrugué los dedos varias veces para sentir la áspera rugosidad del suelo. Qué asco, estos franceses, menuda idea, forrar el suelo con un paraíso para ácaros.
Abrí el ventanuco, que daba a un patio interior feo, a ver si entraba algo que no fuesen olores de desayunos de otros.
Recuperé de la silla plegable los vaqueros mal cortados y me los puse. No me abroché los botones de la bragueta; estaba acostumbrada a ir por casa medio desnuda. La señora me había dejado una toalla blanca raída y minúscula; con eso yo no tenía ni para el flequillo. Me la colgué al hombro y salí de mi zulo. La puerta del baño dibujaba un ángulo recto con la mía. La abrí sin llamar, porque la había oído marcharse muy temprano.
Casi me lo como.
Allí estaba, esa superespalda perfecta e inmensa. En dos segundos decidí que no era mi tipo, así tan rubito y de belleza tan estándar. Pensé en Gato, flaco pero mucho más alto que quien tenía delante, que era de mi estatura. Al girarse, se le cayó la toalla que llevaba alrededor de la cintura a los pies y se quedó desnudo. No miré, lo prometo. Incluso dije:
—Excuse-moi. —Después cerré la puerta.
Se me quedaron grabados en la retina aquel par de ojos sencillos, sinceros, tan normales, de un marrón translúcido.
¿Quién narices era? ¿Un hijo de quien no me había hablado? ¿Un ligue demasiado joven?
Volví a mi habitación y me dejé caer en la cama. Le oí abrir el agua de la ducha. Me reí sola. Ni siquiera sentía vergüenza. Algo en él no había permitido que me creyese culpable de nada. Me quedé allí mirando el techo sin atreverme a salir. Mi francés era un desastre todavía y, ¡yo qué sé!, ¿qué iba a decirle?
Llamó a mi puerta entreabierta al cabo de unos minutos. Le precedía un aroma a desodorante masculino que todavía hoy, cuando me llega de algún lado, me transporta hasta él, aunque seguro que ya ni lo usa. Solté, flojito:
—Oui?
—¿Puedo pasar?
Me medio incorporé y me giré sin levantarme.
—¿Eres…? ¿Quién eres? ¿Hablas castellano?
—¿Puedo pasar?
—Claro, sí, pasa, pasa.
Empujó un poco la puerta y entró solo un par de pasos. Ya se había vestido.
—Siento si te he asustado —dijo.
—No, hombre, perdona tú. No pensé en llamar. Creí que estaba sola y… ¿Vives aquí?
—Llegué del aeropuerto de madrugada. Mi vuelo se retrasó.
—¿De dónde eres?
—De Zaragoza. Me llamo Sergio. He venido a estudiar el COU en el Liceo.
—¿En serio? Yo también. Azul. —Extendí mi mano y se acercó a estrechármela—. Siéntate. —Di unas palmaditas sobre la cama deshecha.
—No, tranquila, estoy bien.
Me entraron ganas de sacudirle los hombros enormes y tensos, de despeinarlo, de hacerle cosquillas. Estaba allí plantado, duro, respirando superficialmente, al lado de una desconocida que iba en tirantes y sin sujetador, con la bragueta desabotonada, con la melena hecha un cisco.
—Creo que estoy en el A —dije—. ¿Tú?
—No. Soy de letras puras. En el D. Coincidiremos quizás en clase de francés. ¿Tienes mucho nivel?
Solté una carcajada.
—Creo que me pondrán a empezar de cero.
Sonrió, como alegrándose de no tener él tampoco ni idea de la lengua.
—¿Te vas a duchar? —¿Por qué me preguntaba eso?—. Perdona. Lo siento. —Se había puesto rojo—. Me refiero a que si quieres ya tienes el baño libre.
Los párpados se me bajaron solos. Gato. Su piel dorada. Enjabonarle las piernas. Enjuagarle el pelo. Masturbarle en la ducha y no saber cómo. Dejarme limpiar por él. Su canción al oído, con el agua de fondo. Mi suspiro.
—No. Creo que ya no tengo ganas de ducharme.
Sergio salió de mi habitación y se metió en la suya, dando por inaugurado el arco imaginario que unía nuestros dos microuniversos parisinos. O a lo mejor solo era uno, unido por dos metros de pasillo, sí, un microuniverso enmoquetado para dos almas adolescentes perdidas en París.
Lo llamaré Donky, porque me da que es más pesado que el asno de Shrek. Y me da igual que no tenga orejotas, que no enseñe unas palas descomunales cuando habla, que no vista de gris, que se llame Carlos y quiera que le llame Charlie. Lo he llevado pegado al culo durante todo el santo día.
Ahora mismo Madame Poirier comparte el primero con un viudo que se instaló hace unos tres de años en la que fue mi antigua habitación; en el segundo hay un par de parejas italianas que han venido a pasar las fiestas; y en el tercero viven una Erasmus finlandesa que estudia medicina y Donky, el plasta, justo debajo de mi suite.
Los he encontrado a todos desayunando alrededor de la mesa.
—Bon jour.
—Bon jour, ma chérie —me ha respondido Mary Poppins, que taconeaba por la sala, yendo y viniendo cargada de pastelitos y de jarras de porcelana.
Él se ha levantado como si de repente su silla quemase.
—¿Azul? ¿Sos Azul? —Se ha acercado a estrecharme la mano—. Vaya, ya veo que sí. Qué lindos ojos. —Reconozco que los argentinos siempre me caen bien a la primera.
Pero no, en realidad mi madre me puso el nombre antes de ver el color de mis iris, que le confirmaba quién era mi padre, a quien por supuesto no conozco. Todo eso pienso cada vez que alguien me sale con la cancioncita de: «Qué ojos tan bonitos, de ahí tu nombre, ¿no?». Pues no.
He sonreído amablemente. Tenía delante a un joven delgado y de mediana estatura. Su pelo lacio, largo y escalonado le medio cubría la cara. Llevaba un arito de plata en el lóbulo e iba vestido de un negro elegante, aunque solo fuesen unos simples pantalones y un jersey con cuello de pico.
—Soy Charlie. Estudio en el Lycée Espagnol. Ya sabés: aprender francés y muchas cosas de la vida. —Me ha guiñado un ojo. Vale, eso me había hecho gracia—. Me ha dicho Madame Poirier que vos también pasaste por eso, que también te costó un poco al principio y que hablar con vos me iría bien, y también es que, ¿sabés?, siento que necesito hablar un poco de castellano porque en el instituto tampoco es que… Bueno, y que mi francés… —Gesticulaba sin parar con la mano libre, porque con la otra seguía agarrado a mí. No me soltaba.
—Te sientes solo.
—Pues…
—Y quieres que yo cargue contigo.
Soy una borde. No debería haber dicho eso. Donky ha dejado caer mi mano mientras nuestra institutriz me ponía la suya en el hombro y le decía:
—Excuse-la. Elle va plus mal que toi, maintenant.
¿Yo? ¿Peor que ese pirado?
Vale. Me he tragado mi necesidad de soledad y de aislamiento y he dibujado una sonrisa, pero pequeña, para que no se confiase; una sonrisa justita que yo no viese desde dentro, que no me acercase a él, que no me recordase cómo llegué yo a la pensión entonces, partida en dos, con los pies helados.
No quiero que nadie se coja a mí como a una farola, como a un semáforo, como a una señal de tráfico. En estos momentos no soy buena para sostener a nadie. Quizás nunca lo he sido. Lo he parecido a veces, pero al final todos los que se aferraron a eso se cayeron al suelo, sobre todo en días de lluvia, y cuando se levantaron se encontraron con la ropa mojada y sucia de barro, y se quedaron tirados en el arcén, mirando a izquierda y derecha, buscándome, y yo ya no estaba allí.
Este chico tiene cara de necesitar una barandilla adhesiva a la que agarrarse con ambas manos, para que pueda mirar abajo y no tirarse.
—Te vienes conmigo —he decretado.
—¿Qué?