Tí­tu­lo: Pa­rís es Azul

© Mu­riel Vi­lla­nue­va, 2019.

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Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: mar­zo 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

1. Me largo a París a lo Sabrina

Me lar­go a Pa­rís a lo Sa­bri­na, pero sin in­ten­to pre­vio de sui­ci­dio. Lo de mo­rir­me no me ape­te­ce nada, to­da­vía no. Se lo debo a mi Pa­rís, al que lle­vo den­tro, por­que hace vein­ti­trés años me de­mos­tró que en este mun­do una nun­ca está sola sal­vo si lo ne­ce­si­ta.

Me voy por­que Gato se ha ca­sa­do y va a ser pa­dre. Me lo dijo Blan­ca, que pa­re­ce que se em­pe­rre en ser siem­pre ella la que me va po­nien­do zan­ca­di­llas por la vida.

Me lar­go a Pa­rís a lo Sa­bri­na, pero como mu­jer adul­ta, y por se­gun­da vez.

Me voy a apren­der a rom­per hue­vos con una sola mano, un, dos, tres, crac, con pie­dad y ra­pi­dez, como con la gui­llo­ti­na. Por­que un hue­vo no es una pie­dra, por­que no está he­cho de ma­de­ra.

A lo Sa­bri­na. Para sa­lir del cas­ca­rón.

Em­pren­dí este mis­mo via­je con die­ci­sie­te años. Mi ma­dre me ani­mó a es­tu­diar fue­ra el úl­ti­mo cur­so de ins­ti­tu­to, an­tes de que em­pe­za­se la ca­rre­ra uni­ver­si­ta­ria que ella ya ha­bía de­ci­di­do por mí. «Apren­de­rás fran­cés pero, so­bre todo, apren­de­rás mu­chas co­sas de la vida», dijo. Te­nía ra­zón, y eso no pa­sa­ba de­ma­sia­das ve­ces.

Cuan­do me lo pro­pu­so en fe­bre­ro me pa­re­ció una idea in­creí­ble y em­pe­cé a chu­lear­me en­tre los co­le­gas, pero en sep­tiem­bre cogí el avión llo­ran­do. En­tre mar­zo y sep­tiem­bre, todo, ab­so­lu­ta­men­te todo, fue in­va­di­do por el olor, por la piel, la san­gre, los ojos, el alien­to, el su­dor, los de­dos… so­bre todo por las ye­mas de los de­dos de Gato.

Subí al avión llo­ran­do por­que dos ho­ras an­tes ha­bía te­ni­do el pri­mer or­gas­mo de mi vida. No el pri­me­ro de to­dos, cla­ro, si no el pri­me­ro pro­vo­ca­do por al­guien que no fue­se yo. Se­guía sien­do vir­gen en lo que a pe­ne­tra­ción se re­fe­ría, pero las ye­mas de los de­dos del me­jor gui­ta­rris­ta del ins­ti­tu­to me ha­bían he­cho tem­blar en me­nos de cin­co mi­nu­tos.

Se ha­bía que­da­do a dor­mir en casa, y no por el he­cho de que yo fue­se a des­apa­re­cer has­ta Na­vi­dad, sino por­que so­lía que­dar­se bas­tan­te, dos o tres no­ches por se­ma­na, y eso des­de que mi ma­dre ha­bía di­cho que no po­día que­dar­se a dia­rio.

Nos du­cha­mos jun­tos, en aquel pla­to de du­cha de un es­ca­so me­tro cua­dra­do, en­ja­bo­nan­do su piel ce­tri­na con mis ma­nos cla­ras, en­jua­gan­do mi cuer­po pá­li­do con sus ma­nos ocres. Sus ojos ver­des no se mo­vían de los míos, de un azul os­cu­ro in­quie­to, que in­ten­ta­ban me­mo­ri­zar cada de­ta­lle de su ex­tre­ma del­ga­dez. Se secó en un san­tia­mén y me re­pa­só con su toa­lla, sin mie­dos, fre­nan­do en los rin­co­nes. Des­pués se en­tre­tu­vo un buen rato en des­en­re­dar mi ca­be­lle­ra ne­gra y on­du­la­da, en­ton­ces to­da­vía más lar­ga y re­bel­de que aho­ra.

No sé por qué nos ves­ti­mos, si los dos es­tá­ba­mos pen­san­do en lo mis­mo, en lo que nun­ca ha­bía­mos he­cho, en lo que ya nun­ca ja­más ha­ría­mos.

Se puso los pan­ta­lo­nes de chán­dal gri­ses y la ca­mi­se­ta roja del día an­te­rior. Yo me metí en unos va­que­ros cor­tos des­co­lo­ri­dos, mal cor­ta­dos a me­dio mus­lo por mí, y en una ca­mi­se­ta blan­ca de ti­ran­tes, sin su­je­ta­dor; nun­ca he te­ni­do mu­cho pe­cho y en­ton­ces to­da­vía no su­fría por si se me es­tria­ba.

De vuel­ta al dor­mi­to­rio él arre­gló un poco las sá­ba­nas, es­ti­rán­do­las, aca­ri­cian­do con sus pal­mas se­cas el aro­ma de lo poco que que­da­ba de no­so­tros. Des­pués se sen­tó en el bor­de de la cama mien­tras yo aca­ba­ba de re­sol­ver mis úl­ti­mas du­das so­bre qué me­ter en la ma­le­ta.

—¿Lle­vas la can­ción?

—Por su­pues­to que lle­vo la can­ción, ton­to. Y la car­pe­ta tam­bién.

—Ya, pero ¿lle­vas…?

—Cla­ro que sí.

Se re­fe­ría a un tro­zo de pa­pel, por­que en aque­lla épo­ca las can­cio­nes no se gra­ba­ban en es­tu­dios ca­se­ros ni se re­ga­la­ban en lá­pi­ces de me­mo­ria; en aquel en­ton­ces las can­cio­nes se com­po­nían a lá­piz, se can­ta­ban una sola vez, gui­ta­rra en mano, y se en­tre­ga­ban en el fo­lio ma­nus­cri­to ori­gi­nal do­bla­do en cua­tro.

Cla­ro que sí que la lle­va­ba, y solo me la ha­bía can­ta­do una vez pero yo ya me la sa­bía de me­mo­ria. To­da­vía la re­cuer­do, e in­clu­so po­dría can­tar­la aho­ra mis­mo; po­dría le­van­tar­me y re­co­rrer el pa­si­llo, en­trar en la ca­bi­na de man­do, ro­bar­le el mi­cro al co­pi­lo­to y po­ner­me a be­rrear, me­dia vida más tar­de. Aque­lla can­ción me iría aho­ra que ni pin­ta­da, la ver­dad.

—Ven —me dijo.

Una no po­día de­cir que no ni ha­cer es­pe­rar a ese par de ojos, a ese par de ma­nos, a ese cuer­po es­cuá­li­do que se ex­pre­sa­ba so­bre la vida y so­bre la muer­te con la par­si­mo­nia de quien se ha re­en­car­na­do doce ve­ces pero con la inocen­cia de quien aca­ba de re­na­cer.

Me sen­té a hor­ca­ja­das so­bre él. Nos be­sa­mos.

Sa­bía­mos que la voz de mi ma­dre no tar­da­ría en avi­sar que ha­bía que ir ba­jan­do al co­che para lle­var­me al ae­ro­puer­to. Creo que fue la in­ten­si­dad de la pri­sa y aquel ex­tra­ño gus­to azul sal­pi­ca­do de un ama­ri­llo de óxi­do in­ci­pien­te. Creo que me ama­ba. Los dos pen­sa­mos solo en mí. En que yo me lle­va­se en­tre las pier­nas algo im­bo­rra­ble; algo que de­ja­se mi alma en Re­co­le­tos mien­tras mi cuer­po des­pe­ga­ba en Ba­ra­jas, ca­mino de mi año en Pa­rís. O qui­zás él tam­bién pen­só un poco en sí mis­mo, sí, en re­te­ner­me, en no de­jar­me es­ca­par del todo, cla­ro, por­que la so­le­dad lo ace­cha­ba, lo ha­bía ace­cha­do siem­pre, aun­que du­ran­te aque­llos pri­me­ros con­cier­tos que daba no se lo pa­re­cie­se a na­die, a na­die más que a mí.

Me he que­da­do me­dio dor­mi­da re­me­mo­ran­do por enési­ma vez el vai­vén de sus de­dos en­tre mis bra­gas y mis va­que­ros des­co­lo­ri­dos, re­creán­do­me en el sen­ci­llo or­gas­mo que me ata­ría de por vida a aquel pri­mer amor. Es­pe­ro no ha­ber­me mo­vi­do en sue­ños.

Me des­pier­ta la co­man­dan­te anun­cian­do por me­ga­fo­nía que en vein­te mi­nu­tos ate­rri­za­re­mos en Pa­rís, don­de la tem­pe­ra­tu­ra es de cero gra­dos cen­tí­gra­dos. To­da­vía sien­to en­tre las ma­nos el pelo de Gato, ne­gro y cor­tí­si­mo, y el ca­lor de su crá­neo.

Me lar­go a Pa­rís a lo Sa­bri­na por­que Gato se ha ca­sa­do y va a ser pa­dre. Con otra. Con esa tan maja de la que me ha­bla mi ma­dre cada vez que am­bos se pa­san por la tien­da, bus­can­do co­si­tas para de­co­rar su ni­di­to de amor.

Yo ya lo sa­bía, que vi­vía con unas y con otras. Y que fo­lla­ba con al­gu­nas de sus fans, a es­con­di­das, para que nos en­te­rá­se­mos to­dos. In­clu­so a ve­ces he pen­sa­do que fue cul­pa mía, que él se con­vir­tie­se en un can­tau­tor rom­pe­co­ra­zo­nes, por­que su co­ra­zón no lo rom­pió otra más que yo. Yo ya lo sa­bía, que an­da­ba in­ten­tan­do enamo­rar­se de quien fue­se, como yo, dan­do ban­da­zos des­de aque­lla ma­ña­na en que, en mi cama ado­les­cen­te, me robó un gri­to mo­ja­do, para co­mér­se­lo y para sol­tar­lo des­pués en sus can­cio­nes. Lo que no sa­bía has­ta hace dos se­ma­nas, has­ta que me lo dijo Blan­ca, es que por fin lo ha­bía con­se­gui­do. Gato ha con­se­gui­do vol­ver a enamo­rar­se de ver­dad, mien­tras yo sigo col­ga­da de nues­tros des­cu­bri­mien­tos: nues­tro pri­mer beso, su pri­me­ra can­ción, mi bre­ví­si­mo pri­mer or­gas­mo, aquel pri­mer adiós y mi pri­me­ra trai­ción.

Sigo col­ga­da, como una niña.

He ido a sus con­cier­tos du­ran­te años, solo de vez en cuan­do, por­que una no pue­de es­tar dán­do­se en la es­pal­da de­ma­sia­dos la­ti­ga­zos se­gui­dos. A ve­ces, me es­con­día en­tre los hom­bros de Blan­ca y de Luis. A ve­ces, me ha­cía acom­pa­ñar por mi no­vio de turno. A ve­ces, me po­nía en pri­me­ra fila al lado de una ami­ga nue­va y él me in­tuía y ba­ja­ba la ca­be­za y me son­ría des­de el es­ce­na­rio, como si yo no fue­se la es­pi­na en­ve­ne­na­da que, cla­va­da en su ín­di­ce, le im­pe­día pun­tear bien la ter­ce­ra cuer­da.

Me lar­go a Pa­rís para ver si de una vez por to­das soy ca­paz de re­to­mar mi vida don­de la dejé, don­de la aban­do­né, don­de la es­con­dí tan bien que ni yo vol­ví a en­con­trar­la.

2. Con un poco de azúcar

¿Será po­si­ble que el Char­les de Gau­lle me re­ci­ba con Cero, de Dani Mar­tín, a todo tra­po por el hilo mu­si­cal? ¿Aca­so no pue­den po­ner­me algo más pa­ri­sino, algo tipo Pa­ris nous nou­rrit, Pa­ris nous af­fa­me,de La Ru­meur, para dar­me una bien­ve­ni­da me­nos pa­té­ti­ca y más en­fa­da­da? O yo qué sé… ¿No tie­nen nada na­vi­de­ño para un die­ci­sie­te de di­ciem­bre? No nie­go que Cero sea una de mis can­cio­nes fa­vo­ri­tas, pero aho­ra no, por fa­vor, aho­ra no.

Arras­tro mi ma­le­ta nue­va has­ta los la­va­bos, me sien­to en la tapa del vá­ter y me lle­vo las ma­nos a la cara. Esta le­tra me hace llo­rar cada vez que la oigo, como si cada pa­la­bra me lle­va­se de nue­vo a en­ton­ces, a Gato, ¡qué ra­bia!, ¿por qué no sa­les ya de mi ca­be­za? ¿«Aho­ra toca en­ten­der qué ha­cer con tan­to daño»? Pues vale, Dani, que sí, que tie­nes ra­zón, y lo in­ten­to, y por eso es­toy aquí, pero cá­lla­te, por fa­vor.

Me re­co­jo el pelo en un moño mal he­cho y un par de me­cho­nes me caen so­bre la cara. Me sueno los mo­cos con un pa­ñue­lo de pa­pel su­cio que lle­vo en el bol­si­llo de los pan­ta­lo­nes de pana. Debo de es­tar ho­rri­ble.

Al­guien gol­pea la puer­ta con los nu­di­llos. Debe de oír­se­me so­llo­zar des­de la ca­lle.

Ça va?

Me re­com­pon­go un poco para po­der men­tir.

Oui, oui, ça va bien.

Avez-vous be­soin de quel­que cho­se?

Ten­go ga­nas de le­van­tar­me, de abrir la puer­ta, de que me den un mi­cro y de po­ner­me a chi­llar con Dani Mar­tín que «Quie­rooo que todo vuel­va a em­pe­zaaar, que todo vuel­va a gi­raaar, que todo ven­ga de ce­rooo, ¡de ce­rooo!», pero solo digo:

No, no, mer­ci, ça va.

«Aho­ra toca apren­der cómo de­jar de que­rer», ¿vale?, así que dé­je­me en paz, lár­gue­se, quie­ro es­tar sola. Pien­so todo eso mien­tras oigo ale­jar­se unos za­pa­tos de ta­cón.

Se hace el si­len­cio.

Des­pués de Cero, em­pie­za a so­nar un vi­llan­ci­co en in­glés, «Si­lent night, holy night. All is calm, all is bright». Sí, esto está mu­cho me­jor, por­que acom­pa­ña esta agri­dul­ce sen­sa­ción de es­tar vol­vien­do a casa des­pués de tan­tos años.

Dejo caer la mi­ra­da so­bre esa ma­le­ta roja y bri­llan­te que me com­pré ayer en los gran­des al­ma­ce­nes, para dis­fra­zar mi luto de la ilu­sión de unas va­ca­cio­nes sola, de una es­ca­pa­da de re­na­ci­mien­to. Pero no, no he ve­ni­do a pa­sar las fies­tas. Es­toy aquí para ver si la he­ri­da ci­ca­tri­za en mi Pa­rís y mi san­gre pue­de cir­cu­lar al fin tran­qui­la por un cir­cui­to ce­rra­do. No quie­ro re­leer mi an­ti­guo ejem­plar de La mu­jer ha­bi­ta­da y no quie­ro re­vi­sar esos grue­sos in­for­mes del la­bo­ra­to­rio que lo­gré me­ter a gol­pes en el bol­si­llo ex­te­rior. Ni si­quie­ra quie­ro po­ner­me la ropa que he lle­va­do du­ran­te los úl­ti­mos años, esa ropa ano­di­na que solo sir­ve para no pa­sar frío bajo la bata blan­ca que me acom­pa­ña la ma­yor par­te de las ho­ras del día.

Me le­van­to, tiro el pa­ñue­lo a la pa­pe­le­ra, me re­com­pon­go un poco, me cuel­go a la es­pal­da la mo­chi­la con las cua­tro co­sas im­por­tan­tes y sal­go del cu­bícu­lo, don­de dejo aban­do­na­da mi ma­le­ta, co­lor rojo pa­sión.

Co­noz­co la ruta de me­mo­ria y no ha cam­bia­do. Con el RER y el me­tro, en me­nos de una hora, me plan­to en mi an­ti­guo ba­rrio.

He vuel­to po­cas ve­ces a la ciu­dad, pero siem­pre, ab­so­lu­ta­men­te siem­pre que cojo el me­tro en Pa­rís, me acuer­do de Ser­gio dor­mi­do, casi ron­can­do, y me re­cuer­do muy jo­ven en el an­dén de Les Sa­blons, de ma­dru­ga­da, ante la puer­ta del tren a pun­to de ce­rrar­se, gri­tán­do­le para des­per­tar­lo, para que no se fue­se solo has­ta La Dé­fen­se, para no vol­ver yo sola al piso en el que en­ton­ces vi­vía­mos jun­tos. Nos re­cuer­do un mi­nu­to des­pués rien­do sen­ta­dos en el ban­co de la es­ta­ción, yo casi aho­gán­do­me, él to­da­vía me­dio gro­gui.

Hoy bajo en Anato­le Fran­ce. Aquí nun­ca han en­cen­di­do guir­nal­das na­vi­de­ñas de lado a lado de la ca­lle, siem­pre vis­tie­ron los ár­bo­les de esas mi­cro bom­bi­llas blan­cas que en Ma­drid des­cu­bri­mos hace re­la­ti­va­men­te poco. To­da­vía es pron­to y es­tán lim­pian­do el as­fal­to y las ace­ras bajo una llo­viz­na bri­llan­te. Me sien­to re­ju­ve­ne­cer, atra­ve­san­do el ba­rrio sola con mi mo­chi­la. Creo que, con un walk­man y con cin­co ki­los me­nos, aho­ra mis­mo po­dría vol­ver a ser la Azul de die­ci­sie­te años que se di­ri­gía al Ly­cée algo an­tes de las nue­ve.

No he avi­sa­do a Mary Pop­pins. Quie­ro dar­le una sor­pre­sa y quie­ro com­pro­bar si me re­co­no­ce. No he ve­ni­do a vi­si­tar­la en sie­te u ocho años.

Giro la es­qui­na de Vol­tai­re con Pré­si­dent Wil­son, cam­bio de ace­ra y, al cabo de una man­za­na, ya la veo ba­rrien­do el por­tal con la es­pal­da bien rec­ta y su fal­da lar­ga has­ta los to­bi­llos. Aún hoy se me hace raro creer que no lim­pie ha­cien­do chas­quear los de­dos. Ya debe de ron­dar los se­ten­ta. Me mira, cla­ro que me mira, por­que ella lo mira todo, pero mi abri­go ver­de, mi bu­fan­da has­ta los ojos y mi go­rro has­ta las ce­jas no la de­jan ver­me bien. Si­gue ba­rrien­do mien­tras me acer­co.

Bon jour, Ma­da­me Poi­rier.

Se gira con cara de ha­ber re­co­no­ci­do algo. ¿Mi acen­to? ¿Mi voz? Me mira frun­cien­do el en­tre­ce­jo y, al cabo de un se­gun­do, me baja la bu­fan­da con las pun­tas he­la­das de los de­dos.

Pour toi, tou­jours Ma­da­me Pop­pins. —Se ríe—. Bue­nos días, mi niña —dice con acen­to fran­cés mien­tras apo­ya la es­co­ba en la fa­cha­da y me abra­za.

El edi­fi­cio es es­tre­cho, muy es­tre­cho, to­da­vía más es­tre­cho que cuan­do yo me mudé. Se tra­ta de una casa de tres plan­tas con ín­fu­las pa­ri­si­nas. Pese a su pe­que­ñez, re­pro­du­ce los aca­ba­dos de los gran­des edi­fi­cios de la se­gun­da mi­tad del XIX, con esas fa­cha­das su­cias y con esos tí­pi­cos te­ja­dos poco in­cli­na­dos de un gris azu­la­do que so­lían en­ce­rrar las ha­bi­ta­cio­nes para el ser­vi­cio y de los que so­bre­sa­len man­sar­das blan­cas. La pen­sión de Ma­da­me Poi­rier co­rres­pon­de a una cas­ca­da de he­ren­cias y a una adap­ta­ción pro­gre­si­va del es­pa­cio. Tie­ne dos ven­ta­nas en cada al­tu­ra y una sola en el cen­tro del te­ja­do. La plan­ta baja aco­ge la co­ci­na y un co­me­dor para to­dos, ade­más de un pa­tio tra­se­ro. Arri­ba, hay dos ha­bi­ta­cio­nes por plan­ta; ella pre­fie­re los hués­pe­des fi­jos, como fui yo du­ran­te par­te de mi cur­so en el Ly­cée. Ya hace dé­ca­das que re­for­mó la buhar­di­lla y con­vir­tió toda la plan­ta en una sola sui­te con baño pro­pio; una gran ha­bi­ta­ción con ca­pa­ra­zón co­lor ma­ren­go, con esa ven­ta­na por la que as­pi­ro a sa­car mi ca­be­za de tor­tu­ga en los días de sol. Cuan­do me suel­ta y con­si­go res­pi­rar, cru­zo los de­dos y pre­gun­to:

—Il y a quel­qu’un dans la sui­te du gre­nier?

—T’au­rais dû m’ap­pe­ler. Tu viens com­me ça? Pas de va­li­se?

—C’est une lon­gue his­to­ire.

Me in­vi­ta a pa­sar. Sin pre­gun­tar, me qui­ta la mo­chi­la y el abri­go. Ella tam­bién se qui­ta el suyo, lar­go y ne­gro, y lo cuel­ga todo en el per­che­ro de pie de la en­tra­da, de ma­de­ra os­cu­ra. Ahí si­gue tam­bién el pa­ra­güe­ro don­de Mary guar­da los pa­ra­guas con los que sale a vo­lar para con­tro­lar des­de el cie­lo que to­dos es­ta­mos bien.

Pa­sa­mos al sa­lón, siem­pre tan cal­dea­do, con el olor a café im­preg­na­do en el pa­pel rosa de las pa­re­des. Todo está igual que en­ton­ces: la mesa con su ta­pe­te blan­co, las ocho si­llas de cao­ba, el piano des­ve­la­do, la al­fom­bra roja so­bre el par­qué cas­ti­ga­do, las tres re­pro­duc­cio­nes des­co­lo­ri­das de bai­la­ri­nas de De­gas en­mar­ca­das en do­ra­do…

Se sien­ta a mi lado y me plan­ta de­lan­te uno de aque­llos ca­fés azu­ca­ra­dí­si­mos, por­que lo sabe, por­que me co­no­ce y en­tien­de que ven­go en­fer­ma y que ne­ce­si­to esa píl­do­ra suya tan má­gi­ca, la que pasa me­jor «con un poco de azú­car», como can­ta­ba Ju­lie An­drews en la peli.

Me toco la tor­tu­gui­ta de pla­ta que lle­vo en el se­gun­do agu­je­ro de mi ló­bu­lo de­re­cho jus­to an­tes de que me asal­te el re­cuer­do.

Ser­gio siem­pre me re­ñía cuan­do me veía po­ner­me tan­to azú­car.

—Te vas a po­ner en­fer­ma, Azul, te lo digo en se­rio. No es solo que en­gor­de, fla­cu­cha, es que afec­ta a la piel, ¿lo sa­bías?

—Ni idea. Creía que solo te ha­cía pol­vo los dien­tes.

—Mira, si em­pie­zo a ha­cer­te la lis­ta de los mo­ti­vos por los que na­die de­be­ría to­mar azú­car…

—Pues no em­pie­ces. Dé­ja­me dis­fru­tar de mi pos­tre, tío.

Pero cuan­do nos co­no­ci­mos no nos ha­blá­ba­mos así. To­da­vía no. La pri­me­ra vez de­bió de de­cir­me algo tipo:

—Oye… Per­do­na que me meta pero… ¿Sa­bes que el azú­car no es de­ma­sia­do bueno para la sa­lud? Es que veo que te has me­ti­do como cua­tro cu­cha­ra­das en el yo­gur y, la ver­dad…

Al prin­ci­pio de nues­tro cur­so en Pa­rís, Ser­gio era así, un za­ra­go­zano edu­ca­do y cul­ti­va­do que ni si­quie­ra ha­bía cum­pli­do los die­ci­sie­te. Du­ran­te el pri­mer tri­mes­tre, to­da­vía se es­me­ra­ba en ha­cer­se la raya y se pei­na­ba ha­cia un lado su cor­to pelo cas­ta­ño cla­ro. Como a to­dos no­so­tros, aquel año lo cam­bia­ría, y mu­cho.

Me dejé caer en el sofá, que olía al ta­ba­co de la se­ño­ra, y puse las bo­tas so­bre la me­si­ta de cen­tro.

—Ser­gio, ¿a ti te ha­bían di­cho que se­ría­mos dos en esta casa?

Él, que me ha­bía se­gui­do des­de la co­ci­na, to­da­vía de pie, negó con la ca­be­za, mien­tras yo me me­tía en la boca una cu­cha­ra­da a re­bo­sar de ex­qui­si­to yo­gur.

El Ly­cée Es­pag­nol de Pa­rís era algo así como una em­ba­ja­da, te­rri­to­rio es­pa­ñol en un ba­rrio pa­ri­sino. Allí asis­tía tan­to la hija del cón­sul como el hijo del por­te­ro de es­ca­le­ra ex­tre­me­ño, tan­to el hijo de la di­rec­ti­va de Re­nault des­pla­za­da por un año a la cen­tral como la hija del fut­bo­lis­ta ga­lle­go fi­cha­do en Fran­cia. In­clu­so al­gún la­ti­noa­me­ri­cano. Y des­pués es­tá­ba­mos los pi­jos en­via­dos por los pa­pis a apren­der fran­cés, pero so­bre todo, a apren­der mu­chas co­sas de la vida.

La ad­mi­nis­tra­ción del ins­ti­tu­to ha­bía bus­ca­do una fa­mi­lia para aco­ger­me y ha­bía pro­me­ti­do que yo se­ría la úni­ca hués­ped, para ga­ran­ti­zar mi apren­di­za­je de la len­gua. Pero no, a los dos nos ha­bían ven­di­do el mis­mo cuen­to. Ma­da­me Ava­ri­ce —así la lla­má­ba­mos— vi­vía sola, nos lle­na­ba el con­ge­la­dor de co­mi­da pre­co­ci­na­da y nun­ca, nun­ca, nun­ca ha­bla­ba con nin­guno de sus dos es­tu­dian­tes es­pa­ño­les. De he­cho, in­clu­so des­pués de co­men­zar las cla­ses y du­ran­te un par de se­ma­nas, pese a es­tar en cla­ses se­pa­ra­das, por­que él era de le­tras y yo su­pues­ta­men­te de cien­cias, Ser­gio fue mi úni­co in­ter­lo­cu­tor.

Bueno, vale, Ser­gio y la ca­bi­na de la es­qui­na, des­de la que cada tar­de, sin ex­cep­ción, yo lla­ma­ba a Gato.

3. Creo que me pondrán a empezar de cero

Me des­pier­ta el olor a re­pos­te­ría fran­ce­sa de Ma­da­me Poi­rier, con mu­cha man­te­qui­lla, dul­zo­na. ¿Pue­de el aro­ma de sus crua­sa­nes má­gi­cos tre­par tres pi­sos por esa es­ca­le­ra im­po­si­ble? No, se­gu­ro que no ha subido solo.

Me des­pe­re­zo. Voy en bra­gas y con la ca­mi­se­ta in­te­rior que lle­va­ba ayer bajo la ropa. Que­dó muy bo­ni­to como de­cla­ra­ción de in­ten­cio­nes, eso de aban­do­nar la ma­le­ta en el cu­bícu­lo de un vá­ter de ae­ro­puer­to, pero ten­dré que sa­lir de com­pras hoy mis­mo. Pien­so pu­lir­me la paga ex­tra de Na­vi­dad en La­fa­yet­te. Me lo me­rez­co. Me lo me­rez­co mu­cho.

Ayer no salí de la pen­sión. Llo­vió todo el día. Me lo pasé per­si­guien­do a mi ins­ti­tu­triz, que se mo­vía como una ex­ha­la­ción ha­cien­do ca­mas, co­ci­nan­do, pa­san­do un tra­pi­to por aquí y por allá. Le re­su­mí los úl­ti­mos años: mi abor­to es­pon­tá­neo, el se­gun­do di­vor­cio, mi as­cen­so, la nue­va hi­po­te­ca en Ma­la­sa­ña… y de paso fui qui­tán­do­le el pol­vo a mi fran­cés. Ella solo emi­tía bre­ves vi­bra­cio­nes de las cuer­das vo­ca­les mien­tras asen­tía sin apar­tar­se de sus ta­reas, pero en al­gún mo­men­to se de­tu­vo a apre­tar mi mano fu­gaz­men­te. No ha­cía fal­ta de­cir nada. Ella sabe que yo, a ve­ces, solo ne­ce­si­to lar­gar­lo todo y des­pués dor­mir tre­ce ho­ras se­gui­das. A co­mer sí que nos sen­ta­mos, a eso de las doce y me­dia, con al­gún otro hués­ped, pero me subí a dor­mir a las sie­te, an­tes de la cena.

Apar­to el edre­dón de flo­re­ci­tas, me in­cor­po­ro y pon­go los pies en la mo­que­ta co­lor mos­ta­za. Arru­go los de­dos va­rias ve­ces para sen­tir la sua­ve ru­go­si­dad del sue­lo. De­be­ría po­ner mo­que­ta en mi piso de Ma­drid, pero siem­pre me pa­re­ció una gua­rra­da.

Jun­to a la cama hay una me­si­lla de no­che y, a lado y lado de la ven­ta­na, cu­bier­ta de una cor­ti­na blan­ca opa­ca, una me­si­ta re­don­da con un par de si­llas con bra­zos y un to­ca­dor con es­pe­jo ova­la­do, todo la­ca­do en blan­co. En una es­qui­na, un biom­bo de un rosa algo más subido que el de las pa­re­des da in­ti­mi­dad a un rin­cón ali­ca­ta­do con azu­le­jos ver­de man­za­na y con sue­lo de li­nó­leo del mis­mo tono exac­to; hay allí un vá­ter, una pe­que­ña pila, una ba­ñe­ra de las de pa­tas do­ra­das y un es­pe­jo de pie. Me le­van­to y me acer­co a abrir el gri­fo del agua ca­lien­te.

El olor a desa­yuno me si­gue lla­man­do y abro la puer­ta. En el sue­lo, una ban­de­ji­ta de pla­ta me ofre­ce un café ou lait y un par de crua­sa­nes. Mer­ci, Mary Pop­pins, maga don­de las haya. Me lo lle­vo a la mesa y lo de­vo­ro sin con­tem­pla­cio­nes.

La ba­ñe­ra humea. To­da­vía con el úl­ti­mo bo­ca­do en la boca, me acer­co, cie­rro el gri­fo y em­pie­zo a des­nu­dar­me.

El es­pe­jo me lla­ma.

No.

No pien­ses en Gato aho­ra. No pien­ses en Gato mien­tras te qui­tas esa poca ropa y mi­ras tu re­fle­jo y te ves en­te­ra, pero in­com­ple­ta, me­nos ter­sa que en­ton­ces. No te sos­pe­ses los se­nos con las ma­nos, no te pe­lliz­ques la tri­pa, no te re­pa­ses las ca­de­ras con las pal­mas, no re­co­rras el in­te­rior de tus mus­los con las ye­mas de los de­dos. Es­tás sola. Has fra­ca­sa­do. No sue­ñes con nin­guno de ellos. Los has echa­do a to­dos a pa­ta­das. No sir­ves para el amor ver­da­de­ro. Gí­ra­te. Date la es­pal­da. Aho­ra.

No. Lo que ten­go que ha­cer es dar­le la vuel­ta al es­pe­jo y po­ner­lo con­tra la pa­red, así. ¿Quién quie­re mi­rar­se, eh?

No llo­res.

No ten­go jo­yas que qui­tar­me. Solo mi tor­tu­ga, y esa ya for­ma par­te de mí.

Me meto en la ba­ñe­ra. Me su­mer­jo y me tra­go las lá­gri­mas.

Mi pri­mer des­per­tar en Pa­rís. Die­ci­sie­te años y todo el cur­so por de­lan­te. Fal­ta­ban dos días para em­pe­zar las cla­ses. No que­ría du­char­me. Que­ría de­jar pe­ga­do a mi piel el su­dor que Gato me ha­bía arran­ca­do. Es­pe­ra­ba con­ser­var, ad­he­ri­das a mí, to­das las cé­lu­las po­si­bles de su epi­der­mis. No pen­sa­ba qui­tar­me la ca­mi­se­ta. Ni si­quie­ra que­ría cam­biar­me las bra­gas.

Sus­pi­ré en­tre las sá­ba­nas ama­ri­llen­tas. No po­día de­jar­me ven­cer por el re­cuer­do, tan re­cien­te, ni por lo le­jano, tan y tan cer­ca. De­bía em­pe­zar mi pa­rén­te­sis con una son­ri­sa o me hun­di­ría en la mi­se­ria.

Todo olía a ta­ba­co ran­cio.

No te­nía ham­bre.

Me in­cor­po­ré y puse los pies en la mo­que­ta ver­de. Arru­gué los de­dos va­rias ve­ces para sen­tir la ás­pe­ra ru­go­si­dad del sue­lo. Qué asco, es­tos fran­ce­ses, me­nu­da idea, fo­rrar el sue­lo con un pa­raí­so para áca­ros.

Abrí el ven­ta­nu­co, que daba a un pa­tio in­te­rior feo, a ver si en­tra­ba algo que no fue­sen olo­res de desa­yu­nos de otros.

Re­cu­pe­ré de la si­lla ple­ga­ble los va­que­ros mal cor­ta­dos y me los puse. No me abro­ché los bo­to­nes de la bra­gue­ta; es­ta­ba acos­tum­bra­da a ir por casa me­dio des­nu­da. La se­ño­ra me ha­bía de­ja­do una toa­lla blan­ca raí­da y mi­nús­cu­la; con eso yo no te­nía ni para el fle­qui­llo. Me la col­gué al hom­bro y salí de mi zulo. La puer­ta del baño di­bu­ja­ba un án­gu­lo rec­to con la mía. La abrí sin lla­mar, por­que la ha­bía oído mar­char­se muy tem­prano.

Casi me lo como.

Allí es­ta­ba, esa su­per­es­pal­da per­fec­ta e in­men­sa. En dos se­gun­dos de­ci­dí que no era mi tipo, así tan ru­bi­to y de be­lle­za tan es­tán­dar. Pen­sé en Gato, fla­co pero mu­cho más alto que quien te­nía de­lan­te, que era de mi es­ta­tu­ra. Al gi­rar­se, se le cayó la toa­lla que lle­va­ba al­re­de­dor de la cin­tu­ra a los pies y se que­dó des­nu­do. No miré, lo pro­me­to. In­clu­so dije:

Ex­cu­se-moi. —Des­pués ce­rré la puer­ta.

Se me que­da­ron gra­ba­dos en la re­ti­na aquel par de ojos sen­ci­llos, sin­ce­ros, tan nor­ma­les, de un ma­rrón trans­lú­ci­do.

¿Quién na­ri­ces era? ¿Un hijo de quien no me ha­bía ha­bla­do? ¿Un li­gue de­ma­sia­do jo­ven?

Vol­ví a mi ha­bi­ta­ción y me dejé caer en la cama. Le oí abrir el agua de la du­cha. Me reí sola. Ni si­quie­ra sen­tía ver­güen­za. Algo en él no ha­bía per­mi­ti­do que me cre­ye­se cul­pa­ble de nada. Me que­dé allí mi­ran­do el te­cho sin atre­ver­me a sa­lir. Mi fran­cés era un desas­tre to­da­vía y, ¡yo qué sé!, ¿qué iba a de­cir­le?

Lla­mó a mi puer­ta en­tre­abier­ta al cabo de unos mi­nu­tos. Le pre­ce­día un aro­ma a des­odo­ran­te mas­cu­lino que to­da­vía hoy, cuan­do me lle­ga de al­gún lado, me trans­por­ta has­ta él, aun­que se­gu­ro que ya ni lo usa. Sol­té, flo­ji­to:

Oui?

—¿Pue­do pa­sar?

Me me­dio in­cor­po­ré y me giré sin le­van­tar­me.

—¿Eres…? ¿Quién eres? ¿Ha­blas cas­te­llano?

—¿Pue­do pa­sar?

—Cla­ro, sí, pasa, pasa.

Em­pu­jó un poco la puer­ta y en­tró solo un par de pa­sos. Ya se ha­bía ves­ti­do.

—Sien­to si te he asus­ta­do —dijo.

—No, hom­bre, per­do­na tú. No pen­sé en lla­mar. Creí que es­ta­ba sola y… ¿Vi­ves aquí?

—Lle­gué del ae­ro­puer­to de ma­dru­ga­da. Mi vue­lo se re­tra­só.

—¿De dón­de eres?

—De Za­ra­go­za. Me lla­mo Ser­gio. He ve­ni­do a es­tu­diar el COU en el Li­ceo.

—¿En se­rio? Yo tam­bién. Azul. —Ex­ten­dí mi mano y se acer­có a es­tre­chár­me­la—. Sién­ta­te. —Di unas pal­ma­di­tas so­bre la cama des­he­cha.

—No, tran­qui­la, es­toy bien.

Me en­tra­ron ga­nas de sa­cu­dir­le los hom­bros enor­mes y ten­sos, de des­pei­nar­lo, de ha­cer­le cos­qui­llas. Es­ta­ba allí plan­ta­do, duro, res­pi­ran­do su­per­fi­cial­men­te, al lado de una des­co­no­ci­da que iba en ti­ran­tes y sin su­je­ta­dor, con la bra­gue­ta des­abo­to­na­da, con la me­le­na he­cha un cis­co.

—Creo que es­toy en el A —dije—. ¿Tú?

—No. Soy de le­tras pu­ras. En el D. Coin­ci­di­re­mos qui­zás en cla­se de fran­cés. ¿Tie­nes mu­cho ni­vel?

Sol­té una car­ca­ja­da.

—Creo que me pon­drán a em­pe­zar de cero.

Son­rió, como ale­grán­do­se de no te­ner él tam­po­co ni idea de la len­gua.

—¿Te vas a du­char? —¿Por qué me pre­gun­ta­ba eso?—. Per­do­na. Lo sien­to. —Se ha­bía pues­to rojo—. Me re­fie­ro a que si quie­res ya tie­nes el baño li­bre.

Los pár­pa­dos se me ba­ja­ron so­los. Gato. Su piel do­ra­da. En­ja­bo­nar­le las pier­nas. En­jua­gar­le el pelo. Mas­tur­bar­le en la du­cha y no sa­ber cómo. De­jar­me lim­piar por él. Su can­ción al oído, con el agua de fon­do. Mi sus­pi­ro.

—No. Creo que ya no ten­go ga­nas de du­char­me.

Ser­gio sa­lió de mi ha­bi­ta­ción y se me­tió en la suya, dan­do por inau­gu­ra­do el arco ima­gi­na­rio que unía nues­tros dos mi­cro­uni­ver­sos pa­ri­si­nos. O a lo me­jor solo era uno, uni­do por dos me­tros de pa­si­llo, sí, un mi­cro­uni­ver­so en­mo­que­ta­do para dos al­mas ado­les­cen­tes per­di­das en Pa­rís.

4. En la puerta de Lafayette Haussmann

Lo lla­ma­ré Donky, por­que me da que es más pe­sa­do que el asno de Sh­rek. Y me da igual que no ten­ga ore­jo­tas, que no en­se­ñe unas pa­las des­co­mu­na­les cuan­do ha­bla, que no vis­ta de gris, que se lla­me Car­los y quie­ra que le lla­me Char­lie. Lo he lle­va­do pe­ga­do al culo du­ran­te todo el san­to día.

Aho­ra mis­mo Ma­da­me Poi­rier com­par­te el pri­me­ro con un viu­do que se ins­ta­ló hace unos tres de años en la que fue mi an­ti­gua ha­bi­ta­ción; en el se­gun­do hay un par de pa­re­jas ita­lia­nas que han ve­ni­do a pa­sar las fies­tas; y en el ter­ce­ro vi­ven una Eras­mus fin­lan­de­sa que es­tu­dia me­di­ci­na y Donky, el plas­ta, jus­to de­ba­jo de mi sui­te.

Los he en­con­tra­do a to­dos desa­yu­nan­do al­re­de­dor de la mesa.

Bon jour.

Bon jour, ma ché­rie —me ha res­pon­di­do Mary Pop­pins, que ta­co­nea­ba por la sala, yen­do y vi­nien­do car­ga­da de pas­te­li­tos y de ja­rras de por­ce­la­na.

Él se ha le­van­ta­do como si de re­pen­te su si­lla que­ma­se.

—¿Azul? ¿Sos Azul? —Se ha acer­ca­do a es­tre­char­me la mano—. Vaya, ya veo que sí. Qué lin­dos ojos. —Re­co­noz­co que los ar­gen­ti­nos siem­pre me caen bien a la pri­me­ra.

Pero no, en reali­dad mi ma­dre me puso el nom­bre an­tes de ver el co­lor de mis iris, que le con­fir­ma­ba quién era mi pa­dre, a quien por su­pues­to no co­noz­co. Todo eso pien­so cada vez que al­guien me sale con la can­cion­ci­ta de: «Qué ojos tan bo­ni­tos, de ahí tu nom­bre, ¿no?». Pues no.

He son­reí­do ama­ble­men­te. Te­nía de­lan­te a un jo­ven del­ga­do y de me­dia­na es­ta­tu­ra. Su pelo la­cio, lar­go y es­ca­lo­na­do le me­dio cu­bría la cara. Lle­va­ba un ari­to de pla­ta en el ló­bu­lo e iba ves­ti­do de un ne­gro ele­gan­te, aun­que solo fue­sen unos sim­ples pan­ta­lo­nes y un jer­sey con cue­llo de pico.

—Soy Char­lie. Es­tu­dio en el Ly­cée Es­pag­nol. Ya sa­bés: apren­der fran­cés y mu­chas co­sas de la vida. —Me ha gui­ña­do un ojo. Vale, eso me ha­bía he­cho gra­cia—. Me ha di­cho Ma­da­me Poi­rier que vos tam­bién pa­sas­te por eso, que tam­bién te cos­tó un poco al prin­ci­pio y que ha­blar con vos me iría bien, y tam­bién es que, ¿sa­bés?, sien­to que ne­ce­si­to ha­blar un poco de cas­te­llano por­que en el ins­ti­tu­to tam­po­co es que… Bueno, y que mi fran­cés… —Ges­ti­cu­la­ba sin pa­rar con la mano li­bre, por­que con la otra se­guía aga­rra­do a mí. No me sol­ta­ba.

—Te sien­tes solo.

—Pues…

—Y quie­res que yo car­gue con­ti­go.

Soy una bor­de. No de­be­ría ha­ber di­cho eso. Donky ha de­ja­do caer mi mano mien­tras nues­tra ins­ti­tu­triz me po­nía la suya en el hom­bro y le de­cía:

Ex­cu­se-la. Elle va plus mal que toi, main­te­nant.

¿Yo? ¿Peor que ese pi­ra­do?

Vale. Me he tra­ga­do mi ne­ce­si­dad de so­le­dad y de ais­la­mien­to y he di­bu­ja­do una son­ri­sa, pero pe­que­ña, para que no se con­fia­se; una son­ri­sa jus­ti­ta que yo no vie­se des­de den­tro, que no me acer­ca­se a él, que no me re­cor­da­se cómo lle­gué yo a la pen­sión en­ton­ces, par­ti­da en dos, con los pies he­la­dos.

No quie­ro que na­die se coja a mí como a una fa­ro­la, como a un se­má­fo­ro, como a una se­ñal de trá­fi­co. En es­tos mo­men­tos no soy bue­na para sos­te­ner a na­die. Qui­zás nun­ca lo he sido. Lo he pa­re­ci­do a ve­ces, pero al fi­nal to­dos los que se afe­rra­ron a eso se ca­ye­ron al sue­lo, so­bre todo en días de llu­via, y cuan­do se le­van­ta­ron se en­con­tra­ron con la ropa mo­ja­da y su­cia de ba­rro, y se que­da­ron ti­ra­dos en el ar­cén, mi­ran­do a iz­quier­da y de­re­cha, bus­cán­do­me, y yo ya no es­ta­ba allí.

Este chi­co tie­ne cara de ne­ce­si­tar una ba­ran­di­lla ad­he­si­va a la que aga­rrar­se con am­bas ma­nos, para que pue­da mi­rar aba­jo y no ti­rar­se.

—Te vie­nes con­mi­go —he de­cre­ta­do.

—¿Qué?