Tí­tu­lo: La me­ce­do­ra

© Anna Her­nán­dez, 2019

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: abril 2019

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A mi hija y a mi pa­dre.

A mis fuen­tes.

A to­das las per­so­nas que me han ayu­da­do.

A Es­pa­ña y a Sue­cia.

Y, muy es­pe­cial­men­te, a Ucra­nia, con todo mi amor.

Prólogo

La os­cu­ri­dad lo en­vuel­ve en la ce­gue­ra de la ha­bi­ta­ción que ha­bía sido su re­fu­gio. Aho­ra, la es­tan­cia solo aco­ge el ho­rror de al­guien des­nu­da­do por la muer­te y do­mi­na­do por las som­bras. En si­len­cio, llo­ra mien­tras ba­lan­cea en la me­ce­do­ra a un niño iner­te, que pa­re­ce de tra­po. Aca­ri­cia los ri­zos del pe­que­ño des­pa­cio, como si te­mie­ra des­per­tar­lo. Sin esos ri­zos do­ra­dos, para él no ha­brá es­pe­ran­za.

El ne­gro pro­fun­do de la no­che se trans­for­ma en un es­pec­tro que va en­gu­llen­do el alma de la cria­tu­ra.

—Mi niño, no te va­yas. No me de­jes, án­gel mío.

No le cabe la pena den­tro. No le ali­via el llan­to. Sí la ven­gan­za. La ma­ta­rá. Y a él, tam­bién.

No es cons­cien­te del tiem­po que per­ma­ne­ce ba­lan­ceán­do­se en­tre cua­tro pa­re­des, atra­pa­do por la cruel­dad de un do­lor que no le da tre­gua. En la dis­tan­cia, oye vo­ces que se acer­can. Se afe­rra al cuer­pe­ci­to. Lo mece con fuer­za. Se le­van­ta aho­ga­do en so­llo­zos. En­to­na una nana sin le­tra. El ta­ra­reo lo con­du­ce al abis­mo. Las vo­ces le di­cen que de­ben en­te­rrar al niño. Se lo arran­can de los bra­zos. Su cor­du­ra se quie­bra. No está loco. Es un ase­sino.

* * *

Trans­cu­rre un pe­rio­do cor­to has­ta el día del cas­ti­go. Va a bus­car­la a la casa del bos­que. La asom­bra con su pre­sen­cia. Le toma una mano. Le pide paso. Ca­mi­nan ha­cia el sa­lón. Él, ga­nan­do te­rreno. Avan­zan­do. Ella, per­dién­do­lo. Re­tro­ce­dien­do. Le des­abro­cha la ca­mi­sa len­ta­men­te, re­creán­do­se en los de­ta­lles. Su piel ti­ri­tan­do por el frío. El per­fu­me a flo­res de su pelo. El eco de fal­sas pa­la­bras de amor. Se pre­gun­ta si es­ta­rá con­si­guien­do ex­ci­tar­la. Ima­gi­na el go­teo en su vul­va las­ci­va y el asco lo re­vuel­ve por den­tro. Di­si­mu­la. Fin­ge el de­seo. Si­gue es­con­dien­do su ver­dad tras unos ges­tos se­duc­to­res y em­bus­te­ros.

La tie­ne de­lan­te con los se­nos des­cu­bier­tos, pero él fija la mi­ra­da en el cue­llo. Se si­túa a su es­pal­da. Mu­si­ta algo en su oído. La in­mo­vi­li­za. Un cos­qui­lleo de ace­ro roza la yu­gu­lar de la mu­jer. La mano ex­per­ta no duda. La pun­ta del cu­chi­llo se hin­ca en la vena. Al­can­za la ar­te­ria. Saja el cue­llo. Todo se vuel­ve rojo. Hue­le a hie­rro. Él can­ta. Ella se va mu­rien­do.

Lo ve en­trar en la casa. Apro­ve­cha su des­con­cier­to por el de­güe­llo. Lo de­rri­ba de un gol­pe en la nuca. Pisa sus ga­fas. Lo deja cie­go. Hace ji­ro­nes su uni­for­me. Lo des­tro­za a pa­ta­das. En la cara. En los ge­ni­ta­les. En el pe­cho. Lo es­ti­ra en la mesa se­min­cons­cien­te. Lo ata al ta­ble­ro. Lo tor­tu­ra­rá de tres ma­ne­ras dis­tin­tas. Una por cada año del pe­que­ño.

Anun­cia el pri­mer dic­ta­men:

—Nun­ca más to­ca­rás a un bebé.

Se con­cen­tra. Con diez sec­cio­na­mien­tos le ampu­ta los de­dos.

Otra sen­ten­cia in­si­núa el se­gun­do gra­do del mar­ti­rio:

—No mi­ra­rás más a un án­gel.

Acer­ca el cu­chi­llo a sus ojos. Se lo hin­ca en uno. Se lo hin­ca en el otro. Le es­cu­pe. Can­ta. Para. Can­ta más. Aca­ba. Pro­cla­ma el fa­llo fi­nal:

—Ja­más vol­ve­rás a des­aten­der a un niño.

Em­pu­ña el man­go del cu­chi­llo de caza. Lo hun­de has­ta el fon­do del co­ra­zón de su pre­sa. Lo saca y lo hun­de de nue­vo. No cuen­ta las ve­ces que arre­me­te con­tra su vida para al­can­zar el con­sue­lo.

Se ins­ta­la en la cal­ma mi­ran­do a los muer­tos.

Em­pie­za de cero. Se du­cha. Se pone ropa nue­va. Coge su bol­sa de via­je. En­cien­de tres ve­las. Abre el gas. Es­pe­ra al fue­go. Cuan­do todo arde, em­pren­de la ca­rre­ra.

No­che des­a­bri­da. Hiel abier­ta. Va con­tra re­loj. El tiem­po vue­la. Por mu­cho que co­rra, no pue­de es­ca­par de su tris­te­za. Llo­ra. Co­rre. Llo­ra más. Co­rre más. Ja­dea. Ja­dea más. Lle­va la muer­te del niño cla­va­da en su alma. Aú­lla. Aú­lla más. Es un lobo he­ri­do.

1. Cosas feas

20 de fe­bre­ro de 2014. Ös­ter­sund, Sue­cia

Su hijo era ins­pec­tor de po­li­cía y ha­bía he­cho co­sas feas, pero no como las que veía en la te­le­vi­sión. La pa­ta­da de un hom­bre uni­for­ma­do im­pac­ta­ba en un ci­vil que ya­cía en el sue­lo. Un ba­ta­llón de pies des­pa­vo­ri­dos des­fi­la­ba por en­ci­ma del ca­dá­ver, pi­so­tean­do su úl­ti­mo alien­to. Los pa­sos co­rrían en es­tam­pi­da hu­yen­do de la ma­sa­cre que pro­vo­ca­ban los fran­co­ti­ra­do­res des­de los te­ja­dos de los edi­fi­cios. Los cuer­pos de las víc­ti­mas iban des­plo­mán­do­se en el as­fal­to bajo una llu­via de ti­ros trai­cio­ne­ros. Dis­pa­ros. De­rri­bos. San­gre. Muer­te. Mie­do.

Las imá­ge­nes de los in­for­ma­ti­vos se co­la­ban en los ho­ga­res del mun­do para mos­trar lo que su­ce­día en Ucra­nia, en la Re­vo­lu­ción del Mai­dán. El dan­tes­co es­pec­tácu­lo en­co­gió el co­ra­zón del se­ñor Åker­man. El an­ciano se en­con­tra­ba a tres mil ki­ló­me­tros de dis­tan­cia de aque­llo. Es­ta­ba en su apar­ta­men­to de la ca­lle Präst­ga­tan, en Ös­ter­sund, una ciu­dad de la pro­vin­cia de Jämtland, si­tua­da en el cen­tro de Sue­cia. A esas ho­ras ya ha­bía ce­na­do y mi­ra­ba las no­ti­cias en la SVT, pas­ma­do ante los acon­te­ci­mien­tos que se pro­du­cían en el co­ra­zón de Eu­ro­pa.

La te­le­vi­sión pú­bli­ca sue­ca ex­po­nía la bru­ta­li­dad de la vio­len­cia en Kyiv. Con­ta­ban que, aquel jue­ves, los ma­ni­fes­tan­tes vol­vían a ocu­par la Pla­za de la In­de­pen­den­cia para de­nun­ciar la co­rrup­ción del país y reivin­di­car un acer­ca­mien­to a Eu­ro­pa. Du­ran­te me­ses, las pro­tes­tas se ha­bían man­te­ni­do vi­vas en las ca­lles. La re­pre­sión ha­bía ido en au­men­to has­ta al­can­zar su pun­to ál­gi­do con la in­ter­ven­ción de fran­co­ti­ra­do­res.

El se­ñor Åker­man se es­tre­me­ció con la reali­dad de aquel pue­blo del este. Pen­só que, por suer­te, su hijo era po­li­cía en Sue­cia, un país del nor­te, más tran­qui­lo. Un es­ta­lli­do lo so­bre­sal­tó cuan­do so­na­ron a la vez la cam­pa­na del re­loj de pa­red y el tim­bre del te­lé­fono.

—Åker­man —con­tes­tó el vie­jo.

—Papá, soy yo. ¿Cómo es­tás?

—Mal, Nils. Uno no pue­de en­con­trar­se bien con todo lo que pasa.

—No te en­tien­do, papá. Oigo una ba­ta­lla cam­pal de fon­do.

El se­ñor Åker­man apa­gó el te­le­vi­sor. El co­me­dor que­dó en un si­len­cio sal­pi­ca­do por el tic­tac del re­loj de cuer­da.

—Hijo, qué car­ni­ce­ría la de Ucra­nia. ¡Hay fran­co­ti­ra­do­res en Kyiv!

—Papá, no de­bes ex­ci­tar­te tan­to.

—No te preo­cu­pes por mí. Dime, ¿has te­ni­do al­gu­na re­caí­da?

—No. Vol­ve­ré con Mar­ga­re­ta y los ni­ños. Nos ve­re­mos pron­to y ha­bla­re­mos de tus asun­tos.

—No em­pie­ces con la can­ti­ne­la de que me atien­dan los Ser­vi­cios So­cia­les. No quie­ro a esos fun­cio­na­rios en casa.

—Me preo­cu­po por ti.

—Pues no de­bes, hijo.

El se­ñor Åker­man cor­tó la lla­ma­da y se su­mer­gió en su bu­ta­ca.

—¡Fran­co­ti­ra­do­res dis­pa­ran­do a la po­bla­ción! —ha­bla­ba solo—. A sa­ber quién los man­da. ¡No me fío de los ru­sos ni de los ame­ri­ca­nos ni de Eu­ro­pa! No­so­tros, siem­pre en me­dio de sus gue­rras —cam­bió de tema—. Nils, eres lo me­jor de mi vida, a pe­sar de lo que ha­yas he­cho. Qué or­gu­llo­so es­toy de ti. Mi hijo, ins­pec­tor de po­li­cía en esta ciu­dad en­te­rra­da en la nie­ve. Ese ha sido el pro­ble­ma con tu mu­jer. Ella es del sur, es de Skå­ne, casi más da­ne­sa que sue­ca. Pero qué gua­pa es nues­tra Mar­ga­re­ta, siem­pre rien­do y con­ten­ta, siem­pre de Skå­ne an­tes que sue­ca. Y tú, siem­pre se­rio y amar­ga­do. Sé que te pa­san co­sas feas.

Un ata­que de tos fre­nó el par­lo­teo del se­ñor Åker­man y sus acer­ta­das in­tui­cio­nes. Como pudo, se apo­yó en los bra­zos de la bu­ta­ca para po­ner­se en pie sin que­brar­se las ro­di­llas. Puso la te­le­vi­sión y se tras­la­dó de nue­vo a Ucra­nia.

El am­bien­te en Kyiv ha­bía em­peo­ra­do. Así lo mos­tra­ba una se­cuen­cia de pla­nos ves­ti­dos con mú­si­ca dra­má­ti­ca. Ba­rri­ca­das de neu­má­ti­cos. Co­ches lle­nos de agu­je­ros pro­vo­ca­dos por im­pac­tos de bala. Un ataúd des­fi­lan­do en­tre los ma­ni­fes­tan­tes por la Pla­za de la In­de­pen­den­cia. Va­rios in­cen­dios. Una casa ar­dien­do en las afue­ras. Y otra en el bos­que. Con las ce­ni­zas de una vi­vien­da des­trui­da por las lla­mas, aca­bó el re­su­men es­pe­cial del Mai­dán en la SVT.

2. Con Dios

28 de fe­bre­ro de 2014. Hel­sing­borg, Sue­cia

Ora­ba fren­te al mar: «Dios mío, le hice tan­to daño». Se qui­tó las ga­fas. «Ayú­da­me, Se­ñor. No per­mi­tas que la des­tru­ya de nue­vo».

El ins­pec­tor de po­li­cía Nils Åker­man com­ba­tía sus re­mor­di­mien­tos re­zan­do. Pre­ten­día co­nec­tar con la per­so­na que fue an­tes del de­rrum­be, pero ya no la en­con­tra­ba den­tro de sus tor­men­tos. Por de­ba­jo de aque­llo, con­ti­nua­ba abier­to el pri­me­ro de sus ca­pí­tu­los ne­gros, don­de la vida se le fue a pi­que por cul­pa de una pis­to­la.

En el pa­seo ma­rí­ti­mo de Hel­sing­borg el ama­ne­cer era gris. Nils per­ma­ne­cía in­mó­vil, con las ma­nos en los bol­si­llos del abri­go y la vis­ta fija en el es­tre­cho de Öre. Lle­va­ba cua­tro me­ses en Skå­ne, a más de mil ki­ló­me­tros de su ciu­dad na­tal, Ös­ter­sund, in­ten­tan­do sal­var su ma­tri­mo­nio del nau­fra­gio que él mis­mo ha­bía pro­vo­ca­do. Año­ra­ba a su pa­dre. Se le em­pe­za­ba a ha­cer cues­ta arri­ba no po­der es­cu­char casi a dia­rio las to­ses del vie­jo ni sus mal­di­cio­nes. El ins­pec­tor tam­bién es­ta­ba de­seo­so de re­in­cor­po­rar­se al tra­ba­jo tras la ex­ce­den­cia. Echa­ba de me­nos en­fun­dar­se el uni­for­me y vol­ver a las ru­ti­nas de los po­li­cías en el nor­te de Sue­cia. Apar­tó a un lado sus an­he­los y em­pe­zó a ca­mi­nar im­pul­sa­do por el vien­to. Des­de el pa­seo ma­rí­ti­mo, si­guió por la ca­lle Drott­nin­ga­tan has­ta al­can­zar el edi­fi­cio de sus sue­gros, fren­te al par­que de Mar­ga­re­ta­plat­sen. Bus­có las lla­ves. Tar­dó en en­con­trar­las. Le cos­tó en­trar en el in­mue­ble, pero más aún, sa­lir de su amar­gu­ra. Subió las es­ca­le­ras a pie, hu­yen­do del pa­sa­do. Al abrir la puer­ta del piso, se topó con el pre­sen­te. Las re­ga­ñi­nas de su mu­jer, Mar­ga­re­ta. La al­ga­ra­bía de sus tres hi­jos, Elias y los ge­me­los, Os­car y Leo. Y el re­po­so de su bebé.

El ma­tri­mo­nio en­tró en la ha­bi­ta­ción don­de Axel cre­cía en sue­ños. Al niño, de cua­tro me­ses, le han diag­nos­ti­ca­do una he­mo­fi­lia tipo A, de gra­do leve. Los mé­di­cos les ase­gu­ra­ron que po­dría lle­var una vida nor­mal, pero que de­bían te­ner más cui­da­do con los gol­pes y los cor­tes, pues­to que cos­ta­ría pa­rar sus san­gra­dos por la fal­ta de fac­tor coa­gu­lan­te. Mar­ga­re­ta co­no­cía bien la en­fer­me­dad por­que era por­ta­do­ra, y su pa­dre, afec­ta­do. Sa­bía cómo ac­tuar. Sin em­bar­go, la no­ti­cia cayó como una losa so­bre Nils. A pe­sar de ser una pa­to­lo­gía he­re­di­ta­ria que trans­mi­tía la ma­dre, el ins­pec­tor se tor­tu­ra­ba aso­cian­do la vul­ne­ra­bi­li­dad de su hijo a la for­ma en que fue con­ce­bi­do. Solo él era res­pon­sa­ble de eso. Mar­ga­re­ta ha­bía en­ten­di­do que ja­más po­dría re­di­mir­lo de su pro­pia con­de­na. Ella supo pa­sar pá­gi­na de aquel epi­so­dio, pero él con­ti­nua­ba an­cla­do en lo des­truc­ti­vo. No es­ta­ba se­gu­ra de que las co­sas pu­die­ran vol­ver a fun­cio­nar en­tre los dos, pero cuan­do Nils la mi­ra­ba a tra­vés de los cris­ta­les de sus ga­fas, la tris­te­za de sus ojos se apo­de­ra­ba de su co­ra­zón fe­me­nino y desea­ba que vol­vie­ra a ser su ma­ri­do.

Nils co­gió al bebé en bra­zos y rom­pió el si­len­cio de las du­das.

—En Ös­ter­sund hará mu­cho frío, pero sa­bré re­com­pen­sa­ros.

—¿Ah, sí? —Se sor­pren­dió Mar­ga­re­ta—. ¿Cómo?

—Con va­ca­cio­nes en Es­pa­ña —anun­ció—. He es­ta­do bus­can­do des­ti­nos que no fue­ran Má­la­ga o Ali­can­te. Aque­llo está pla­ga­do de sue­cos. No se­rán tan abu­rri­dos como yo, pero a ti te gus­ta más el hu­mor de los es­pa­ño­les. Ire­mos a Car­ta­ge­na.

3. Inspectora

28 de fe­bre­ro de 2014. Ávi­la, Es­pa­ña

Car­ta­ge­na iba a ser su des­tino, pero en aque­llos mo­men­tos es­ta­ba en Ávi­la, con trein­ta y nue­ve gra­dos de fie­bre. «Con lo que me ha cos­ta­do lle­gar has­ta aquí… has­ta muer­ta me hu­bie­ra pre­sen­ta­do… es solo un vi­rus», se dijo.

Ele­na Rius i Bas­ti­da siem­pre qui­so ser po­li­cía. Con un te­rri­ble ma­reo, se pre­pa­ra­ba para for­mar en fila en la Es­cue­la Na­cio­nal de Po­li­cía. Iba a con­ver­tir­se en ins­pec­to­ra. Nin­gún miem­bro de su fa­mi­lia la acom­pa­ña­ba en el acto, pero en­tre el pú­bli­co ha­bía per­so­nas que­ri­das. El ins­pec­tor jefe Fran­cis­co Lara; su com­pa­ñe­ra de ca­rre­ra, la jue­za Laia Mar­tí; y sus ami­gos de Te­le­vi­sión Es­pa­ño­la, Vin­yet y Xa­vier.

La fe­li­ci­dad no le ca­bía en el uni­for­me. La fal­da rec­ta le es­ti­li­za­ba la fi­gu­ra. Alta, atrac­ti­va y mus­cu­la­da. Miss Ca­ta­lu­ña en la co­mi­sa­ría de Car­ta­ge­na. Así la lla­ma­ban sus com­pa­ñe­ros. Des­ubi­ca­da, am­bi­va­len­te y her­mé­ti­ca. Así se veía Ele­na.

Cre­ció sien­do «la di­fe­ren­te» en su fa­mi­lia. «La pre­fe­ri­da» para su pa­dre. «La es­pe­cial» para su ma­dre. «La pe­que­ña» para sus her­ma­nos. «La rara» para sus her­ma­nas me­lli­zas. Nun­ca pudo com­por­tar­se como ellas. Aci­ca­la­das y se­rias, ex­hi­bían su es­ti­lo y su cla­se. A Ele­na no le iba lo de man­te­ner las for­mas de la alta bur­gue­sía ca­ta­la­na, sino ale­jar­se de ese mun­do para dar rien­da suel­ta a su pro­pia com­ple­ji­dad. Para bien o para mal, siem­pre des­ta­ca­ba en­tre los Rius i Bas­ti­da, y no que­ría. No los echa­ba de me­nos ni su­fría por es­tar ale­ja­da de ellos.

Se cen­tró en la ce­re­mo­nia. Tras dos años en la Es­cue­la Na­cio­nal de Po­li­cía de Ávi­la y sie­te me­ses de prác­ti­cas en la co­mi­sa­ría de Car­ta­ge­na, por fin ha­bía lle­ga­do a una de las fi­las de los ins­pec­to­res que es­ta­ban a pun­to de ju­rar su car­go. To­dos for­ma­ban par­te de la XXV pro­mo­ción de la es­ca­la eje­cu­ti­va del cuer­po. Un año más, el po­li­de­por­ti­vo de la es­cue­la se ha­bi­li­tó como es­ce­na­rio para el acto. Flo­res y ban­de­ras lo ves­tían de co­lor. El pú­bli­co aba­rro­ta­ba las gra­das. Au­to­ri­da­des po­lí­ti­cas, po­li­cia­les, aca­dé­mi­cas y mi­li­ta­res en­tre­ga­rían los tí­tu­los en me­sas en­ga­la­na­das. Los di­plo­mas te­nían la con­si­de­ra­ción de Más­ter Uni­ver­si­ta­rio del Mi­nis­te­rio de Edu­ca­ción. Los da­ban en mano co­mi­sa­rios prin­ci­pa­les y co­mi­sa­rios que os­ten­ta­ban los má­xi­mos car­gos en la Jun­ta de Go­bierno de la Po­li­cía Na­cio­nal, en la es­cue­la y en la Co­mi­sa­ría Pro­vin­cial de Ávi­la. Ele­na sí que se iden­ti­fi­ca­ba con aque­llas nor­mas.

La vida de más de dos­cien­tos hom­bres y mu­je­res de la Po­li­cía Na­cio­nal cam­bia­ría con la jura de su car­go. Fir­mes y ali­nea­dos, for­ma­ban en per­fec­ta ar­mo­nía. Po­cas fal­das rom­pían el pa­trón de pan­ta­lo­nes. Una era la de Ele­na. Su fi­gu­ra emer­gía con ele­gan­cia, real­za­da por la go­rra y el co­lor azul ma­rino del uni­for­me de gala. De re­pen­te, la mesa de las au­to­ri­da­des ha­cia la que ten­dría que des­fi­lar le pa­re­ció inal­can­za­ble.

La ce­re­mo­nia co­men­zó con el re­cuer­do a los com­pa­ñe­ros fa­lle­ci­dos en acto de ser­vi­cio. Un gru­po de po­li­cías de­po­si­tó una co­ro­na de flo­res en su ho­nor ante el Án­gel de la Guar­da, pa­trón del cuer­po. Em­pe­zó la en­tre­ga de tí­tu­los. Cuan­do le tocó el turno a la fila de Ele­na, ca­mi­nó se­gu­ra ha­cia la mesa, que en­ton­ces se le an­to­jó muy cer­ca­na. No sin­tió los efec­tos del vi­rus. El co­mi­sa­rio prin­ci­pal le ten­dió el tí­tu­lo. No qui­so que el di­plo­ma se le es­cu­rrie­ra de la mano, en­fun­da­da en un guan­te blan­co que la de­ja­ba sin tac­to. Pin­zó el pa­pel con los de­dos para que no echar por tie­rra lo que tan­to le ha­bía cos­ta­do.

Re­gre­só con la fila a su pues­to. Cuan­do los ins­pec­to­res re­ci­bie­ron el ges­to del man­do su­pe­rior, lan­za­ron sus go­rras al aire y es­ta­lló el jú­bi­lo.

4. Interés inconsciente

28 de fe­bre­ro de 2014. Es­to­col­mo, Sue­cia.

En­tró al país en un trans­bor­da­dor pro­ce­den­te de Po­lo­nia. Mu­chos po­la­cos subie­ron con él en Gdy­nia y, tras once ho­ras de via­je, el fe­rri de Ste­na Line los dejó en Karls­kro­na, al su­r­es­te de la cos­ta sue­ca. Co­gió un tren bus­can­do una ciu­dad para que­dar­se. Esa ciu­dad no se­ría Es­to­col­mo, don­de se bajó. Pa­sa­do un tiem­po, iría al nor­te.

Ante su mi­ra­da se des­ple­ga­ba el lago Mä­lar. Ca­mi­na­ba por Djur­går­den, la isla ver­de, aun­que en in­vierno apa­re­cía cu­bier­ta de hie­lo. Pasó jun­to al Mu­seo de Bio­lo­gía. Un ca­mino a la de­re­cha le des­per­tó un in­te­rés in­cons­cien­te. Tomó el sen­de­ro y lle­gó has­ta la puer­ta de hie­rro for­ja­do de la Em­ba­ja­da de Es­pa­ña. No co­no­cía a na­die de ese país. Dio me­dia vuel­ta y pro­si­guió su re­co­rri­do.

Lle­va­ba al­gún di­ne­ro. Su do­cu­men­ta­ción de­cía que se lla­ma­ba Łu­kasz Górs­ki y que era po­la­co. Ha­bla­ba in­glés, pero que­ría apren­der sue­co. Te­nía una ca­rre­ra, aun­que no po­día de­mos­trar­lo. Pron­to des­cu­bri­ría que su ex­pe­rien­cia pro­fe­sio­nal es­ta­ba muy so­li­ci­ta­da en Sue­cia.

En los pri­me­ros días en Es­to­col­mo se es­ta­ba per­mi­tien­do un ca­pri­cho ex­cén­tri­co hos­pe­dán­do­se a bor­do del Af Chap­man, un bar­co ve­le­ro de tres pa­los con­ver­ti­do en al­ber­gue. Atra­ca­do en la ori­lla me­ri­dio­nal de la isla de Skepps­hol­men, fren­te al Pa­la­cio Real, el bu­que le ofre­cía un es­ce­na­rio ideal para el ini­cio de una vida como via­je­ro. Sus ca­ma­ro­tes de ma­de­ra olían a sa­li­tre y a brea. En once me­tros cua­dra­dos ha­bía seis li­te­ras. De­bía com­par­tir el baño. Sus es­crú­pu­los, ri­gu­ro­sos en lo to­can­te a la hi­gie­ne, lo vio­len­ta­ban. Para tran­qui­li­zar­se, so­lía con­tem­plar el Mä­lar. Lla­ma­ba a la cal­ma mu­si­tan­do una can­ción de Игорь Корнелюк. La ciu­dad que no exis­te.

…Día tras día, per­dién­do­me por el ca­mino.

Voy a esa ciu­dad que no exis­te…

¿Quién me dice lo que me de­pa­ra el des­tino?

Pue­de que sea algo que no de­be­ría sa­ber.

Y es po­si­ble que des­pués de mu­chos años per­di­dos

yo en­cuen­tre esa ciu­dad que no exis­te…

En una ciu­dad que ya no exis­tía na­ció él.

5. Tacones lejanos

Un año des­pués. 28 de fe­bre­ro de 2015. Ös­ter­sund, Sue­cia

La co­mi­sa­ría de Ös­ter­sund es­ta­ba de­sier­ta. Nils Åker­man ha­bía con­ver­ti­do un sá­ba­do tran­qui­lo en una jor­na­da de queha­ce­res in­ven­ta­dos. Oyó unos ta­co­nes le­ja­nos. Eran in­con­fun­di­bles. Li­ge­ros como ella. La ins­pec­to­ra de Ho­mi­ci­dios Ann-Ma­rie Jons­son aso­mó su me­le­na ru­bia por la puer­ta.

—Nils, ¿qué ha­ces aquí?

—Tra­ba­jar.

—Em­bus­te­ro.

—¿Y tú, in­qui­si­do­ra?

—De­pri­mir­me, pero no por ti.

—Me­jor. —Se qui­tó las ga­fas.

—Ven aquí, so­ber­bio.

Los dos po­li­cías se abra­za­ron. Tiem­po atrás ha­bían com­par­ti­do mu­cho al­cohol y mu­cho sexo. Ella supo po­ner freno; él, no. Ann-Ma­rie se hun­dió en la de­ses­pe­ra­ción por no po­der te­ner­lo. Nils fue di­rec­to a su de­cli­ve. Aquel epi­so­dio que­da­ba ya muy le­jos.

—Vete a casa, Nils. O sal de ella.

—Todo va bien, Ann-Ma­rie.

—No me mien­tas y llá­ma­me si ne­ce­si­tas algo.

—¿Para qué? Ya sa­bes cómo aca­ba­ría­mos.

Ann-Ma­rie aban­do­nó el des­pa­cho. Nils re­mo­lo­neó or­de­nan­do pa­pe­les para evi­tar coin­ci­dir con ella en el pa­si­llo. Al co­ger el abri­go, la vis­ta se le fue a la Bi­blia que te­nía en la mesa.

«Per­dó­na­me, Se­ñor. Sa­bes que me es­fuer­zo».

De la Bi­blia des­vió la mi­ra­da ha­cia una foto en­mar­ca­da, don­de es­ta­ba él con Axel. Ha­bía cre­ci­do mu­cho en un año.

Al sa­lir de la co­mi­sa­ría, la ca­lle Fyr­va­lla­vä­gen y la nie­ve lo es­ta­ban es­pe­ran­do. El blan­co nu­clear lo mo­ti­vó a me­jo­rar sus tiem­pos para el clá­si­co sue­co. En 2015 que­ría com­ple­tar las cua­tro ca­rre­ras de la prue­ba: es­quí de fon­do, bi­ci­cle­ta, na­ta­ción y atle­tis­mo. Lle­gó con­du­cien­do al Ös­ter­sunds Skids­ta­dion, apar­có y sacó los es­quís del ma­le­te­ro. En­tre­nó como si lo per­si­guie­ra la de­ses­pe­ra­ción. Cuan­do ter­mi­nó, fue a re­co­ger a su pa­dre para lle­var­lo a co­mer a casa.

Mar­ga­re­ta los es­pe­ra­ba ba­ta­llan­do con los ni­ños y dis­tra­yén­do­se con al­guien en su mó­vil. Cuan­do el se­ñor Åker­man y Nils lle­ga­ron, tuvo que apar­tar­se de Cris, ese al­guien que se es­ta­ba con­vir­tien­do en su mun­do. Abra­zó a su sue­gro con una ca­li­dez poco fre­cuen­te en Ös­ter­sund y, con la ayu­da de Nils, em­pe­zó a pre­pa­rar las al­bón­di­gas para el al­muer­zo.

—Abue­lo, ¿qué tal la ayu­da a do­mi­ci­lio? —pre­gun­tó ofre­cién­do­le un tro­zo de que­so.

—Me tra­tan como si fue­ra inú­til, Mar­ga­re­ta —gru­ñó el vie­jo—. Cada día ten­go que ver a esos en­fer­me­ros. Me obli­gan a co­mer lo que no me gus­ta. Me or­de­nan las co­sas y no en­cuen­tro nada. ¡Has­ta se me­ten con­mi­go en la du­cha!

Nils ha­bía con­se­gui­do que su pa­dre acep­ta­ra los ser­vi­cios de asis­ten­cia que el mu­ni­ci­pio ofre­cía a las per­so­nas de­pen­dien­tes para que es­tu­vie­ran aten­di­das en casa. Des­de que te­nía apo­yo, ha­bía me­jo­ra­do su ca­li­dad de vida, aun­que no su hu­mor.

La co­mi­da de los Åker­man trans­cu­rrió di­ver­ti­da gra­cias a las im­per­ti­nen­cias del abue­lo, que co­mió más al­bón­di­gas de las que sus cui­da­do­res le hu­bie­ran per­mi­ti­do. La fa­mi­lia com­par­tió una agra­da­ble tar­de de in­vierno, con Axel en el cen­tro de to­dos los jue­gos.

Por aquel en­ton­ces, na­die los es­pia­ba ni que­ría lle­var­se al niño.

6. Vodka cooler

28 de fe­bre­ro de 2015. Car­ta­ge­na y Mur­cia, Es­pa­ña

Ele­na Rius lle­va­ba un año como ins­pec­to­ra en Se­gu­ri­dad Ciu­da­da­na. La jo­ven ha­bía lo­gra­do adap­tar­se a las con­vul­sio­nes de su bri­ga­da. Su co­mi­sa­ría fue por­ta­da en los me­dios de co­mu­ni­ca­ción por la de­ten­ción de seis po­li­cías de la es­ca­la bá­si­ca, acu­sa­dos de pre­sun­ta de­ten­ción ile­gal y pre­sun­to ho­mi­ci­dio de un ve­cino del ba­rrio de Las Seis­cien­tas. El ca­dá­ver apa­re­ció flo­tan­do en la pla­ya de Cala Cor­ti­na el 26 de mar­zo de 2014. Nada se supo de la im­pli­ca­ción de los po­li­cías en el su­ce­so has­ta que, a prin­ci­pios de oc­tu­bre, fue­ron de­te­ni­dos por agen­tes de Asun­tos In­ter­nos e in­gre­sa­ron en pri­sión pre­ven­ti­va.

Cala Cor­ti­na, una pe­que­ña pla­ya na­tu­ral a me­nos de cin­co ki­ló­me­tros de la co­mi­sa­ría de Car­ta­ge­na, so­lía ser uno de los des­ti­nos de Ele­na para sa­lir a co­rrer. Des­de la de­ten­ción de sus com­pa­ñe­ros, dejó de ser­lo. El caso ori­gi­nó un ca­ta­clis­mo en la co­mi­sa­ría. Cam­bia­ron al co­mi­sa­rio y re­es­truc­tu­ra­ron to­das las bri­ga­das. A ella no la re­le­va­ron en su pues­to, pero le asig­na­ron una nue­va fun­ción. El co­mi­sa­rio en­tran­te la nom­bró por­ta­voz. La ins­pec­to­ra tuvo que ma­ne­jar el an­sia de car­na­za de los pe­rio­dis­tas so­bre el caso Cala Cor­ti­na. Sin em­bar­go, sus ma­yo­res do­lo­res de ca­be­za le so­bre­vi­nie­ron con su nue­vo jefe, Héc­tor Leal.

En el pa­sa­do, un idea­lis­mo ro­mán­ti­co de la pro­fe­sión la lle­vó a ima­gi­nar­se in­ves­ti­gan­do gran­des ca­sos. La reali­dad se ha­bía en­car­ga­do de en­do­sar­le res­pon­sa­bi­li­da­des bu­ro­crá­ti­cas de des­pa­cho. Para es­ca­par­se del tra­ba­jo, Ele­na co­gía el co­che y se plan­ta­ba en Mur­cia. Allí se di­ri­gía ese sá­ba­do por la au­to­vía A-30 en su Golf gris me­ta­li­za­do, can­sa­da de su día a día, de los co­ti­lleos y del co­mi­sa­rio.

«Es­toy har­ta de que me lla­men Miss Ca­ta­lu­ña. ¿Ten­dré yo la cul­pa de ser ca­ta­la­na y gua­pa? Mu­jer, po­li­cía, jo­ven y lis­ta, igual a tre­pa para los po­lis de la ca­ver­na. En­ci­ma ten­go que es­cu­char que soy gi­li­po­llas».

Así la ha­bía de­fi­ni­do el jefe, se­gún le con­tó una com­pa­ñe­ra. Si el co­men­ta­rio hu­bie­ra sido de otro, a Ele­na le hu­bie­ra re­sul­ta­do in­di­fe­ren­te, pero Leal la ha­bía he­ri­do pro­fun­da­men­te. Nada que no pu­die­ran arre­glar cua­tro vod­kas co­oler.

Ese sá­ba­do, como to­dos los an­te­rio­res des­de ha­cía tres me­ses, Ele­na no te­nía in­ten­ción de ha­blar de su pro­fe­sión en la coc­te­le­ría de Car­los. Con­du­cien­do de ca­mino al lo­cal, se dijo que po­día con­ti­nuar en­ga­ñán­do­se pen­san­do que iba allí por­que el bar­man pre­pa­ra­ba el me­jor vod­ka co­oler de la re­gión, o po­día por fin re­co­no­cer la ver­dad, que es­ta­ba loca por aquel per­so­na­je que su­pe­ra­ba la ac­tua­ción de Tom Crui­se en Cock­tail.

En­tró en Mur­cia y apar­có jun­to a la pla­za San­ta Isa­bel. Tomó la ca­lle Vi­na­der y fue a pie a la coc­te­le­ría, si­tua­da en la mis­ma ca­lle. Al acer­car­se a la puer­ta, se le dis­pa­ró el pul­so. La abrió con mano tem­blo­ro­sa. Tras la ba­rra es­ta­ba Car­los, uni­for­ma­do con ca­mi­sa ne­gra. El bar­man la re­ci­bió su­dan­do, no por el gé­ne­ro ba­ra­to de la ca­mi­sa, sino por sus ner­vios. Tam­bién es­ta­ba loco por ella.

—¿Vod­ka co­oler con Żu­brów­ka?

Ele­na asin­tió. Car­los co­gió una bo­te­lla y ver­tió el al­cohol a se­ten­ta cen­tí­me­tros del vaso.

—¿Me con­ta­rás hoy por qué siem­pre to­mas un vod­ka po­la­co?

—No. Lo del vod­ka es cosa mía.

—¿No quie­res com­par­tir nada con­mi­go, rei­na del ta­bu­re­te?

—Pro­pón algo más in­tere­san­te, bar­man.

—Unas vuel­tas en moto cuan­do cie­rre.

Esa no­che em­pe­za­ron a com­par­tir vuel­tas, sexo y men­ti­ras. Todo aque­llo les ha­ría so­ñar con un fu­tu­ro jun­tos. Nin­guno de los dos po­día ima­gi­nar que aca­ba­rían des­per­tan­do en una pe­sa­di­lla.

7. Nosotros

28 de fe­bre­ro de 2015. Umeå, Sue­cia

La ca­le­fac­ción le ha­cía ol­vi­dar el frío, pero no lo de­más. Łu­kasz Górs­ki se co­bi­ja­ba del in­vierno en la bi­blio­te­ca del cen­tro cul­tu­ral Vä­ven. Des­de los ven­ta­na­les de la sala con­tem­pla­ba el río. Las aguas del Ume es­ta­ban con­ge­la­das. Él con­ge­la­ba su amar­gu­ra vol­can­do las emo­cio­nes en un cua­derno. Es­cri­bía pen­san­do en su men­tor, a sa­bien­das de que ja­más po­dría en­viar­le aque­llas le­tras.

…Anato­liy, un año en Sue­cia es todo lo que ten­go. No es­toy se­gu­ro de que pue­da vi­vir le­jos de nues­tra pa­tria. No sé para qué me sir­ve una vida sur­gi­da de un in­ven­to, un tra­ba­jo, un si­tio don­de dor­mir. Nada de todo eso pue­de com­pen­sar lo que me fal­ta. He co­no­ci­do a un an­ciano hún­ga­ro. Tie­ne al­ma­ce­na­dos mon­to­nes de cal­man­tes. Yo po­dría dor­mir­lo para siem­pre…

Aquel an­ciano se cru­zó for­tui­ta­men­te con Łu­kasz Górs­ki en Ume­la­den, el par­que de las es­cul­tu­ras. El vie­jo ca­mi­na­ba tam­ba­leán­do­se so­bre la nie­ve. Łu­kasz le ofre­ció ayu­da. Él no tar­dó en en­gan­char­se a su bra­zo. Los dos eran ex­tran­je­ros y es­ta­ban so­los. Aquel día die­ron el pri­mer pa­seo de los mu­chos que com­par­tie­ron en Ume­la­den. El an­ciano ex­pli­có a Górs­ki que, en el pa­sa­do, el par­que ha­bía aco­gi­do las ins­ta­la­cio­nes de un cen­tro psi­quiá­tri­co, y que cuan­do se cons­tru­ye­ron ca­sas en la zona, a na­die le re­sul­ta­ba atrac­ti­vo vi­vir allí. Un em­pre­sa­rio sue­co or­ga­ni­zó una ex­po­si­ción de es­cul­tu­ras al aire li­bre y tra­jo obras de ar­tis­tas de di­fe­ren­tes paí­ses. Como la ex­pe­rien­cia fue un éxi­to, com­pró al­gu­nas y las dejó ins­ta­la­das en los jar­di­nes de ma­ne­ra per­ma­nen­te. Ai­res nue­vos lle­ga­ron al lu­gar.

A Łu­kasz le en­can­ta­ba la his­to­ria de Ume­la­den y sus cua­ren­ta y cua­tro es­cul­tu­ras. Las exa­mi­na­ba con­tán­do­las por or­den. No po­día es­ca­par de aque­llas cuen­tas, como de pe­que­ño tam­po­co po­día li­brar­se de su­bir enu­me­ran­do los cien­to no­ven­ta y dos pel­da­ños de una es­ca­li­na­ta que hizo de su in­fan­cia un in­fierno. Su es­cul­tu­ra pre­fe­ri­da era No­so­tros, uno de los dos tra­ba­jos que el bar­ce­lo­nés Jau­me Plen­sa te­nía en el par­que. Le cau­ti­va­ba que el ar­tis­ta hu­bie­ra es­co­gi­do le­tras de ocho al­fa­be­tos, en­tre ellos el ci­rí­li­co, para dar for­ma a un cuer­po de ace­ro vo­lu­mi­no­so y hue­co me­dian­te en­la­ces sol­da­dos, que de­ja­ban ver su in­te­rior va­cío. La os­cu­ri­dad o la luz en­tra­ban por los es­pa­cios li­bres que de­ja­ban las le­tras. Jun­to al cuer­po, Łu­kasz se sen­tía atraí­do por un enig­ma que no po­día de­fi­nir.

Has­ta fi­na­les de 2015, Górs­ki tra­ba­jó en Umeå ejer­cien­do su pro­fe­sión, y vi­si­tó a me­nu­do el par­que de las es­cul­tu­ras y la bi­blio­te­ca. Tam­bién una casa que el an­ciano hún­ga­ro te­nía per­di­da en los bos­ques del nor­te. Allí se des­pi­die­ron una ma­dru­ga­da.

—Sé que no eres po­la­co —le dijo el vie­jo como si co­no­cie­ra su pa­sa­do—. Lee esta car­ta.

Él lo hizo. Poco des­pués, tuvo que ce­rrar­le los ojos para siem­pre. Lo en­te­rró clan­des­ti­na­men­te en­tre los abe­tos y huyó de Umeå.

8. Hematomas

4 de ju­lio de 2016. Car­ta­ge­na, La Azohía, Es­pa­ña

Lo ve agi­tar las bo­te­llas. Vue­lan en­tre sus ma­nos. Es­tán en la coc­te­le­ría, fe­li­ces. Enamo­ra­dos. El ta­bu­re­te de Ele­na se de­rrum­ba. Car­los co­rre a au­xi­liar­la. Una mu­jer lle­ga an­tes. La lla­ma zo­rra. Quie­re ma­tar­la.

El des­per­ta­dor arran­có a Ele­na de la pe­sa­di­lla. Se puso en pie y fue deam­bu­lan­do a la te­rra­za. Las vis­tas da­ban al muro de la cár­cel de San An­tón. La pri­sión per­ma­ne­cía ce­rra­da y afron­ta­ba un fu­tu­ro in­cier­to, como ella. Se ha­bía es­tre­lla­do con Car­los. Es­ta­ba ca­sa­do.

No sa­bía de dón­de sa­ca­ría fuer­zas para afron­tar el día jun­to al co­mi­sa­rio. De­bía acom­pa­ñar­lo a una co­mi­da con el con­ce­jal de Se­gu­ri­dad y el jefe de la Po­li­cía Lo­cal para coor­di­nar la se­gu­ri­dad de las fies­tas de Car­ta­gi­ne­ses y Ro­ma­nos. Se vis­tió y sa­lió con las ga­fas de sol pues­tas. Era una fa­ná­ti­ca del mo­de­lo Avia­tor de Ray-Ban.

De su casa, en Lu­ciano Mar­tí­nez Roca, a la co­mi­sa­ría, en Me­nén­dez Pe­la­yo, te­nía diez mi­nu­tos ca­mi­nan­do. Ba­ja­ba por la Ala­me­da de San An­tón has­ta Pla­za Es­pa­ña, don­de gi­ra­ba a la de­re­cha por la ca­lle de la co­mi­sa­ría. El mis­mo re­co­rri­do de to­dos los días. Tam­bién un día más se co­lo­có el uni­for­me en el ves­tua­rio y aguar­dó la lla­ma­da del co­mi­sa­rio en su des­pa­cho, con­tem­plan­do la Ram­bla Be­ni­pi­la y el es­ta­dio Car­ta­go­no­va. Pero aquel no se­ría un día más, por­que co­no­ce­ría a los Åker­man.

Lle­gó la lla­ma­da del jefe.

—¡Rius, suba!

Y lle­gó el anun­cio en su des­pa­cho.

—Co­me­re­mos en La Azohía. A la vuel­ta, pa­ra­re­mos en San Gi­nés para sa­lu­dar a unos ami­gos sue­cos.

—¿Ha­bla us­ted sue­co, se­ñor?

—¿Por qué iba a ha­blar una len­gua mi­no­ri­ta­ria? Este ma­tri­mo­nio ha­bla es­pa­ñol, so­bre todo ella. Us­ted use el in­glés.

—¿Para qué? —La dejó per­ple­ja con la or­den.

—Para que vean que es­ta­mos pre­pa­ra­dos. Él es po­li­cía.

—¿Cómo lo co­no­ció?

—Ba­ñan­do ni­ños en la pla­ya. ¡Mis nue­ve y sus cua­tro!

An­tes de ir a La Azohía, pa­sa­ron por Mos­ta­cho, el bar de los po­li­cías si­tua­do fren­te a la co­mi­sa­ría. Se sen­ta­ron den­tro, cada cual a lo suyo. Héc­tor Leal en­fras­ca­do en lla­ma­das, y Ele­na mi­ran­do los re­lo­jes que col­ga­ban de la pa­red. Sus ma­ne­ci­llas mar­ca­ban las ho­ras en dis­tin­tas ciu­da­des. San Fran­cis­co. Nue­va York. Lon­dres. Car­ta­ge­na. To­kio. Sid­ney. «¿Cuál será mi lu­gar en el mun­do?», se plan­teó. Su jefe le atro­pe­lló los pen­sa­mien­tos.

—An­dan­do, Rius.

La ins­pec­to­ra sa­lió de la ciu­dad con­du­cien­do el Opel In­sig­nia ofi­cial del co­mi­sa­rio. En­fi­ló la E-22. Cir­cu­ló rá­pi­do, como rá­pi­do su­ce­de­ría todo en su vida a par­tir de en­ton­ces. Co­mie­ron, ne­go­cia­ron con la po­li­cía lo­cal y pu­sie­ron rum­bo a casa de los sue­cos. Para lle­gar has­ta allí, de­ja­ron atrás la cur­va de La Azohía, un pue­blo pes­que­ro fre­cuen­ta­do por el tu­ris­mo, que con­ser­va­ba un pun­to de so­sie­go. A la iz­quier­da de la ca­rre­te­ra, las pal­me­ras acom­pa­ña­ban la lí­nea de cos­ta, con sus pla­yas de are­na fina y sus aguas cris­ta­li­nas. Ele­na se sin­tió le­jos del ve­rano en el co­che del co­mi­sa­rio, que pa­re­cía una ne­ve­ra con el aire acon­di­cio­na­do a todo tra­po.

—¡In­ter­mi­ten­te a la de­re­cha! —or­de­nó Leal—. Esta es la ur­ba­ni­za­ción El Pi­nar de San Gi­nés, don­de ve­ra­nean los sue­cos. ¡Apar­que aquí! —La so­bre­sal­tó—. ¡Cui­da­do con el Seat! Es de un guar­dia ci­vil re­ti­ra­do. Paco Sáez, un buen tipo.

La ins­pec­to­ra bajó del co­che con el uni­for­me con­ge­la­do. Se en­ca­jó las ga­fas de sol y se pre­pa­ró para ha­blar en in­glés. Su pa­dre, el abo­ga­do Jo­sep Rius, qui­so que lle­va­ra la lí­nea in­ter­na­cio­nal del bu­fe­te de la fa­mi­lia y la for­mó a con­cien­cia des­de pe­que­ña. A los vein­te años, Ele­na ob­tu­vo el Cer­ti­fi­ca­do Pro­fi­ciency, pero a los trein­ta no lle­va­ba nin­gu­na lí­nea de ne­go­cio en el bu­fe­te.

Nils Åker­man los es­pe­ra­ba con Axel jun­to al muro blan­co que ro­dea­ba su cha­lé. Vio lle­gar a su co­le­ga, Héc­tor Leal, pero solo se fijó en Ele­na. Ella se qui­tó las Avia­tor y fijó el ver­de in­ten­so de su mi­ra­da en el co­lor vio­le­ta de los he­ma­to­mas del niño. Nils qui­so acla­rar aque­llo, pero tuvo que es­pe­rar a las pre­sen­ta­cio­nes.

Nice to meet you —sa­lu­dó Ele­na sin re­ti­rar la vis­ta de Axel.

Do you speak En­glish? —Nils es­ta­ba an­sio­so por des­pe­jar las du­das del es­ta­do de su hijo—. Yo sé uno poco es­pa­ñol. Mar­ga­re­ta, más bueno. —Y pasó a jus­ti­fi­car ante Ele­na los mo­ra­dos de Axel—. Es he­mo­fí­li­co —dijo en in­glés—. Se le ha­cen he­ma­to­mas con los po­rra­zos.

Ele­na ten­dió las ma­nos a Axel y el niño no tar­dó en irse con ella. Con las ex­pli­ca­cio­nes de Nils y con el pe­que­ño en bra­zos, em­pe­zó a sen­tir­se me­jor. Tres dia­bli­llos ru­bios lle­ga­ron em­pu­ján­do­se. Mar­ga­re­ta dis­per­só el al­bo­ro­to. El en­cuen­tro del gru­po se des­do­bló. En el jar­dín se que­da­ron Nils Åker­man y Héc­tor Leal. A la casa en­tra­ron Ele­na, con Axel pe­ga­do a sus ta­lo­nes, y Mar­ga­re­ta, con la cara pe­ga­da al mó­vil.

Åker­man y Leal se pu­sie­ron al día de sus asun­tos en la po­li­cía y tra­ta­ron por en­ci­ma al­gu­nos te­mas per­so­na­les.

—Mu­chos do­lo­res de ca­be­za me dan los nue­ve, Nils. El ma­yor me ha sa­li­do pe­rro­flau­ta. ¿Qué tal en Ös­ter­sund?

—A Mar­ga­re­ta le cues­ta la vida allí, muy dura en la in­vier­na. Está ner­vio­sa. Dice que le pier­do co­sas o se las cam­bio de si­tia.

—¿Y qué pier­des?

—Nada. Todo está en su lu­gar. Es ella, que cam­bia y no se acuer­da. Y dice que soy mí, que en casa no hay fan­tas­mos.

Am­bos po­li­cías con­ti­nua­ron ha­blan­do de de­li­tos, Nils ha­cien­do un es­fuer­zo con el es­pa­ñol. Por con­tra, Mar­ga­re­ta se em­plea­ba con el idio­ma ante una Ele­na im­pre­sio­na­da por la co­rrec­ción de sus ex­pre­sio­nes. Las mu­je­res con­ver­sa­ron en la co­ci­na acer­ca de todo me­nos de re­ce­tas.

—¿Es­tás ca­sa­da? —pre­gun­tó Mar­ga­re­ta tras con­sul­tar por enési­ma vez su mó­vil.

—No. Te­nía pa­re­ja has­ta hace poco, pero no fun­cio­nó.

—¿Es­ta­bas enamo­ra­da?

—Sí.

—¿Lo es­tás pa­san­do mal?

—Bas­tan­te.

—Lo sien­to —sonó cá­li­da—. Oye, el jue­ves es mi cum­plea­ños. —Qui­so ani­mar­la—. ¿Lo ce­le­bras con­mi­go?

—No es­toy para fies­tas. —La ins­pec­to­ra pre­ten­dió es­qui­var el com­pro­mi­so—. Se­gu­ro que te lo pa­sa­rás me­jor con Nils.

—¡No! Es muy abu­rri­do. Me­jor que se que­de con los ni­ños.

Ele­na en­vi­dió la ale­gría de aque­lla mu­jer ru­bí­si­ma y gua­pí­si­ma, di­ver­ti­da y sin com­ple­jos. De­ci­dió que ce­le­bra­ría el cum­plea­ños con ella.

El co­mi­sa­rio irrum­pió en la co­ci­na.

—Rius, he in­vi­ta­do a Nils a la co­mi­da con Pa­blo To­rres. ¡Ven­drá us­ted a re­co­ger­lo!

Eran las seis en pun­to en San Gi­nés.

9. El diario

4 de ju­lio de 2016. Ös­ter­sund, Sue­cia

A las seis en pun­to, en Ös­ter­sund, no ha­bía ni un alma en torno a la casa de los Åker­man. In­tro­du­jo la lla­ve en la ce­rra­du­ra y en­tró. Em­pe­zó a exa­mi­nar las ha­bi­ta­cio­nes en un ri­tual de des­pe­di­da, re­cor­dan­do cómo co­no­ció al niño. Des­pués de lo que pasó, sin­tió un víncu­lo es­pe­cial con aquel án­gel de ri­zos do­ra­dos y qui­so es­tar cer­ca de él.

Le fue tan fá­cil ha­cer­se con las lla­ves de los Åker­man como des­apa­re­cer de sus vi­das sin le­van­tar sos­pe­chas. Em­pe­zó si­guien­do a Axel. Cuan­do supo sus há­bi­tos y los de la fa­mi­lia, co­men­zó a en­trar en el do­mi­ci­lio. Fue ave­ri­guán­do­lo todo so­bre la vida del pe­que­ño. Pudo es­tar en su ha­bi­ta­ción, to­car su ropa, te­ner en las ma­nos sus ju­gue­tes, oler sus pe­lu­ches, apun­tar bien la mar­ca y la do­sis de sus me­di­ci­nas.

En uno de los re­gis­tros dio con el dia­rio de Mar­ga­re­ta. A tra­vés de un re­la­to di­rec­to ac­ce­dió a la in­ti­mi­dad de la mu­jer y a las mi­se­rias del po­li­cía. Le afec­tó pro­fun­da­men­te des­cu­brir el modo en que Axel fue con­ce­bi­do. Fo­to­gra­fió cada una de las pá­gi­nas para re­cor­dar que todo aque­llo ha­bía su­ce­di­do real­men­te. Du­ran­te su úl­ti­ma vi­si­ta a la casa, re­le­yó al­gu­nos frag­men­tos:

Vuel­ve cada no­che apes­tan­do a whisky. Hoy me ha ame­na­za­do con que pue­de fo­llar­se a la de Ho­mi­ci­dios. Se ha mas­tur­ba­do y me ha obli­ga­do a tra­gar­me el se­men.

Ya no le gus­ta lo que ha­ce­mos en la cama. Las mu­je­res con las que va le han en­se­ña­do a prac­ti­car el sexo duro. Me ha amor­da­za­do. Me ha es­po­sa­do y me ha em­bes­ti­do solo para ha­cer­me daño. Se ha co­rri­do y ha se­gui­do be­bien­do.

Dice que mi culo no le da pla­cer por­que me que­jo. Pero es que me pe­ne­tra como un sal­va­je y sien­to que me voy a rom­per. Me he com­pra­do un con­so­la­dor para el ano, para acos­tum­brar­me a esas sen­sa­cio­nes ex­tra­ñas. No sé qué ha­cer para que no se ale­je de mí.

Se ha vuel­to loco por el sexo anal. Nada que no sea eso le deja sa­tis­fe­cho. Me ase­gu­ra que no ne­ce­si­ta ir con pros­ti­tu­tas, que mu­chas mu­je­res quie­ren que se las fo­lle así. A mí me obli­ga a ha­cer­lo.

Es­toy em­ba­ra­za­da. No quie­ro dar­le otro hijo. Me voy con mis pa­dres a Hel­sing­borg. Pien­so abor­tar. No quie­ro que el bebé que lle­vo den­tro co­noz­ca a la bes­tia de su pa­dre. No quie­ro que sepa que fue fru­to de sus ve­ja­cio­nes. Qui­zás no lo fue­ron por­que yo siem­pre in­ten­té com­pla­cer­lo, pero no lo con­se­guí.

No pudo se­guir le­yen­do. Ya sa­bía lo que ve­nía des­pués. El de­rrum­be de Nils y su arre­pen­ti­mien­to. La reha­bi­li­ta­ción del al­coho­lis­mo. Sus vi­si­tas a la igle­sia. Un es­fuer­zo co­lo­sal para re­cu­pe­rar a Mar­ga­re­ta. El per­dón de ella. El niño en­fer­mo como ex­cu­sa para su re­con­ci­lia­ción. Y el fra­ca­so de sus vi­das en la se­gun­da opor­tu­ni­dad que se die­ron.

—Axel no de­bió na­cer en esta casa —sen­ten­ció.

Echó un úl­ti­mo vis­ta­zo a la ha­bi­ta­ción del ma­tri­mo­nio. Abrió la me­si­ta de no­che don­de sa­bía que el po­li­cía guar­da­ba una pis­to­la rusa. La vio y se sin­tió ame­na­za­do.

10. El huérfano de Pablo Torres

19 de ju­lio de 2016. Car­ta­ge­na, Es­pa­ña

Ha­cía dos se­ma­nas que Ele­na ha­bía co­no­ci­do a los Åker­man. La ce­le­bra­ción del cum­plea­ños de Mar­ga­re­ta re­sul­tó muy di­ver­ti­da para las dos mu­je­res. Des­de en­ton­ces, ha­bía vi­si­ta­do a la fa­mi­lia con fre­cuen­cia. Ha­bía con­ge­nia­do bas­tan­te con el ma­tri­mo­nio. In­clu­so la ha­bían ani­ma­do a via­jar a Sue­cia en sus va­ca­cio­nes.

Aquel mar­tes, a la ins­pec­to­ra Rius le cun­dió el tra­ba­jo. Or­ga­ni­zó una rue­da de pren­sa para que Leal in­for­ma­ra so­bre la des­ar­ti­cu­la­ción de una red es­pe­cia­li­za­da en fal­se­dad do­cu­men­tal. Lue­go tuvo que sa­lir vo­lan­do para re­co­ger a Nils y lle­var­lo a la co­mi­da en el res­tau­ran­te Sa­cro­mon­te, don­de el pin­tor Pa­blo To­rres pre­sen­ta­ba a los me­dios uno de sus cua­dros, de­di­ca­do a la Po­li­cía Na­cio­nal.

El caso de To­rres re­sul­ta­ba ex­cep­cio­nal. Na­ció con una hi­dro­ce­fa­lia que le ge­ne­ró una dis­ca­pa­ci­dad. A tra­vés del arte, en­con­tró una for­ma de ex­pre­sar­se que es­ta­ba con­quis­tan­do al mun­do. Era un ge­nio del di­bu­jo y la pin­tu­ra. En la co­mi­da con la pren­sa, Pa­blo des­ta­pó su obra en ho­nor al pa­trón de la Po­li­cía: los San­tos Án­ge­les Cus­to­dios. Un niño, que re­pre­sen­ta­ba a un huér­fano, sos­te­nía en­tre sus ma­nos la go­rra del uni­for­me de su pa­dre, fa­lle­ci­do en acto de ser­vi­cio. To­dos los pre­sen­tes que­da­ron cons­ter­na­dos con la tris­te­za de aquel huér­fano.

Muy le­jos de allí, otro huér­fano se en­fren­ta­ba a so­las con su pro­pia trsi­te­za.

11. El otro huérfano

26 de ju­lio de 2016. Kalv­träsk, Sue­cia

Él tam­bién era huér­fano. Es­ta­ba de pie, jun­to a la ven­ta­na, con la mi­ra­da per­di­da en el bos­que. Pa­re­cía El geó­gra­fo de Ver­meer. No sos­te­nía un com­pás en la mano, como el per­so­na­je del lien­zo, pero sí te­nía al­gún cálcu­lo im­por­tan­te en la men­te. Sal­dría del país con el niño a me­dia­dos de oc­tu­bre, an­tes de que la nie­ve blo­quea­ra los ca­mi­nos. Se sen­tó en la me­ce­do­ra y se be­bió una bo­te­lla de Żu­brów­ka. La eva­sión le jugó una mala pa­sa­da. Cher­nó­bil.

***

El gran es­truen­do rom­pe sus sue­ños y aca­ba con ellos para siem­pre. Cree que el cie­lo está ex­plo­tan­do. Oye gri­tar a sus pa­dres.

—¡Les­ya, mu­jer, tie­nes que lle­var­te al niño!

—¡No nos mar­cha­re­mos sin ti, Igor!

—Con­du­ce has­ta Ode­sa sin pa­rar. No ha­bles de lo que pasa aquí.

El in­cen­dio se ve des­de los bal­co­nes. La cen­tral nu­clear de Cher­nó­bil está ar­dien­do.

—Papá, ten­go mie­do.

—¡Apár­ta­te de ahí! ¡No te aso­mes!

El in­ge­nie­ro Igor So­lo­nen­ko arran­ca a su hijo de la ven­ta­na.

—¿Por qué te vis­tes, papá? —pre­gun­ta el niño asus­ta­do.

—My­ko­la, me ten­go que ir. Vo­so­tros vais a Ode­sa con los abue­los.

La es­po­sa del in­ge­nie­ro se tira al sue­lo de ro­di­llas.

—¡Por fa­vor, no nos de­jes so­los!