Título: La mecedora
© Anna Hernández, 2019
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: abril 2019
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A mi hija y a mi padre.
A mis fuentes.
A todas las personas que me han ayudado.
A España y a Suecia.
Y, muy especialmente, a Ucrania, con todo mi amor.
La oscuridad lo envuelve en la ceguera de la habitación que había sido su refugio. Ahora, la estancia solo acoge el horror de alguien desnudado por la muerte y dominado por las sombras. En silencio, llora mientras balancea en la mecedora a un niño inerte, que parece de trapo. Acaricia los rizos del pequeño despacio, como si temiera despertarlo. Sin esos rizos dorados, para él no habrá esperanza.
El negro profundo de la noche se transforma en un espectro que va engullendo el alma de la criatura.
—Mi niño, no te vayas. No me dejes, ángel mío.
No le cabe la pena dentro. No le alivia el llanto. Sí la venganza. La matará. Y a él, también.
No es consciente del tiempo que permanece balanceándose entre cuatro paredes, atrapado por la crueldad de un dolor que no le da tregua. En la distancia, oye voces que se acercan. Se aferra al cuerpecito. Lo mece con fuerza. Se levanta ahogado en sollozos. Entona una nana sin letra. El tarareo lo conduce al abismo. Las voces le dicen que deben enterrar al niño. Se lo arrancan de los brazos. Su cordura se quiebra. No está loco. Es un asesino.
* * *
Transcurre un periodo corto hasta el día del castigo. Va a buscarla a la casa del bosque. La asombra con su presencia. Le toma una mano. Le pide paso. Caminan hacia el salón. Él, ganando terreno. Avanzando. Ella, perdiéndolo. Retrocediendo. Le desabrocha la camisa lentamente, recreándose en los detalles. Su piel tiritando por el frío. El perfume a flores de su pelo. El eco de falsas palabras de amor. Se pregunta si estará consiguiendo excitarla. Imagina el goteo en su vulva lasciva y el asco lo revuelve por dentro. Disimula. Finge el deseo. Sigue escondiendo su verdad tras unos gestos seductores y embusteros.
La tiene delante con los senos descubiertos, pero él fija la mirada en el cuello. Se sitúa a su espalda. Musita algo en su oído. La inmoviliza. Un cosquilleo de acero roza la yugular de la mujer. La mano experta no duda. La punta del cuchillo se hinca en la vena. Alcanza la arteria. Saja el cuello. Todo se vuelve rojo. Huele a hierro. Él canta. Ella se va muriendo.
Lo ve entrar en la casa. Aprovecha su desconcierto por el degüello. Lo derriba de un golpe en la nuca. Pisa sus gafas. Lo deja ciego. Hace jirones su uniforme. Lo destroza a patadas. En la cara. En los genitales. En el pecho. Lo estira en la mesa seminconsciente. Lo ata al tablero. Lo torturará de tres maneras distintas. Una por cada año del pequeño.
Anuncia el primer dictamen:
—Nunca más tocarás a un bebé.
Se concentra. Con diez seccionamientos le amputa los dedos.
Otra sentencia insinúa el segundo grado del martirio:
—No mirarás más a un ángel.
Acerca el cuchillo a sus ojos. Se lo hinca en uno. Se lo hinca en el otro. Le escupe. Canta. Para. Canta más. Acaba. Proclama el fallo final:
—Jamás volverás a desatender a un niño.
Empuña el mango del cuchillo de caza. Lo hunde hasta el fondo del corazón de su presa. Lo saca y lo hunde de nuevo. No cuenta las veces que arremete contra su vida para alcanzar el consuelo.
Se instala en la calma mirando a los muertos.
Empieza de cero. Se ducha. Se pone ropa nueva. Coge su bolsa de viaje. Enciende tres velas. Abre el gas. Espera al fuego. Cuando todo arde, emprende la carrera.
Noche desabrida. Hiel abierta. Va contra reloj. El tiempo vuela. Por mucho que corra, no puede escapar de su tristeza. Llora. Corre. Llora más. Corre más. Jadea. Jadea más. Lleva la muerte del niño clavada en su alma. Aúlla. Aúlla más. Es un lobo herido.
20 de febrero de 2014. Östersund, Suecia
Su hijo era inspector de policía y había hecho cosas feas, pero no como las que veía en la televisión. La patada de un hombre uniformado impactaba en un civil que yacía en el suelo. Un batallón de pies despavoridos desfilaba por encima del cadáver, pisoteando su último aliento. Los pasos corrían en estampida huyendo de la masacre que provocaban los francotiradores desde los tejados de los edificios. Los cuerpos de las víctimas iban desplomándose en el asfalto bajo una lluvia de tiros traicioneros. Disparos. Derribos. Sangre. Muerte. Miedo.
Las imágenes de los informativos se colaban en los hogares del mundo para mostrar lo que sucedía en Ucrania, en la Revolución del Maidán. El dantesco espectáculo encogió el corazón del señor Åkerman. El anciano se encontraba a tres mil kilómetros de distancia de aquello. Estaba en su apartamento de la calle Prästgatan, en Östersund, una ciudad de la provincia de Jämtland, situada en el centro de Suecia. A esas horas ya había cenado y miraba las noticias en la SVT, pasmado ante los acontecimientos que se producían en el corazón de Europa.
La televisión pública sueca exponía la brutalidad de la violencia en Kyiv. Contaban que, aquel jueves, los manifestantes volvían a ocupar la Plaza de la Independencia para denunciar la corrupción del país y reivindicar un acercamiento a Europa. Durante meses, las protestas se habían mantenido vivas en las calles. La represión había ido en aumento hasta alcanzar su punto álgido con la intervención de francotiradores.
El señor Åkerman se estremeció con la realidad de aquel pueblo del este. Pensó que, por suerte, su hijo era policía en Suecia, un país del norte, más tranquilo. Un estallido lo sobresaltó cuando sonaron a la vez la campana del reloj de pared y el timbre del teléfono.
—Åkerman —contestó el viejo.
—Papá, soy yo. ¿Cómo estás?
—Mal, Nils. Uno no puede encontrarse bien con todo lo que pasa.
—No te entiendo, papá. Oigo una batalla campal de fondo.
El señor Åkerman apagó el televisor. El comedor quedó en un silencio salpicado por el tictac del reloj de cuerda.
—Hijo, qué carnicería la de Ucrania. ¡Hay francotiradores en Kyiv!
—Papá, no debes excitarte tanto.
—No te preocupes por mí. Dime, ¿has tenido alguna recaída?
—No. Volveré con Margareta y los niños. Nos veremos pronto y hablaremos de tus asuntos.
—No empieces con la cantinela de que me atiendan los Servicios Sociales. No quiero a esos funcionarios en casa.
—Me preocupo por ti.
—Pues no debes, hijo.
El señor Åkerman cortó la llamada y se sumergió en su butaca.
—¡Francotiradores disparando a la población! —hablaba solo—. A saber quién los manda. ¡No me fío de los rusos ni de los americanos ni de Europa! Nosotros, siempre en medio de sus guerras —cambió de tema—. Nils, eres lo mejor de mi vida, a pesar de lo que hayas hecho. Qué orgulloso estoy de ti. Mi hijo, inspector de policía en esta ciudad enterrada en la nieve. Ese ha sido el problema con tu mujer. Ella es del sur, es de Skåne, casi más danesa que sueca. Pero qué guapa es nuestra Margareta, siempre riendo y contenta, siempre de Skåne antes que sueca. Y tú, siempre serio y amargado. Sé que te pasan cosas feas.
Un ataque de tos frenó el parloteo del señor Åkerman y sus acertadas intuiciones. Como pudo, se apoyó en los brazos de la butaca para ponerse en pie sin quebrarse las rodillas. Puso la televisión y se trasladó de nuevo a Ucrania.
El ambiente en Kyiv había empeorado. Así lo mostraba una secuencia de planos vestidos con música dramática. Barricadas de neumáticos. Coches llenos de agujeros provocados por impactos de bala. Un ataúd desfilando entre los manifestantes por la Plaza de la Independencia. Varios incendios. Una casa ardiendo en las afueras. Y otra en el bosque. Con las cenizas de una vivienda destruida por las llamas, acabó el resumen especial del Maidán en la SVT.
28 de febrero de 2014. Helsingborg, Suecia
Oraba frente al mar: «Dios mío, le hice tanto daño». Se quitó las gafas. «Ayúdame, Señor. No permitas que la destruya de nuevo».
El inspector de policía Nils Åkerman combatía sus remordimientos rezando. Pretendía conectar con la persona que fue antes del derrumbe, pero ya no la encontraba dentro de sus tormentos. Por debajo de aquello, continuaba abierto el primero de sus capítulos negros, donde la vida se le fue a pique por culpa de una pistola.
En el paseo marítimo de Helsingborg el amanecer era gris. Nils permanecía inmóvil, con las manos en los bolsillos del abrigo y la vista fija en el estrecho de Öre. Llevaba cuatro meses en Skåne, a más de mil kilómetros de su ciudad natal, Östersund, intentando salvar su matrimonio del naufragio que él mismo había provocado. Añoraba a su padre. Se le empezaba a hacer cuesta arriba no poder escuchar casi a diario las toses del viejo ni sus maldiciones. El inspector también estaba deseoso de reincorporarse al trabajo tras la excedencia. Echaba de menos enfundarse el uniforme y volver a las rutinas de los policías en el norte de Suecia. Apartó a un lado sus anhelos y empezó a caminar impulsado por el viento. Desde el paseo marítimo, siguió por la calle Drottningatan hasta alcanzar el edificio de sus suegros, frente al parque de Margaretaplatsen. Buscó las llaves. Tardó en encontrarlas. Le costó entrar en el inmueble, pero más aún, salir de su amargura. Subió las escaleras a pie, huyendo del pasado. Al abrir la puerta del piso, se topó con el presente. Las regañinas de su mujer, Margareta. La algarabía de sus tres hijos, Elias y los gemelos, Oscar y Leo. Y el reposo de su bebé.
El matrimonio entró en la habitación donde Axel crecía en sueños. Al niño, de cuatro meses, le han diagnosticado una hemofilia tipo A, de grado leve. Los médicos les aseguraron que podría llevar una vida normal, pero que debían tener más cuidado con los golpes y los cortes, puesto que costaría parar sus sangrados por la falta de factor coagulante. Margareta conocía bien la enfermedad porque era portadora, y su padre, afectado. Sabía cómo actuar. Sin embargo, la noticia cayó como una losa sobre Nils. A pesar de ser una patología hereditaria que transmitía la madre, el inspector se torturaba asociando la vulnerabilidad de su hijo a la forma en que fue concebido. Solo él era responsable de eso. Margareta había entendido que jamás podría redimirlo de su propia condena. Ella supo pasar página de aquel episodio, pero él continuaba anclado en lo destructivo. No estaba segura de que las cosas pudieran volver a funcionar entre los dos, pero cuando Nils la miraba a través de los cristales de sus gafas, la tristeza de sus ojos se apoderaba de su corazón femenino y deseaba que volviera a ser su marido.
Nils cogió al bebé en brazos y rompió el silencio de las dudas.
—En Östersund hará mucho frío, pero sabré recompensaros.
—¿Ah, sí? —Se sorprendió Margareta—. ¿Cómo?
—Con vacaciones en España —anunció—. He estado buscando destinos que no fueran Málaga o Alicante. Aquello está plagado de suecos. No serán tan aburridos como yo, pero a ti te gusta más el humor de los españoles. Iremos a Cartagena.
28 de febrero de 2014. Ávila, España
Cartagena iba a ser su destino, pero en aquellos momentos estaba en Ávila, con treinta y nueve grados de fiebre. «Con lo que me ha costado llegar hasta aquí… hasta muerta me hubiera presentado… es solo un virus», se dijo.
Elena Rius i Bastida siempre quiso ser policía. Con un terrible mareo, se preparaba para formar en fila en la Escuela Nacional de Policía. Iba a convertirse en inspectora. Ningún miembro de su familia la acompañaba en el acto, pero entre el público había personas queridas. El inspector jefe Francisco Lara; su compañera de carrera, la jueza Laia Martí; y sus amigos de Televisión Española, Vinyet y Xavier.
La felicidad no le cabía en el uniforme. La falda recta le estilizaba la figura. Alta, atractiva y musculada. Miss Cataluña en la comisaría de Cartagena. Así la llamaban sus compañeros. Desubicada, ambivalente y hermética. Así se veía Elena.
Creció siendo «la diferente» en su familia. «La preferida» para su padre. «La especial» para su madre. «La pequeña» para sus hermanos. «La rara» para sus hermanas mellizas. Nunca pudo comportarse como ellas. Acicaladas y serias, exhibían su estilo y su clase. A Elena no le iba lo de mantener las formas de la alta burguesía catalana, sino alejarse de ese mundo para dar rienda suelta a su propia complejidad. Para bien o para mal, siempre destacaba entre los Rius i Bastida, y no quería. No los echaba de menos ni sufría por estar alejada de ellos.
Se centró en la ceremonia. Tras dos años en la Escuela Nacional de Policía de Ávila y siete meses de prácticas en la comisaría de Cartagena, por fin había llegado a una de las filas de los inspectores que estaban a punto de jurar su cargo. Todos formaban parte de la XXV promoción de la escala ejecutiva del cuerpo. Un año más, el polideportivo de la escuela se habilitó como escenario para el acto. Flores y banderas lo vestían de color. El público abarrotaba las gradas. Autoridades políticas, policiales, académicas y militares entregarían los títulos en mesas engalanadas. Los diplomas tenían la consideración de Máster Universitario del Ministerio de Educación. Los daban en mano comisarios principales y comisarios que ostentaban los máximos cargos en la Junta de Gobierno de la Policía Nacional, en la escuela y en la Comisaría Provincial de Ávila. Elena sí que se identificaba con aquellas normas.
La vida de más de doscientos hombres y mujeres de la Policía Nacional cambiaría con la jura de su cargo. Firmes y alineados, formaban en perfecta armonía. Pocas faldas rompían el patrón de pantalones. Una era la de Elena. Su figura emergía con elegancia, realzada por la gorra y el color azul marino del uniforme de gala. De repente, la mesa de las autoridades hacia la que tendría que desfilar le pareció inalcanzable.
La ceremonia comenzó con el recuerdo a los compañeros fallecidos en acto de servicio. Un grupo de policías depositó una corona de flores en su honor ante el Ángel de la Guarda, patrón del cuerpo. Empezó la entrega de títulos. Cuando le tocó el turno a la fila de Elena, caminó segura hacia la mesa, que entonces se le antojó muy cercana. No sintió los efectos del virus. El comisario principal le tendió el título. No quiso que el diploma se le escurriera de la mano, enfundada en un guante blanco que la dejaba sin tacto. Pinzó el papel con los dedos para que no echar por tierra lo que tanto le había costado.
Regresó con la fila a su puesto. Cuando los inspectores recibieron el gesto del mando superior, lanzaron sus gorras al aire y estalló el júbilo.
28 de febrero de 2014. Estocolmo, Suecia.
Entró al país en un transbordador procedente de Polonia. Muchos polacos subieron con él en Gdynia y, tras once horas de viaje, el ferri de Stena Line los dejó en Karlskrona, al sureste de la costa sueca. Cogió un tren buscando una ciudad para quedarse. Esa ciudad no sería Estocolmo, donde se bajó. Pasado un tiempo, iría al norte.
Ante su mirada se desplegaba el lago Mälar. Caminaba por Djurgården, la isla verde, aunque en invierno aparecía cubierta de hielo. Pasó junto al Museo de Biología. Un camino a la derecha le despertó un interés inconsciente. Tomó el sendero y llegó hasta la puerta de hierro forjado de la Embajada de España. No conocía a nadie de ese país. Dio media vuelta y prosiguió su recorrido.
Llevaba algún dinero. Su documentación decía que se llamaba Łukasz Górski y que era polaco. Hablaba inglés, pero quería aprender sueco. Tenía una carrera, aunque no podía demostrarlo. Pronto descubriría que su experiencia profesional estaba muy solicitada en Suecia.
En los primeros días en Estocolmo se estaba permitiendo un capricho excéntrico hospedándose a bordo del Af Chapman, un barco velero de tres palos convertido en albergue. Atracado en la orilla meridional de la isla de Skeppsholmen, frente al Palacio Real, el buque le ofrecía un escenario ideal para el inicio de una vida como viajero. Sus camarotes de madera olían a salitre y a brea. En once metros cuadrados había seis literas. Debía compartir el baño. Sus escrúpulos, rigurosos en lo tocante a la higiene, lo violentaban. Para tranquilizarse, solía contemplar el Mälar. Llamaba a la calma musitando una canción de Игорь Корнелюк. La ciudad que no existe.
…Día tras día, perdiéndome por el camino.
Voy a esa ciudad que no existe…
¿Quién me dice lo que me depara el destino?
Puede que sea algo que no debería saber.
Y es posible que después de muchos años perdidos
yo encuentre esa ciudad que no existe…
En una ciudad que ya no existía nació él.
Un año después. 28 de febrero de 2015. Östersund, Suecia
La comisaría de Östersund estaba desierta. Nils Åkerman había convertido un sábado tranquilo en una jornada de quehaceres inventados. Oyó unos tacones lejanos. Eran inconfundibles. Ligeros como ella. La inspectora de Homicidios Ann-Marie Jonsson asomó su melena rubia por la puerta.
—Nils, ¿qué haces aquí?
—Trabajar.
—Embustero.
—¿Y tú, inquisidora?
—Deprimirme, pero no por ti.
—Mejor. —Se quitó las gafas.
—Ven aquí, soberbio.
Los dos policías se abrazaron. Tiempo atrás habían compartido mucho alcohol y mucho sexo. Ella supo poner freno; él, no. Ann-Marie se hundió en la desesperación por no poder tenerlo. Nils fue directo a su declive. Aquel episodio quedaba ya muy lejos.
—Vete a casa, Nils. O sal de ella.
—Todo va bien, Ann-Marie.
—No me mientas y llámame si necesitas algo.
—¿Para qué? Ya sabes cómo acabaríamos.
Ann-Marie abandonó el despacho. Nils remoloneó ordenando papeles para evitar coincidir con ella en el pasillo. Al coger el abrigo, la vista se le fue a la Biblia que tenía en la mesa.
«Perdóname, Señor. Sabes que me esfuerzo».
De la Biblia desvió la mirada hacia una foto enmarcada, donde estaba él con Axel. Había crecido mucho en un año.
Al salir de la comisaría, la calle Fyrvallavägen y la nieve lo estaban esperando. El blanco nuclear lo motivó a mejorar sus tiempos para el clásico sueco. En 2015 quería completar las cuatro carreras de la prueba: esquí de fondo, bicicleta, natación y atletismo. Llegó conduciendo al Östersunds Skidstadion, aparcó y sacó los esquís del maletero. Entrenó como si lo persiguiera la desesperación. Cuando terminó, fue a recoger a su padre para llevarlo a comer a casa.
Margareta los esperaba batallando con los niños y distrayéndose con alguien en su móvil. Cuando el señor Åkerman y Nils llegaron, tuvo que apartarse de Cris, ese alguien que se estaba convirtiendo en su mundo. Abrazó a su suegro con una calidez poco frecuente en Östersund y, con la ayuda de Nils, empezó a preparar las albóndigas para el almuerzo.
—Abuelo, ¿qué tal la ayuda a domicilio? —preguntó ofreciéndole un trozo de queso.
—Me tratan como si fuera inútil, Margareta —gruñó el viejo—. Cada día tengo que ver a esos enfermeros. Me obligan a comer lo que no me gusta. Me ordenan las cosas y no encuentro nada. ¡Hasta se meten conmigo en la ducha!
Nils había conseguido que su padre aceptara los servicios de asistencia que el municipio ofrecía a las personas dependientes para que estuvieran atendidas en casa. Desde que tenía apoyo, había mejorado su calidad de vida, aunque no su humor.
La comida de los Åkerman transcurrió divertida gracias a las impertinencias del abuelo, que comió más albóndigas de las que sus cuidadores le hubieran permitido. La familia compartió una agradable tarde de invierno, con Axel en el centro de todos los juegos.
Por aquel entonces, nadie los espiaba ni quería llevarse al niño.
28 de febrero de 2015. Cartagena y Murcia, España
Elena Rius llevaba un año como inspectora en Seguridad Ciudadana. La joven había logrado adaptarse a las convulsiones de su brigada. Su comisaría fue portada en los medios de comunicación por la detención de seis policías de la escala básica, acusados de presunta detención ilegal y presunto homicidio de un vecino del barrio de Las Seiscientas. El cadáver apareció flotando en la playa de Cala Cortina el 26 de marzo de 2014. Nada se supo de la implicación de los policías en el suceso hasta que, a principios de octubre, fueron detenidos por agentes de Asuntos Internos e ingresaron en prisión preventiva.
Cala Cortina, una pequeña playa natural a menos de cinco kilómetros de la comisaría de Cartagena, solía ser uno de los destinos de Elena para salir a correr. Desde la detención de sus compañeros, dejó de serlo. El caso originó un cataclismo en la comisaría. Cambiaron al comisario y reestructuraron todas las brigadas. A ella no la relevaron en su puesto, pero le asignaron una nueva función. El comisario entrante la nombró portavoz. La inspectora tuvo que manejar el ansia de carnaza de los periodistas sobre el caso Cala Cortina. Sin embargo, sus mayores dolores de cabeza le sobrevinieron con su nuevo jefe, Héctor Leal.
En el pasado, un idealismo romántico de la profesión la llevó a imaginarse investigando grandes casos. La realidad se había encargado de endosarle responsabilidades burocráticas de despacho. Para escaparse del trabajo, Elena cogía el coche y se plantaba en Murcia. Allí se dirigía ese sábado por la autovía A-30 en su Golf gris metalizado, cansada de su día a día, de los cotilleos y del comisario.
«Estoy harta de que me llamen Miss Cataluña. ¿Tendré yo la culpa de ser catalana y guapa? Mujer, policía, joven y lista, igual a trepa para los polis de la caverna. Encima tengo que escuchar que soy gilipollas».
Así la había definido el jefe, según le contó una compañera. Si el comentario hubiera sido de otro, a Elena le hubiera resultado indiferente, pero Leal la había herido profundamente. Nada que no pudieran arreglar cuatro vodkas cooler.
Ese sábado, como todos los anteriores desde hacía tres meses, Elena no tenía intención de hablar de su profesión en la coctelería de Carlos. Conduciendo de camino al local, se dijo que podía continuar engañándose pensando que iba allí porque el barman preparaba el mejor vodka cooler de la región, o podía por fin reconocer la verdad, que estaba loca por aquel personaje que superaba la actuación de Tom Cruise en Cocktail.
Entró en Murcia y aparcó junto a la plaza Santa Isabel. Tomó la calle Vinader y fue a pie a la coctelería, situada en la misma calle. Al acercarse a la puerta, se le disparó el pulso. La abrió con mano temblorosa. Tras la barra estaba Carlos, uniformado con camisa negra. El barman la recibió sudando, no por el género barato de la camisa, sino por sus nervios. También estaba loco por ella.
—¿Vodka cooler con Żubrówka?
Elena asintió. Carlos cogió una botella y vertió el alcohol a setenta centímetros del vaso.
—¿Me contarás hoy por qué siempre tomas un vodka polaco?
—No. Lo del vodka es cosa mía.
—¿No quieres compartir nada conmigo, reina del taburete?
—Propón algo más interesante, barman.
—Unas vueltas en moto cuando cierre.
Esa noche empezaron a compartir vueltas, sexo y mentiras. Todo aquello les haría soñar con un futuro juntos. Ninguno de los dos podía imaginar que acabarían despertando en una pesadilla.
28 de febrero de 2015. Umeå, Suecia
La calefacción le hacía olvidar el frío, pero no lo demás. Łukasz Górski se cobijaba del invierno en la biblioteca del centro cultural Väven. Desde los ventanales de la sala contemplaba el río. Las aguas del Ume estaban congeladas. Él congelaba su amargura volcando las emociones en un cuaderno. Escribía pensando en su mentor, a sabiendas de que jamás podría enviarle aquellas letras.
…Anatoliy, un año en Suecia es todo lo que tengo. No estoy seguro de que pueda vivir lejos de nuestra patria. No sé para qué me sirve una vida surgida de un invento, un trabajo, un sitio donde dormir. Nada de todo eso puede compensar lo que me falta. He conocido a un anciano húngaro. Tiene almacenados montones de calmantes. Yo podría dormirlo para siempre…
Aquel anciano se cruzó fortuitamente con Łukasz Górski en Umeladen, el parque de las esculturas. El viejo caminaba tambaleándose sobre la nieve. Łukasz le ofreció ayuda. Él no tardó en engancharse a su brazo. Los dos eran extranjeros y estaban solos. Aquel día dieron el primer paseo de los muchos que compartieron en Umeladen. El anciano explicó a Górski que, en el pasado, el parque había acogido las instalaciones de un centro psiquiátrico, y que cuando se construyeron casas en la zona, a nadie le resultaba atractivo vivir allí. Un empresario sueco organizó una exposición de esculturas al aire libre y trajo obras de artistas de diferentes países. Como la experiencia fue un éxito, compró algunas y las dejó instaladas en los jardines de manera permanente. Aires nuevos llegaron al lugar.
A Łukasz le encantaba la historia de Umeladen y sus cuarenta y cuatro esculturas. Las examinaba contándolas por orden. No podía escapar de aquellas cuentas, como de pequeño tampoco podía librarse de subir enumerando los ciento noventa y dos peldaños de una escalinata que hizo de su infancia un infierno. Su escultura preferida era Nosotros, uno de los dos trabajos que el barcelonés Jaume Plensa tenía en el parque. Le cautivaba que el artista hubiera escogido letras de ocho alfabetos, entre ellos el cirílico, para dar forma a un cuerpo de acero voluminoso y hueco mediante enlaces soldados, que dejaban ver su interior vacío. La oscuridad o la luz entraban por los espacios libres que dejaban las letras. Junto al cuerpo, Łukasz se sentía atraído por un enigma que no podía definir.
Hasta finales de 2015, Górski trabajó en Umeå ejerciendo su profesión, y visitó a menudo el parque de las esculturas y la biblioteca. También una casa que el anciano húngaro tenía perdida en los bosques del norte. Allí se despidieron una madrugada.
—Sé que no eres polaco —le dijo el viejo como si conociera su pasado—. Lee esta carta.
Él lo hizo. Poco después, tuvo que cerrarle los ojos para siempre. Lo enterró clandestinamente entre los abetos y huyó de Umeå.
4 de julio de 2016. Cartagena, La Azohía, España
Lo ve agitar las botellas. Vuelan entre sus manos. Están en la coctelería, felices. Enamorados. El taburete de Elena se derrumba. Carlos corre a auxiliarla. Una mujer llega antes. La llama zorra. Quiere matarla.
El despertador arrancó a Elena de la pesadilla. Se puso en pie y fue deambulando a la terraza. Las vistas daban al muro de la cárcel de San Antón. La prisión permanecía cerrada y afrontaba un futuro incierto, como ella. Se había estrellado con Carlos. Estaba casado.
No sabía de dónde sacaría fuerzas para afrontar el día junto al comisario. Debía acompañarlo a una comida con el concejal de Seguridad y el jefe de la Policía Local para coordinar la seguridad de las fiestas de Cartagineses y Romanos. Se vistió y salió con las gafas de sol puestas. Era una fanática del modelo Aviator de Ray-Ban.
De su casa, en Luciano Martínez Roca, a la comisaría, en Menéndez Pelayo, tenía diez minutos caminando. Bajaba por la Alameda de San Antón hasta Plaza España, donde giraba a la derecha por la calle de la comisaría. El mismo recorrido de todos los días. También un día más se colocó el uniforme en el vestuario y aguardó la llamada del comisario en su despacho, contemplando la Rambla Benipila y el estadio Cartagonova. Pero aquel no sería un día más, porque conocería a los Åkerman.
Llegó la llamada del jefe.
—¡Rius, suba!
Y llegó el anuncio en su despacho.
—Comeremos en La Azohía. A la vuelta, pararemos en San Ginés para saludar a unos amigos suecos.
—¿Habla usted sueco, señor?
—¿Por qué iba a hablar una lengua minoritaria? Este matrimonio habla español, sobre todo ella. Usted use el inglés.
—¿Para qué? —La dejó perpleja con la orden.
—Para que vean que estamos preparados. Él es policía.
—¿Cómo lo conoció?
—Bañando niños en la playa. ¡Mis nueve y sus cuatro!
Antes de ir a La Azohía, pasaron por Mostacho, el bar de los policías situado frente a la comisaría. Se sentaron dentro, cada cual a lo suyo. Héctor Leal enfrascado en llamadas, y Elena mirando los relojes que colgaban de la pared. Sus manecillas marcaban las horas en distintas ciudades. San Francisco. Nueva York. Londres. Cartagena. Tokio. Sidney. «¿Cuál será mi lugar en el mundo?», se planteó. Su jefe le atropelló los pensamientos.
—Andando, Rius.
La inspectora salió de la ciudad conduciendo el Opel Insignia oficial del comisario. Enfiló la E-22. Circuló rápido, como rápido sucedería todo en su vida a partir de entonces. Comieron, negociaron con la policía local y pusieron rumbo a casa de los suecos. Para llegar hasta allí, dejaron atrás la curva de La Azohía, un pueblo pesquero frecuentado por el turismo, que conservaba un punto de sosiego. A la izquierda de la carretera, las palmeras acompañaban la línea de costa, con sus playas de arena fina y sus aguas cristalinas. Elena se sintió lejos del verano en el coche del comisario, que parecía una nevera con el aire acondicionado a todo trapo.
—¡Intermitente a la derecha! —ordenó Leal—. Esta es la urbanización El Pinar de San Ginés, donde veranean los suecos. ¡Aparque aquí! —La sobresaltó—. ¡Cuidado con el Seat! Es de un guardia civil retirado. Paco Sáez, un buen tipo.
La inspectora bajó del coche con el uniforme congelado. Se encajó las gafas de sol y se preparó para hablar en inglés. Su padre, el abogado Josep Rius, quiso que llevara la línea internacional del bufete de la familia y la formó a conciencia desde pequeña. A los veinte años, Elena obtuvo el Certificado Proficiency, pero a los treinta no llevaba ninguna línea de negocio en el bufete.
Nils Åkerman los esperaba con Axel junto al muro blanco que rodeaba su chalé. Vio llegar a su colega, Héctor Leal, pero solo se fijó en Elena. Ella se quitó las Aviator y fijó el verde intenso de su mirada en el color violeta de los hematomas del niño. Nils quiso aclarar aquello, pero tuvo que esperar a las presentaciones.
—Nice to meet you —saludó Elena sin retirar la vista de Axel.
—Do you speak English? —Nils estaba ansioso por despejar las dudas del estado de su hijo—. Yo sé uno poco español. Margareta, más bueno. —Y pasó a justificar ante Elena los morados de Axel—. Es hemofílico —dijo en inglés—. Se le hacen hematomas con los porrazos.
Elena tendió las manos a Axel y el niño no tardó en irse con ella. Con las explicaciones de Nils y con el pequeño en brazos, empezó a sentirse mejor. Tres diablillos rubios llegaron empujándose. Margareta dispersó el alboroto. El encuentro del grupo se desdobló. En el jardín se quedaron Nils Åkerman y Héctor Leal. A la casa entraron Elena, con Axel pegado a sus talones, y Margareta, con la cara pegada al móvil.
Åkerman y Leal se pusieron al día de sus asuntos en la policía y trataron por encima algunos temas personales.
—Muchos dolores de cabeza me dan los nueve, Nils. El mayor me ha salido perroflauta. ¿Qué tal en Östersund?
—A Margareta le cuesta la vida allí, muy dura en la invierna. Está nerviosa. Dice que le pierdo cosas o se las cambio de sitia.
—¿Y qué pierdes?
—Nada. Todo está en su lugar. Es ella, que cambia y no se acuerda. Y dice que soy mí, que en casa no hay fantasmos.
Ambos policías continuaron hablando de delitos, Nils haciendo un esfuerzo con el español. Por contra, Margareta se empleaba con el idioma ante una Elena impresionada por la corrección de sus expresiones. Las mujeres conversaron en la cocina acerca de todo menos de recetas.
—¿Estás casada? —preguntó Margareta tras consultar por enésima vez su móvil.
—No. Tenía pareja hasta hace poco, pero no funcionó.
—¿Estabas enamorada?
—Sí.
—¿Lo estás pasando mal?
—Bastante.
—Lo siento —sonó cálida—. Oye, el jueves es mi cumpleaños. —Quiso animarla—. ¿Lo celebras conmigo?
—No estoy para fiestas. —La inspectora pretendió esquivar el compromiso—. Seguro que te lo pasarás mejor con Nils.
—¡No! Es muy aburrido. Mejor que se quede con los niños.
Elena envidió la alegría de aquella mujer rubísima y guapísima, divertida y sin complejos. Decidió que celebraría el cumpleaños con ella.
El comisario irrumpió en la cocina.
—Rius, he invitado a Nils a la comida con Pablo Torres. ¡Vendrá usted a recogerlo!
Eran las seis en punto en San Ginés.
4 de julio de 2016. Östersund, Suecia
A las seis en punto, en Östersund, no había ni un alma en torno a la casa de los Åkerman. Introdujo la llave en la cerradura y entró. Empezó a examinar las habitaciones en un ritual de despedida, recordando cómo conoció al niño. Después de lo que pasó, sintió un vínculo especial con aquel ángel de rizos dorados y quiso estar cerca de él.
Le fue tan fácil hacerse con las llaves de los Åkerman como desaparecer de sus vidas sin levantar sospechas. Empezó siguiendo a Axel. Cuando supo sus hábitos y los de la familia, comenzó a entrar en el domicilio. Fue averiguándolo todo sobre la vida del pequeño. Pudo estar en su habitación, tocar su ropa, tener en las manos sus juguetes, oler sus peluches, apuntar bien la marca y la dosis de sus medicinas.
En uno de los registros dio con el diario de Margareta. A través de un relato directo accedió a la intimidad de la mujer y a las miserias del policía. Le afectó profundamente descubrir el modo en que Axel fue concebido. Fotografió cada una de las páginas para recordar que todo aquello había sucedido realmente. Durante su última visita a la casa, releyó algunos fragmentos:
Vuelve cada noche apestando a whisky. Hoy me ha amenazado con que puede follarse a la de Homicidios. Se ha masturbado y me ha obligado a tragarme el semen.
Ya no le gusta lo que hacemos en la cama. Las mujeres con las que va le han enseñado a practicar el sexo duro. Me ha amordazado. Me ha esposado y me ha embestido solo para hacerme daño. Se ha corrido y ha seguido bebiendo.
Dice que mi culo no le da placer porque me quejo. Pero es que me penetra como un salvaje y siento que me voy a romper. Me he comprado un consolador para el ano, para acostumbrarme a esas sensaciones extrañas. No sé qué hacer para que no se aleje de mí.
Se ha vuelto loco por el sexo anal. Nada que no sea eso le deja satisfecho. Me asegura que no necesita ir con prostitutas, que muchas mujeres quieren que se las folle así. A mí me obliga a hacerlo.
Estoy embarazada. No quiero darle otro hijo. Me voy con mis padres a Helsingborg. Pienso abortar. No quiero que el bebé que llevo dentro conozca a la bestia de su padre. No quiero que sepa que fue fruto de sus vejaciones. Quizás no lo fueron porque yo siempre intenté complacerlo, pero no lo conseguí.
No pudo seguir leyendo. Ya sabía lo que venía después. El derrumbe de Nils y su arrepentimiento. La rehabilitación del alcoholismo. Sus visitas a la iglesia. Un esfuerzo colosal para recuperar a Margareta. El perdón de ella. El niño enfermo como excusa para su reconciliación. Y el fracaso de sus vidas en la segunda oportunidad que se dieron.
—Axel no debió nacer en esta casa —sentenció.
Echó un último vistazo a la habitación del matrimonio. Abrió la mesita de noche donde sabía que el policía guardaba una pistola rusa. La vio y se sintió amenazado.
19 de julio de 2016. Cartagena, España
Hacía dos semanas que Elena había conocido a los Åkerman. La celebración del cumpleaños de Margareta resultó muy divertida para las dos mujeres. Desde entonces, había visitado a la familia con frecuencia. Había congeniado bastante con el matrimonio. Incluso la habían animado a viajar a Suecia en sus vacaciones.
Aquel martes, a la inspectora Rius le cundió el trabajo. Organizó una rueda de prensa para que Leal informara sobre la desarticulación de una red especializada en falsedad documental. Luego tuvo que salir volando para recoger a Nils y llevarlo a la comida en el restaurante Sacromonte, donde el pintor Pablo Torres presentaba a los medios uno de sus cuadros, dedicado a la Policía Nacional.
El caso de Torres resultaba excepcional. Nació con una hidrocefalia que le generó una discapacidad. A través del arte, encontró una forma de expresarse que estaba conquistando al mundo. Era un genio del dibujo y la pintura. En la comida con la prensa, Pablo destapó su obra en honor al patrón de la Policía: los Santos Ángeles Custodios. Un niño, que representaba a un huérfano, sostenía entre sus manos la gorra del uniforme de su padre, fallecido en acto de servicio. Todos los presentes quedaron consternados con la tristeza de aquel huérfano.
Muy lejos de allí, otro huérfano se enfrentaba a solas con su propia trsiteza.
26 de julio de 2016. Kalvträsk, Suecia
Él también era huérfano. Estaba de pie, junto a la ventana, con la mirada perdida en el bosque. Parecía El geógrafo de Vermeer. No sostenía un compás en la mano, como el personaje del lienzo, pero sí tenía algún cálculo importante en la mente. Saldría del país con el niño a mediados de octubre, antes de que la nieve bloqueara los caminos. Se sentó en la mecedora y se bebió una botella de Żubrówka. La evasión le jugó una mala pasada. Chernóbil.
***
El gran estruendo rompe sus sueños y acaba con ellos para siempre. Cree que el cielo está explotando. Oye gritar a sus padres.
—¡Lesya, mujer, tienes que llevarte al niño!
—¡No nos marcharemos sin ti, Igor!
—Conduce hasta Odesa sin parar. No hables de lo que pasa aquí.
El incendio se ve desde los balcones. La central nuclear de Chernóbil está ardiendo.
—Papá, tengo miedo.
—¡Apártate de ahí! ¡No te asomes!
El ingeniero Igor Solonenko arranca a su hijo de la ventana.
—¿Por qué te vistes, papá? —pregunta el niño asustado.
—Mykola, me tengo que ir. Vosotros vais a Odesa con los abuelos.
La esposa del ingeniero se tira al suelo de rodillas.
—¡Por favor, no nos dejes solos!