cordero

Era sua­ve. Sua­ve y se­do­sa como la ore­ja de un ra­tón. Más pa­re­ci­da a un ani­ma­li­llo ater­cio­pe­la­do y tem­blo­ro­so que a una ra­mi­ta de sal­via. La her­ma­na Ip­hi­ge­nia fro­tó las ho­jas una vez más, con más ener­gía, para li­be­rar los acei­tes vo­lá­ti­les an­tes de echar­las en la te­te­ra. Se olis­queó los de­dos un ins­tan­te an­tes de lim­piár­se­los en la par­te de­lan­te­ra del cha­le­co de lana. Ha­cía tiem­po que las mon­jas ha­bían de­ja­do de ves­tir el há­bi­to for­mal.

La her­ma­na Ip­hi­ge­nia es­ta­ba sen­ta­da en el claus­tro bajo unos ha­ces de luz bri­llan­te que se al­ter­na­ban con som­bras pro­nun­cia­das. Si hu­bie­ra al­za­do la vis­ta, ha­bría vis­to la bó­ve­da de cru­ce­ría que se cer­nía so­bre ella como el es­que­le­to de un di­no­sau­rio in­men­so. Pero la her­ma­na Ip­hi­ge­nia aten­día otros me­nes­te­res. Ob­ser­va­ba el fue­go del pa­tio a la es­pe­ra del cho­rro de va­por del her­vi­dor. En al­gún lu­gar, por de­trás de ella, se oía a la her­ma­na Mar­ga­ri­ta res­tre­gan­do la mesa de la Eu­ca­ris­tía. Ella y la her­ma­na Car­la pron­to de­ja­rían sus ta­reas y la acom­pa­ña­rían en el pa­tio. Hoy era el día del cor­te el pelo.

Nada de todo aque­llo ex­pli­ca­ba el re­pen­tino es­ta­do de aler­ta de Ip­hi­ge­nia. Más allá del olor de la sal­via, de su fuer­te olor cor­po­ral, del olor frío y ce­ni­cien­to de la pie­dra, del de la la­no­li­na de las ove­jas que lo cu­bría todo, cap­tó un aro­ma que no le re­sul­ta­ba fa­mi­liar. Le­jano y te­nue, ape­nas era más que algo pa­re­ci­do a un su­su­rro. Una mo­les­tia dé­bil pero con­ti­nua. Ve­nía y se iba, ve­nía y se iba. Como la in­ha­la­ción y la ex­ha­la­ción de la res­pi­ra­ción.

El her­vi­dor sil­bó y sal­pi­có agua so­bre el car­bón. Ip­hi­ge­nia alzó su cuer­po del ban­co. En­tró en el pa­tio, lo le­van­tó, y ver­tió el agua so­bre las ho­jas de la te­te­ra. El olor fres­co y an­ti­sép­ti­co de la sal­via re­sul­ta­ba agra­da­ble y, al pa­re­cer, ahu­yen­ta­ba a los in­sec­tos y a los bi­chos.

El día del cor­te de pelo se la­va­ban el ca­be­llo unas a otras y se lo cor­ta­ban. Lue­go se re­co­gían con cui­da­do los pe­que­ños me­cho­nes, los car­da­ban y los hi­la­ban, al igual que ha­cían con el ve­llón de las ove­jas. El día de tras­qui­lar les to­ca­ría el turno a ellas. Las her­ma­nas siem­pre se ha­cían pri­me­ro su ve­llón, para dar ejem­plo.

Las ove­jas cam­pa­ban a sus an­chas. Sus ba­li­dos re­so­na­ban por los cam­pos, por los claus­tros, en la ca­pi­lla del mo­nas­te­rio, en­to­nan­do un himno ovino a Dios. Apar­te del ri­tual del día de tras­qui­lar, las mon­jas re­co­gían lana todo el año. Frag­men­tos de ve­llón que que­da­ban atra­pa­dos en los ma­to­rra­les, en la es­ta­tua de la Vir­gen Ma­ría, o en las grie­tas de las obras de mam­pos­te­ría por las que las ove­jas pa­sa­ban ro­zan­do.

Va­ga­ban por todo el mo­nas­te­rio, pero no se des­ca­rria­ban. En ve­rano abun­da­ba la hier­ba dul­ce, su­fi­cien­te para ayu­dar­las tam­bién a pa­sar el in­vierno. No se asus­ta­ban al ver a las her­ma­nas. El re­ba­ño de mon­jas y el re­ba­ño de ove­jas lle­va­ban jun­tos tan­to tiem­po que es­tas úl­ti­mas, si es que te­nían ce­re­bro su­fi­cien­te para pen­sar en el asun­to, con­si­de­ra­ban a las mon­jas más como par­te del re­ba­ño que como pas­to­ras. Así pues, el día de tras­qui­lar, se de­ja­ban ha­cer man­sa­men­te, pri­me­ro un lado y lue­go el otro, has­ta que los me­cho­nes de ve­llón, la capa ex­te­rior la­nu­da y gra­sien­ta que pro­te­gía las sua­ves y fi­nas fi­bras más pró­xi­mas a la piel, caían con sua­vi­dad al sue­lo.

De vez en cuan­do un car­ne­ro se sal­ta­ba la ru­ti­na y co­rría de­sen­fre­na­do. Has­ta que las mon­jas lo en­con­tra­ban y lo sa­cri­fi­ca­ban para su mesa. Bas­ta­ba un car­ne­ro por re­ba­ño. Si ha­bía más de uno, em­pe­za­ban los pro­ble­mas.

El res­tre­gar cesó. Ip­hi­ge­nia oyó el so­ni­do me­tá­li­co del cubo y el agua que se es­cu­rría por el desagüe. En­ton­ces apa­re­ció la her­ma­na Mar­ga­ri­ta a pleno sol; le go­tea­ban las ma­nos en­ro­je­ci­das y mo­ja­das y te­nía el ros­tro son­ro­ja­do por las la­bo­res del Se­ñor.

Ip­hi­ge­nia apun­ta­ba al cie­lo con la na­riz.

—¿Qué? —pre­gun­tó la her­ma­na Mar­ga­ri­ta se­cán­do­se las ma­nos en la fal­da de lana. Ha­bía sido una de sus pren­das pre­fe­ri­das, de las pri­me­ras pren­das a las que ha­bían in­cor­po­ra­do lana te­ñi­da. Ha­bían her­vi­do or­ti­gas y de­ja­do la lana a re­mo­jo para con­se­guir un ver­de in­ten­so. Lue­go ha­bían te­ji­do un pai­sa­je. La hier­ba ver­de or­ti­ga sal­pi­ca­da por el blan­co de la lana de las ove­jas. Aque­llo fue an­tes de que op­ta­ran por mo­ti­vos más com­ple­jos. La hier­ba del pai­sa­je ha­bía que­da­do re­du­ci­da a un ver­de oli­va más apa­ga­do, y Mar­ga­ri­ta ha­bía em­pe­za­do a lle­var­la como una fal­da. Es­ta­ba des­gas­ta­da por la par­te de­lan­te­ra, en la zona don­de se arro­di­lla­ba, y ha­bían apa­re­ci­do un par de agu­je­ros que de­ja­ban en­tre­ver sus pier­nas ro­bus­tas.

—Olor sin nom­bre. Dis­tan­te.

La her­ma­na Mar­ga­ri­ta olis­queó el am­bien­te con pe­que­ñas in­ha­la­cio­nes, lue­go se que­dó muy quie­ta para que las par­tí­cu­las de olor flo­ta­ran en la ca­vi­dad na­sal. Olía a sebo, a las tra­zas de san­gre, a po­len, al aro­ma de la in­fu­sión de sal­via que re­po­sa­ba en el pa­tio, al olor pe­ne­tran­te de las ove­jas. To­dos aque­llos olo­res te­nían nom­bre.

Negó con la ca­be­za. Pero el he­cho de no po­der oler­lo no sig­ni­fi­ca­ba que no exis­tie­ra. El ol­fa­to es­ta­ba em­pe­zan­do a fa­llar­le. A no ser que una bri­sa se los trans­por­ta­ra di­rec­ta­men­te, los olo­res le­ja­nos ha­bían de­ja­do de exis­tir para Mar­ga­ri­ta.

—Vi­na­gre, pera, cue­ro —su­gi­rió Ip­hi­ge­nia.

—¿Ha­brán vol­ca­do una bo­te­lla las ove­jas? —apun­tó Mar­ga­ri­ta.

Toda dis­cu­sión so­bre el olor que­dó in­te­rrum­pi­da por la apa­ri­ción de la her­ma­na Car­la. Más jo­ven que las de­más, se­guía te­nien­do una me­le­na leo­na­da de ca­be­llo ne­gro y lus­tro­so. Te­nía ra­mi­tas, ho­jas y otros res­tos en ella. Ver­tió un ces­to de pelo so­bre la mesa, el pelo que se ha­bía re­co­gi­do de los ce­pi­llos de las mon­jas a lo lar­go del año. Un ces­to lleno. En­tre tan­to ca­be­llo ha­bía unas ti­je­ras que no al­can­za­ban a es­con­der tres go­tas de san­gre re­lu­cien­te.

La her­ma­na Ip­hi­ge­nia la miró con se­ve­ri­dad.

—Un ac­ci­den­te —ex­pli­có la her­ma­na Car­la, evi­tan­do mi­rar­la a los ojos.

—Da igual —la con­so­ló la her­ma­na Mar­ga­ri­ta—. Que­da un cas­ta­ño ro­ji­zo pre­cio­so.

Las tres mon­jas es­ta­ban reuni­das en el pa­tio. Allí se sen­tían más pró­xi­mas al Se­ñor. Cua­tro pa­re­des con un do­sel de cie­lo in­fi­ni­to. Ade­más, en la ca­pi­lla siem­pre co­rrían el pe­li­gro de que se les ca­ye­ra en­ci­ma otro frag­men­to del te­ja­do.

En este día del cor­te de pelo le to­ca­ba pri­me­ro a la her­ma­na Mar­ga­ri­ta. Se in­cli­nó bajo el gri­fo y dejó que las otras dos le la­va­ran el pelo con la in­fu­sión de sal­via ti­bia mien­tras las pa­la­bras que mur­mu­ra­ban cada año para la oca­sión le go­tea­ban len­ta­men­te en los oí­dos. Acto se­gui­do la sen­ta­ron en una si­lla, con las ma­nos apo­ya­das en la fal­da ver­de des­co­lo­ri­da. La her­ma­na Ip­hi­ge­nia la en­vol­vió con una sá­ba­na para re­co­ger el pelo mien­tras la her­ma­na Car­la se le acer­ca­ba con las ti­je­ras.

La her­ma­na Mar­ga­ri­ta es­pe­ró a oír el cor­te de­ci­si­vo y ro­tun­do. El so­ni­do de las ti­je­ras afi­la­das tan cer­ca de las ore­jas siem­pre le ha­cía evo­car la pri­me­ra vez que la tras­qui­la­ron. Aquel día ha­bía otras no­vi­cias con ella, que se mi­ra­ban si­len­cio­sa­men­te en­tre sí, ex­pec­tan­tes y obli­ga­das a ser va­lien­tes. Mar­ga­ri­ta re­cor­dó la al­fom­bra de pelo del sue­lo cuan­do aca­ba­ron el tra­ba­jo. Los cas­ta­ños dis­cre­tos y los me­cho­nes pe­li­rro­jos mu­lli­dos como la cola de un zo­rro, el pelo ne­gro y bri­llan­te como las alas de un cuer­vo. Y el suyo, fino y do­ra­do como un halo.

La her­ma­na Ip­hi­ge­nia ob­ser­vó cómo los me­cho­nes gri­ses caían en la sá­ba­na. Aho­ra era más in­ten­so, el olor dis­tan­te, y ya no era in­ter­mi­ten­te. La her­ma­na Car­la es­ta­ba ab­sor­ta en su ta­rea, la her­ma­na Mar­ga­ri­ta te­nía los ojos ce­rra­dos. Ip­hi­ge­nia mo­vió la na­riz a un lado y a otro mien­tras re­pa­sa­ba un ca­tá­lo­go de olo­res para in­ten­tar iden­ti­fi­car­lo. Vi­na­gre, pera, cue­ro. Y algo más, pa­re­ci­do a la le­va­du­ra, pero no a la del pan o el vino. Con el ol­fa­to agu­za­do, in­ten­tó sin­te­ti­zar to­dos los ele­men­tos. En­ton­ces lo re­co­no­ció. Era un olor que co­no­cía pero que casi ha­bía ol­vi­da­do. Olía a hom­bre.

La her­ma­na Car­la ya­cía tum­ba­da en la hier­ba cre­ci­da. Lle­va­ba ahí prác­ti­ca­men­te toda la tar­de, ale­tar­ga­da, con la fal­da subida, el vien­tre des­nu­do cara al sol. De niña lo ha­cía, se tum­ba­ba en el sue­lo y con­tem­pla­ba el cie­lo. Qui­zá fue­ra solo una vez, o qui­zá hu­bie­ran sido mu­chas y su me­mo­ria, a efec­tos prác­ti­cos, ha­bía reuni­do to­das esas oca­sio­nes y las ha­bía en­ma­de­ja­do en una sola. Lo que re­cor­da­ba del mo­men­to eran las for­mas que las ho­jas re­cor­ta­ban con­tra el cie­lo, la for­ma como el alien­to del vien­to mo­vía las ho­jas y en­san­cha­ba el es­pa­cio para que el sol le lle­na­ra la mi­ra­da con un res­plan­dor que se pro­pa­ga­ba y amor­ti­gua­ba el res­to de los de­ta­lles de la vis­ta. No re­cor­da­ba cómo ya­cía la niña, cómo iba ves­ti­da, solo la si­lue­ta de las ho­jas y la in­ten­si­dad re­pen­ti­na del sol. Se­gu­ro que la niña no te­nía el vien­tre tan re­don­dea­do con ve­llo in­ci­pien­te en la base. Car­la ce­rró los ojos. Cuan­do se vio el vien­tre se ima­gi­nó una duna de are­na al­re­de­dor de la cual cre­cía una mata de hier­ba.

¿Qué era eso, la som­bra que de im­po­vi­so le ha­bía pa­sa­do por de­lan­te? ¿Ha­bía in­vo­ca­do por fin a Je­sús? ¿Una hoja caí­da? Abrió los ojos de re­pen­te y miró. Una ara­ña que es­ta­ba te­jien­do una tela. Es­ta­ba ahí col­ga­da, ani­ma­ción sus­pen­di­da. Car­la mo­vió la ca­be­za li­ge­ra­men­te y vio el bri­llo del sol en un úni­co hilo de seda. El hilo de la caí­da. Car­la miró más arri­ba en bus­ca de la lí­nea que ha­cía de puen­te. En­con­tró el pun­to más pro­ba­ble, allá don­de dos ra­mas se enar­ca­ban en­tre sí, pero el hilo, si es que es­ta­ba allí, era in­vi­si­ble. Aho­ra la ara­ña es­ta­ba jus­to en­ci­ma de Car­la, ex­tra­yen­do seda de su ab­do­men abul­ta­do. Con­ti­nuó la tra­yec­to­ria por el hilo de caí­da para ver si lle­ga­ba al an­cla­je.

Car­la ape­nas notó la ara­ña cuan­do se an­cló en sus me­cho­nes de pelo en­ma­ra­ña­do. In­cli­nó la ca­be­za ha­cia un lado y vio que los tres pri­me­ros hi­los for­ma­ban una gran Y ma­yús­cu­la. La ara­ña con­ti­nuó hi­lan­do otros hi­los, re­gre­san­do al cen­tro, y en­se­gui­da com­ple­tó la es­truc­tu­ra. Bri­lla­ba en la li­ge­ra bri­sa, una mues­tra de iri­dis­cen­cia. Con sumo cui­da­do, Car­la in­cli­nó la ca­be­za ha­cia de­lan­te y ex­ha­ló su pro­pia bri­sa ha­cia la te­la­ra­ña. Pero la ara­ña ape­nas se per­ca­tó. Se­guía hi­lan­do ab­sor­ta mien­tras crea­ba una es­pi­ral cen­tral para fi­jar los ra­dios, y lue­go hiló una es­pi­ral pro­vi­sio­nal has­ta los ex­tre­mos de la tela. Vol­vió al cen­tro, re­to­mó la pro­vi­sio­nal y la sus­ti­tu­yó por una pe­ga­di­za. La ara­ña des­apa­re­ció y dejó a Car­la an­cla­da a su tela.

Qué cu­rio­so que la ara­ña hi­la­ra du­ran­te la so­po­rí­fe­ra tar­de y no por la no­che, como es ha­bi­tual. Car­la des­li­zó len­ta­men­te los de­dos por su vien­tre y con un gol­pe seco al aire rom­pió el hilo de an­cla­je. La tela se sol­tó. De­bi­li­ta­da pero en­te­ra. Se bajó la fal­da y ocul­tó su cuer­po de los úl­ti­mos ra­yos del sol. Era la hora de las vís­pe­ras. Se le­van­tó y em­pren­dió el ca­mino de re­gre­so.

cordero

La cena se ha­bía re­ti­ra­do, y los res­tos se ha­bían en­te­rra­do. En la mesa ha­bía lana y pelo de la úl­ti­ma co­se­cha, todo la­va­do, hi­la­do, te­ñi­do y en­ma­de­ja­do. La co­se­cha de pelo más re­cien­te es­ta­ba en una ces­ta lis­ta para pa­sar por el mis­mo pro­ce­so. A ve­ces, la her­ma­na Mar­ga­ri­ta se pre­gun­ta­ba si no se­ría más sen­ci­llo que em­pe­za­ran a te­jer­lo di­rec­ta­men­te de la ca­be­za. Po­drían de­jar las agu­jas eter­na­men­te allí y te­jer otra hi­le­ra cuan­do el ca­be­llo fue­ra lo bas­tan­te lar­go. El do­lor que pa­de­ce­rían por el he­cho de dor­mir so­bre agu­jas de tri­co­tar lo ofre­ce­rían como pe­ni­ten­cia por los pe­ca­dos del mun­do.

Es­ta­ban a pun­to de em­pe­zar. El mo­ti­vo del te­ji­do se dis­pu­so en­ci­ma de la mesa, cada una te­nía de­lan­te la pren­da en la que tra­ba­ja­ba, las agu­jas una al lado de la otra con los ex­tre­mos cla­va­dos en un ovi­llo de lana.

Car­la co­gió una ma­de­ja de lana roja del ta­ma­ño de una rata. No era exac­ta­men­te rojo, pero así lo lla­ma­ban. Lo ha­bían her­vi­do con re­mo­la­cha y, sor­pren­den­te­men­te, ha­bía que­da­do de un co­lor na­ran­ja bri­llan­te. De to­dos mo­dos, se pa­re­cía más al rojo que la lana te­ñi­da con san­gre.

Ple­na­men­te cons­cien­te de que Ip­hi­ge­nia le es­ta­ba de­di­can­do una de sus mi­ra­di­tas, co­gió el ovi­llo, le dio la vuel­ta y exa­mi­nó un de­ta­lle im­per­cep­ti­ble. Con gran par­si­mo­nia, con gran par­si­mo­nia. En el pre­ci­so ins­tan­te en que Ip­hi­ge­nia to­ma­ba aire para re­pren­der­la, Car­la dejó la lana y jun­tó las ma­nos con ac­ti­tud pia­do­sa, una so­bre la otra, en el bor­de de la mesa. Ip­hi­ge­nia sol­tó el alien­to des­per­di­cia­do. Las her­ma­nas em­pe­za­ron a re­ci­tar con los ojos ce­rra­dos:

Ate­nea pen­só: «Está bien elo­giar lo que ha­cen los de­más: pero quie­ro me­re­cer­me los elo­gios que re­ci­bo y no ver des­pre­cia­da en de­ma­sía mi pro­pia di­vi­ni­dad». Y ca­vi­ló al res­pec­to, de­ci­di­da a pla­near el cas­ti­go de Arac­ne…

Su ri­val, oriun­da de Li­dia, a quien se ha­bía oído lla­mar por el nom­bre más ilus­tre a to­das aque­llas que tra­ba­ja­ban la lana.

Así con­ti­nua­ron ex­pli­can­do de nue­vo la his­to­ria en la que Arac­ne aca­ba­ba trans­for­ma­da en ara­ña. Re­ci­ta­ban las pa­la­bras mo­vien­do los la­bios con las ma­nos en po­si­ción de rezo so­bre la la­bor que las aguar­da­ba. Arac­ne y Ate­nea, la le­ta­nía que em­plea­ban para co­ger el rit­mo al tri­co­tar. Te­nían el pa­trón de la his­to­ria bien gra­ba­do en la ca­be­za, cual­quier pa­la­bra evo­ca­ba el res­to de la mis­ma. Sin em­bar­go, les gus­ta­ba pro­nun­ciar to­das y cada una de las pa­la­bras, una de­trás de otra, un re­cor­da­to­rio de que la to­ta­li­dad es­ta­ba com­pues­ta de mi­les y mi­les de pun­tos.

No se tra­ta­ba solo del sig­ni­fi­ca­do de las pa­la­bras, sino del rit­mo y de la rima. Re­con­for­ta­ba sa­ber que al fi­nal de cada ver­so re­so­na­ría el ver­so an­te­rior. Y el es­tí­mu­lo in­ci­tan­te del ver­so que es­ta­ba por lle­gar. Las mon­jas tri­co­ta­ban en me­nos de diez ver­sos, sus vo­ces iban de­bi­li­tán­do­se a me­di­da que las ma­nos co­gían el rit­mo.

Para ce­le­brar el día del cor­te de pelo las aguar­da­ba un pas­tel grue­so de mijo are­no­so, co­ci­do a fue­go len­to para ablan­dar­lo has­ta que que­dó com­pac­to, y aro­ma­ti­za­do con flo­res de la­van­da. Mien­tras co­mían el pas­tel se per­mi­tie­ron un poco de con­ver­sa­ción.

—Inés Paul tie­ne una bue­na ba­rri­ga —anun­ció Mar­ga­ri­ta.

—Pri­ma­ve­ra —dijo Ip­hi­ge­nia.

—El pa­dre John —son­rió Car­la com­pla­ci­da.

Aun­que las her­ma­nas de san­ta Inés se de­di­ca­ban a sus me­nes­te­res a su ma­ne­ra y re­co­rrían sus pro­pios ca­mi­nos in­vi­si­bles, to­das te­nían nom­bres de ex­miem­bros de la co­mu­ni­dad que por fin se ha­bían reuni­do con Cris­to. El mo­nas­te­rio era tan enor­me, que ima­gi­nar que el alma de las fa­lle­ci­das re­gre­sa­ba a ellas re­en­car­na­da en una ove­ja ha­cía que las mon­jas se sin­tie­ran más nu­me­ro­sas. Cu­rio­sa­men­te, las ove­jas, en tan­to en cuan­to dis­pu­sie­ran de ras­gos in­di­vi­dua­les, asu­mían las ca­rac­te­rís­ti­cas de la her­ma­na con el nom­bre de la cual la ha­bían bau­ti­za­do.

Si bien cada ove­ja hem­bra te­nía nom­bre pro­pio, el car­ne­ro siem­pre se lla­ma­ba pa­dre John. Pa­dre John no era un sa­cer­do­te que hu­bie­ra for­ma­do par­te de la co­mu­ni­dad, sino un nom­bre que pa­re­cía en­ca­jar. Ha­bía ha­bi­do una se­rie de pa­dres con­fe­so­res, in­clu­so el obis­po ha­bía vi­si­ta­do el mo­nas­te­rio en una oca­sión. Mu­cho tiem­po atrás.

Las ove­jas es­ta­ban dor­mi­das en al­gún si­tio, tum­ba­das allá don­de re­sul­ta­ra que se en­con­tra­ran cuan­do la no­che se cer­nía so­bre ellas. De vez en cuan­do, por en­tre sus diá­lo­gos, las mu­je­res oían un re­so­pli­do, como una se­cuen­cia de aros de cau­cho hú­me­dos. Sue­ños ovi­nos de otras vi­das, de re­co­ger re­ba­ños de ñus en lla­nu­ras ilu­mi­na­das por el sol, en­ca­ra­ma­das a un aflo­ra­mien­to ro­co­so como una ca­bra, la rei­na del lu­gar.

—Pa­dre John —re­pi­tió Mar­ga­ri­ta. Ad­mi­ra­ba su cor­na­men­ta, her­mo­sa como una cuer­da en­ros­ca­da. Pero, a ve­ces, en sus dó­ci­les ojos par­dos le pa­re­cía cap­tar des­te­llos de una cria­tu­ra más sal­va­je me­ro­dean­do por allí. Se ale­gra­ba de que el cuer­po la­nu­do y sua­ve le im­pi­die­ra que aflo­ra­ra al ex­te­rior.

—Mar­ga­ri­ta —dijo Ip­hi­ge­nia con sua­vi­dad y fir­me­za a par­tes igua­les.

Mar­ga­ri­ta en­gu­lló el úl­ti­mo bo­ca­do pas­to­so del pas­tel que te­nía en la boca y se le­van­tó, lo cual hizo tin­ti­near las pe­sa­das ta­zas de loza de la mesa. Te­nía los pies bien plan­ta­dos en el sue­lo, las ma­nos po­sa­das en la cur­va de su vien­tre, una en­ci­ma de la otra. Se sen­tía có­mo­da y se­re­na.

La Be­lla y la Bes­tia —anun­ció.

Y la no­che del cor­te de pelo, este es el cuen­to que la her­ma­na Mar­ga­ri­ta con­tó:

—Éra­se una vez un mer­ca­der. Des­de la muer­te de su es­po­sa a cau­sa de la ti­sis, su pre­cio­sa hi­ji­ta se ha­bía con­ver­ti­do en su úni­co te­so­ro. Él le ha­bía pro­me­ti­do que cuan­do lle­ga­ra su bar­co ella po­dría te­ner todo lo que se le an­to­ja­ra: oro del Nue­vo Mun­do, un ro­llo de seda, exó­ti­co aza­frán. Pero lo úni­co que la mu­cha­cha que­ría era una rosa blan­ca. Él fue al puer­to a es­pe­rar. Pero se desató una te­rri­ble tor­men­ta y el bar­co se fue a pi­que.

»Se per­dió de re­gre­so a casa. Ca­mi­nó pe­sa­da­men­te por la nie­ve y lle­gó a la ver­ja de una gran casa. La ver­ja se abrió an­tes de que le die­ra tiem­po de lla­mar. Tomó el sen­de­ro que con­du­cía a un por­tón, un sen­de­ro flan­quea­do por ar­bus­tos ne­va­dos. La puer­ta se abrió y una fuer­za in­vi­si­ble le ins­tó a en­trar. En­con­tró un fue­go ar­dien­te en el que ca­len­tar­se, unas cuan­tas ta­ja­das de car­ne en una ban­de­ja de oro y vino tin­to en una her­mo­sa li­co­re­ra de cris­tal. Apro­ve­chó ta­ma­ña hos­pi­ta­li­dad y, como se sen­tía mu­cho me­jor, sa­lió de la casa. Mien­tras re­co­rría el sen­de­ro se fijó por pri­me­ra vez en que los ar­bus­tos lu­cían unas pre­cio­sas ro­sas blan­cas. Qué ex­tra­ño que flo­re­cie­ran en pleno in­vierno. Aun­que no te­nía nin­gún bo­tín que lle­var a casa, po­dría sa­tis­fa­cer el de­seo de Be­lla. Co­gió un buen pu­ña­do de las ater­cio­pe­la­das ro­sas blan­cas y, al ha­cer­lo, se pin­chó en la mano con una es­pi­na. Tres go­tas de san­gre ca­ye­ron en la nie­ve vir­gen.

»Una bes­tia ho­rren­da apa­re­ció de re­pen­te, una bes­tia ves­ti­da con un ba­tín gra­na­te.

»“In­gra­to”, bra­mó la bes­tia. “¿Ro­ban­do mis que­ri­das ro­sas?” Dio un len­güe­ta­zo a la san­gre del sue­lo.

»El mer­ca­der se ami­la­nó.

»“Lo sien­to, se­ñor”, em­pe­zó a de­cir.

»“Soy la Bes­tia y me lla­ma­rás así”.

»“Lo sien­to, Bes­tia, son para mi hija, mi pre­cio­sa Be­lla”.

»“En­vía­la aquí y te per­do­na­ré la vida”.

»Y así fue como Be­lla fue a vi­vir con la Bes­tia. Lle­va­ba el ani­llo de ca­sa­da de su ma­dre.

»Có­ge­lo, que­ri­da, y que Dios y sus án­ge­les te pro­te­jan”, le ha­bía di­cho su ma­dre en su le­cho de muer­te el año an­te­rior.

»Al prin­ci­pio Be­lla es­ta­ba asus­ta­da, aun­que la Bes­tia guar­da­ba las dis­tan­cias. Él la ali­men­ta­ba y la ves­tía, pero si se dis­po­nía a apo­yar la ca­be­za en su re­ga­zo, ella al­za­ba el ani­llo y él re­tro­ce­día.

»Be­lla vi­vió allí du­ran­te mu­chos me­ses, con to­das sus ne­ce­si­da­des cu­bier­tas y con la pro­tec­ción de la alian­za de su ma­dre. Pa­sea­ba por el jar­dín en­tre flo­res de to­dos los co­lo­res. Des­pués de la pri­me­ra ne­va­da, las ro­sas blan­cas em­pe­za­ron a flo­re­cer. Ha­bía trans­cu­rri­do casi un año des­de que su pa­dre la en­tre­ga­ra y no ha­bía te­ni­do no­ti­cias de él en todo ese tiem­po. Cuan­do lle­gó Na­vi­dad, se en­con­tró la mesa lle­na de man­ja­res sun­tuo­sos pero Be­lla es­ta­ba de­ma­sia­do aba­ti­da para to­car si­quie­ra una mi­ga­ja.

»La Bes­tia es­ta­ba co­mien­do pu­din con las ga­rras cuan­do de re­pen­te se que­dó quie­to y olis­queó el am­bien­te. ¡La puer­ta se abrió y en­tró el pa­dre de Be­lla! Be­lla co­rrió a sus bra­zos. Se ale­gró tan­to de ver­lo que, en un prin­ci­pio, no se fijó en que car­ga­ba de­trás de él con un baúl enor­me.

»“Bue­nas tar­des, Bes­tia”, sa­lu­dó. Pre­sen­ta­ba un as­pec­to in­me­jo­ra­ble, son­ro­ja­do, ves­ti­do con un abri­go lar­go con ri­be­tes de piel para pro­te­ger­se del frío.

»“He tra­ba­ja­do mu­cho”, dijo. Abrió el baúl y en él la Be­lla y la Bes­tia vie­ron oro del Nue­vo Mun­do, ro­llos de seda, aza­frán exó­ti­co y una mi­ría­da de te­so­ros. “Su­pon­go que vues­tro des­ven­tu­ra­do as­pec­to os im­pi­de via­jar al ex­tran­je­ro”, dijo su pa­dre a la Bes­tia, por eso os he traí­do el mun­do.

»Al mer­ca­der le agra­dó ver que las co­sas bri­llan­tes, re­lu­cien­tes y ama­ri­llas del baúl fas­ci­na­ban a la Bes­tia. Le acer­có más el baúl. La Bes­tia co­gió jo­yas con las pe­zu­ñas, se le en­gan­chó la seda en las ga­rras.

»“Todo vues­tro”, dijo el mer­ca­der, "a cam­bio de Be­lla”.

»La Bes­tia se alzó so­bre las pa­tas tra­se­ras, se ali­só la bata y en­se­ñó ga­rras y dien­tes al hom­bre.

»“Tam­bién te­néis tres go­tas de mi san­gre”, dijo el mer­ca­der. El hom­bre ape­la­ba a esa san­gre. La Bes­tia in­cli­nó la ca­be­za ha­cia un lado, di­bu­jó un círcu­lo con ella, tal como se ha­ría con una copa de brandy para de­jar aflo­rar el má­xi­mo de aro­ma. In­cli­nó la ca­be­za len­ta­men­te y el mer­ca­der se dio cuen­ta de que la Bes­tia acep­ta­ba su pro­pues­ta.

»Cuan­do la Bes­tia vol­vió a al­zar la ca­be­za ocu­rrió algo muy ex­tra­ño. Se le en­co­gie­ron las ore­jas, se le cayó el pelo de la cara y de las ma­nos, sus ex­tre­mi­da­des se con­vir­tie­ron en pier­nas. Se ha­bía trans­for­ma­do en un hom­bre. Vio en­ton­ces que Be­lla ape­nas era más que una niña, de­ma­sia­do jo­ven para ser la se­ño­ra de la casa. Es­tre­chó la mano del hom­bre y Be­lla se mar­chó con su pa­dre. To­dos vi­vie­ron fe­li­ces y co­mie­ron per­di­ces.

Aque­lla era la ver­sión que Mar­ga­ri­ta con­ta­ba de La Be­lla y la Bes­tia. Exis­tía otra ver­sión, pero no le gus­ta­ba. Por eso aña­día frag­men­tos aquí y allá, los en­la­za­ba con al­gún que otro ele­men­to, des­car­ta­ba otros. Mien­tras con­ta­ba el cuen­to, Mar­ga­ri­ta cam­bia­ba de voz. Gru­ñía cuan­do re­pro­du­cía las pa­la­bras de la Bes­tia, ha­cía que el mer­ca­der tar­ta­mu­dea­ra de mie­do, ha­cía alar­de de su se­gu­ri­dad cuan­do re­gre­sa­ba con el baúl. Y no se que­da­ba quie­ta en el si­tio. Re­tro­ce­día un paso cuan­do la Bes­tia se en­ca­bri­ta­ba, mo­vía las ma­nos para mos­trar lo enor­me que era el baúl lleno de te­so­ros… Un par de ve­ces tuvo que ras­car­se la pier­na.

Ip­hi­ge­nia vol­vió a al­zar la na­riz para olis­quear el am­bien­te.

—¿Qué? —pre­gun­tó Mar­ga­ri­ta.

Ip­hi­ge­nia se dio cuen­ta, so­bre­sal­ta­da, de que el cuen­to ha­bía ter­mi­na­do.

—A la cama —dijo.

Du­ran­te las gé­li­das no­ches de in­vierno dor­mían jun­tas, acu­rru­ca­das las unas con­tra las otras para apro­ve­char la ca­li­dez de sus cuer­pos, al igual que las ove­jas. En las no­ches más frías in­clu­so se tum­ba­ban jun­to a las ove­jas. Pero aho­ra era pri­ma­ve­ra y es­ta­ban cada una en su cel­da en un ca­mas­tro es­tre­cho. Dor­mían en­ci­ma de una piel de ove­ja y, por lo me­nos, el olor y los flui­dos eran de ellas. Mar­ga­ri­ta notó los len­tos cru­ji­dos de su cuer­po al tum­bar­se en el sue­lo y los cru­ji­dos in­clu­so más len­tos cuan­do se le­van­tó. No­ta­ba el peso de los años, como si su cuer­po ya re­co­no­cie­ra el lu­gar don­de re­po­sa­ría para siem­pre ja­más y qui­sie­ra aco­mo­dar­se en él.

Así pues, Mar­ga­ri­ta no se tum­bó en el sue­lo para pe­dir el per­dón del Se­ñor por lo que es­ta­ba a pun­to de ha­cer, sino que se li­mi­tó a tum­bar­se en la cama. Ya ha­bía pe­di­do per­dón mu­chas ve­ces y ya no es­pe­ra­ba que la aba­tie­ra un re­lám­pa­go, pero aun así lo hizo. Acto se­gui­do sacó el ca­be­llo.

Esa tren­za de pelo muer­to, de su ju­ven­tud, se­guía sien­do de un ru­bio bri­llan­te mien­tras que el ca­be­llo su­pues­ta­men­te vivo que te­nía en la ca­be­za era gris y es­tro­pa­jo­so. Lo ha­bía con­ser­va­do to­dos aque­llos años, el pelo que le ha­bían cor­ta­do cuan­do fue acep­ta­da en la co­mu­ni­dad. Ha­bía con­se­gui­do en­con­trar y guar­dar esos me­cho­nes. Se afe­rra­ba a ellos como si de una cuer­da se tra­ta­ra, el hilo que la unía a su ju­ven­tud.

Aca­ri­ció el pelo la­cio, dis­pu­so la tren­za de for­mas dis­tin­tas. Esta no­che, la no­che del cor­te de pelo, co­me­te­ría una osa­día. La ten­dría jun­to a ella has­ta la ma­ña­na. En­ros­có la tren­za y se vol­vió a co­lo­car el pelo ru­bio en la ca­be­za, como si fue­ra una co­ro­na.

Le pa­re­ció que el cuen­to ha­bía ido bien, aun­que al fi­nal, cuan­do vio que Ip­hi­ge­nia al­za­ba la na­riz se plan­teó si no se ha­bría equi­vo­ca­do en al­gún pun­to.

Co­gió un li­bro. Se abrió don­de siem­pre, en la ima­gen de la Vir­gen te­je­do­ra, una re­im­pre­sión en blan­co y ne­gro de un re­ta­blo. La re­pro­duc­ción era os­cu­ra y ló­bre­ga, pero te­nía unas cuan­tas lí­neas blan­cas: el halo de Nues­tra Se­ño­ra, los bor­da­dos de su tú­ni­ca, los ri­zos de un es­pec­ta­dor, el cue­llo y el halo del niño Je­sús, que Mar­ga­ri­ta ima­gi­nó que es­ta­ba pin­ta­do en oro. La Vir­gen Ma­ría no tri­co­ta­ba en hi­le­ras tal como ha­bían he­cho las mon­jas aque­lla tar­de, te­nía cua­tro agu­jas en la pren­da y te­jía los pun­tos al­re­de­dor del cue­llo.

El niño Je­sús te­nía un li­bro abier­to de­lan­te y el men­tón apo­ya­do en la mano. Ha­bía gi­ra­do el ros­tro para al­zar la vis­ta ha­cia el miem­bro del sé­qui­to que sos­te­nía una cruz de ma­de­ra que le su­pe­ra­ba en al­tu­ra. Re­sul­ta­ba di­fí­cil dis­cer­nir si Nues­tra Se­ño­ra mi­ra­ba lo que te­jía o al niño Je­sús, pues es­ta­ban ali­nea­dos en la com­po­si­ción del cua­dro. El ovi­llo de lana que iba en­he­brán­do­se en las agu­jas se en­con­tra­ba en una ces­ta de mim­bre. Los ha­los, tan­to de la Vir­gen como del Niño Je­sús, es­ta­ban or­na­men­ta­dos y lle­va­ban es­tam­pa­do un mo­ti­vo en los bor­des, como los cue­llos subidos o los to­ca­dos de las mu­je­res de la Edad Me­dia. Mar­ga­ri­ta sa­bía que eran una flo­ri­tu­ra del ar­tis­ta. Los ha­los de la Vir­gen y del Niño Je­sús eran círcu­los de luz pura, sin ne­ce­si­dad de ador­nos.

Apa­gó la vela de un so­pli­do, dejó que el li­bro se ce­rra­ra con un flop y dur­mió en­ci­ma de la tren­za do­ra­da de su ju­ven­tud, ins­pi­ran­do el sebo de la vela ex­tin­gui­da.

Sol, li­mo­nes y mem­bri­llo son de co­lor ama­ri­llo. Ma­jes­tuo­so Zeus, Nep­tuno con su gran tri­den­te… los dio­ses en su glo­ria. Los mo­ti­vos del te­ji­do de Ate­nea. ¿Y los de Arac­ne? Pa­los, ca­ra­co­les y re­ga­los. Los dio­ses en su bes­tia­li­dad: Leda bajo el cis­ne; Nep­tuno, el toro que fuer­za a la don­ce­lla eo­lia. Mien­tras Car­la tra­ba­ja­ba en la pren­da, las pa­la­bras y las imá­ge­nes se le apa­re­cían como pe­ces con mo­tas do­ra­das. Su es­ca­pa­bri­go era de mu­chos ma­te­ria­les: lana, pelo, la seda de la ara­ña te­ji­da con cui­da­do y en­ro­lla­da tan­tas ve­ces en­tre los de­dos, que su cua­li­dad pe­ga­jo­sa ya no su­po­nía una tram­pa para ella. Pero atra­pa­ba otras co­sas. Po­seía la mis­ma cons­truc­ción tipo en­ca­je que las te­la­ra­ñas que ha­bía ob­ser­va­do, te­ji­da con agu­jas tan fi­nas que eran ape­nas más grue­sas que un úni­co ca­be­llo. Aho­ra era lo bas­tan­te lar­go para po­nér­se­lo en la ca­be­za y que lle­ga­ra al sue­lo. Era su cáp­su­la, su es­ca­pa­to­ria. Po­día en­fun­dar­se el abri­go y des­apa­re­cer. Na­die la en­con­tra­ría en su in­te­rior, era un mun­do crea­do por ella mis­ma. La tela te­nía pé­ta­los te­ji­dos, hier­bas, alas de ma­ri­po­sa, ci­ca­tri­ces y he­ri­das que le ha­bían in­fli­gi­do, frag­men­tos de nube, alas de án­ge­les, cris­ta­les de co­lo­res caí­dos de las ven­ta­nas del mo­nas­te­rio.

El mo­nas­te­rio era el úni­co mun­do que Car­la co­no­cía. La fin­ca era lo bas­tan­te gran­de para ofre­cer todo lo ne­ce­sa­rio: co­mi­da, co­bi­jo, com­pa­ñía, las her­ma­nas, las ove­jas, el pa­tio inun­da­do con la luz del Se­ñor. Lo te­nía todo, ex­cep­to la po­si­bi­li­dad de es­tar en otro si­tio.

Ha­bía em­pe­za­do a con­fec­cio­nar el es­ca­pa­bri­go al re­ci­bir una re­pri­men­da de la her­ma­na Ip­hi­ge­nia, una amo­nes­ta­ción por uno de los mu­chos des­li­ces de Car­la. En vez de la­var los pe­ca­dos, pe­dir per­dón y re­ti­rar­los de su exis­ten­cia en cuan­to hubo he­cho pe­ni­ten­cia, la her­ma­na Car­la ha­bía em­pe­za­do a guar­dar­los. A te­jer­los con sus pro­pios de­dos en aque­lla pren­da que se ha­bía con­ver­ti­do en su es­ca­pa­bri­go. Y a me­di­da que cre­cía, te­jía en él no solo des­li­ces, sino todo aque­llo que se le an­to­ja­ba. Era una to­rre en la que se ha­bía en­ce­rra­do, un ves­ti­do que lle­va­ba como si fue­ra una no­via, era su cas­ti­llo y su atuen­do de rei­na, la tela de sus ac­tos y per­di­cio­nes, el hilo del ovi­llo prie­to de su vien­tre que lle­na­ba su cel­da cuan­do lo sa­ca­ba por la no­che para ad­mi­rar­lo y tra­ba­jar en él. Su obra mag­na.

En­ci­ma de la cama es­ta­ba el pelo en el que ha­bía caí­do su san­gre por la ma­ña­na, que ya es­ta­ba adop­tan­do un bo­ni­to co­lor cas­ta­ño ro­ji­zo. Per­te­ne­cía a la co­se­cha del año an­te­rior y ya no sa­bía de quién era el pelo. Con­fió en que fue­ra de Ip­hi­ge­nia.

Si Mar­ga­ri­ta se daba cuen­ta de que el pelo en­san­gren­ta­do ya no es­ta­ba en la ces­ta no di­ría nada. Pro­ba­ble­men­te su­pon­dría que ha­bía per­di­do el co­lor, o que no ha­bía es­ta­do si­quie­ra allí y que la me­mo­ria le ju­ga­ba una mala pa­sa­da. A Mar­ga­ri­ta nun­ca se le ocu­rri­ría ir a mi­rar a la cel­da de Car­la. A Ip­hi­ge­nia qui­zá sí, si se le me­tía en­tre ceja y ceja. Pero nun­ca en­con­tra­ría el lu­gar don­de Car­la es­con­día su te­la­ra­ña se­cre­ta. Se­ría más pro­pio de Ip­hi­ge­nia lan­zar­le una mi­ra­da de des­apro­ba­ción o pre­gun­tar­le di­rec­ta­men­te. Si pre­gun­ta­ba, Car­la pon­dría cara de des­con­cier­to o le echa­ría la cul­pa a una de las ove­jas. Car­la no­ta­ba los pri­me­ros tem­blo­res de una car­ca­ja­da. Una de las ove­jas. Una de las ove­jas que co­gía ca­be­llos de las mon­jas. Des­pués de tan­tos años en los que las mon­jas les qui­ta­ban la lana a las ove­jas.

Car­la se sen­tó en la cama es­tre­me­cién­do­se de la risa, no­tan­do los pe­que­ños cru­ji­dos y que­ji­dos de la cama al ha­cer­lo. Se mor­dió el la­bio con fuer­za y se dijo, tal como po­dría ha­ber di­cho Ip­hi­ge­nia, que aque­llo no te­nía nin­gu­na gra­cia. Se le­van­tó, un poco más se­re­na, como si su vida de­pen­die­ra de de­jar de reír. Besó la san­gre del pelo y lo en­sar­tó en el abri­go. Esa no­che lo es­ta­ba ha­cien­do a toda pri­sa, pero ya lo re­to­ma­ría no­che tras no­che. Lo ad­mi­ró bre­ve­men­te, do­bló la pren­da for­man­do un trián­gu­lo que no lle­ga­ba al ta­ma­ño de su mano y lo es­con­dió. En­ton­ces se sol­tó: car­ca­ja­das que gol­pea­ban las pa­re­des y re­bo­ta­ban en las pie­dras, ri­so­ta­das que se con­vir­tie­ron en clo­queos inevi­ta­bles, el úni­co so­ni­do en me­dio de la no­che. En­ton­ces las ri­sas se apa­ga­ron y en el si­len­cio se oyó el chi­lli­do de un cho­ta­ca­bras so­li­ta­rio a modo de res­pues­ta, pen­san­do que ha­bía en­con­tra­do a un pa­rien­te.

Ip­hi­ge­nia lo es­cu­chó, y no por pri­me­ra vez. Nor­mal­men­te so­lía gru­ñir y dar­se la vuel­ta en la cama. Pero esta no­che no es­ta­ba dor­mi­da ni pres­ta­ba de­ma­sia­da aten­ción a lo que lle­ga­ba a sus oí­dos. Es­ta­ba tum­ba­da boca arri­ba, olis­quean­do el aire con su­ti­le­za. No in­ha­la­ba gran­des can­ti­da­des, sino pe­que­ñas do­sis, in­ten­tan­do to­mar­le la me­di­da. Aho­ra, el olor que ha­bía no­ta­do de for­ma in­ter­mi­ten­te a lo lar­go del día era más dé­bil que an­tes. En un mo­men­to dado le ha­bía lle­ga­do una rá­fa­ga, la rá­fa­ga ol­fa­ti­va del ja­deo de un ani­mal, el olor agrio del te­mor que le po­nía el cuer­po en ten­sión.

Re­cor­dó el pre­ci­so ins­tan­te en el que ha­bía ocu­rri­do. Fue mien­tras Mar­ga­ri­ta con­ta­ba el cuen­to. Jus­to en el mo­men­to en el que la Bes­tia se le­van­ta­ba so­bre las pa­tas tra­se­ras y en­se­ña­ba ga­rras y dien­tes al hom­bre. Ip­hi­ge­nia pen­só al prin­ci­pio que qui­zá se ha­bía ima­gi­na­do el olor, que era la Bes­tia de la his­to­ria. Pero ha­bía es­cu­cha­do aquel cuen­to mu­chas ve­ces y nun­ca ha­bía oli­do a la Bes­tia. Aquel era un olor real, que le en­tra­ba por la na­riz, no pro­duc­to de su men­te.

No ca­bía la me­nor duda de que se tra­ta­ba del olor a le­va­du­ra y na­ti­llas de un hom­bre. Be­tún para las bo­tas, me­tal, acei­te para el pelo, un olor pa­re­ci­do al del pe­tró­leo; dis­tin­guía to­dos esos in­gre­dien­tes. Cuan­do le ha­bía lle­ga­do en for­ma de rá­fa­ga, el olor se ha­bía con­ver­ti­do en he­dor. Te­nía mie­do, su­da­ba. El olor le lle­gó de for­ma con­fu­sa. El hom­bre iba tam­ba­leán­do­se, dan­do círcu­los. La rá­fa­ga ha­bía du­ra­do has­ta que el mer­ca­der y la Bes­tia se ha­bían es­tre­cha­do la mano. Lue­go ha­bía amai­na­do. Pero ella ha­bía se­gui­do con el ol­fa­to aler­ta, a la es­pe­ra de más. Com­pro­bó to­das las es­tan­cias del mo­nas­te­rio, los claus­tros, los cam­pos, las zar­zas in­clu­so. El hom­bre se en­con­tra­ba en el olor sa­la­do y pe­ne­tran­te pro­ce­den­te del ex­te­rior, le­jos to­da­vía, pero al al­can­ce.

Ip­hi­ge­nia abrió unos ojos como pla­tos en la os­cu­ri­dad de su cel­da al per­ca­tar­se de que ya no pen­sa­ba en él como en un olor. Le ha­bía ad­ju­di­ca­do un cuer­po y lo lla­ma­ba «él». Y en­ton­ces sin­tió otro olor, una com­bi­na­ción de ex­pec­ta­ti­va, desa­so­sie­go, cau­te­la. El olor que des­pe­día su pro­pio cuer­po al no­tar que se ave­ci­na­ba tor­men­ta.

Vol­vió a res­pi­rar con nor­ma­li­dad, ce­rró los ojos y se con­cen­tró. El eflu­vio na­tu­ral de un ani­mal en re­po­so. Él es­ta­ba dur­mien­do. Ella ya­cía allí con el ol­fa­to agu­di­za­do. Tal vez amai­na­ra, se es­ta­bi­li­za­ra o se ex­tin­guie­ra an­tes de lle­gar allí. Se ima­gi­nó su na­riz como el cen­tro de un enor­me círcu­lo, un te­rreno de sen­sa­cio­nes. Mar­có la dis­tan­cia des­de el cen­tro en el que per­ci­bía que es­ta­ba el hom­bre y su olor. Más tar­de com­pro­ba­ría si ha­bía al­gún cam­bio. Tal vez por la ma­ña­na hu­bie­ra des­apa­re­ci­do y no ten­dría que ago­biar a las de­más con ello. Se acu­rru­có con­tra la re­con­for­tan­te la­no­li­na de la ropa de cama, rezó una ora­ción para sus aden­tros e in­ten­tó con­ci­liar el sue­ño. No era ni mu­cho me­nos la pri­me­ra car­ga que Ip­hi­ge­nia lle­va­ba sola.

cordero

Mata a un cor­de­ro. Eu­ca­ris­tía.

La her­ma­na Ip­hi­ge­nia hizo el anun­cio jus­to des­pués de los mai­ti­nes.

Mar­ga­ri­ta se que­dó des­con­cer­ta­da.

—Pero… no has­ta des­pués del día de tras­qui­lar. Las ove­jas se asus­tan.

Ip­hi­ge­nia en­se­ñó su den­ta­du­ra cua­dra­da y ama­ri­llen­ta.

—Me­mo­ria cor­ta. Inés Paul está em­ba­ra­za­da. Otras. Ha­brá más cor­de­ros. Haz el fa­vor, Mar­ga­ri­ta.

Es­ta­ba muy bien que Ip­hi­ge­nia die­ra las ór­de­nes, pero Mar­ga­ri­ta era quien de­bía cum­plir­las. For­ma­ba par­te de sus obli­ga­cio­nes. Ha­bía lle­ga­do como her­ma­na lai­ca, sin dote. Las ove­jas con­fia­ban en la dó­cil Mar­ga­ri­ta, po­día atraer­las al in­te­rior de la ca­pi­lla y lue­go clic. Ima­gi­na un dedo que te tra­za una lí­nea rec­ta a lo lar­go del cue­llo, de iz­quier­da a de­re­cha.

—¿Una bo­te­lla de vino? —su­gi­rió Mar­ga­ri­ta como al­ter­na­ti­va. El vino era per­fec­ta­men­te acep­ta­ble du­ran­te la Eu­ca­ris­tía.

—Esta no­che. Con el asa­do.

Vino y car­ne asa­da.

—¿Es do­min­go?

Por re­gla ge­ne­ral, las mon­jas se­guían una die­ta ve­ge­ta­ria­na, pero de vez en cuan­do se per­mi­tían el lujo de co­mer­se una pier­na o chu­le­tas de cor­de­ro. Las ove­jas se co­mían la hier­ba y las mon­jas se co­mían a las ove­jas. Los se­res vi­vos se co­mían a otros se­res vi­vos a fin de sub­sis­tir. El sol, el aire, la llu­via y la tie­rra que­da­ban ab­sor­bi­dos por for­mas de vida más sen­ci­llas y se con­ver­tían en sus­ten­to para las más com­ple­jas. Todo era ali­men­to para otro ser y, al co­mer­lo, pa­sa­ba a for­mar par­te de la cria­tu­ra que lo ha­bía con­su­mi­do. En su sa­bi­du­ría, Dios ha­bía he­cho el mun­do así.

Las mon­jas lle­va­ban una vida fru­gal en sen­ti­do ma­te­rial. Cuan­do se les aca­ba­ban los ví­ve­res o les cos­ta­ba de­ma­sia­do ob­te­ner­los, se li­mi­ta­ban a li­brar­se de esa ne­ce­si­dad. Te­nían car­ne, le­che, san­gre y lana de las ove­jas, te­nían hor­ta­li­zas, hier­bas y fru­tas, sebo. Te­nían li­bros en la bi­blio­te­ca. Te­nían ropa que po­ner­se, dis­fru­ta­ban de los pla­ce­res sen­ci­llos.

La her­ma­na Mar­ga­ri­ta se puso ma­nos a la obra. Car­la e Ip­hi­ge­nia es­ta­ban sen­ta­das en el pa­tio con la vis­ta per­di­da en una dis­tan­cia me­dia. En sus oí­dos flo­ta­ban los ba­li­dos for­za­dos de la her­ma­na Mar­ga­ri­ta mien­tras lle­va­ba a un cor­de­ro des­pre­ve­ni­do al ma­ta­de­ro. Car­la pa­re­cía un poco ner­vio­sa, pero Ip­hi­ge­nia es­ta­ba con­ven­ci­da de que no ha­bía no­ta­do el olor. Aho­ra era mu­cho más in­ten­so, más cer­cano, apa­re­cía en rá­fa­gas re­gu­la­res, en­tra­ba y sa­lía, como la res­pi­ra­ción.

Los pie­ce­ci­llos ner­vio­sos ara­ña­ban y se re­sis­tían con­tra el sue­lo de la ca­pi­lla y, acto se­gui­do, es­cu­cha­ron los ba­li­dos de de­ses­pe­ra­ción lla­man­do a su ma­dre. Ip­hi­ge­nia res­pi­ró hon­do mien­tras olía su mie­do y, a con­ti­nua­ción, el aro­ma mi­ne­ral y cá­li­do de su san­gre. Ella y Car­la pro­nun­cia­ron las pa­la­bras de la ce­re­mo­nia de la ma­tan­za mo­vien­do los la­bios, dan­do las gra­cias a su her­ma­na por la vi­si­ta y ha­cién­do­le sa­ber que aho­ra ya po­día de­jar el cuer­po del cor­de­ri­to que hon­ra­rían y re­co­ge­rían. Lue­go desea­ron a su alma un via­je rá­pi­do y se­gu­ro has­ta Dios.

To­das so­lían es­tar pre­sen­tes du­ran­te la ma­tan­za de un cor­de­ro, cuan­do se­pa­ra­ban la ca­be­za del cuer­po para de­jar sa­lir el alma. Pero cuan­tas más her­ma­nas ha­bía, más te­me­ro­so es­ta­ba el cor­de­ro, por mu­cho que las her­ma­nas re­za­ran. Por res­pe­to a la cria­tu­ra, des­via­ron la mi­ra­da de la ma­tan­za y lo de­ja­ron a so­las con Mar­ga­ri­ta. Ade­más, cuan­to me­nos mie­do pa­sa­ba el cor­de­ro, más tier­na era su car­ne.

Mar­ga­ri­ta sa­lió a la luz del sol tras cum­plir con su co­me­ti­do. Te­nía el de­lan­tal de lana y las man­gas en­san­gren­ta­dos. Ha­bía he­cho un gran es­fuer­zo para le­van­tar al ani­mal muer­to y col­gar­lo del gan­cho. Se apar­tó una mos­ca de la cara, con lo que se dejó una man­cha de la san­gre del cor­de­ro en la me­ji­lla. Ip­hi­ge­nia y Car­la le son­rie­ron cuan­do sa­lió, esa son­ri­sa de fe­li­ci­ta­ción que los adul­tos de­di­can a los ni­ños cuan­do han he­cho algo es­pe­cial­men­te va­le­ro­so.

Mar­ga­ri­ta so­lía lu­cir una ex­pre­sión bea­tí­fi­ca, pero aho­ra te­nía el ceño frun­ci­do. Qué fá­cil era para Ip­hi­ge­nia y Car­la, ellas no te­nían que la­var­se des­pués del tra­ba­ji­to. Pero la tra­ta­rían con res­pe­to du­ran­te ho­ras, al me­nos eso era lo po­si­ti­vo. Sin em­bar­go, aque­llo no com­pen­sa­ba la sen­sa­ción de ha­ber trai­cio­na­do a Inés Te­re­sa y al res­to de las ove­jas del re­ba­ño. Las ove­jas la tra­ta­ban como una de ellas y ella las ha­bía trai­cio­na­do como Ju­das. Año tras año. Al me­nos man­te­nían su hu­mil­dad, pen­só mien­tras se res­tre­ga­ba las ma­nos en el abre­va­de­ro, asu­mien­do la cul­pa con­ti­nua. Qué fá­cil era su­cum­bir al pe­ca­do del or­gu­llo cuan­do una se que­da­ba sen­ta­da en el pa­tio fe­li­ci­tán­do­se por no te­ner que ayu­dar en la ma­tan­za, sin si­quie­ra te­ner que es­tar pre­sen­te.

En­tra­ron en la som­bra lis­ta­da y fres­ca de la ca­pi­lla, Ip­hi­ge­nia sos­te­nien­do el pan en­tre las ma­nos im­po­lu­tas, sin san­gre. Hi­cie­ron la se­ñal de la cruz ante el cor­de­ro que col­ga­ba por en­ci­ma de la mesa de la Eu­ca­ris­tía, cu­bier­ta con una tela fina para que la san­gre go­tea­ra sin in­te­rrup­ción por par­te de in­sec­tos vo­la­do­res y otras for­mas de vida que gus­tan de afe­rrar­se a los ca­dá­ve­res de los muer­tos re­cien­tes.

Cuán­ta san­gre para un cor­de­ro tan pe­que­ño. Ip­hi­ge­nia par­tió un pe­da­zo de pan y lue­go lo di­vi­dió en tres por­cio­nes más o me­nos igua­les. Mar­ga­ri­ta en­cen­dió las ve­las y Car­la re­par­tió la san­gre del re­ci­pien­te sa­cra­men­tal en cuen­cos. La san­gre to­da­vía es­ta­ba ca­lien­te. De­li­cio­sa. Le en­tra­ron ga­nas de in­tro­du­cir el dedo y la­mér­se­lo en­se­gui­da, pero en­ton­ces ahí aca­ba­ría la emo­ción de la ex­pec­ta­ción.

El que come mi car­ne y bebe mi san­gre tie­ne vida eter­na y yo lo re­su­ci­ta­ré en el día pos­tre­ro. Por­que mi car­ne es ver­da­de­ra co­mi­da y mi san­gre ver­da­de­ra be­bi­da. El que come mi car­ne y bebe mi san­gre, per­ma­ne­ce en mí y yo en él.

Pro­nun­cia­ron las pa­la­bras al uní­sono, aun­que no se ha­bía dado nin­gu­na se­ñal per­cep­ti­ble de ini­cio o fi­nal. Se arro­di­lla­ron, con las ca­be­zas al­za­das ha­cia los re­ta­zos de cie­lo que se veían por el te­ja­do, ha­cia la vida eter­na que las ro­dea­ba.