cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Nancy Warren

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su único amante, n.º 1319 - agosto 2016

Título original: Fringe Benefits

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8736-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Jane Stanford se casó un viernes. Lo celebró llevándose a su mejor amiga, Alicia Margolin, a cenar. Jane observaba a su amiga mientras ésta consultaba con emoción las especialidades en la pizarra. Estaban en uno de los restaurantes de marisco nuevos del elegante barrio de Yaletown de la ciudad de Vancouver.

–Tengo un hambre que me muero. He oído que este sitio es fabuloso, pero Chuck es demasiado tacaño para traerme aquí –se quejaba Alicia mientras se fijaba en el moderno decorado del local–. Espera a que le cuente que me has invitado a cenar aquí. ¿Qué estamos celebrando? ¿Que no tienes que trabajar más conmigo?

Jane sonrió maliciosamente.

–Estamos celebrando algo, pero no eso.

Alicia abrió los ojos como platos.

–¿Tienes un trabajo nuevo?

–Aún no.

A Jane se le encogió el estómago y de pronto se le quitó el hambre. No estaba allí para recrearse con el pasado; estaba dando los pasos necesarios para asegurarse un futuro de éxito.

Como si fuera una maga, Jane hizo un movimiento con la mano delante de Alicia. En su dedo anular brillaba una gruesa alianza de oro engastado en diamantes.

Alicia se quedó boquiabierta.

–Me he casado.

–¿Cómo?dijo Alicia en voz alta.

El nivel de ruidos del restaurante disminuyó, y algunos curiosos se volvieron a mirar a Alicia.

–¿Cuándo? ¿Por qué no me he enterado de nada? –añadió Alicia–. ¿Cómo es que no me has invitado? Soy tu mejor amiga… –Alicia dejó de hablar y la miró con confusión–. ¿Quién demonios es él?

Jane decidió contestar a la última pregunta que era la más importante.

–Es el mejor esposo del mundo –se inclinó hacia atrás con la copa de vino en la mano mientras reflexionaba sobre la perfección de su esposo–. Nunca deja el asiento del baño levantado ni ropa sucia tirada por la casa. Ni fuma, ni bebe, ni juega –miró a Alicia–. Y siempre me anima a que me compre todo lo que quiera.

–Vamos –dijo Alicia con sorna–. Ese hombre no existe.

Jane sonrió llena de felicidad.

–Exactamente.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Alicia.

–Se me ocurrió después de que me despidieran –empezó a decir Jane.

–Cariño, sé que tu autoestima está por los suelos, pero si te has casado con ese tipo, Owen, que se pasa todo el tiempo con tripas de pescado…

–Es un biólogo marino… Pero no, no me he casado con Owen. La verdad es que no me he casado con nadie. Sólo finjo estar casada.

Alicia esperó con impaciencia a que se marchara el camarero, que acababa de llevarles la comida.

–¿Has perdido el juicio? –le preguntó Alicia.

–No, para nada –contestó Jane mientras sentía una nueva oleada de amargura–. Estoy harta de que me molesten tipos como Phil Johnson sólo porque soy soltera y viajo mucho con el trabajo. Hice ese cursillo de defensa personal para mujeres, que fue como Johnson consiguió ese ojo morado; me visto como una monja…

–Es tu físico –la interrumpió Alicia–. Podrías ser una monja y los hombres continuarían cayendo a tus pies –se metió una gamba en la boca–. Si no fueras mi mejor amiga, te odiaría.

–Las mujeres casadas no sufren ese tipo de acoso todo el tiempo. A ti no te acosan.

–Pensándolo mejor, te odio –contestó Alicia.

–Tener un marido significa que no tendré que inventarme un montón de excusas cuando no me interese un hombre. Así gozaré de todos los beneficios de estar casada sin tener un hombre pegado a mí todo el tiempo. ¿Así que qué te parece?

–Creo que es la idea más tonta que he oído en mi vida –dijo Alicia sin rodeos–. ¿Y la noche de bodas?

Jane alzó la cabeza.

–Esta es la noche de bodas.

Alicia sonrió con complicidad.

–Hay una ventaja de estar casada de la que me parece que te has olvidado.

–Si te refieres al sexo, me divierte más ver una película antigua en televisión y así no tengo que aguantar después los ronquidos.

Su amiga negó con la cabeza y sacudió la mata de rizos negros.

–¿Y qué pasará cuando conozcas a un hombre que te haga tilín?

–Nada.

–Está claro que nunca has estado enamorada –Alicia estiró el brazo y le tomó la mano a su amiga–. No lo hagas. Aún quedan hombres buenos.

¿Por qué la gente casada siempre actuaba como si ella fuera deficiente mental? Claro que había aún hombres buenos; y también perros leales y loros que hablaban. Pero no le interesaba ninguno de ellos.

–No quiero amor. Quiero hacerme de una profesión. Quiero que se me tome en serio y que se me permita llegar todo lo lejos posible. Entre mi madre que quiere que me case con el «hombre adecuado» y todos los hombres que he conocido en mi vida, creo que de haberme enamorado ya lo sabría.

–¿Es que no te das cuenta? Estás exagerando porque te han despedido. Creo que deberías denunciarlo por acoso sexual.

Jane suspiró mientras retiraba a un lado el plato de salmón a medio comer.

–Ya he hablado con mi abogado. No fue demasiado inteligente por mi parte darle un puñetazo a Johnson. Si lo denuncio por acoso sexual, él dirá que yo lo pegué. Ya sabes lo taimado que es. Y, además, nadie le vio tocarme el pecho en el ascensor, pero muchas personas me vieron pegándolo.

Alicia se echó a reír.

–Salió volando del ascensor, como si alguien le hubiera pegado un tiro, con la nariz sangrando. No se me olvidará mientras viva –añadió Alicia con sorna–. Pero no es justo que te despidieran.

–No, no lo es.

Sintió náuseas sólo de pensar en cómo aquel pervertido le había fastidiado su carrera profesional, y de pensar en cómo su jefe, un hombre por supuesto, había ignorado su parte de la historia y la había despedido. No era justo. Había trabajado tanto, y cumplido las normas; pero eran normas de hombres. Por eso había decidido que desde ese momento en adelante tendría a un hombre a su lado: a su marido ficticio.

–Yo creo que ahora todo es más justo.

Alicia la miró como si considerara la idea de Jane en serio por primera vez en toda la noche. Jane se sintió algo más esperanzada al pensar que su mejor amiga la apoyaría, hasta que vio que Alicia negaba con la cabeza.

–Tal vez funcionaría si no fueras la peor mentirosa del planeta –comentó Alicia.

–Yo nunca miento –dijo Jane.

–Exactamente. Para ser una comercial, eres tan honrada que resulta vergonzoso –su amiga se echó a reír.

–Pero esto no será como mentir –dijo Jane–. Sólo es una mentirijilla, que no hará daño a nadie. Y los beneficios son mucho mayores que los obstáculos.

Pensó en lo mucho que había sufrido su carrera profesional por el hecho de ser soltera, y eso le hizo empeñarse más en continuar con su plan.

–No. Estoy decidida –dio un golpecito con la alianza en la copa de vino y la levantó para brindar–. Por el señor Stanford.

Alicia no alzó su copa. En su rostro, habitualmente risueño, había una expresión de preocupación.

–Johnson se está llevando los laureles por el contrato con Marsden Holt.

Jane bajó su copa.

–Lo sé. Me dejé la piel para conseguir ese contrato. Acababan de darme su palabra de que comprarían el nuevo programa de inventario cuando Johnson empezó a sobarme en el ascensor para «celebrarlo».

–Ah, me pone negra. No puedo creer que le esté saliendo tan bien –comentó Alicia con fastidio mientras se metía otra gamba en la boca.

–Tal vez no sea así –comentó Jane.

Su amiga la miró esperanzada.

–Tengo una entrevista en Datatracker el lunes –añadió Jane.

–¿En Datatracker? Leí un artículo sobre el presidente, Spencer Tate. Es uno de esos ejecutivos que ha conseguido ganar dinero y mantenerse a flote. Y es tan guapo. Tiene el cerebro de Bill Gates y el físico de Harrison Ford, cuando era joven, claro.

–¿De verdad? ¿Quieres decir como en La Guerra de las Galaxias? –preguntó Jane, intrigada a su pesar.

Alicia se quedó pensativa un momento.

–Más o menos como en Armas de Mujer. Te lo digo en serio, déjate el anillo en casa.

–Seguramente estará casado. Además, la única cosa peor que acostarme con un hombre casado sería hacerlo con mi jefe. ¿Es que no me has oído lo que he dicho antes? Me tomo mi trabajo muy en serio. Acostarse con el jefe es como suicidarse, profesionalmente hablando.

–¿Y no podrías…?

–Lo único que quiero es que lea mi currículum. En los últimos años, Datatracker se ha convertido en nuestro, quiero decir, en vuestro competidor más peligroso –tamborileó sobre la mesa con las uñas perfectamente pintadas y arregladas–. No creo que sea una mujer vengativa, pero disfrutaré siendo la competidora de Johnson.

–Bueno, espero que nos quites a todos nuestros clientes –exclamó su leal amiga–. Entonces ven a buscarme.

–Ni siquiera me han hecho la entrevista, aunque he tenido ya contacto con algunos comerciales de Datatracker –Jane se encogió de hombros–. Quiero empaparme de la atmósfera de ese sitio, ver si puedo encajar. No puedo permitirme cometer otro error.

Alicia asintió.

–Entérate de su política de acoso sexual.

Cuando se marchaban, un tipo con traje de chaqueta se adelantó a Jane para abrirles la puerta del restaurante. Ella se volvió con una sonrisa de agradecimiento en los labios. Había dos hombres, y ambos parecían de fuera. El que sujetaba la puerta la miró con curiosidad; su acompañante se acercó un poco.

–¿Señoritas, les apetecería…? –empezó a decir el hombre.

Jane alzó su mano izquierda para que vieran el destello de los diamantes de la alianza a la luz que proyectaban los alógenos del techo.

–Estamos casadas –dijo en tono seco.

–Claro –dijo el que había hablado antes–. Pero tenía que intentarlo.

Mientras salían del restaurante, Jane se acercó a Alicia y le susurró al oído:

–¿Sigues pensando que es la idea más tonta que has oído en tu vida?

A Jane desde luego no le parecía. En realidad, lo que creía era que el imaginario señor Stanford era la mejor ocurrencia que había tenido en la vida.

 

 

Jane jugueteaba con la alianza, que esperaba que le diera suerte además de ser un freno para los babosos. Cuando la joven mujer asiática dijo su nombre en voz alta, Jane se levantó rápidamente y se preparó para hacer lo que mejor sabía hacer: vender. Sólo que esa vez se vendería a sí misma.

–Por favor, pase por aquí.

La mujer la condujo a través de un laberinto de despachos. La mayoría de las personas que los ocupaban parecían extras de una de esas películas de genios de la informática.

Tras cruzar un pasillo corto la invitaron a pasar al despacho del presidente.

Pestañeó con sorpresa al ver el desorden del despacho de Spencer Tate. Pero la sorpresa fue mayor cuando un hombre alto y moreno se levantó de un escritorio lleno de papeles. Era más joven de lo que había esperado, de unos treinta y pocos años, y cuando le dio la mano, lo hizo con firmeza y calor.

–Spencer –se presentó informalmente el hombre.

Se sorprendió de que un hombre que tenía fama de ser una adicto al trabajo tuviera una voz tan melódica. Entonces sonrió y la sorprendió aún más. Jane pensó que su rostro tenía el encanto de un chiquillo; y un aspecto tan inocente y jovial que daban ganas de perdonarle todo lo guapo que era.

Jane le devolvió la sonrisa.

–Jane Stanford.

Spencer Tate le señaló un sillón de cuero gris y, en lugar de sentarse otra vez a su escritorio, tomó una carpeta y se sentó en otro sillón idéntico que había junto al de Jane. Jane pensó que no era de esas personas a las que les gustaba utilizar el mobiliario para intimidar.

Mientras se acomodaba y abría la carpeta, Jane lo estudió con disimulo. Lo primero que se dio cuenta fue de que le hacía falta un corte de pelo. Los mechones de cabello castaño se le rizaban a la altura del cuello de la camisa y sobre las orejas. Tenía la corbata torcida y la camisa arrugada, que se le salía un poco por fuera de los pantalones.

Sin embargo, de cuerpo estaba en forma. Lo cual era más de lo que podía decir de su escritorio. La pizarra blanca y grande que había en la pared de espaldas a su silla estaba cubierta de garabatos incomprensibles dignos del mismo Einstein. Su aspecto era más parecido al de uno de esos científicos despistados que al del presidente de una de las empresas de tecnología punta de desarrollo más rápido de todo el país.

Tate se aclaró la voz antes de mirarla con sus ojos marrones. No eran los ojos de un chiquillo o de un científico excéntrico, sino los de un hombre maduro. A Jane le dio la impresión de que su aspecto exterior escondía una voluntad de hierro.

–Me sorprende que se marchara de Graham’s. Es una buena empresa.

Jane había esperado esa pregunta. Su abogado y ella habían acordado que lo más importante era proteger su buen nombre. Cada parte había acordado no hablar mal del otro, y por eso tenía una excelente carta de recomendación de Charles Graham. A cambio, ella había prometido no hablar mal de su antiguo jefe.

–Es una empresa estupenda –respondió Jane tal y como había ensayado de antemano–. Sólo necesitaba un cambio.

Él la observó un momento con interés, pero Jane no pensaba decir más de lo que había planeado. Entonces él asintió antes de bajar la vista a las hojas que tenía delante.

–Tiene un récord de ventas impresionante.

–Gracias. Me gusta trabajar.

Al oír eso Spencer sonrió, y Jane sintió que su encanto la acariciaba como una brisa tropical.

–Aquí encajará, entonces. Soy un adicto al trabajo. Yumi, mi secretaria, se queja todo el tiempo, pero trabaja más que yo. A pesar de la carga de trabajo, somos un equipo bastante relajado y trabajamos bajo el principio de la confianza. Pero como he dicho, hay mucho estrés, fechas tope, trabajo hasta tarde en la oficina… ¿Es capaz de desenvolverse en este tipo de ambiente?

Jane se quedó algo confusa hasta que se dio cuenta de que él le miraba el anillo de casada.

–Disfruto de mi trabajo, señor Tate. Me lo tomo muy en serio.

–Llámeme Spencer –dijo él–. Mire, su vida personal no es asunto mío. Sólo quiero dejar las cosas claras. Para serle sincero, esta empresa ya ha conseguido que mi matrimonio se vaya a pique. No quiero ver que a nadie más le pasa lo mismo por esa razón.

Jane se inclinó hacia delante.

–Créame, este empleo no romperá mi matrimonio.

–Supongo que sabe que tendrá que viajar mucho –levantó la vista y ella se fijó en el marrón intenso de sus ojos, como el del café expreso en un día soleado.

En los dos años que llevaba en esa actividad había oído hablar mucho de Spencer Tate. La gente utilizaba epítetos tales como «brillante», «astuto», «dinámico» o «creativo» para describirlo. Habían olvidado decir algo de lo que se estaba dando cuenta en ese momento. Era guapísimo.

Él continuaba observándola con expresión interrogante, sin duda a la espera de que ella le respondiera. Ella repasó mentalmente la última parte de la conversación y asintió.

–Sí, estoy acostumbrada a viajar.

–¿Habla usted algún idioma extranjero?

Ella volvió a asentir.

–Francés y alemán bien, y suficiente italiano para defenderme. Estuve unos años estudiando en Suiza.

–¿En la escuela de empresariales? –le preguntó él.

Jane se puso colorada.

–No, en una escuela de señoritas para aprender a comportarse en sociedad.

–¿No le gustó la experiencia?

En absoluto. Ella habría querido ir a la facultad, pero sus padres sólo querían que conociera al hombre adecuado, que se uniera a los círculos adecuados y que tuviera los hijos adecuados. Aún lo deseaban para ella. Pero aquélla era una entrevista de trabajo, no el diván de un psicoanalista, de modo que se encogió de hombros y respondió.

–La escuela para señoritas resultaba algo pasado de moda, pero me encantó estar en Europa y pude practicar varios idiomas.

Él se arrellanó en el asiento y colocó un tobillo sobre la rodilla opuesta.

–¿Y dígame, por qué le interesa trabajar aquí?

–Llevo dos años vendiendo en la competencia. Sé mucho de su empresa; es un negocio serio, respetado y floreciente. Si me permite serle sincera… –esperó hasta que él asintió para continuar–, su mayor debilidad estriba en el departamento de ventas. Veo en esto una excelente oportunidad para ambos.

Él no dejaba de observarla mientras hablaba, y no le contestó inmediatamente.

–Mi empresa ha estado perdiendo contratos que merecíamos para nosotros. Sobre todo a Graham’s –se arrellanó en el asiento de cuero y estiró sus piernas largas–. Me sorprende que pudiera vender los sistemas Graham’s cuando sabe que la calidad de nuestro producto es superior.

–Graham’s es una empresa más grande –dijo ella–, con un historial continuado de productos de confianza.

–Nuestros sistemas son más fáciles de instalar y se estropean menos –respondió, como si estuviera presumiendo sobre su hijo favorito–. ¿Podría vender nuestros sistemas con el mismo convencimiento con que vendía los de Graham’s?

Ella le respondió sinceramente.

–Si creo en ello, sí. Y por lo que he visto, no creo que eso pueda ser un problema.

Él la miró como si no pudiera decidirse acerca de algo. Su mirada se fijó un par de veces en el anillo de casada. ¿Se trataría de eso? ¿Acaso aquel hombre no sabía que no se podía decidir sobre si contratar o no a una persona basándose en su estado civil? Tenía ganas de gritar. Soltera o casada, no parecía ganar nunca.

–Creo que nuestro salario base es un poco más bajo que el de la otra empresa, pero las comisiones son más generosas. Si es tan buena como piensa, debería terminar ganando más con nosotros.

Ella vaciló mientras giraba la alianza extraña en su dedo distraídamente.

–El dinero no me motiva tanto como otros factores –Jane aspiró hondo, diciéndose que sería mejor ir al grano–. Soy una persona que rinde más de lo esperado. Me encanta vender, pero mi plan eventual es ascender a un puesto ejecutivo. ¿Qué le parecería eso?

Jane lo observó cuidadosamente buscando alguna señal de chovinismo u hostilidad, pero tan sólo vio comprensión. Parecía que Spencer Tate y ella estaban hechos del mismo palo.

–Esta clase de empresa prospera rápidamente, y continuará haciéndolo –le respondió Tate–. Su carrera profesional prosperará con la empresa. Si las cosas van bien, podría ascender a un puesto ejecutivo con facilidad. Maldita sea, no sé cuánto tiempo voy a estar aquí. Tal vez termine de presidenta –dijo Spencer.

Él corazón le latía más deprisa.

–¿Lo dice en serio?

–Totalmente.

De pronto Jane se alegraba de haber perdido su trabajo. Ya sentía como si encajara en aquel lugar.

–Le pediré a Yumi que le enseñe las oficinas. Hable con quien quiera; pregúnteles lo que se le ocurra.

Entonces empezó a hablarle de Datatracker. Jane se dio cuenta del orgullo que sentía por la empresa y por sus empleados. Spencer Tate le hizo unas cuantas preguntas más, y ella le habló de su formación y de su carrera profesional hasta el momento presente.

Fue una entrevista de trabajo atípica. A Jane le daba la sensación de estar charlando con alguien que conociera desde hacía tiempo de lo a gusto que se sentía con aquel hombre. Su instinto le decía que podía confiar en él. Y, después de lo que le había pasado en Graham’s, la confianza era importante. Hablaron durante casi una hora, aunque le pareciera como si sólo llevara quince minutos en su despacho.

–Me alegro de haberla conocido. Estaremos en contacto –le dijo él al final.

–Lo mismo digo –respondió Jane, que se levantó para marcharse.

Él se puso de pie y le dio la mano. Para horror suyo, al estrechársela Jane notó como si pasara entre ellos una corriente eléctrica, y enseguida la retiró.

Le había dicho que era soltera; pero en ese momento sus hormonas le decían que era un hombre sexualmente atractivo.

Gracias a Dios que tenía a su «marido» para que a ninguno de los dos se les ocurriera ninguna tontería que no estuviera relacionada con la empresa.