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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Cathy Williams

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Huracán de deseo, n.º 1430 - octubre 2017

Título original: Constantinou’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-460-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LUCY oyó el ruido de la puerta y levantó las manos del teclado.

No debería haber nadie allí a las diez y media de la noche. Y aquel día menos que nunca. Nerviosa, se levantó de la silla. Estaba en el único despacho iluminado de toda la planta y cualquiera podría verla desde el pasillo, mientras ella no podía ver nada.

Aunque el despacho de Nick Constantinou era enorme, no había ningún sitio para esconderse, ni siquiera unas gruesas cortinas de terciopelo. Y aunque ella era delgada, intentar esconderse tras las persianas de madera sería ridículo.

De hecho, su miedo era ridículo. Ella era una persona demasiado sensata como para imaginar que había entrado un ladrón.

Lucy se acercó a la puerta que conectaba el despacho de Nick Constantinou con el suyo. No oía nada, excepto el viento golpeando las ventanas… entonces vio una figura oscura en el pasillo.

–¿Oiga? ¿Oiga?

Estaba llamando a alguien a las diez y media de la noche, en una oficina que ella misma había cerrado con llave después de entrar.

–¿Quién es?

Se preguntó entonces si le responderían las piernas en caso de que tuviera que salir corriendo. Medía un metro sesenta y la figura que se dirigía hacia ella parecía medir treinta centímetros más.

–¿Quién crees que soy? –contestó el hombre. En ese momento se encendió la luz y Lucy dejó escapar un suspiro de alivio–. ¿Un ladrón que viene a robar las lujosas oficinas de Nick Constantinou?

La retórica pregunta pareció divertirle mucho porque soltó una estruendosa carcajada.

–¿Qué haces aquí, Nick? ¿No deberías estar…?

–¿Dónde? –la interrumpió él. La risa había desaparecido abruptamente y Lucy observó que parecía borracho.

Eso la dejó perpleja. Nick Constantinou no bebía. O, al menos, no era su costumbre. Lo sabía porque había acudido a varias recepciones en los diez meses que llevaba trabajando para él como secretaria.

–No has contestado a mi pregunta.

–¿Qué pregunta?

–¿Dónde crees que debería estar?

Aun borracho, Nick Constantinou emanaba un increíble atractivo masculino. Su ropa oscura, la corbata torcida, el abrigo negro que parecía la capa de un mago, el cabello oscuro echado hacia atrás… todo ello le daba un aspecto peligroso.

–Pensé que estarías en casa… con tus parientes.

Después de todo, el funeral de su esposa había tenido lugar aquel mismo día.

–Tengo que sentarme.

Nick entró en su despacho y Lucy se preguntó si debía seguirlo o marcharse discretamente. La situación era bastante extraña.

Pero no tuvo elección.

–Tráeme agua, por favor. O mejor, una taza de café bien cargado.

–Agua sería mejor. Si has bebido mucho alcohol, estarás deshidratado. Tienes que beber todo lo que puedas.

–Siempre tan sensata, ¿eh? –exclamó Nick, dejándose caer en el sofá–. Siempre dispuesta a dar un buen consejo.

Ella hizo una mueca. Sí, la sensata Lucy, que había conseguido llegar a secretaria del director por su eficiencia, su capacidad de trabajo y su habilidad para no perder la cabeza.

La buena de Lucy, que no podía estar en la misma habitación con su jefe sin sentir mariposas en el estómago, la que solía mirarlo cuando él no se daba cuenta, como si fuera una fruta prohibida, no solo porque estaba casado sino porque jamás se fijaría en alguien tan corriente como ella.

–¿Crees que debería estar en mi casa? –preguntó Nick, tumbado en el sofá, con un brazo sobre la cara.

Sí, pensó, debería estar en casa, llorando la pérdida de su esposa y soportando el pésame de sus parientes, a algunos de los cuales ni siquiera conocía.

La idea hizo que sintiera náuseas.

–¿Alguien sabe que estás aquí? Quizá deberíamos llamar…

–¡No! No necesito que me rescaten como si fuera un inválido.

–Puede que estén preocupados –insistió Lucy.

–Siéntate. Me duele el cuello de mirar para arriba.

–Pero…

–Siéntate en el brazo del sofá. No voy a hacerte nada, no te preocupes.

–Si quieres estar solo, lo mejor es que me vaya…

–¿Qué hacías aquí a estas horas? –la interrumpió Nick–. Son las once de la noche, ¿no tienes nada mejor que hacer?

–¡Claro que sí! Es que me sentía un poco… inquieta. Los funerales… –Lucy no terminó la frase, incómoda–. Sé que parece un poco raro, pero…

–Son deprimentes –dijo Nick.

–Sé que ya te lo he dicho esta mañana, pero lo siento mucho. Quizá te ayudaría hablar de lo que ha pasado.

–Lo que ha pasado es un accidente de tráfico. Sencillamente.

Nick se tapó los ojos con la mano, sintiendo de nuevo una punzada de culpabilidad por no experimentar dolor alguno.

Gina era, en apariencia, todo lo que un hombre podría desear: preciosa, sensual, exótica, con la costumbre de mover su larga melena oscura y sonreír de una forma que volvería loco a cualquier hombre.

Y durante un tiempo estuvo enamorado de ella. Tanto como para casarse, confiando en que fuera para toda la vida.

Pero no duró. Podía decir sin equivocarse que en los dos años de matrimonio solo hubo cuatro meses de felicidad y después… el largo proceso de enfrentarse con lo inevitable.

–Has bebido mucho, ¿verdad?

–Lo suficiente como para olvidar.

–Era muy guapa –dijo Lucy–. Imagino que estas dos semanas han debido ser una pesadilla para ti.

–No imagines –replicó Nick, abruptamente. Su voz lo relajaba, era como una cascada de agua. Y, por un momento, estuvo a punto de confesarle que aquello no era una pesadilla para él.

La pesadilla era recordar los meses de peleas con su esposa, sus acusaciones de no ser suficientemente hombre como para satisfacerla porque su única amante era el trabajo. Cada acusación los alejaba más y más y cuando empezó a salir por las noches, a dormir fuera de casa, Nick solo sintió indiferencia.

Pero aguantó la situación, incapaz de pedir el divorcio. Cuando su padre lo llamó desde Grecia para decirle que su mujer había tenido un accidente de tráfico en la estrecha carretera que iba de Atenas a la finca familiar, Nick pensó que debería sentirse culpable por no haberle prestado más atención a Gina, por haber dejado que se fuera de Londres para divertirse en otro país.

Pero no sentía remordimiento alguno. Además, el accidente había destapado una sórdida historia de adulterio que él sospechaba desde hacía tiempo. Gina y su amante murieron juntos.

Se preguntó entonces qué pensaría su seria y eficiente secretaria si le contara todo eso. Pero Lucy no era una mujer de mundo, todo lo contrario.

Nick abrió los ojos y se quedó mirándola fijamente hasta que ella se puso colorada como una cría.

–Supongo que te has llevado un susto de muerte al verme en el pasillo –dijo, suspirando–. Me sorprende que no hayas llamado a la policía.

–Estaba a punto de hacerlo, la verdad. No esperaba verte aquí esta noche.

–El ambiente de mi casa empezaba a ahogarme. El funeral ya fue suficientemente… agotador, pero verme rodeado de dos familias griegas preguntándose por qué se la va a enterrar aquí en lugar de en su país, todos llorando, todos hablando de ella… tenía que marcharme.

Si estuviera sobrio ni siquiera le habría contado eso. De hecho, no se lo había contado a nadie. Pero Lucy estaba allí, mirándolo con tal compasión que no tuvo más remedio que decir lo que le pasaba por la cabeza.

Absurdo.

–¿Por qué decidiste enterrarla aquí?

–Porque es aquí donde vivió siempre. Me pareció lo más apropiado. Después de todo, ¿no debería tener cerca de mí el recuerdo de mi querida esposa? –replicó Nick, si poder disimular la ironía.

Un recordatorio constante de la vacuidad del sacramento del matrimonio y de la traición de su mujer.

Lucy se aclaró la garganta.

–Creo que es hora de que me marche. ¿Te importa quedarte solo o quieres que llame a alguien? En momentos como este… quizá necesites compañía.

–Ya tengo compañía.

Lo había dicho mirándola a los ojos y Lucy sintió un escalofrío.

Era la primera vez que la miraba como si no estuviera viendo a la eficiente y seria secretaria sino… pero era mejor no pensarlo.

Su jefe había bebido mucho, estaba sufriendo lo indecible por la muerte de su esposa y, seguramente, no sabía lo que hacía. Pero no entendía por qué la miraba así.

Quizá veía el rostro de su mujer, aunque físicamente no se parecían nada. Gina era alta, voluptuosa, una morena de cabello largo y ojos oscuros. Ella, en cambio, era bajita, rubia, con el pelo corto y la tez pálida.

Pero había soñado con Nick tantas veces… había imaginado que la acariciaba, que la besaba. Y era patéticamente emocionante sentir que la miraba como un hombre mira a una mujer por primera vez.

–Es muy tarde, Nick. Tengo que irme.

–¿Para qué?

–¿Cómo?

–¿Hay alguien esperándote en casa?

–Pues…

–¿Tus padres?

–No vivo con mis padres. Mi familia vive en Cornualles. ¿Cuántos años crees que tengo, doce?

–Ah, perdón –sonrió él–. No quería insultarte.

Aquella sonrisa la derretía por dentro; era una sonrisa nueva, diferente.

–No pasa nada.

–Sigues con el vestido negro. ¿Desde cuándo estás aquí?

–No fui a tu casa después del funeral. Lo siento, no podía soportar…

–¿A las hordas de simpatizantes? Parece casi una obscenidad que tanta gente se reúna en un momento así, ¿verdad? Charlando, contándose sus cosas, hablando con parientes a los que hace siglos que no ven, poniendo cara de pena…

El cinismo que había en aquel comentario la sorprendió. Pero Lucy se recordó a sí misma que cada persona lidiaba con el dolor de distinta manera. No todo el mundo mostraba sus sentimientos y Nick Constantinou no era hombre que llorase delante de nadie. Pero eso no significaba que su dolor fuera menos profundo.

–Es un momento difícil para ti. Mira…

–No te vayas –la interrumpió él, tomándola de la mano–. Aún no.

–¿Quieres otro vaso de agua? –preguntó Lucy, intentando disimular el nerviosismo–. Deberías beber todo lo posible.

–Quédate. Cuéntame cosas. Dime qué hiciste al salir de la iglesia.

–Fui al supermercado. Estaba lleno de gente, así que tardé una hora y media… pero esto es muy aburrido.

–Tu voz me tranquiliza.

Nick estaba acariciando distraídamente su mano, haciéndola sentir escalofríos. Pero no se daba cuenta.

–Bueno, el caso es que dejé la compra en mi apartamento y después fui a cenar algo a un restaurante.

–¿Sola?

–Sola.

–Pensé que las mujeres nunca iban solas a un restaurante. Gina no lo habría hecho jamás.

Oh, no, Gina no habría hecho eso. No le gustaba estar sola. Necesitaba público a su alrededor, sobre todo público masculino, alguien para quien mover la melena, alguien para quien inclinarse mostrando el escote.

–A mí no me molesta –dijo Lucy, un poco a la defensiva–. Pensarás que es muy triste que una mujer de veintitrés años tenga que cenar sola un viernes por la noche, pero yo no soy de las que necesitan compañía todo el tiempo.

Se le ocurrió entonces que haber sentido la necesidad de defenderse la hacía parecer un poco patética. No parecía la mujer liberada que pretendía ser.

–A mí no me parece triste.

–Debería haberme ido a casa después, pero me apetecía dar una vuelta en el coche. Y cuando pasé por delante de la oficina, se me ocurrió que podría terminar unas cosas. No sé, no estaba cansada y no me apetecía ir a casa.

–Me alegro mucho –dijo Nick, acariciando su brazo.

¿Qué estaba pasando? No lo sabía. Miraba a Lucy y su cuerpo empezaba a reaccionar. Era como si estuviesen en otro mundo, en otra realidad donde solo existían sus confusos pensamientos y aquella mujer. Y la quería allí, quería una persona cálida a su lado.

Llevaba una falda negra y un jersey de color corinto. Se había fijado en ella durante el funeral, con un enorme abrigo negro que la hacía parecer más pequeña todavía. No era una belleza, pero tenía una boca perfecta; una boca que Nick estaba rozando con la punta del dedo en aquel momento.

Lucy lo apartó con manos temblorosas. Tenía que salir de allí como fuera.

–Mira, sé que acabas de pasar por una experiencia muy traumática, pero necesitas dormir.

–No, no es eso lo que necesito –murmuró él, mirándola de arriba abajo.

Lucy siempre vestía discretamente, con chaquetas anchas y faldas poco provocativas. Nunca antes había sentido el deseo de tocarla. Pero, claro, antes estaba casado.

Estaba casado con una idea de fidelidad, demasiado orgulloso como para admitir el fracaso aun cuando supo que el barco se hundía.