jul1598.jpg

 

HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Gina Wilkins

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Primavera en el corazón, n.º 1598- octubre 2017

Título original: Adding to the Family

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-504-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Tenemos el placer de invitarle a la celebración del vigésimo quinto aniversario de Jared y Cassie Walker.

Después de tantos años dedicados a su familia y amigos, queremos darles un homenaje y una gran fiesta.

Lugar: Rancho Walker, Texas.

Fecha: Sábado, 15 de octubre.

Se ruega confirmación.

Molly y Shane Walker

 

 

Molly se acercó al granero. La luz del atardecer hacía que su cabello rojizo pareciese aún más brillante, casi tanto como su sonrisa.

—¡He tenido una idea genial! —le dijo a su hermanastro Shane.

Él y el caballo que estaba cepillando la miraron con expresiones similares.

—Cada vez que dices eso me empieza a doler la cabeza.

—Hablo en serio —dijo ella, acercándose a él—. Es un gran plan y no tendrás casi nada que hacer. Podré encargarme de todo yo sola. De casi todo.

El larguirucho granjero dejó el cepillo en un estante y la miró de nuevo.

—¿Qué es lo que voy a tener que hacer?

—No te pongas dramático. Cualquiera diría que te pido cosas complicadas cada dos por tres —repuso ella, apuntándole con un dedo.

—Claro, claro. Lo que tú digas —respondió él, mirando incrédulo a su yegua preferida.

—¡Déjalo ya! —exclamó ella—. Ya sabes que el aniversario de papá y mamá es en octubre. Cumplen veinticinco años de casados.

—Ya lo sé. Recuerdo la boda, yo era ya un adolescente. Y también me acuerdo de cuando naciste tú, un año después.

Shane y su padre, Jared Walker, habían sido un par de solterones sin remedio hasta que conocieron a Cassie Browning. Los dos se enamoraron al momento de ella. Veinticinco años después, formaban aún una familia unida y feliz, a pesar de que Shane llevaba ya casi diez años casado y tenía dos hijas.

Y Molly quería hacer una gran fiesta para celebrar esa unión familiar.

—Deberíamos organizar una fiesta de aniversario sorpresa.

—Vale… Eso suena bastante razonable. ¿Dónde está la trampa?

—No hay trampas ni trucos. Van a viajar a Europa a principios de octubre así que podemos organizar todo mientras están allí. Y les daremos la bienvenida con una fiesta para celebrar sus bodas de plata.

—Parece buena idea. Kelly y yo te ayudaremos. Estoy seguro de que las tías Michelle y Layla también querrán colaborar. Y eso sin contar con el resto de tíos, primos y demás que estarán esperando cualquier excusa para celebrar una fiesta.

Jared tenía cinco hermanos, todos casados y con hijos. Eran una gran familia. Pero Molly quería invitar también a los amigos de la pareja.

—También vendrán los D’Alessandro, claro.

La hermana de Jared estaba casada con Tony D’Alessandro, un detective privado. La extensa familia de éste había formado parte de sus vidas desde siempre. Un primo de Molly se había casado con otro miembro de los D’Alessandro, con lo que los lazos familiares se habían estrechado aún más.

—También quiero invitar a los niños que mamá y papá tuvieron acogidos durante los primeros años de matrimonio, antes de que el rancho se convirtiera en un centro juvenil. ¿No crees que les encantará verlos de nuevo en una ocasión tan especial?

—Lo intentaremos con los que aún mantenemos contacto. Pero los demás… Será difícil encontrarlos.

—Pero quiero que estén casi todos aquí —insistió ella.

—No sabemos de algunos de ellos desde hace años. Por ejemplo de Mark, Daniel y Kyle. Fueron muy especiales en las vidas de papá y Cassie, pero no sé dónde están.

—Los encontraremos —dijo ella con una sonrisa—. Recuerda que nuestros tíos Tony, Joe y Ryan tienen una agencia de detectives. Seguro que nos ayudan y los localizamos en cuestión de semanas.

—Quizás los encontremos, pero eso no significa que quieran venir. No a todo el mundo le gusta recordar el pasado, sobre todo cuando ese pasado incluye hogares de acogida.

—Primero los encontraremos y después intentaré convencerlos para que estén aquí.

—Si alguien puede hacerlo seguro que eres tú.

—Así es. Confía en mí, Shane. Va a ser la mejor fiesta de aniversario posible. A papá y a mamá les va a encantar la sorpresa.

—Espero que no te desilusiones si no todo sale a la perfección. Porque puede que las sorpresas te las lleves tú intentando organizar algo tan grande.

Molly le hizo un gesto despectivo y se volvió hasta la casa principal. Tenía mucho que hacer. Necesitaba una lista de invitados y otras mil cosas en que pensar para que la fiesta fuera perfecta.

Capítulo 1

 

A MIRANDA Martin le atraía ver a un hombre manejando una calculadora. No sabía por qué. Pero había algo en esos dedos que apretaban teclas rápidamente, sumando y restando. Y todo mientras hablaba de fondos, inversiones y desgravaciones fiscales.

A otras mujeres les gustaban los vaqueros, los policías o los deportistas. La debilidad de Miranda, sin embargo, eran los contables. Y uno en particular: el suyo.

Apoyó la barbilla entre las manos, con los codos sobre la mesa de su contable. Era un hombre muy atractivo. Mark Wallace tenía ojos grises, pelo castaño desaliñado y algo rizado y la dentadura más perfecta que había visto. Pensaba que de no haber sido contable podía haber trabajado como modelo.

—¿Qué es esto? ¿Quieres desgravarte la compra de unos zapatos cómodos? —le preguntó frunciendo el ceño.

—Tuve que comprarlos hace un mes durante un viaje de negocios. Los que llevé me estaban matando. Y no me puedo concentrar en los negocios cuando me duelen los pies. Fui mucho más eficiente en cuanto me compré esos preciosos y cómodos zapatos, aunque es verdad que fueron un poco caros.

Había sido su contable durante un año y siempre la miraba igual cuando ella le decía algo que le chocaba. Lo hizo de nuevo tras oír la historia de los zapatos. Le encantaba esa mirada. Cuando incluyó el recibo del calzado en las deducciones ya había anticipado lo que iba a pasar.

La miraba con la cabeza inclinada, como si no estuviera seguro de si le estaba tomando el pelo o no. Después sacudió la cabeza y tachó el recibo.

Le encantaba que hiciera eso.

—Todo parece estar bien, menos lo de los zapatos —dijo cerrando la carpeta—. Tendré los formularios preparados para que los firmes a finales de semana. Pero la próxima vez no esperes hasta tan tarde para darme toda la información. Porque no nos dejas casi tiempo a ninguno de los dos para subsanar los errores.

—Pero si nunca cometes errores… —dijo ella en tono socarrón.

Mark se encogió de hombros y media sonrisa asomó a sus labios.

—Pues ha ocurrido alguna vez, aunque parezca mentira.

A veces le resultaba imposible no tocarlo. Alargó su mano y le acarició la suya.

—No puedo creerme que no seas perfecto.

Después de un año trabajando juntos, parecía que comenzaba a acostumbrarse al flirteo de Miranda. Al principio le habían desconcertado sus comentarios, pero con el tiempo se había dado cuenta de que ese juego era parte de ella y lo aceptaba como tal. Sobre todo después de que ella le confesara que hablar de dinero le ponía la carne de gallina.

Él la miró con sus penetrantes y masculinos ojos. Era una mirada depredadora que consiguió dejarla sin aliento.

—Algún día puede que te tome la palabra y te siga la corriente cuando flirtees conmigo. ¿Qué vas a hacer entonces? —le dijo.

Miranda Martin, una mujer a la que nunca le faltaba un rápido e ingenioso comentario, se quedó sin palabras. Se quedó perdida en sus ojos y la mente se le llenó de imágenes eróticas. No supo qué decirle.

«Muy bien, tómame la palabra. O aún mejor, tómame a mí», pensó ella.

Pero no lo hizo, sobre todo porque en la vida de Mark había otras dos mujeres. Y una de ellas entró en ese momento.

—Papá. Acabo de volver del cole. ¿Sabes qué? Vamos a ir al museo de ciencias y…

—Payton —la interrumpió Mark—. Estoy con un cliente. Sabes de sobra que no quiero que entres aquí cuando estoy trabajando. ¿Dónde está la señora McSwaim?

La preciosa niña, de ojos azules y cabello rubio y rizado, parecía arrepentida, pero no mucho.

—Ha llevado a Madison al baño —le respondió a su padre mientras estudiaba a Miranda.

—Entonces, ve a jugar un rato hasta que termine aquí.

—Muy bien, papá —repuso la niña suspirando reticente y saliendo de allí.

Mark esperó hasta que la puerta se cerró y se giró de nuevo hacia Miranda.

—Perdona la interrupción. Trabajar desde casa tiene sus ventajas, pero de vez en cuando hay que sufrir estas invasiones.

Miranda lo miraba con su sonrisa más impersonal. Se agachó a por su bolso y se lo colgó del hombro mientras se levantaba de la silla.

—De todas formas, me voy ya. Tengo algo de trabajo que hacer y luego me voy a un concierto.

—Muy bien, te avisaré cuando estén listos los formularios.

—Fenomenal.

—Pásatelo bien en el concierto.

—Cariño, yo siempre me lo paso bien —repuso ella con una sonrisa perversa.

Le gustaba jugar con él de esa manera, sobre todo porque sabía que nunca habría nada entre ellos.

 

 

De todos los clientes de Mark, sólo una hacía que la cabeza le diera vueltas después de cada reunión: Miranda Martin.

Pensaba en ella como una chica de oro. Tenía el pelo largo, castaño y cubierto de reflejos dorados. Su complexión era perfecta y siempre bronceada. Sus ojos también eran del mismo tono, del color del ámbar.

Tenía una frente lisa, una nariz perfecta, pómulos pronunciados y una barbilla en la que destacaba un hoyuelo, justo debajo de su boca. De mediana estatura, Miranda tenía piernas interminables, caderas redondeadas, cintura estrecha y un pecho proporcionado. Tenía todo lo que cualquier hombre necesitaba.

Sabía que, de haber sido el tipo de hombre al que le gustaran las aventuras temporales, ya habría llegado a algo con Miranda. Pero tenía dos hijas a su cargo y no podía permitirse ese lujo.

Además, ya había estado casado con una mujer que ponía por encima de sus responsabilidades familiares el pasárselo bien. Si llegaba el momento de reanudar su vida sentimental, nunca lo haría con una mujer tan juerguista como Miranda Martin.

Por otro lado, se había fijado en cómo miraba a sus hijas en las pocas ocasiones en las que habían coincidido. Las niñas eran alienígenas para ella. Sabía que ellas harían imposible que sucediera algo entre los dos.

 

 

—¿Quién era la señora que había en tu despacho, papá? —le preguntó Payton esa noche.

—¿Estás hablando del cliente con quien estaba trabajando cuando entraste sin llamar?

—Ya te dije que lo sentía —dijo la niña suspirando—. ¿Quién era?

—Se llama Miranda Martin.

—Era guapa.

—Madison, no le des los guisantes a Poochie, tienes que comértelos tú —repuso su padre mirando a la otra niña.

Madison, de tres años, era una fotocopia de su hermana. Al oír a su padre, se metió a regañadientes el tenedor en la boca, dejando a Poochie, el perro que había recogido Mark de la calle seis meses atrás, esperando bajo la mesa a que cayeran más restos de comida.

Payton tenía cuatro años y le quedaban varios meses para su cumpleaños, pero le gustaba decir que tenía casi cinco. A Mark le parecía a veces, por su forma de hablar, que tenía casi treinta.

—¿No crees que es guapa, papá? —siguió preguntando la niña.

—¿Quién? ¿Madison? Sí, es muy guapa —contestó él.

—Madison no, papá. La señora de antes, Miranda Martin.

—Sí, sí. Es muy guapa.

—¿Puedo hacerme agujeros en las orejas? Me gustaría llevar aros dorados y grandes como ella.

—Cuando seas mayor —dijo él sonriente.

—Nicola Cooper lleva pendientes.

—Cuando seas mayor, Payton —repitió.

—¿Vas a salir con ella?

—No.

—La madre de Nicola Cooper sale con hombres. Se pone guapa y deja a Nicola con su abuela. A veces Nicola pasa toda la noche en casa de su abuela y…

—Bueno, bueno. Come el pollo que se enfría —la interrumpió él.

La niña tomó un par de bocados y volvió a la carga.

—Si piensas que es guapa, ¿por qué no sales con ella?

—Porque no.

Sabía que no era una buena respuesta, pero no quería seguir hablando de aquello.

—Cuéntame cosas de la excursión —le dijo a la niña—. ¿Cuándo vais? ¿El lunes?

Sabía de sobra que era el martes, pero esperaba que Payton se distrajera y dejara de hacerle preguntas sobre su vida social. O más bien, sobre por qué no tenía vida social. Comenzó a hablar de la excursión y se olvidó de Miranda Martin.

Pero a él no le resultó tan fácil. Las inocentes preguntas de su hija le hacían recordar cosas en las que prefería no pensar.

 

 

Little Rock era la capital y la ciudad más grande de Arkansas, pero aun así, seguía siendo lo bastante pequeña como para que Miranda se cruzara cada dos por tres con alguien conocido. Sobre todo en los bares de conciertos de los que era asidua. En cuanto entraba por la puerta, oía su nombre y alguien la invitaba a su mesa.

Esa noche estaba sentada con otras tres mujeres y dos hombres. No los conocía mucho, sólo de verlos por allí y pasar un rato con ellos. Los consideraba amigos aunque sabía que no eran el tipo de amistades con el que podías contar cuando estabas en problemas. Eso no le importaba, era una mujer independiente y creía poder enfrentarse sola a todas las dificultades.

—Miranda, estás guapísima —le dijo Oliver Cartwright mientras la miraba de arriba abajo—. Ese color no le sienta bien a todo el mundo, pero a ti sí.

—Viniendo de ti, lo tomo como un cumplido —le dijo.

Esa noche se había arreglado con más cuidado que de costumbre. Llevaba un corpiño dorado y unos vaqueros oscuros de talle bajo. El escote del corpiño era lo bastante bajo como para destacar sus atributos y lo bastante corto como para dejar entrever su bronceada cintura. Era un atuendo bastante decente si se comparaba con lo que llevaban otras jovencitas a su alrededor.

Oliver era todo un experto en cuestiones de moda. Así que si a él le gustaba lo que llevaba sería porque había acertado con la elección.

—¡Qué suerte! —dijo una de las mujeres enfundada en un vestido rojo demasiado ceñido—. A mí me ha dicho que parezco un tomate a punto de reventar.

—Eso es porque insistes en llevar ropa dos tallas más pequeñas que la tuya —se defendió Oliver—. Siempre te digo que es más sexy sugerir que enseñar. Tú pareces desesperada por llamar la atención.

—Miranda lleva un corpiño dorado, ¿eso no es llamar la atención?

—¡Sus pechos no parece que estén a punto de salir de él como los tuyos! Tú consigues atraer las miradas, Brandi, pero luego no llores si el tipo con el que te vayas a casa desaparece antes de que amanezca.

Brandi no ocultaba su deseo de casarse, a ser posible con alguien adinerado.

—¡Qué desagradable eres, Oliver! —contestó Brandi.

—Sí, pero siempre tengo razón.

Todos rieron ante el comentario, aunque nadie le rebatió.

Una camarera llegó a la mesa y todos pidieron copas. Miranda estaba decidida a tomar sólo una esa noche.

Había crecido en un hogar donde el alcohol se consideraba algo pecaminoso. Igual que el baile, las palabrotas, la televisión, las películas, la vanidad y cualquier actividad sexual fuera del matrimonio. Se escapó de allí en cuanto terminó el instituto. Con diecisiete años decidió valerse por sí misma y decidir sola lo que estaba bien y mal. Hacía ya diez años de ello y no se arrepentía.

Oliver dirigió su atención a su amigo Randall y Brandi se fue hasta el lavabo contoneándose, intentando atraer todas las miradas posibles en el trayecto.

—¿Crees que ha herido sus sentimientos? —le preguntó en un susurro otra de las mujeres a Miranda.

—¿A Brandi? No creo. Estará un rato enfurruñada y luego se llevará a casa a un chico que la tratará tal y como Oliver ha presagiado. El próximo fin de semana volverá a pasar lo mismo. Siempre le pregunta lo que piensa de su aspecto, aunque sabe de sobra lo que Oliver le va a decir.

—¡Miranda! —las interrumpió la morena que estaba sentada a su izquierda—. ¿Cómo se entretiene a los niños?

—No me preguntes a mí, Bev —repuso Miranda—. ¿Por qué lo dices?

—Mi hermano va a venir el mes que viene con sus tres hijos a ver a mi madre y quiere que le ayude a entretenerlos. Tú siempre sabes qué hacer para divertirte. Pensé que tendrías alguna idea.

—Bueno, mis planes no suelen involucran a niños —repuso ella fingiendo terror.

Todos rieron.

—¿Es que no tienes sobrinos? —preguntó alguien.

Empezó a negar con la cabeza y se detuvo de repente.

—¡No! ¡Espera! Sí, tengo un par de sobrinos.

—¿Habías olvidado que eras tía? —preguntó Oliver.

—Nunca me he visto como una tía. Sólo los he visto un par de veces. Mi hermana se traslada continuamente de un sitio a otro.

—Igual que mi hermano —comentó otro—. A mí no me importaría ver de vez en cuando a mis sobrinas, pero viven en Singapur. Mi hermano tiene un trabajo buenísimo allí, es…

Miranda no estaba interesada en la conversación y se desconectó voluntariamente. Tomó un sorbo de su cóctel y pensó en su hermana mayor. Se preguntó dónde estaría Lisa y si estaría cuidando a sus gemelos de cinco años como se merecían. No la veía desde la última vez que se había pasado por Little Rock, para pedirle prestado más dinero.

La idea de tener hijos la aterraba. Sabía que ser madre acabaría con su estilo de vida. Le gustaba no depender de nadie, hacer siempre lo que le apetecía sin dar explicaciones. Era lo que siempre había deseado y por fin lo tenía.

A lo mejor a Lisa no le importaba arrastrar a sus hijos, que habían sido concebidos accidentalmente, de un lado a otro, mientras daba tumbos por la vida. Miranda no lo veía bien. Pensaba que si alguien decidía tener hijos, tenía que anteponer su bienestar a todo lo demás. Algo que sus padres no habían hecho. No tener hijos le permitía ser tan irresponsable y egoísta como quisiera, sin que nadie tuviera que sufrir por culpa de su comportamiento.

No pudo evitar pensar en su contable. Mark Wallace parecía un buen padre. Era estable, cariñoso y fiable. No sabía dónde estaba la madre de las niñas, pero Mark parecía estar completamente comprometido en el cuidado de sus hijas, aunque eso implicara que su existencia fuera algo aburrida. Al menos, eso le parecía a ella. Aunque reconocía que su actitud era admirable.

Por desgracia para sus sobrinos, Lisa tenía una opinión muy distinta de lo que significaba ser madre. Su hermana no entendía por qué tener hijos tenía que interferir lo más mínimo con su estilo de vida.

Sus infancias habían sido complicadas. Se lo había recordado la propia Lisa la última vez que la visitó y estaba decidida a que sus hijos se lo pasaran bien. No les imponía reglas, no les castigaba ni les obligaba a seguir estrictos horarios.

Con esa educación, lo más probable era que los niños fueran unos auténticos monstruos. Pero ése no era su problema. Miranda decidió dejar de pensar en esas cosas y concentrarse en aquella noche de música, baile y copas.