bian1279.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Judy Christenberry

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amante y padre, n.º 1279 - junio 2016

Título original: Newborn Daddy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8236-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Ryan Nix miraba a los niños recién nacidos en el hospital de la zona. Normalmente, evitaba los bebés desde el día en que su propio hijo, también llamado Ryan, murió con su esposa, Merilee, tres años atrás. Pero estaba allí porque su hermana Beth acababa de dar a luz y su sobrino le pareció un niño magnífico.

Entró una enfermera con un bulto rosa en los brazos. Una niña. Se disponía a seguir mirando a su sobrino cuando vio que la mujer depositaba a la niña en la cuna de al lado y colocaba la tarjeta de identificación en su sitio. Cuando se retiró, Ryan no puedo evitar leer la tarjeta.

Y allí, en el apartado del padre, estaba su nombre.

Sintió una sensación rara en el estómago y miró de inmediato el nombre de la madre: Emma Davenport.

Apoyó las manos en el cristal para sostenerse y volvió a mirar la tarjeta, convencido de haber leído mal. Aquello no podía ser cierto. Tenía que tratarse de otro Ryan Nix.

¿Otro Ryan Nix que había tenido una aventura con otra Emma Davenport que había terminado siete meses atrás?

Imposible.

¡Maldición! Le había dicho que no quería volver a casarse ni a tener hijos. ¿Qué se creía? ¿Que podía sustituir a Merilee? ¿Darle un hijo tan perfecto como su Ryan? ¿Reemplazar a su familia perdida?

Corrió hacia el mostrador de las enfermeras sin pensarlo dos veces.

–¿En qué habitación está Emma Davenport? –preguntó.

–Doscientos doce –repuso la enfermera.

Ryan no esperó a oír más. Buscó la habitación, que estaba en el ala opuesta a la de Beth.

Sus botas camperas hacían bastante ruido al correr pasillo abajo, pero no estaba en condiciones de pensar en nadie más. Se sentía traicionado, y estaba decidido a decírselo así a la traidora.

Entró en la estancia gritando a pleno pulmón:

–¡Emma Davenport!

Sobre la almohada yacía un rostro pálido, más pequeño de lo que recordaba. Lo miró con alarma.

–¿Cómo te atreves? –siguió él–. Te dije que no quería tener hijos. ¿Crees que mentía? ¿Pensabas que así podrías casarte conmigo?

Frunció el ceño al ver que ella no contestaba. Había cerrado los ojos.

–¡Emma! ¿Me has oído?

Se abrió la puerta.

–Creo que le ha oído todo el mundo, señor Nix –dijo una enfermera mayor que había sido amiga de su madre–. ¿Quiere hacer el favor de esperar fuera?

–No. Quiero respuestas –insistió.

Miró a Emma de hito en hito. Su rostro parecía aún más blanco. Pero la enfermera lo tomó del brazo antes de que pudiera mostrar su preocupación.

–Es mejor que se marche. Nuestra paciente necesita descansar.

–¡Emma! –gritó Ryan.

–Por favor, vete –su voz era apenas un susurro, muy alejado del conjunto de tonos bajos y musicales que fue lo primero que lo atrajo de ella.

La enfermera tiró de él hacia el pasillo.

–Ryan, no sé qué te pasa con la señorita Davenport, pero tendrá que esperar. Está pasando un mal momento y necesita toda su energía para recuperarse.

–¿Qué quiere decir? ¿Qué le ocurre?

–¡Hombres! –exclamó la enfermera–. Acaba de tener un hijo. No te acerques a ella o llamaré al médico.

Ryan se alejó por el pasillo, confuso, enfadado todavía, pero también preocupado. De camino a la habitación de Beth, volvió a pasar por la guardería y observó a la niña que supuestamente era su hija.

¿Cómo podía una forma tan pequeña ser parte de él? Su hijo no había sido nunca tan pequeño. Ni tan delicado. Ni tan hermoso. Igual que Emma.

Hizo una mueca. Hacía siete meses de su ruptura con ella. Siete meses. Respiró hondo y se apoyó en la pared. Ella estaba ya embarazada cuando sugirió… cuando le pidió que vivieran juntos y formaran una familia. Ya estaba embarazada.

Y él le gritó y la echó de su vida.

Su madre lo había educado para ser un caballero. Pero aquel día no lo había sido. Había disfrutado del cuerpo de Emma. Había admitido incluso que le gustaba Emma. Era distinta a Merilee. Su difunta esposa era una mujer vibrante, llena de vida, siempre el centro de todo.

Emma era tranquila, tímida incluso. Percibió en ella el mismo tipo de soledad que sentía él. Creyó que entendería por qué no quería nada personal, nada permanente. Pero no se lo dijo. No fue sincero… hasta que ella se lo preguntó.

Cuando se puso a gritar después de la sugerencia vacilante de ella, no se le ocurrió pensar que podía estar ya embarazada. Se avergonzaba de lo que había hecho. Pensó incluso en pedirle disculpas, pero no quiso que ella se hiciera ilusiones de que podía cambiar de idea. Era mejor que lo olvidara y siguiera con su vida.

Pero no podía.

Porque ya estaba embarazada.

–¡Maldición! –murmuró.

–¿Ryan? ¿Eres tú? ¿Estás admirando a mi hijo? ¿Verdad que es…? –Jack Kirby, su cuñado, se interrumpió–. Perdona. Estoy tan contento que olvidaba… Ah, ¿vienes a ver a Beth?

–Sí –repuso el aludido con voz ronca–. A eso he venido.

Jack lo acompañó hasta el cuarto de su esposa. Beth sonreía y su marido corrió a abrazarla.

–Eh, mira quién está aquí.

–Ryan. Me alegra que hayas venido. ¿Lo has visto? ¿Verdad que es precioso? –preguntó su hermana, con la cara iluminada por la felicidad.

Ryan solo podía ver el rostro pálido de Emma y la tristeza de sus ojos. Miró a su alrededor. Las habitaciones eran idénticas, pero la de Beth estaba llena de flores… y un marido cariñoso.

La otra no tenía nada.

Sintió acidez en el estómago. Lo embargó una sensación de culpabilidad. Emma llevaba siete meses sola. Lo sabía porque Beth fue a verla después de la ruptura para decirle que todavía podían seguir siendo amigas. Emma rehusó. Le dijo que sería demasiado doloroso.

Ryan había preguntado a veces por ella a Beth o a otras mujeres del pueblo, pero la joven era como una sombra; se dejaba ver poco y siempre con ropa ancha.

Ocultando su embarazo.

–¿Ryan? ¿Es muy duro para ti? Puedes irte a casa si es así. Te agradezco que hayas venido, pero lo entenderé.

El hombre se inclinó a besar a su hermana en la mejilla.

–No, estoy bien. Tienes un hijo precioso. Estás en tu derecho de sentirte orgullosa.

Los dos padres lo miraron sonrientes.

–¿Has llamado ya a papá y mamá? –preguntó Ryan.

–Sí. Acabo de hablar con ellos. Vienen para acá. Papá se ha ofrecido a pagarle un billete de avión a mamá, pero ella insiste en que tiene que acompañarlo en el coche para que no se pierda –sonrió Beth. Sus padres se habían retirado a Florida dos años atrás.

–¿Cuándo irás a casa? –pensó que, si los dos niños habían nacido el mismo día, las madres se marcharían también el mismo día.

–Mañana o el jueves. El médico dice que depende de cómo estemos. No te importa que le hayamos puesto tu nombre, ¿verdad? –su hermana lo observó con preocupación.

Ryan se esforzó por parecer complacido.

–No, es un orgullo. Ryan Jackson es un buen nombre. Supongo que tu marido quería que llevara su nombre primero, pero yo soy mejor que él, así que…

Como esperaba, Jack empezó a protestar, lo que atrajo la atención de Beth hacia él.

–Ah, tengo que irme –aprovechó Ryan para decir–. ¿Os importa? ¿Necesitas algo?

–No. Jack me cuida muy bien.

Y Emma no tenía a nadie.

Había llegado al pueblo casi un año atrás, para trabajar de bibliotecaria. Como era tímida, le costaba hacer amigos, pero caía bien a la gente. Ryan la descubrió por casualidad, al ir de compras cuando Billy, su cocinero, se torció un tobillo.

La atracción instantánea que sintió lo sorprendió, lo repelió incluso, pero ella no era una mujer que esperara atenciones. Lo ayudó cuando la comida que él había amontonado amenazó con caerse, y se alejó después empujando su carrito casi vacío.

Acostumbrado como estaba a que todo el mundo intentara echarlo en brazos de alguna mujer, la indiferencia de Emma fue como un revulsivo. No pudo evitar preguntar por ella, y al fin acabó entrando en la biblioteca nueva con una excusa tonta.

La joven volvió a ayudarlo a elegir un libro para Billy y después se alejó.

Sin demostrar el más mínimo interés.

Sin coquetear lo más mínimo.

Ryan se acercó al mostrador y en un impulso le pidió que cenara con él antes de volver a su casa. Le dijo que odiaba comer solo.

Emma se mostró de acuerdo en que no era fácil comer solo y aceptó. Sus ojos, de color avellana enmarcados por pestañas oscuras, se iluminaron y sus labios se entreabrieron en una sonrisa. Ryan se preguntó si lo habría engañado. Parecía demasiado guapa para estar sola.

¿Había sido una trampa bien montada?

Pero en el transcurso de la cena se dio cuenta de que su soledad no era un engaño. No dio muestras de buscar otra cosa que no fuera un compañero de mesa.

Y él se aseguró de que no eran nada más. Que él también deseaba solo una compañera de mesa. Pero a partir de entonces se convirtió en un hábito pasarse por la biblioteca justo a la hora de cerrar y cenar con ella. Después, un día, la acompañó a casa.

Para hablar.

Y se quedó a pasar la noche.

Se sentía tan culpable que tardó tres semanas en volver por la biblioteca. Gracias a Dios, ella no era virgen. Ya se sentía bastante mal sin eso. Pero tampoco tenía mucha experiencia.

Y cuando volvió a la biblioteca, la joven no mencionó para nada su ausencia.

Igual que después no dijo nada sobre su embarazo.

–Ryan, ¿estás bien? –preguntó Beth, devolviéndolo al presente.

–Sí, sí. Ya me voy. Tengo que ir a ver a otra persona.

–¿A quién? –pregunto Jack. No he oído que haya ningún amigo…

–A nadie que conozcas –repuso Ryan, desde la puerta. No sabía lo que iba a hacer, pero no estaba preparado para contar a su familia lo ocurrido. Agitó un brazo en señal de despedida y salió de la estancia.

 

 

Emma sentía las lágrimas manar de sus ojos cerrados y empapar su pelo. No sabía por qué lloraba. Tal vez porque se sentía muy débil… Y el futuro la asustaba.

–Sabías que se enfadaría –musitó para sí. Sobre todo si se enteraba por otra persona. Quizá se lo había dicho una de las enfermeras. Después de todo, había puesto su nombre en la tarjeta de nacimiento.

Lo cual había sido un error.

Pero ella había querido hablarle del embarazo. Simplemente había estado tan cansada y enferma que no había tenido fuerzas para lidiar con ello.

Y tenía mucho miedo de que él insistiera en que abortara.

No pensaba hacer algo así por nada del mundo. A ella la abandonaron de recién nacida delante de una puerta. Al principio estuvo enferma y nadie quiso adoptarla. Pasaban los años y ella iba de casa en casa. Su salud mejoró, pero nunca fue la niña «preciosa» que quería la gente.

Se juró que, si alguna vez tenía un hijo, sería amado y deseado. Y era un juramento que estaba dispuesta a cumplir a cualquier precio. Tenía que volver al trabajo el lunes siguiente, pero había preparado un pequeño espacio para su niña detrás del mostrador. Se llevaría a Andrea consigo.

Por el momento, sin embargo, ni siquiera podía salir de la cama sin ayuda. Confiaba en poder mejorar pronto. Porque no podía permitirse pasar mucho tiempo en el hospital. Y tampoco podía quedarse en cama en su casa. Ya le iba a costar bastante pagar la factura del hospital.

Se abrió la puerta y el hombre que amaba, el hombre que la odiaba, entró de nuevo en la estancia. Esa vez no gritaba, pero ella apretó el botón de llamada de todos modos. Estaba demasiado débil para lidiar con él en ese momento.

–Emma, ¿estás bien?

La suavidad de su pregunta la tomó por sorpresa. Pero sabía que no debía darle mucha importancia. Seguramente la enfermera le había advertido que no hiciera ruido.

–Estoy bien. Siento que alguien te haya dicho…

–No me lo ha dicho nadie. Estaba mirando los bebés cuando han traído la tuya. Con la tarjeta en la que aparece mi nombre.

«La tuya». No podía haber elegido un modo mejor de dejar claro que no sentía ningún interés por la niña.

–Lo siento –susurró ella, mirando hacia la ventana.

Se abrió la puerta.

–Ryan Nix, le dije que no entrara aquí –Margie Long, la enfermera de la última vez, lo miraba de hito en hito.

–Vamos, señora Long. Estoy siendo educado. Solo quería hacer unas preguntas –protestó él.

–Emma, querida, ¿quieres visita?

La joven siguió mirando a la ventana, sabedora de que, si miraba a Ryan, no podría dejarlo marchar.

–No, estoy cansada.

–¡Emma! –protestó el hombre. Pero ella no volvió la vista.

–Lo siento. Aquí mandan las madres –la enfermera lo tomó del brazo y tiró de él.

Emma no se movió hasta que oyó cerrarse la puerta. Volvió la vista al lugar en el que había estado Ryan, deseando haber tenido fuerzas para mirarlo. Para memorizar sus rasgos, recordar sus caricias. Su amor.

Porque ella había creído que sus caricias eran amorosas. Pero solo habían sido sexuales. No sabía mucho de hombres y no creía que pudieran hacer el amor y no sentir nada.

Pero ahora ya lo sabía. Ryan se lo había dejado muy claro.

Andrea, pues, se criaría sola con ella. Se las arreglaría como pudiera para que no necesitaran ayuda. Pero no había contado con sentirse tan débil. Aun así, saldrían adelante las dos.

Estaba decidida.

 

 

–¿No ha leído la tarjeta de identificación? –preguntó Ryan, rabioso de nuevo–. Dice que soy el padre. ¿Eso no me da ningún derecho?

–Solo si eres su marido. Si no, no. ¿Se lo has dicho a tu madre? –preguntó la mujer, con un deje de burla que lo irritó aún más.

–No. Maldición, acabo de enterarme hace unos minutos.

–Oh –la mujer apretó los labios–. La verdad es que nos ha sorprendido a todos.

Ryan pensó en las visitas al médico que por fuerza tenía que haber hecho Emma.

–¿No ha tenido cuidados prenatales? –preguntó, con una mezcla de preocupación y rabia.

–Dice que sí, en Buffalo –repuso la señora Long, con aire dudoso. Buffalo, Wyoming, no era grande, pero tenía un hospital más completo que el de Franklin, el pueblo de ellos.

–¿Buffalo? ¿Por qué allí?

–Supongo que no quería que se enterara la gente de aquí. Hubo algunos rumores, pero no salía con nadie, así que todos pensamos que había engordado. Llevaba ropa muy amplia –hizo una pausa–. Vosotros rompisteis hace tiempo, ¿verdad?

–Sí.

–Quizá salió luego con otro, pero ha puesto tu nombre en el certificado.

Ryan no podía permitir que se iniciara un rumor semejante.

–No. No, la niña es mía.

–Vale.

–¿Pero qué le pasa? Usted ha dicho que es porque acaba de dar a luz, pero he visto a Beth y está muy bien.

–La señorita Davenport ha tenido complicaciones.

–¿La niña está bien? Es muy pequeña.

–Oh, es una preciosidad y está bien –repuso la señora Long, con una sonrisa de abuela en el rostro.

–¿Y por qué está Emma tan pálida?

Habían llegado al mostrador de enfermeras.

–Creo que suele ser pálida.

–Déjese de tonterías. Quiero saber lo que ocurre.

–Tú no eres su marido, Ryan. No tienes derecho a conocer su estado de salud.

–¿Su médico es Steve? ¿La ha asistido él en el parto? –preguntó Ryan, nombrando al hombre que había ayudado a nacer a su hijo, al hombre que había intentado salvarlos a Merilee y a él después del accidente.

Se abrió la puerta del ascensor y apareció otra enfermera.

–Siento llegar tarde, Margie. Hola, Ryan. ¿Has visto el niño de Beth? Me han dicho que ya ha nacido.

–Sí, Susan. Lo he visto. Es muy guapo.

La mujer le dio un golpecito en el brazo.

–Muy bien. Sabía que vendrías aunque te resultara duro.

Susan y él habían ido juntos a la escuela. Si iba a sustituir a Margie Long, sabía que tendría más probabilidades de conseguir información con ella. Quizá hasta pudiera visitar a Emma de nuevo.

–No dejes que se acerque a la habitación 212. No quiere visitas –dijo Margie, inclinándose por su bolso–. Además, no está lo bastante fuerte para recibirlas.

Se despidió de Ryan con una inclinación de cabeza y se marchó.

–¿Quién hay en la 212? –preguntó Susan.

–Emma Davenport –repuso el hombre.

–¿Volvéis a salir juntos? Yo creía…

–No. Pero hoy ha tenido una hija mía y la señora Long no quiere decirme nada.

Susan lo miró atónita.

–¿Una hija tuya? –preguntó, levantando la voz.

–Sí. Y quiero ver a Emma.

–No puedo dejarte entrar allí si Margie me lo ha prohibido. Me despedirían.

Ryan suspiró con frustración.

–Vale, ¿y puedes decirme por qué tiene ese aspecto de muerta?

Susan sacó una carpeta y la hojeó con rapidez.

–No debería, pero puedo decirte algunas cosas.