Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Impulsive © 2003 Jamie Ann Denton

Enticing © 2003 Carrie Antilla

Tantalizing © 2003 Nancy Warren

© 2003 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

TRES MUJERES DE HOY, Nº 2 - mayo 2012

Título original: Stroke of Midnight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0110-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Año Nuevo, 2002

Casa de Rafael Monticello, Nueva York

–Feliz Año Nuevo –exclamó Arianne Sorenson, alzando su copa de champán a nadie en particular.

Pasaba una hora de medianoche, y la fiesta anual de Año Nuevo en casa del famoso diseñador de calzado Rafe Monticello continuaba en todo su apogeo. Pero en el bar dorado de mármol sólo estaba ella, junto a once taburetes vacíos y un camarero italiano sin apenas idea de inglés.

–¡Igualmente, amiga! –respondió una voz femenina.

Arianne se sorprendió al oírla y se volvió tan bruscamente en su taburete que a punto estuvo de caerse al suelo sobre su trasero.

–Natalie Trent –se presentó la mujer pelirroja–. ¿Te importa si te hago compañía? –sin esperar respuesta, se aupó al taburete adyacente y dejó con cuidado una caja de zapatos sobre la barra.

Arianne le dijo su nombre, decidiendo que le gustaba el carácter directo de su nueva amiga.

Natalie tiró hacia abajo del dobladillo de la falda negra de lentejuelas.

–¿Por qué brindamos? –preguntó, mientras le hacía un gesto al camarero para que le sirviera champán.

Arianne pensó seriamente en la pregunta. Pero antes de improvisar un brindis que expresara la desgracia actual pero que a la vez dejara la puerta abierta para un futuro feliz, otra voz femenina irrumpió en sus pensamientos, mucho más aguda que la de Natalie.

–Vaya, parece que todas necesitamos un respiro –dijo la tercera mujer, uniéndose a ellas mientras se ajustaba la camisa masculina desabrochada que llevaba metida en una minifalda con flecos. El rímel se le había corrido bajo sus exóticos ojos y el pintalabios desdibujaba el contorno de su boca.

Sin duda había compartido algo más que el típico beso de Año Nuevo.

Arianne se inclinó hacia ella.

–Tienes un corchete de una camisa de esmoquin en tu pelo –le susurró.

La mujer soltó una carcajada ronca y se sacudió el pelo. El corchete cayó a la barra y ella lo miró con una sonrisa.

–Un buen recuerdo, por lo que veo –murmuró Arianne reprimiendo un suspiro.

–Siempre me gusta llevarme un recuerdo de la fiesta.

Todo el mundo parecía tener suerte en Año Nuevo.

–Sírveme otro a mí, cariño –le dijo la morena al camarero, que llenó obedientemente una tercera copa con el champán francés de Rafe Monticello. Mientras el líquido burbujeante hacía espuma, Natalie se presentó a ella misma y a Arianne.

–Isabel Parisi –respondió la mujer, metiendo el corchete en su bolso antes de tomar la copa.

–Arianne iba a hacer un brindis –dijo Natalie.

Las dos mujeres miraron expectantes a Arianne, como si fuera la dueña del bar y ellas fuesen sus invitadas. Arianne no quería parecer una persona solitaria cuando era obvio que aquellas dos lo estaban pasando mucho mejor que ella, así que olvidó su desdicha y se concentró en el futuro.

–Por que se cumplan nuestros sueños –dijo.

–Por que se cumplan nuestros sueños –repitieron las otras dos mientras entrechocaban las copas.

Natalie y Arianne tomaron un pequeño sorbo cada una.

Isabel apuró su copa de un solo trago.

–Deberíamos romper las copas en la chimenea para que se cumplan nuestros deseos.

–Oh, ¡no puedes hacer eso! –exclamó Arianne–. Cada una de estas copas cuesta setenta y ocho dólares.

Las otras la miraron como si fuera una concursante de El precio justo.

–Soy la contable de Rafe Monticello –se apresuró a explicar Arianne–. He visto las facturas.

–Debe de costarle una fortuna regalar cientos de pares de zapatos cada año –observó Natalie.

Arianne se estremeció.

–No te haces una idea.

En los últimos años, Rafe se había valido de su Máster en Empresariales de la Universidad de Harvard para expandir por América la marca de zapatos italianos de su madre. Con él como director general, la empresa había experimentado un éxito sin parangón. Blahnik, Choo y Monticello formaban el trío líder en la industria del calzado.

Natalie señaló los zapatos que llevaba Arianne… los que Monticello le había regalado en la fiesta del año anterior.

–Los he visto en la Quinta Avenida a seiscientos dólares.

Arianne asintió.

–Incluso el precio al por mayor es más de lo que yo me gastaría jamás en un par de zapatos.

–A mí no me importaría ir descalza –dijo Isabel, cruzando sus largas piernas desnudas y apoyándose contra la barra. Llevaba unas zapatillas de bailarina adornadas con abalorios–. Pero si tenemos que ponernos unos tacones mortales, ¿por qué no hacerlo con estilo, gracias a Rafe? Él sí que puede permitirse el capricho.

–Es mucho mejor que volver a casa sola –dijo Natalie con un profundo suspiro–. Otra vez.

Las tres bebieron durante un rato en silencio.

–Bueno, ¿qué os parece? Una rubia, una morena y una pelirroja –observó Isabel–. Tres chicas solteras en un bar.

–¿Eres soltera? –le preguntó Natalie, mirando brevemente el bolso donde estaba el corchete.

–¿Estamos hablando de esta noche o de toda la vida? –dijo Isabel.

–¿No es lo mismo?

–De eso nada. Me encanta estar soltera. He venido por el excelente champán francés y los hombres italianos. Bellisimo –le lanzó un beso al camarero.

–Sí, bella –le respondió él con un guiño.

Isabel se volvió hacia las otras mujeres.

–¿Y vosotras?

–Soy periodista de moda –explicó Natalie–. Casi tuve que matar por conseguir una invitación, pero valió la pena. He estado con gente a la que quería entrevistar, y me llevo a casa un par de Monticellos –añadió, acariciando con adoración la caja dorada de zapatos.

Arianne se encogió de hombros.

–Es mi trabajo. Rafe es un cliente importante.

He venido para ser amable –levantó un pie en el aire para que la luz hiciera brillar la carísima piel del zapato–. Y por los Monticellos.

–No me digas que prefieres los zapatos a los hombres –se burló Isabel.

–Mmm –murmuró Natalie, apurando su copa–. Al menos los zapatos sólo te hacen daño en los pies.

Las tres mujeres se reconocieron mutuamente como veteranas de las citas y los ligues de Manhattan, y compartieron miradas de conmiseración.

Isabel esbozó una sonrisa irónica antes de que se sumieran en una depresión.

–Yo también me dedico a la moda –dijo. Por lo visto, prefería hablar de su trabajo antes que explicar su vasta experiencia con los hombres–. Soy modista. He trabajado con los zapatos de Monticello en su línea de primavera.

Iniciaron una animada conversación sobre lo que tenían en común, la inminente Semana de la Moda y lo que estaba ocurriendo entre los modistas ricos y famosos.

Cuando llegó la hora de marcharse, las tres se habían hecho amigas. Isabel las invitó a almorzar al día siguiente en su loft de Elizabeth Street, cerca del SoHo. Natalie ya estaba pensando cómo podía aprovechar la influencia de Arianne para conseguir una entrevista con Lucia Monticello, la diseñadora de calzado y madre de Rafe, y Arianne intentaba encontrar una manera cortés de preguntarle a Isabel cómo conseguía presentarse en una fiesta, enrollarse con un hombre y volver sola a casa.

Decidieron compartir un taxi. Mientras se preparaban para salir del bar, Natalie juntó a las tres en un abrazo y les hizo una proposición.

–Tenemos que jurar solemnemente que si el año que viene seguimos solteras, volveremos a hacer esto.

–Ningún hombre podrá cazarme –dijo Isabel con un guiño–. Aquí estaré.

–Mi compromiso acabó hace un año –dijo Arianne–. Estoy segura de que estaré aquí.

Natalie guardó silencio unos segundos antes de hablar.

–Veréis. Esta noche he conocido a alguien… –se mordió el labio–. Pero parece que se lo ha tragado la tierra. Si no vuelve a aparecer en los próximos trescientos sesenta y cuatro días, aquí estaré.

–¡Jurémoslo sobre tus Monticellos!

Cada una de ellas puso una mano sobre la caja dorada de zapatos y lo juró solemnemente.

Impulsiva

Jamie Denton

Capítulo Uno

Un año más tarde

Necesitaba desesperadamente una aventura, pensó Natalie Trent mientras se pintaba las pestañas. Naturalmente, no le habían faltado oportunidades en los últimos doce meses. Después de todo, vivía en Manhattan, donde los hombres no sólo abundaban, sino que casi todos tenían las hormonas disparadas. No, sólo se había vuelto bastante… exigente, y todo por culpa de aquella estúpida promesa de Año Nuevo que había decidido mantener.

Se pasó la barra por los labios y se los abanicó con la mano para aligerar el secado. Tomar la decisión de no enamorarse de todos los hombres con los que salía había sido una sabia decisión en su tiempo, pero también había sido la más severa. Por lo visto, no estaba preparada para abrirse de piernas si no estaba enamorada. Un pequeño detalle que había comprendido tras trescientas sesenta y cuatro noches solitarias.

Una vez que tuvo los labios secos, se puso el abrigo y metió los tubos en su bolso dorado Fendi, junto a la invitación para el baile de máscaras venecianas de Monticello. Salió del minúsculo cuarto de baño a la igualmente minúscula habitación que usaba también como vestidor y armario. Pero a lo que su diminuto apartamento le faltaba en espacio, lo compensaba su situación. Al menos tenía vistas a la Calle 77 en el edificio rehabilitado de cinco plantas. Podría haber encontrado un apartamento mucho más barato con más espacio, pero no estaba dispuesta a renunciar a su privilegiado emplazamiento en Upper East Side, junto a Park Avenue, como tampoco renunciaría a sus zapatos de Manolo Blahnik, Jimmy Choo y Monticello.

De pie frente al espejo de cuerpo entero que había colocado junto al armario de los zapatos, pensó en cambiarse de ropa. El corto vestido dorado de Anna Molinari rozaba el límite de la decencia, por no decir de la legalidad. Debería haberse puesto el Versace negro que había recibido como regalo de agradecimiento del modisto, sobre quien Natalie había escrito un artículo para Woman. Pero entonces tampoco podría llevar los zapatos de tacón dorados de Monticello.

Se volvió y frunció el ceño al ver el reflejo de su espalda. Definitivamente, el vestido era muy llamativo y dejaba muy poco a la imaginación.

«Un momento», pensó. ¿Acaso no era ésa la idea para ponerse aquel vestido? ¿Para captar la atención de un hombre y acabar de una vez por todas con su autoimpuesto, aunque involuntario, celibato?

Se ajustó una vez más el vestido y se colgó de los lóbulos un par de largos pendientes de oro. Una sonrisa desdeñosa curvó sus labios. Después de vivir cinco años en Nueva York, había aprendido a ocultar su pasado rural. Incluso había conseguido desprenderse de sus ridículos modales de Pollyana y ser tan cínica como Isabel. Pero lo que más importaba ahora era que ningún invitado soltero a la fiesta, aparte de sus dos amigas más íntimas, descubriera que la hija única del borracho del pueblo se había atrevido a cruzar la línea de privilegio e invadir el territorio exclusivo de los ricos y famosos.

Armada con su invitación personal a la fiesta más caliente de la ciudad y unos cuantos preservativos, salió de su apartamento y rezó no sólo por encontrar un taxi, sino también por poner fin a su abstinencia. Había durado un año entero sin entregar su corazón. Poco se había imaginado al tomar aquella estúpida decisión que el resultado sería un año sin sexo. Había sufrido más de lo que sufriría cualquier mujer joven y saludable de veintisiete años. Sus necesidades la acuciaban, y no podría pasar de esa noche sin saciar su libido. Y lo haría sin perder su corazón en el proceso.

Sólo tuvo que llegar andando hasta la Quinta Avenida para encontrar un taxi y darle al conductor la dirección de Isabel. Como periodista autónoma de moda, Natalie se tomaba la celebración de esa noche más como una fiesta de trabajo que como un evento social. El Baile Monticello anual prometía abundante material para su artículo de sociedad, desde la última moda hasta los cotilleos más jugosos. Tanto Vogue como Woman le pagarían una fortuna por un artículo sobre la moda exhibida por las celebridades en la fiesta más esperada del año. Tal vez incluso consiguiera una entrevista con Rafe Monticello sobre su colección de zapatos para el próximo otoño. O quizá una entrevista con el genio creativo que se ocultaba tras el imperio, su madre, la esquiva Lucia.

A medida que el taxi se aproximaba a casa de Isabel, Natalie decidió que si iba a responder a las oportunidades sexuales que se le presentaran, tendría que adoptar una actitud más abierta hacia el sexo, igual que su amiga la modista. Isabel Parisi disfrutaba de todo el sexo que quería y nunca dejaba que su corazón se enredara con las sábanas. Por desgracia, Natalie presentía que ella tenía más en común con la contable Arianne Sorenson. Arianne tampoco entregaba su corazón, pero seguramente porque ya lo había perdido. Su amiga tenía que darse cuenta de que su corazón pertenecía al sexy y enigmático Rafe Monticello.

Una vez que el taxi entró en la calle de Isabel, Natalie sacó su teléfono móvil y marcó el número de la modista.

–Estoy de camino, Natalie –respondió Isabel.

–De camino por las escaleras, espero –dijo Natalie–. Arianne se enfurecerá si llegamos tarde, y el tráfico es terrible.

–¿Qué esperabas? Es Nochevieja.

–Cállate y date prisa –le ordenó Natalie, odiando el tono desesperado de su propia voz–. No quiero llegar tarde.

–No tengas miedo, Nat –la tranquilizó Isabel, riendo–. Tus Monticellos te estarán esperando aunque lleguemos tarde.

Natalie cortó la llamada. No eran sólo los Monticellos lo que ella esperaba que la estuviese aguardando en el baile. Aunque aquel año no pudiera conseguir su zapatilla de cristal, sí esperaba encontrar a su príncipe. Un príncipe dispuesto y bien dotado para acabar con su maldito año de abstinencia sexual.

Joe Sebastian supo que era ella en cuanto la vio entrar en el baile. Desde su estratégica posición en el bar, esperó a que sus pulmones se llenaran de aire y el corazón recuperara su ritmo normal. El tiempo no había borrado las imágenes de su memoria. Al contrario. Eran incluso más nítidas ahora que la había visto.

Una visión sobrecogedora envuelta en una tela dorada que ceñía sus curvas letales. En opinión de Joe, era la mujer más atractiva y sensual que había en la sala, y a pesar del satén, la máscara, y las plumas doradas que brotaban del costado izquierdo, habría reconocido ese cuerpo en cualquier parte. No podía ser de otro modo, ya que había sido el objeto de sus fantasías durante todo un año.

¿Lo recordaría ella?, se preguntó, y apuró el resto de su whisky escocés con agua. Sin quitar los ojos de ella, le hizo una seña al camarero.

–Ponme otro –le dijo–. Pero esta vez que sea doble. Y seco.

¿Le hablaría? No podría culparla si le arrojaba a la cabeza una de las urnas renacentistas de Rafe. No se merecía menos, después de haber desaparecido tras el rato que habían pasado a solas con una botella de champán en una de las alcobas del piso de arriba. A ninguna mujer le gustaba sentirse utilizada, y Joe imaginaba que era así como Natalie vería aquel increíble encuentro de un año atrás. A menos que lo hubiera olvidado.

Le dio las gracias al camarero y volvió a la sala de baile para mirar de cerca a la mujer que seguía grabada en su mente. El sabor de su boca, la curva de sus labios, sus cabellos sedosos… Vivas imágenes que seguían ardiendo en su cabeza y en su cuerpo. El sonido de su risa cuando la llevó a la alcoba y echó las cortinas rojas de terciopelo para tener intimidad. Sus ronroneos de placer cuando le pasó las manos por todo el cuerpo y la besó hasta que ambos casi se ahogaron de deseo… un deseo tan intenso que casi mató a Joe cuando se apartó de ella y le ofreció una excusa ridícula, que ni siquiera podía recordar ahora, y la promesa de volver enseguida.

Nunca llegó a ver su indignación, porque las despedidas estaban prohibidas para él. Se había marchado, pero nunca la había olvidado, y por primera vez en su carrera como oficial de inteligencia marina, había maldecido su juramento.

Pero, gracias a Dios, sus días de desapariciones habían quedado atrás. Después de doce años sirviendo a su país, había vivido bastantes operaciones secretas y asuntos de seguridad, y estaba cansado de vivir a bordo de un barco rumbo a un destino clasificado.

Reconocer que estaba listo para asentarse en un lugar y echar raíces era una cosa, pero tener la resistencia para permanecer en ese lugar era otra muy distinta, como también lo era saber a qué se dedicaría. En vez de licenciarse en la Marina, podría haber aceptado la oferta para convertirse en instructor de los SEAL y conseguir una pensión completa en diez o quince años. Pero mientras pudiera volver a la vida civil, ansiaba la estabilidad. Después de su última misión, cuanto más pudiera alejarse de una vida en la que ya no creía, mejor. La investigación de los delitos administrativos para la Comisión de Seguridad carecía de la emoción a la que él se había acostumbrado en los SEAL, pero al menos nadie resultaba torturado o mutilado por culpa de la avaricia corporativa.

Se abrió camino entre las parejas que bailaban bajo la bóveda pintada con frescos y llegó hasta el borde de la pista de baile, donde ella sólo tenía que mirar en su dirección para verlo. La máscara negra cubría su rostro, pero Joe era lo bastante arrogante para esperar que pudiera reconocerlo.

La rubia vestida con un elegante traje negro que estaba junto a ella le dijo algo que hizo que Natalie se girara y pasara la vista por el salón. Asintió, le habló a la morena de aspecto exótico y luego lo miró directamente a él. Desde su sitio, en el otro extremo de la sala, Joe alzó ligeramente su vaso y sonrió cuando ella puso los ojos como platos.

Natalie se volvió rápidamente y le habló a su viejo amigo y anfitrión, Rafe. Por su reacción, era obvio que no lo había olvidado y que no esperaba encontrárselo allí. De repente la noche ofrecía un sinfín de posibilidades.

Tomó un buen trago de whisky, que sólo sirvió para avivar aún más las llamas que le abrasaban el estómago. Al menos, no lo había mirado como si quisiera arrancarle los testículos por haberla dejado plantada. Tal vez incluso le permitiera compensarla acabando lo que habían empezado el año pasado.

Natalie se separó de sus amigas, agarró una copa de champán de una bandeja como si dependiera de la bebida para sobrevivir y empezó a pasearse por la sala. Joe se fijó en el sensual movimiento de sus caderas y en la suave oscilación de sus pechos mientras se dirigía lentamente hacia él. Al estar cerca de ella pudo ver que era mucho más atractiva de lo que había recordado.

Acabó su bebida mientras Natalie avanzaba por el salón de baile como si fuera la dueña de aquel lugar, sexy y muy segura de sí misma. Joe había pasado mucho tiempo en el mar si la simple visión de una mujer bastaba para provocarle una erección. Pero esa reacción no debería sorprenderlo. Llevaba un año igual. A pesar del poco tiempo que habían pasado juntos, no tenía más que pensar en ella para que su libido despegara como un F-14 de un portaaviones. El recuerdo de aquella mujer impregnaba todas sus células, algo que miles de millas oceánicas no habían conseguido curar.

Se habría puesto en contacto con ella al volver a Estados Unidos tres meses después, pero le resultó imposible, ya que desconocía su apellido. Rafe había estado fuera del país, y antes de que Joe tuviera oportunidad de hablar con él, recibió nuevas órdenes y tuvo que partir a otro destino clasificado. Después de nueve meses de misión en misión, de arreglar su licencia y de aceptar un empleo en el SEC, pensó que había pasado mucho tiempo y por tanto desistió de volver a ver a Natalie. Cuando aceptó la invitación de Rafe, no se le había pasado por la cabeza que ella estaría allí. Al verla no pudo creerse su suerte, pero eso no significaba que supiera qué decir después de tanto tiempo.

Joe no se guiaba por la suerte, pero aquella noche estaba dispuesto a hacer una excepción… siempre que ella le insinuase que seguía interesada en él.

Natalie se detuvo a escasos metros, tomó un sorbo de champán y se giró para observar a la multitud que llenaba el salón de baile. Si no hubiera sido por las miradas que le había estado echando subrepticiamente, Joe pensaría que se había imaginado la reacción que creyó ver unos momentos antes.

Le examinó el trasero y las larguísimas piernas. El dobladillo del vestido dorado apenas le llegaba a la mitad de los muslos. Ella volvió a mirarlo y empezó a dar pisadas en el suelo con la punta del pie, como si estuviera impaciente. El vestido osciló con el movimiento, desviando otra vez la atención de Joe hacia el trasero.

Luchó por respirar y se fijó con atención, pero no pudo distinguir la marca de la ropa interior bajo el vestido. Entonces se olvidó de respirar por completo y supo que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco.

Ella se dio la vuelta súbitamente y le clavó la mirada. Tras la máscara con volantes, sus ojos reflejaban una enigmática combinación de curiosidad y aprensión. Sin saber qué decirle, Joe se la quedó mirando embobado, enmudecido por la vista de su cuerpo espectacular, la ligera inclinación de su cabeza y el sofisticado peinado de su melena rojiza.

–Disculpe –murmuró ella, y se alejó tan rápida como un misil.

–Maldita sea –masculló él mientras ella desaparecía entre los demás invitados.

–Creo que te vendría bien esto –dijo Rafe en tono jocoso, apareciendo repentinamente a su lado–. ¿Problemas?

Joe tomó el vaso que Rafe le ofrecía y vació de un trago la mitad de su contenido.

–No los tendría si pudieras decirme el nombre de esa pelirroja para que vuelva a perderla.

Rafe y él habían sido amigos desde la universidad, cuando sus pasatiempos favoritos habían sido beber, armar escándalos y perseguir a las mujeres. Los días de bebida y escándalos habían seguido mucho después de recibir sus diplomas, pero en lo referente al sexo opuesto, Joe era un aficionado comparado con Rafe.

–Natalie Trent –dijo Rafe.

Joe frunció el ceño.

–No será una de tus… –murmuró, sacudido por los celos.

–¿Mis mujeres? –concluyó Rafe, riendo–. No. Es toda tuya, amigo mío.

–¿De qué la conoces? –no le gustaba preguntárselo, pero le costaba creer que Rafe y Natalie no hubieran tenido nunca una aventura.

–Está metida en la industria de la moda –respondió Rafe distraídamente, más pendiente de la rubia que Joe había visto antes con Natalie–. Ésa es mi contable, quien la conoce muy bien.

Por la mirada tan intensa que Rafe le dedicaba a la rubia, Joe sospechó que había algo más entre ellos que la contabilidad de las facturas.

Una vez que Rafe lo dejó, escudriñó la sala de baile en busca de Natalie. Por lo visto, también ella había aprendido a desaparecer sin dejar rastro.

Empezó a caminar por el salón. Un par de morenas esculturales lo detuvieron y le dedicaron unas sonrisas de descarado interés sexual. Una de ellas levantó tres dedos mientras su compañera apuntaba hacia el piso de arriba.

En circunstancias normales, Joe habría aceptado sin pensárselo dos veces. Pero aquella noche sólo había una mujer capaz de mantener su interés… Una pelirroja increíblemente sexy llamada Natalie Trent.

Capítulo Dos

Un aluvión de feromonas, sacudidas por una inesperada corriente de energía sexual, recorrió las venas de Natalie, acelerándole el corazón y empapándole las palmas de sudor. Había querido encontrar un príncipe para que la liberase de su celibato, no toparse cara a cara con el hombre responsable de haberle hecho mantener la castidad durante un año.

Se movió a ciegas entre la gente, intentando poner la mayor distancia posible entre ella y el hombre que amenazaba su frágil corazón. Necesitaba tiempo para recobrar la compostura y pensar en lo que hacer a continuación, y por eso había decidido ignorarlo. Pero ¿cómo ignorar a un hombre al que no había podido olvidar? La idea de fingir que no existía se le pasó por la cabeza, pero aquel plan tenía más agujeros que unas medias de malla. Basándose en la reacción de su cuerpo después de una sola mirada de aquellos increíbles ojos grises que la habían reconocido de inmediato, lo tendría más fácil si intentara pillar un vestido nuevo en las rebajas.

Se paseó entre los grupos que formaban la gente más selecta de la sociedad neoyorquina, todos ataviados con trajes y máscaras de diseño exclusivo. En vez de sacar su minigrabadora y tomar notas para el artículo, se perdió entre los recuerdos de aquellos momentos tan increíbles en brazos de Joe. Los dedos le picaban por el deseo de entrelazarlos en su espeso cabello negro y ondulado, por acariciarle la recia mandíbula, por besar sus tentadores labios…

Le había sonreído y le había devuelto los recuerdos de aquella noche, incluyendo su sabor embriagador. Con una sola mirada a aquel cuerpo robusto enfundado en un elegante traje de Armani, la determinación de Natalie por proteger su corazón se disipó como las burbujas del champán. Tal vez incluso acabara ofreciéndoselo en bandeja para evitarle las molestias.

Dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio a Isabel junto a la pista de baile. Por suerte, aunque algo extraño, estaba sola. Fue hacia ella y cambió la copa vacía por una llena de la bandeja que portaba un camarero.

–Está aquí –balbuceó cuando llegó junto a Isabel.

Su amiga parpadeó con asombro.

–¿Quién? –preguntó, impaciente.

Natalie se bebió de un trago el carísimo champán francés, como si las tres estuvieran tomando chupitos en la hora feliz de su bar favorito.

–Joe –respondió. Le hizo una seña al camarero más cercano y agarró dos copas más. Echó la cabeza hacia atrás, las vació de un trago y volvió a dejarlas en la bandeja–. Creo que me ha reconocido, pero lo he ignorado –dijo, aunque no lo creía, estaba segura de que la había reconocido. Respiró hondo para intentar calmar su frenético corazón–. Oh, Dios mío, no sé qué hacer, Iz –se lamentó, sintiéndose ligeramente mareada por todo el champán que había consumido en los últimos cinco minutos–. Perder mi corazón por este hombre no es la forma en la que quiero empezar el Año Nuevo.

–Pues no lo hagas –dijo Isabel, como si fuera tan fácil. Y tal vez para ella lo fuese, pero Natalie no podía plantearse el sexo como su amiga, es decir, como un buen rato y nada más–. No puede hacerte daño si no se lo permites.

Los primeros compases del vals se elevaron sobre los murmullos del salón. Isabel observó a las parejas que empezaban a dar vueltas, y Natalie estiró el cuello para buscar a Joe.

Todo su cuerpo se había puesto en alerta en cuanto lo vio al llegar con sus amigas a la mansión de Monticello. Arianne había señalado a una famosa pareja de Hollywood que estaba discutiendo, y cuando Natalie se giró para mirar, su mirada se encontró con Joe. Los últimos doce meses se esfumaron al instante, y se vio transportada a la Nochevieja del año pasado.

Aunque siempre había creído que todas las ranas eran príncipes en potencia, nunca había sentido amor a primera vista hasta entonces. Pero cuando él desapareció sin dejar rastro, aprendió que sus ridículos sueños de felicidad eterna no eran más que un producto de su romántica imaginación.

Recordó haber acabado una breve conversación con un joven modisto justo antes de girarse y tropezar con el hombre de sus sueños. Se le derramó la copa de champán encima de su esmoquin, y cuando levantó la mirada para disculparse, se quedó aturdida y sin palabras por el deseo que ardía en sus ojos grises. Un deseo arrebatador la golpeó de lleno, privándola del sentido común. Cuando él le quitó la copa vacía de la mano y la llevó hasta la pista de baile, a ella ni siquiera se le ocurrió protestar.

Bailaron durante horas sin apenas dirigirse la palabra, aunque no dejaron de comunicarse con sus movimientos y sus miradas. Cuando empezó la cuenta atrás para la medianoche, él la apretó firmemente contra su cuerpo y la besó con pasión.

Natalie sacudió la cabeza y gimió débilmente, recordando lo fácilmente que había sido conquistada, igual que las ridículas heroínas de los cuentos de hadas a los que había sido aficionada durante tanto tiempo. Joe y ella acababan de conocerse, y sin embargo se sentía arrastrada por un lazo inexplicable. Había estado totalmente convencida de que él sentía la misma conexión, y de que Joe era el único.

Como una tonta, había subido con él a la alcoba para tener intimidad, y lo había esperado cuando él tuvo que salir de repente. Una hora pasó antes de que acabara aceptando la verdad: Joe había sido el único, sí, el único en salir por la puerta. Su rechazo seguía doliendo un año después, pensó mientras golpeaba con la uña la copa de cristal medio vacía.

Ella no era una persona vengativa por naturaleza, pero no podía evitar preguntarse cómo se sentiría él si alguien lo trataba como la había tratado a ella. Mejor aún, ¿no sería divertido volver las tornas y darle un poco de su propia medicina?

Se volvió hacia Isabel, incapaz de contener una sonrisa.

–Me pregunto… –murmuró, mientras el taimado plan cobraba forma en su mente–. ¿Cómo crees que se sentiría si yo no me acordara de él?

Isabel asintió, mirándola con tanto aprecio y respeto que Natalie se sintió mucho más animada.

–Buena idea –dijo con un atisbo de orgullo–. Hay que golpearlo donde más le duela… En su ego.

Natalie se echó a reír. Por primera vez en cincuenta y dos semanas se sentía mejor.

–Los hombres y sus egos… Qué cosa tan frágil.

–Pero ten cuidado –le advirtió Isabel–. No le entregues tu corazón en el intento.

Natalie se irguió en toda su estatura, aún más imponente gracias a sus tacones.

–Ni hablar –dijo con férrea determinación–. Esta noche sólo habrá un corazón roto, y no será el mío.

Había tenido un año entero de práctica para mantener su corazón a salvo. Una noche más no supondría nada.

Joe se desembarazó del par de modelos ávidas por un ménage à trois. Sólo había una mujer que le interesaba, y estaba decidido a tenerla en sus brazos para medianoche. Miró su reloj. Faltaba poco más de una hora para Año Nuevo. El tiempo pasaba deprisa y aún no había encontrado a Natalie.

A una distancia segura de las gemelas, Joe rodeó el perímetro de la pista de la baile hasta que la localizó. La vio hablar brevemente con las esposas de un senador y del alcalde de Nueva York, y luego dirigirse hacia un pequeño grupo con el que charló animadamente durante diez minutos, antes de desaparecer en los aseos. Cuando volvió a salir, fue de grupo en grupo, y, por las miradas furtivas que le lanzaba de vez en cuando, Joe tuvo la impresión de que lo estaba ignorando a propósito.

Natalie se detuvo para hablar con una diseñadora de bolsos, quien resultó ser la hermana de un humorista que Rafe le había presentado antes. Natalie lo miró por encima del hombro y él empezó a acercarse, pero entonces ella le dijo algo rápidamente a la diseñadora y se fue derecha hacia Rafe con una radiante sonrisa. Cuando se echó a reír por algo que su anfitrión había dicho, Joe frunció el ceño, hasta que su amigo lo vio y le hizo señas para que se uniera a ellos.

–Natalie Trent –dijo Rafe con una sonrisa maliciosa cuando Joe se acercó–. Joe Sebastian. Creo que ya os conocéis.

–No, creo que no he tenido ese placer –replicó Natalie, y extendió la mano como si estuviera saludando a un perfecto desconocido… a pesar del brillo de sus ojos.

¿A qué demonios estaba jugando?, se preguntó Joe. Le tomó la mano y se la llevó a los labios para besarle los dedos, pero en el último segundo la giró y le dio un beso en la cara interna de la muñeca. Una expresión de interés y pánico destelló en los ojos de Natalie.

–El placer es mutuo –le dijo con voz profunda.

La inspiración entrecortada de Natalie le dijo que había comprendido el significado.

Joe sonrió, mientras ella carraspeaba y retiraba la mano.

–Gracias otra vez, Rafe –murmuró.

Rafe asintió.

–Si me disculpáis, os dejaré para que os conozcáis mejor.

–Qué encantador, ¿verdad? –dijo ella viendo cómo se marchaba. Sus labios se curvaron en una sonrisa cuando vio a Rafe sacar a bailar a su contable.

–No es más que el resultado de una buena educación y de practicar unos valores anticuados –respondió Joe, acostumbrado a los comentarios de las mujeres sobre el carisma y los perfectos modales de Rafe.