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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Anne Oliver

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendirse al deseo, n.º 2066 - octubre 2015

Título original: The Party Dare

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7265-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–No sé si lo sabes, pero Leo Hamilton quiere renovar East Wind. A fondo.

Breanna Black parpadeó y miró a Carol Reece-Barton, la mujer que estaba a punto de dejar de ser su vecina.

–¿Renovarla? ¿A fondo? –preguntó–. ¿Qué significa eso, exactamente?

–Bueno, tengo entendido que va a instalar un ascensor y a tirar unas cuantas paredes para hacer una piscina. Entre otras cosas.

Veinticuatro horas después, Brie seguía dando vueltas al asunto. Estaba en la fiesta de despedida de George y Carol. Los Reece-Barton habían vendido East Wind, su preciosa mansión del siglo XIX, a un individuo que, aparentemente, no sentía el menor respeto por los edificios históricos. Y a Brie le parecía indignante. Si el tal Leo Hamilton quería una piscina interior, ¿por qué no se había comprado una casa moderna?

–Siento interrumpirte, George. No sabía que tenías compañía.

Brie se estremeció al oír la ronca y sensual voz de hombre que sonó en la escalera. Había subido al cuarto de baño a lavarse las manos, pero sintió tanta curiosidad que se las secó con rapidez y abrió la puerta de par de par.

¿Quién sería?

Desgraciadamente, no pudo entender nada. Las palabras del desconocido se fundieron con las de los veintitantos invitados a la fiesta, sin contar la música del flautista que estaba interpretando una versión de Greensleeves. Sin embargo, su tono le interesaba mucho más que sus palabras. ¿Tendría un aspecto tan sexy como su voz? Y, sobre todo, ¿sonaría igual en la cama?

Se miró en el espejo y se empezó a retocar el maquillaje. Ardía en deseos de bajar a echarle un vistazo, pero se lo tomó con calma. No iba a salir corriendo como si fuera una quinceañera. Además, pensó que seguramente estaría casado y que tendría seis hijos. O que sería demasiado bajo, lo cual era un problema para una mujer de un metro ochenta.

Acababa de salir al corredor cuando el desconocido apareció en lo alto de la escalera. Y Brie, que normalmente era una mujer segura de sí misma, lo saludó con un timidez.

–Hola…

Él asintió y dijo, con aquella voz pecaminosa:

–Buenas noches.

A Brie le pareció un sueño hecho realidad. Treinta y pocos años. Más alto que ella. Con ojos grises, cabello oscuro y un cuerpo perfecto bajo un traje del mismo color que sus ojos.

Era tan guapo que se alegró de haberse retocado el carmín.

Y, justo entonces, vio el nombre del pase de seguridad que llevaba en la chaqueta: Leo Hamilton.

Brie se llevó tal disgusto que tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir y otro para no decirle un par de cosas desagradables sobre su proyecto de renovación. A fin de cuentas, iba a ser su vecino. Era mejor que sonriera y lo tratara con amabilidad.

–Ah, tú eres Leo Hamilton…

–¿Nos conocemos?

–No, es que acabo de ver tu nombre en el pase –respondió ella–. Soy Breanna Black, tu nueva vecina.

Él volvió a asentir.

–Breanna…

Brie le ofreció la mano, y Leo Hamilton tardó tanto tiempo en estrecharla que ella se preguntó si tendría intención de hacerlo. Pero, al final, se la estrechó. Y la miró con sorpresa cuando recibió un apretón tan fuerte como el suyo.

–Llámame Brie, por favor… –dijo–. Me han contado que vivías en Melbourne y que has comprado East Wind para vivir en ella.

–Es más una inversión que otra cosa. Aunque te han informado bien.

Leo Hamilton habló con un tono casi acusatorio, como si le molestara que se metiera en sus asuntos. Pero también eran los asuntos de Brie. Las obras que pretendía hacer podían influir en el valor de su propia casa, que se encontraba al lado. De hecho, East Wind y West Wind eran idénticas.

–Me lo dijo Carol –explicó–. George y ella son amigos míos…

–Comprendo.

–Y también me han dicho que te vas a hacer una piscina.

–¿Siempre crees todo lo que te dicen?

Leo se giró hacia la escalera y ella aprovechó la ocasión para admirar su perfil. Era tan perfecto como todo lo demás, aunque Brie pensó que a su piel le habría venido bien una de sus cremas reparadoras a base de frutas. Una crema que ella le habría lamido con mucho gusto.

–No, no creo todo lo que me dicen, pero creo a Carol –contestó–. Por cierto, ¿sabes que East Wind es un edificio histórico que…?

–¡Chris! Estoy aquí… –la interrumpió Leo, dirigiéndose a alguien que estaba en la planta baja.

Brie se quedó perpleja.

–¿Qué?

Leo se volvió y la miró con intensidad. Se había detenido tan cerca de ella que casi se rozaban; tan cerca, que a Brie se le endurecieron los pezones. Y, de repente, se sintió pequeña y vulnerable. Algo que ningún hombre había conseguido.

–Chris es mi arquitecto –explicó él.

–Ah… –dijo–. ¿Y qué opina de tu proyecto de renovación?

Leo no llegó a responder. Le dio la espalda y se marchó por donde había llegado, dejándola con la palabra en la boca.

¿Cómo se atrevía a ser tan grosero?

El enfado de Brie aumentó considerablemente cuando miró hacia abajo y vio que su arquitecto no era un hombre, sino una mujer con quien estuvo hablando unos momentos: una rubia impresionante, de grandes pechos y escote generoso, que llevaba una tableta en la mano.

Momentos después, apareció George y se fue con él hacia el vestíbulo de la casa, mientras la rubia de la tableta se dirigía a la cocina. Para entonces, Brie ya había llegado a la conclusión de que su nuevo vecino se había olvidado de ella; pero, súbitamente, Leo se giró y le lanzó una mirada enigmática que le arrancó otro escalofrío.

Brie se sintió como si le hubieran frotado todo el cuerpo con una de sus cremas exfoliantes.

¿Qué le estaba pasando? Nunca se había sentido insegura delante de un hombre, por muy sexy o atractivo que fuera. Pero el irritante, arrogante y maleducado Leo Hamilton había resultado ser la excepción.

Apartó la vista y bajó por la escalera con la cabeza bien alta. Cuando llegó junto a George, Leo se acababa de ir.

–Espero no haberlo asustado –dijo.

George sonrió.

–Sospecho que tu nuevo vecino no es un hombre que se asuste con facilidad. Se ha ido porque su avión sale dentro de poco… Pero no te preocupes por eso, Brie. Estoy seguro de que tendréis ocasión de conoceros mejor.

Ella soltó una carcajada.

–¿Conocernos mejor? ¿Para qué? No es mi tipo.

–¿Ah, no?

–No.

Brie sabía lo que George estaba pensando. Era un hombre muy conservador y, como la había visto con muchos hombres diferentes, creía que se acostaba con cualquiera. Pero se equivocaba. Ella elegía a sus amantes con sumo cuidado. Y, en ese momento, Leo era la última persona del mundo con quien habría compartido su cama.

Solo le interesaban dos cosas de su nuevo vecino. La primera, averiguar qué pretendía hacer con East Wind, aunque implicara hablar con su arquitecta y preguntárselo sin más. La segunda, devolverle la pelota por el plantón que le había dado en la escalera.

Lo demás era completamente irrelevante.

 

 

Leo se recostó en el asiento del taxi que lo llevaba al aeropuerto. Estaba desconcertado con lo que había sucedido en la mansión. De hecho, su cuerpo vibraba como si acabara de sentir un terremoto.

Un terremoto que tenía un nombre: Breanna Black.

Aquella mujer le había gustado tanto y tan inesperadamente que se había ido de East Wind antes de tiempo porque se sentía incapaz de controlar su libido. Y ahora tenía un problema. Lo último que necesitaba era una vecina que le despertara un montón de imágenes lujuriosas. Incluso consideró la posibilidad de dirigir su proyecto a distancia, para no tener que verla otra vez.

Sin embargo, desestimó la idea y se maldijo por conceder tanta importancia a una mujer a quien, por otro lado, había conocido esa misma noche. El proyecto de East Wind era lo único importante. Un proyecto demasiado personal como para permitir que su libido se interpusiera.

Además, no tenía tiempo para aventuras amorosas.

Pero tampoco podía negar que Breanna le había causado una fuerte impresión. Era una belleza dura, sin sutilezas de ninguna clase; una tentación de pómulos afilados, cabello negro, ojos oscuros como la medianoche, pechos grandes y labios tan rojos y apetecibles que había sentido el deseo de olvidar toda cautela y asaltarlos.

Sacudió la cabeza e intentó borrarla de su imaginación, sin éxito. Definitivamente, las cosas no habían salido como pensaba. En lugar de quedarse y hablar con Chris, quien le debía informar sobre el estado del proyecto, había huido por culpa de su nueva vecina. Y, por si eso fuera poco, la había tratado de un modo tan grosero que ya se había ganado su enemistad.

¿Qué podía hacer? Su hermana necesitaba una aliada en el vecindario, una persona en quien pudiera confiar cuando él no estuviera presente.

Solo había una solución. Cuando hablara con Sunny, se abstendría de mencionar su encontronazo con la señorita Black. Y, si volvía a ver a Breanna la semana siguiente, haría lo posible por enmendar el error que había cometido.

Su hermana no merecía menos.

 

* * *

 

Dos horas después, Leo subió los escalones que llevaban a la puerta principal de su mansión de Melbourne. Hacía frío, y el evocador sonido de un violín sonaba en el interior de la casa.

Se detuvo un momento y se dedicó a escuchar la melodía. Estaba encantado de que Sunny hubiera conseguido un puesto en Hope Strings, una organización que trabajaba con la prestigiosa Orquesta Filarmónica de Tasmania; y se sentía especialmente orgulloso de ella porque lo había conseguido a los veinticuatro años de edad y a pesar de su discapacidad física.

Cuando entró en la mansión, se quitó el abrigo y aspiró el aroma de la bullabesa que estaba preparando su cocinera y ama de llaves, la señora Jackson. Era un aroma tan delicioso como la vida que Leo llevaba últimamente. Tenía la paz y la tranquilidad que nunca había tenido en su infancia, y las cosas iban bastante bien.

Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

El éxito profesional de Sunny la había llevado a superar otros temores y exigir su independencia. En poco tiempo, se marcharía de Melbourne, tendría su propia casa y viviría sola. Incluso se había negado a que Leo le contratara un ama de llaves. Solo quería una persona para las tareas de limpieza, y con la condición de hacerse cargo de su salario.

Por supuesto, Leo se alegraba de que hubiera llegado tan lejos. Su hermana era una mujer muy fuerte, que lejos de rendirse tras el incendio que le había costado la movilidad de la pierna derecha, había seguido adelante con más determinación. Sin embargo, eso no significaba que pudiera valerse totalmente por sí misma. Necesitaba un lugar adecuado a sus necesidades. Y una de esas necesidades era la piscina que Breanna Black consideraba un capricho.

El clima de Tasmania no se llevaba bien con las piscinas exteriores. Leo lo sabía de sobra y, como Sunny adoraba nadar, había decidido instalar una piscina interior en East Wind. Pero, al final, había cambiado de idea porque temía que sufriera un accidente estando sola y se ahogara.

En cualquier caso, no estaría sola demasiado tiempo. Leo trabajaba por su cuenta, y podía viajar a Tasmania con regularidad. Además, tenía intención de comprar un apartamento cerca de East Wind. Y le daba igual que su hermana lo acusara de ser un cretino que intentaba controlar su vida. Solo quería asegurarse de que estuviera a salvo.

–¿Qué estás haciendo ahí, tan serio?

Leo se sobresaltó al oír la voz de Sunny. Estaba tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera la había oído.

–Nada… Solo te estaba escuchando.

Ella lo miró con ironía, apoyada en su bastón.

–¿Que me estabas escuchando? Pero si dejé de tocar hace cinco minutos…

–Sí, bueno… –dijo él, incómodo–. Por cierto, todavía no me has grabado el CD que te pedí.

–Estoy en ello –le aseguró–. ¿Qué tal te ha ido en la casa nueva?

Leo se acordó inmediatamente de Breanna, aunque no la mencionó.

–Bastante bien –dijo.

–Pues, por la cara que tienes, cualquiera diría que ha surgido algún problema.

–Nada que no pueda solucionar. –Leo se acercó a su hermana, le puso las manos en los hombros y sonrió–. Estoy hambriento. ¿Ya has cenado? ¿O me estabas esperando?

–Te estaba esperando. Como siempre.

Leo asintió y avanzó con ella por el pasillo. Una vez en la cocina, él se sentó y permitió que ella sirviera la cena y sacara una botella de vino. Sunny estaba empeñada en demostrar que podía valerse por sí misma.

–¿Otra botella de vino? –preguntó él, mientras servía dos copas–. ¿También estamos hoy de celebración?

Ella rio y se acomodó al otro lado de la mesa.

–No me canso de celebrarlo… –Sunny alzó su copa y le propuso un brindis–. Por la siguiente aventura.

–Por tu siguiente aventura –repitió él–. Sea la que sea.

Sunny echó un trago y dijo:

–No me refería a mis aventuras, sino a las tuyas.

–¿A las mías? No sé a qué te refieres.

–¿Ah, no? ¿Y qué me dices de esa morenita a quien enviaste una docena de rosas? ¿Cómo se llamaba…? ¿Aisha?

Leo frunció el ceño. Normalmente, hacía lo posible para que Sunny no se enterara de su vida amorosa. Pero le había oído mientras encargaba el ramo por teléfono, y no lo podía negar.

–¿Qué puedo decir? Ya sabes cómo soy… No estoy hecho para las relaciones duraderas.

–Sí, sé cómo eres. Y me parece muy triste.

Leo se encogió de hombros.

–En fin, supongo que el amor no es lo tuyo –continuó ella–. Estás demasiado ocupado con tu trabajo, siempre en busca de otro millón…

–Y en busca de otro desafío.

Ella volvió a sonreír.

–En eso somos iguales. Yo también adoro los desafíos. De hecho, he decidido participar en la carrera de natación que se organiza todos los años en el puerto de Sídney.

Leo parpadeó, atónito.

–¿Estás hablando en serio?

–Por supuesto que sí. –Sunny se llevó un poco de pescado a la boca–. Es en enero, dentro de nueve meses. Tenemos tiempo de sobra para comprarte un bañador.

–¿A mí? ¿Por qué?

–Porque me he apuntado a la carrera de discapacitados. Y tenemos que nadar con un acompañante.

Él gruñó.

–Bueno, ya lo hablaremos…

Leo no volvió a mencionar el asunto, aunque tampoco hacia falta; ella lo conocía de sobra y sabía que, al final, sería su acompañante en la carrera. Además, eso no le preocupaba tanto como su inminente mudanza a East Wind. Sunny había superado sus cicatrices y su discapacidad sin una sola queja, y ahora estaba a punto de empezar una nueva vida.

–No te preocupes. Estaré bien –dijo ella, adivinando sus pensamientos.

–Sí, ya lo sé… Y también sé que mamá habría estado orgullosa de ti.

–No. Habría estado orgullosa de los dos.

Leo la miró a los ojos y pensó en la terrible noche que había cambiado sus vidas para siempre. Habían pasado doce años desde entonces, pero lo recordaba como si hubiera sido el día anterior. Y se sentía terriblemente culpable.

Sí, era cierto que había salvado a su hermana de las llamas; pero no había podido salvar a su madre. Y no dejaba de pensar que, si aquella tarde se hubiera refrenado y no hubiera golpeado a su padre, el maldito monstruo no habría vuelto a la casa ni habría provocado el incendio que también le costó la vida.

–Es una pena que no esté con nosotros –continuó Sunny–. Habría sido feliz con mi concierto de Sídney. Siempre quiso que tocara en la Opera House.

–Bueno, al menos estaré yo…

–Cuento con ello. Es mi último concierto antes de que ingrese en Hope Strings –dijo–. Es dentro de tres semanas… no lo olvides.

–No lo olvidaré –le prometió.

Leo se maldijo. Iban a ser unas semanas complicadas. Además de sus compromisos laborales, tenía que supervisar las obras de East Wind, buscar un piso de alquiler en Hobart y quitarse de la cabeza a cierta mujer que había despertado sus instintos más animales.

No estaba dispuesto a perder el tiempo con una distracción como Breanna Black.