Escalona, Enrique
La moneda de la muerte / Enrique Escalona – 2da. ed. – México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – Novela juvenil

ISBN: 978-607-24-2860-7

1. Novela juvenil 2. Historia – Literatura infantil y juvenil 3. Misterio – Literatura infantil y juvenil

Dewey 863 E73

 

A mis padres Teresa y Benigno,
que han sido muy felices en su Ciudad de México

 

 

Hay otro mundo, pero está en este.

Paul Éluard

 

PRÓLOGO
MUERA HUERTA

31 de diciembre de 1999

El general Conrado Lorca despertó antes del amanecer, estiró el brazo, alcanzó la moneda que estaba sobre el buró y encendió la lámpara para examinarla. Brillaba como el día en que Pancho Villa se la dio. La hizo girar entre los dedos y leyó en el reverso las palabras que la habían hecho famosa: “Muera Huerta”. Una amenazante frase acuñada en plata pura.

Don Conrado debía vestirse bien. Ese día terminaba el siglo XX y él cumplía cien años. Iba a celebrar con su familia una vida llena de aventuras y triunfos. Regresó la moneda al buró y luego se apoyó en la cama para incorporarse. Escogió una camisa de seda, la combinó con un saco charro, moño de listón, botines y un cinturón piteado con fibra de maguey. Cuando acabó de arreglarse, envolvió cuidadosamente la moneda en un fino paño de gamuza bordado con sus iniciales y la guardó en el bolsillo izquierdo de su camisa, donde la llevaba como un amuleto.

Salió de la recámara dando pequeños pasos. Los años en los que había cabalgado por la Sierra Madre al lado de Villa habían quedado atrás hacía mucho tiempo, pero seguía entero y podía valerse por sí mismo. Conservaba unos brillantes ojos claros, un bigote güero tupido y seguía viéndose alto a pesar de que se había encorvado con los años. Escuchó que alguien gritaba su nombre desde el jardín del rancho y pensó que era la primera sorpresa de cumpleaños organizada por su familia. “¡Sal de ahí, Conrado Lorca!”, se escuchó de nuevo. Salió al patio a recibir con agrado el frío del amanecer. Ya estaba clareando y distinguió a unos jinetes apostados sobre un césped regado con aspersores. Eran cuatro; el primero era bigotón, lucía sombrero de ala ancha y bandoleras cruzadas con municiones; el segundo iba de uniforme militar y su rostro era un mosaico de piel morena y pedazos de piel blanca; el tercero llevaba sombrero texano, era rubio y usaba unos lentes diminutos; el último jinete era una mujer, una charra de trenzas con vestido bordado, rebozo y botas con espuelas. El general pensó que eran actores.

—¡Aquí está Conrado Lorca! ¿Pa'qué soy bueno? —dijo con su voz de viejo mandón norteño.

—Quedas detenido por traición —respondió el militar.

—¿Cuál traición? —preguntó siguiendo la corriente.

—Por traición al presidente Victoriano Huerta.

El viejo Conrado frunció el ceño, se frotó la barbilla y chasqueó con la boca. Consideraba que, a pesar del tiempo transcurrido, era de mal gusto llamar “presidente” a Huerta, el militar traidor que mandó asesinar al legítimo presidente Madero y que sumió al país en una guerra, el enemigo al que Villa le había declarado la muerte en su moneda de plata.

—¿Pues quiénes son ustedes? —preguntó enojado.

El bigotón de sombrero amplio y la mujer se apearon del caballo, no sin cierta dificultad debido a su edad, se acercaron a don Conrado y lo agarraron por ambos brazos.

—¡Pérense! —gritó dando de manotazos para evitar que lo tocaran—. ¡Ya estuvo bueno! ¡Se acabó la broma!

—¡Estese quieto! —ordenó el bigotón que trataba de sujetarlo.

La charra de trenzas dio un paso atrás, desenfundó un revolver marca Webley con culata de marfil y apuntó a la cabeza de don Conrado.

—¿Es en serio, mujer?

Como respuesta, la charra amartilló la pistola y don Conrado entendió que no se trataba de una sorpresa de cumpleaños. Se preguntó dónde estaría la servidumbre. A esa hora solían andar por ahí la cocinera y el jardinero. Pensó en su nieta, que estaba de visita y temió ponerla en riesgo si gritaba pidiendo ayuda.

El militar se tomó su tiempo para desmontar. Con tantas manchas blancas sobre su rostro moreno parecía que estaba cambiando de piel. Se acercó y metió la mano en el bolsillo donde Conrado llevaba su moneda.

—¡Deje ahí! —reclamó furioso y quiso zafarse de las manos que lo sujetaban, pero el bigotón lo tenía bien agarrado.

El militar sacó la moneda del paño que la protegía y la admiró. No tenía un solo rasguño y brillaba como si fuera nueva. La lanzó al aire, se escuchó el tintineo único de la plata y la atrapó con un movimiento rápido de la mano.

—¿Águila o sol? —preguntó con una sonrisa socarrona.

—¡Escojo Muera Huerta! —respondió desafiante don Conrado.

—Ganaste y serás fusilado. Si hubieras perdido te ahorcábamos. De todos modos te vas a morir por tener una moneda prohibida por la ley.

—¿De qué ley hablan? ¿Qué hacen aquí? ¿Quién los mandó?

El militar volvió a envolver la moneda y la guardó en su bolsillo antes de responder.

—Somos un pelotón que anda ajustando cuentas pendientes.

El general Lorca observó al grupo que lo tenía cautivo y le pareció ver a los antiguos enemigos de Villa: un militar huertista, un soldado porfirista, una hacendada y un güero que le recordaba al sheriff de Columbus, el pueblo de Estados Unidos que atacaron.

—¡Al paredón! —gritó el militar.

—¿Qué es lo que quieren? Tengo dinero, joyas, cosas caras…

—¿Que no escuchó? ¡Jálese! —exclamó la charra y señaló una pared a orillas del jardín.

El viejo rubio, que era el único que seguía sobre su caballo, desmontó y abrió una funda de cuero, de donde sacó dos rifles 30-30 Winchester como los que se exhiben en los museos. Entregó uno al bigotón y él se quedó con el otro. Mientras tanto, la mujer siguió apuntando con su elegante pistola.

—¡Presentar armas! —ordenó el militar y los tres se posicionaron para formar un pelotón de fusilamiento.

En ese instante don Conrado recordó las dos veces en que estuvo a punto de morir. La primera cuando le encontraron la moneda y sobornó a los guardias para que le ayudaran a escapar de la horca. La segunda cuando quedó atrapado por varios días en los escombros del Hotel Regis, durante el terremoto del 85 en la Ciudad de México. Esta tercera vez parecía la definitiva.

—¡Preparen!

El tiempo estaba detenido, pasaba lento entre una orden y otra. ¿No sería un sueño?

—¡Apunten!

Perdió el miedo. Debía ser una pesadilla provocada por la onza de mezcal que se había tomado antes de dormir.

—¡Fuego!

—¡Viva Villa! —gritó don Conrado al mismo tiempo.

El dolor le hizo recordar el día en el que le metieron una bala en el hombro durante un combate. La diferencia era que, en este caso, los tiros le habían dado en el pecho. Y si era un sueño, era uno muy doloroso. Su último pensamiento fue que iba a despertar en cualquier momento.

Quedó tendido boca arriba, mirando al cielo con los ojos abiertos. El viejo rubio se le acercó, lo movió con una bota y habló con un fuerte acento gringo.

—Está bien muerto.

Los cuatro jinetes regresaron a sus caballos, montaron, jalaron las riendas y se fueron a galope por los terrenos que rodeaban al Rancho Lorca, a las afueras de Monterrey, con el Cerro de la Silla en el horizonte.

La escena del crimen quedó en silencio por un rato. El sol comenzó a calentar, sería un típico día de invierno en el noreste de México, con cielos azules, frío en la noche y calor durante el día. Pasado un rato, una niña en pijama salió al jardín preguntando por su abuelo. Lo encontró tirado e intentó reanimarlo. Cuando vio el charco de sangre comprendió que el anciano estaba muerto. No salió corriendo, se acostó sobre él, metió la mano en el bolsillo de la camisa y no encontró la moneda; la que usaba para contarle historias y la que le iba a dejar cuando muriera. Solo entonces comenzó a llorar. No era justo. No solo habían matado a su abuelo, también se habían llevado su moneda de la muerte.

 

PRIMERA PARTE
LLUVIA DE CIUDAD
 (VIERNES) 

1

Caía una tormenta sobre la Ciudad de México. Los relámpagos destellaban entre las negras nubes. La avenida Tlalpan estaba inundada. Una corriente de agua se abría paso entre los vehículos. El tráfico era denso. Pequeños tsunamis invadían las banquetas con olas que rompían en las paredes; una cascada caía sobre un paso a desnivel y los camellones eran islas azotadas por una tempestad. El agua buscaba los cauces de los antiguos ríos convertidos en drenaje y la lluvia golpeaba el pavimento, como si quisiera desenterrar el lago que hace siglos rodeaba a la capital de los aztecas.

Lo único que avanzaba sobre Tlalpan, aunque con lentitud, eran los nueve vagones del metro, que circulaban haciendo rechinar sus llantas de goma sobre los rieles mojados. El convoy iba lleno de pasajeros que veían hacia el techo o a sus pies para evitar encontrarse con otra mirada. Damián Diosdado estaba apachurrado contra una puerta. No ocupaba mucho espacio porque había enflacado en los últimos meses y solo llamaba la atención por su ropa: un saco de lana a cuadros, camisa con grandes solapas, pantalón de pinzas, tirantes y botines. Un atuendo que parecía tomado del ropero de su difunto abuelo, y así era. No tenía mucha ropa, por lo que se había visto obligado a usar esas prendas. No le molestaba su aspecto anticuado. Siempre le había gustado verse diferente a los chicos de su edad, porque él era un detective, uno especialista en buscar tesoros.

Damián sabía cómo reconocer una pintura falsificada y dar con la original; podía encontrar la pieza faltante de una colección o rastrear restos arqueológicos saqueados. El arte, los libros raros, las monedas únicas, la arqueología y cualquier pieza digna de un museo eran la especialidad de la Agencia de Detectives Diosdado, fundada por su abuelo.

El metro se quedó detenido durante un largo rato en la estación San Antonio Abad. Damián se distrajo calculando durante cuánto tiempo llovía en la ciudad: al menos de mayo a finales de octubre. Seis meses… los mismos que llevaba sin trabajo. Ello a pesar de que todos los días repartía volantes, pegaba carteles, publicaba anuncios en internet y visitaba museos o fundaciones de arte en donde pudieran necesitar sus servicios.

En otros tiempos la Agencia había tenido grandes casos que habían llegado a los periódicos. El abuelo Leopoldo Diosdado ocupó la primera plana de los diarios en varias ocasiones, como cuando recuperó unas piezas mayas robadas por saqueadores al servicio de la Corona inglesa. Lázaro Diosdado, el padre de Damián, también había tenido buenos casos; el último había sido investigar el rumor de que existía un documento mediante el cual Benito Juárez otorgaba el perdón a Maximiliano de Habsburgo, quien —de acuerdo con el cliente—, habría seguido vivo en Centroamérica. Lázaro demostró que la historia había sido inventada por un farsante y siguió la ruta del cadáver de Maximiliano, desde su fusilamiento en Querétaro, hasta su tumba en Viena. Lo malo fue que se había quedado a pasear por Europa y llevaba cerca de un año por allá, dando esporádicas señales de vida. Damián se sentía abandonado, pero sobre todo frustrado porque en estos tiempos a nadie parecía interesarle contratar a un detective experto en tesoros.

El vagón cerró sus puertas y el convoy avanzó un tramo a nivel de la calle para luego sumergirse en la tierra como un enorme gusano naranja escapando de la lluvia. Al entrar al túnel, la humedad se transformó en un calor bochornoso. Los pasajeros comenzaron a sudar y a abanicarse con las manos. En la estación Zócalo descendieron muchos, pero subieron más, así que Damián quedó muy lejos de la salida. Le iba a resultar muy difícil bajar en la siguiente estación. Para empeorar las cosas, a mitad del túnel el metro se detuvo una vez más y ahora también se fue la luz. Los pasajeros manifestaron su enojo con gritos y mentadas de madre. Damián resopló, estaba harto de pasar los días sin trabajo, empapado y con hambre. Había llegado el momento de darse por vencido. Vendería las cosas que su familia había acumulado y se largaría de la ciudad. Podría abrir una cafetería junto al mar, hacer un viaje en barco o visitar Europa por primera vez. Allá intentaría dar con su padre.

El túnel estaba apenas iluminado por unas débiles lámparas azules. Damián vio a varios empleados con linternas que pasaron caminando junto al vagón y pensó que debía haber algún desperfecto. Tras largos minutos, la luz regresó y los motores eléctricos se pusieron en marcha. Una voz de mujer anunció por las bocinas: “Próxima estación: Allende”.

Damián salió expulsado por la gente que también quería bajar. Estuvo a punto de caerse. Se detuvo un momento a recuperar el aliento, acomodó su ropa, revisó que no le hubieran robado nada y notó que su viejo reloj marca Lancet se había quedado sin cuerda. Echó un vistazo al reloj del andén, el cual marcaba las 30:30, una hora imposible. El reloj del otro lado sí funcionaba e indicaba las 19:27. Salió por los torniquetes, subió las escaleras y sintió la corriente de aire frío que llegaba desde la superficie. Afuera, la tormenta se había transformado una de esas lloviznas finas que empapan mucho. Damián atravesó Tacuba y dio vuelta en Motolinía, una calle angosta y peatonal, con edificios altos que se reflejaban en los charcos. “La primera calle en donde cae la noche en la ciudad”, solía decir su abuelo.

Motolinía tenía negocios de todo tipo: tiendas de prótesis, ópticas, restaurantes, cantinas, cafeterías, hoteles, loncherías, taquerías, zapaterías, una tienda de numismática y hasta un club de jazz. En los pisos superiores había letreros de consultorios médicos, dentistas, abogados, notarios y cerrajeros. Pocos notaban el letrero luminoso con forma de cofre de tesoro que anunciaba la Agencia Diosdado.

Damián abrió el portón del edificio de cantera donde tenía su despacho, cruzó un pasillo oscuro, subió al elevador y cerró la puerta metálica. Era más rápido subir por las escaleras que por esa reliquia, pero esa noche no se sentía animado. Estaba harto de dormir en una oficina y extrañaba tener una vida más normal, como cuando vivía su mamá. Ella se llamaba María Moctezuma y había sido una importante arqueóloga. Murió en un accidente de avioneta mientras sobrevolaba la ciudad maya de Calakmul, al sur de Campeche. Después de la tragedia, su papá lo llevó de viaje por México, Estados Unidos y Centroamérica para resolver casos. Damián se convirtió en su ayudante y aprendió lo necesario para ser un buen detective de tesoros: historia del arte, idiomas, filatelia, numismática, hasta defensa personal… cualquier área del conocimiento que sirviera para rastrear objetos valiosos. Terminó la preparatoria a distancia y entró a la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Se vio obligado a abandonar los estudios cuando su papá decidió quedarse en Europa. No tenía dinero y debía encargarse de la Agencia Diosdado. Aún no cumplía los veinte y ya se había quedado solo.

Bajó del elevador y caminó por el pasillo hasta el despacho 407, abrió tres chapas y entró al recibidor, una habitación pequeña, con un sillón y dos vitrinas llenas de objetos: fotografías, esculturas, máscaras, figurillas y muchas antigüedades. En las paredes colgaban varios cuadros, algunos con dibujos de pintores célebres, como Siqueiros y Tamayo, dedicados al abuelo Leopoldo Diosdado; el más grande era una pintura abstracta que no llamaba mucho la atención a los legos; era uno de los primeros trabajos de la pintora surrealista Remedios Varo.

Abrió una puerta oculta entre las molduras de la pared y sacó su pijama y unas pantuflas de Homero Simpson que habían sobrevivido a su adolescencia. Tras cambiarse dejó su ropa húmeda sobre un calentador. Hizo a un lado un mapa que mostraba el inmenso territorio de México en 1821 y se asomó a un espacio que servía de alacena. Encontró un frasco al que le quedaban algunas aceitunas, un bolillo y media botella de agua. Llevó su mísera cena a la oficina, una habitación amplia con un enorme escritorio de madera, varias sillas, archiveros, lámparas, pinturas y un librero con puertas de cristal que ocupaba toda una pared. Costaba mucho limpiar un sitio con tantos objetos por lo que varias cosas lucían llenas de polvo.

Terminó de comer y lavó su plato en un lavabo oculto tras un biombo. Cepilló sus dientes y, como cada noche, lamentó no tener regadera para ducharse. Era temprano, pero engañaba al hambre durmiendo. Cualquiera en su situación habría comenzado a vender hacía mucho tiempo algunos de los objetos del despacho, pero él no podía, porque cada pieza era parte de la historia familiar. Regresó al recibidor, abrió un baúl, sacó unas cobijas y las puso sobre el sillón. En ese momento sonó el timbre, pero él no le dio importancia. De seguro era alguien que trataba de vender algo o se había equivocado de dirección. Se acostó y sus tripas rugieron; trató de aplacarlas con un pensamiento: esa sería la última noche que pasaría hambre, porque al día siguiente buscaría cómo vender todo, iniciaría otra vida rodeado de cosas nuevas y la Agencia de Detectives Diosdado cerraría para siempre.

2

El timbre volvió a sonar junto a los ruidos de tráfico y bullicio que se colaban hasta el despacho del cuarto piso. Damián se acomodó y cerró los ojos, aunque no tenía nada de sueño. El timbre irrumpió de nuevo con molesta insistencia, así que no le quedó otra que acercarse de mala gana al interfón y descolgar el auricular.

—Diga…

—Busco al detective Diosdado. Es para un caso.

Era la voz de una mujer y Damián se tomó un breve instante antes de responder.

—Suba al cuarto piso, despacho 407.

Oprimió el botón que abría el portón, guardó las cobijas y se volvió a vestir. Debía tratarse de una esposa engañada que buscaba a un detective convencional para espiar a su marido y tendría que decirle que se había equivocado, que él no hacía esa clase de trabajos. Aunque, quién sabe, en su situación quizá aceptaría espiar a un marido infiel. Escuchó el mecanismo del elevador, se miró en el espejo del baño y salió al pasillo a recibir a la inesperada visitante.

Los tacones de la mujer resonaron por todo el piso. Era joven, llevaba un impermeable rojo, un paraguas plegado del mismo color y un bolso grande. Al llegar a la puerta se detuvo.

—¿Damián Diosdado? Me llamo Tula Lorca.

Estrechó su mano y la miró por un breve instante. Tenía cabello castaño, nariz pequeña y grandes ojos claros entre café y verde con algo de estrabismo, ya que uno de ellos miraba ligeramente desviado.

—Te imaginaba diferente —dijo Tula mientras entregaba el paraguas a Damián para que lo colgara en el perchero del recibidor.

—¿Como a Sherlock Holmes?

—No. Como al Inspector Gadget. ¿Lo conoces?

Tula le dio la espalda para que la ayudara a quitarse el impermeable y se quedó en un elegante vestido negro.

—Sí, me gustaba de niño.

—Eso no fue hace mucho ¿verdad? —comentó Tula con un fuerte acento de Monterrey, que resultaba adorable y a la vez autoritario.

Damián respondió con una sonrisa, abrió la puerta de la oficina, pero Tula fue en la dirección contraria.

—¡Vaya! Pero si tienes un pequeño museo aquí —dijo mientras admiraba el interior de la vitrina—. ¿Es real? —preguntó señalando una cabeza de jíbaro.

—Por desgracia, sí.

Tula hizo un gesto de asco, luego miró los cuadros pequeños y se detuvo en la pintura abstracta.

—¿Un Remedios Varo?

—Sí, y casi nadie lo ha reconocido.

—Eso es porque no había venido aquí una experta en arte —dijo la joven y sacó una tarjeta de su bolso.

—Así que usted es la directora de la Fundación Lorca —comentó Damián tras leer la tarjeta—. Debe tener mucho trabajo, leí que pronto inaugurará su museo.

—Sí, estoy muy ocupada, por eso vine a esta hora. No hay problema, ¿verdad?

—Ninguno, estaba… trabajando —explicó Damián, para que su posible clienta no sospechara que vivía en su despacho.

Los Lorca eran poderosos empresarios, famosos por poseer una de las colecciones de arte y objetos históricos más importantes del país. Dicha colección estaría reunida en su propio museo. Damián albergó la esperanza de que se tratara de un caso interesante.

Pasaron a la oficina y Tula se sentó frente al escritorio.

—Tienes un par de sillas Barcelona. ¿Son originales?

Damián sabía que se refería al modelo de las sillas, diseñadas por el arquitecto suizo Le Corbusier.

—Sí. Mi abuelo las compró hace mucho y siguen siendo cómodas.

Tula echó un vistazo por la habitación antes de explicar el motivo de su visita.

—Te cuento a qué vine. Necesito que me ayudes a conseguir algo para nuestro nuevo museo.

—¿Qué les puede hace falta? —preguntó el detective con genuina curiosidad.

—Tú me lo tendrás que decir. Esa es mi condición para contratarte.

Tula sacó de su bolso la página de una revista doblada en cuatro y Damián se levantó para tomarla y echarle un vistazo.

—Yo también tenía pantuflas de Homero —dijo Tula provocando que Damián enrojeciera al percatarse de que había olvidado quitárselas y regresó detrás del escritorio.

Desdobló la página y vio que era la foto de un mariachi joven que tocaba una trompeta. Llevaba un traje negro y estaba parado frente a un muro con algo escrito. En el pie de foto decía “Salomón Ceniceros, mariachi”. ¿Qué tendría de especial esa foto? Si llevara un violín podría ser un Stradivarius, pero no era el caso. Sacó una lupa de un cajón y comenzó a recorrer la imagen. No vio nada destacado en las botonaduras del traje, recorrió las manos pero no había joyas, siguió con el moño y ahí encontró lo que buscaba.

—El mariachi lleva un collar con un broche que contiene una moneda “Muera Huerta” —afirmó Damián con una sonrisa—. Es una pieza muy rara y valiosa… aunque hubo un tiempo en el que no era buena idea tenerla. Ya sabe a lo que me refiero…

—Cuéntame y háblame de tú —respondió Tula y se acomodó como para escuchar una historia.

—Pancho Villa mandó acuñar esos pesos con la inscripción “Muera Huerta” como una forma de propaganda contra su enemigo. Claro que a Huerta eso no le gustó y ordenó que cualquier persona que tuviera esa moneda fuera fusilada de inmediato. Muchos murieron y por eso se la conoce como “la moneda de la muerte”. La mayoría fueron fundidas. Son pocas las piezas que sobrevivieron.

—Novecientas noventa y nueve, para ser exactos —dijo Tula orgullosa—. Nosotros las tenemos y nos falta esa.