Primera edición: Octubre 2018

 

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Corrección morfosintáctica y estilística:

Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta y la contracubierta:

Shutterstock

Del diseño de la cubierta: ©Lorena Cabo Montero, 2018

Del texto: Lena Valenti, 2018

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De esta edición: Editorial Vanir, 2018

 

Editorial Vanir

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valenbailon@editorialvanir.com

Barcelona

 

ISBN: 978-84-949190-4-6

 

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En memoria de Valeriano Bailon Sanz.

Tuviste que aprender a luchar desde muy temprana edad y no paraste de hacerlo hasta tu último suspiro. No me cabe la menor duda de que si hubieses sido un siren pertenecerías al clan de los guerreros Mayans.

Ten por seguro que jamás te olvidaremos y espero que allá donde estés recuerdes que tenemos una promesa pendiente.

 

Tu hijo, Valen Bailon

 

 

Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece.

 

 

Juana de Ibarbarou (1895-1979)

 

 

 

1

Año 1928. Alemania

Se llamaba Elina. Y era médium. Sujetaba aquel anillo entre sus dedos y lo estudiaba con su más que versada inteligencia y todos sus sentidos abiertos a lo desconocido y a todo aquello que nadie más podía ver. Sus ojos azules y alargados se embebían de la alianza y asentían con la seguridad aplastante de lo místico, como si el objeto le hablara en un tono inaudible para los mundanos. Su vestido negro y victoriano enfundaba un cuerpo poderoso y robusto. Llevaba su pelo largo y liso recogido en una cola que no se estilaba en aquella época. Toda su persona irradiaba un velo misterioso alrededor, imposible de ignorar.

Eran tantos los que querían pedirle ayuda, pero se contaban con los dedos de una mano aquellos a los que de verdad quería y podía aconsejarles. Aquellos aptos que creían y comprendían el significado de sus palabras. Y aquella mujer que había venido con la esperanza en sus ojos oscuros y el respeto en su actitud, tenía algún tipo de relación con su maestra, la mujer que le había enseñado todo lo que sabía. La más grande. Por tanto, nunca podría negarle sus visiones. El apellido Fawcett era conocido y amigo.

El esposo de la señora Fawcett y padre de sus tres hijos, Percy Fawcett, había desaparecido en el Matto Grosso brasileño en busca de una ciudad dorada a la que él llamaba Z, inspirado en los escritos y las notas que su mentora y maestra, Madame Blavatsky, había dejado en sus libros de culto de «La doctrina secreta». Tomos que Elina había releído para fortalecer las bases de su conocimiento y que se basaba en la existencia de entidades espirituales superiores y en súper conciencias que habitaban la Tierra.

—Acudo a usted porque me han dicho que es la aprendiz oculta de la señora Blavatsky y confío en que pueda poseer la mitad, aunque sea, de toda su sabiduría.

—¿Quién le dijo dónde encontrarme? —Elina alzó la mirada clara para fijarla en la señora Fawcett. A tenor de sus ropas, tenía dinero y muy buenos modales y había reunido los medios suficientes como para dar con ella. Y no todo el mundo podía hacerlo. Dado que las que eran como ella y conocían el poder Vril, debían aprender a ocultarse. Porque las visiones ya la habían azotado y nada bueno auguraban con un futuro de persecución en el que iban a ser usadas como armas de guerra. Una guerra mundial movida por la magia oscura y por el ansia de poder y conocimiento.

—Mi cuñado, el hermano mayor de mi marido. Él me habló de usted. De la que iba a ser la mayor aprendiz de Helena.

—Su cuñado... ¿el escritor de novelas de ficción? —preguntó con un punto de desdén.

—Sí. Ese mismo. Él estuvo mucho tiempo en contacto con Blavatsky para ayudarla a escribir su obra teosófica. Y me comentó que la señorita Von Hahn había aceptado instruir a niñas con habilidades especiales para hablarles del mundo... especial.

—Ella no instruyó a nadie. Yo era hija de uno de sus alumnos. Blavatsky me tomó cariño, eso es todo y tuve la fortuna de ser depositaria de mucho de sus conocimientos. Fue su secretaria Annie Besant —comentó no sin cierta amargura— quien tenía en mente la instrucción a niños... especiales. Pero usted no está aquí para que yo le cuente nada de esto —dejó el anillo sobre el mantel blanco de la confidente mesa redonda alrededor de la que ambas estaban sentadas.

—No. Yo solo quiero saber si mi marido está bien. Encontraron este anillo hace unos meses en... —dijo la mujer deseosa de tener noticias.

—En una de las orillas de los afluentes de las selvas amazónicas.

—Sí —tragó saliva.

—Su marido lleva perdido unos años, señora Fawcett —le recordó.

—Sí. Tres exactamente.

—¿Y todavía tiene fe en encontrarle vivo?

—Dieron con su anillo —excusó—. Y con su brújula.

—Pero encontraron algo más —la miró entre sus pestañas y esperó que fuera la esposa desesperada quien le revelara el secreto.

La señora Fawcett se quedó tan pasmada que no pudo ni parpadear.

—No —contestó algo asustada.

La médium negó con la cabeza y sonrió decepcionada.

—Señora Fawcett, usted me ha dejado que toque la alianza de su marido y yo he visto muchas más cosas de las que me cuenta. Un anillo y una brújula no es todo lo que encontraron. Había algo más. Algo más que colgaba de la cadena de la brújula. Una especie de ídolo de cristal verdoso y dorado. Lo he visto y no me lo puede negar.

Ella abrió la boca sin dar crédito a lo que oía. Realmente, la médium era buenísima y sabía algo que nadie más, a excepción de sus hijos, conocía.

—¿Cómo sabe...?

—¿A qué ha venido aquí? ¿Qué es lo que quiere saber? —la apremió la medium.

—Solo quiero saber si él está bien y si le volveré a ver —preguntó con ojos acuosos—. Todo el mundo afirma que él, mi hijo y su mejor amigo murieron a manos de las tribus indígenas al intentar dar con su misteriosa ciudad. La última carta que tengo de él habla de que van a entrar a ese lugar pero pide que nadie les vaya a buscar por lo peligroso del viaje. Y yo no sé si creer que de verdad han muerto. Porque todo el mundo habla y dice la suya, señora, y unos creen que ven a tres hombres de piel blanca con los indígenas, y otros dicen que están muertos y unos pocos adoptan la teoría de que se han convertido en líderes de esos colectivos. Pero, de estar vivos, se habrían puesto en contacto conmigo —despreció incrédulamente desechando tal idea—. Mi marido era un aventurero. Nunca se acomodaría así sin encontrar lo que andaba buscando, porque nunca desfallecía. Así que solo quiero saber si sigue vivo.

—Su marido hizo un viaje iniciático muy arriesgado en busca de la verdad. Buscaba una entrada a una civilización que coexiste con la nuestra. Una hermandad poderosa y mucho más avanzada de lo que nosotros seremos jamás. Uno no encuentra algo así sin pagar un alto peaje.

—Usted habla como él... —dijo admirada—. Percy también creía en los sacrificios. Nada que valiese la pena era sencillo para él.

—Porque era un buscador. No solo realizaba expediciones a lugares inóspitos. Era un verdadero buscador, ¿entiende lo que le digo? Y encontró lo que buscaba. Pero debo decirle que nunca más lo verá —sentenció sin más.

—Entonces... —susurró con la mirada perdida—. ¿Ha muerto de verdad? ¿Y mi hijo también?

Elina cerró los ojos y acarició la alianza que poseía la frase familiar grabada en el interior. La frotó con los dedos y echó la cabeza ligeramente hacia atrás, como si recibiera algún tipo de comunicación. Al cabo de unos largos segundos, abrió los ojos y contestó:

—Ellos ya no están aquí. Yo no percibo nada en su alianza. No le percibo a él —añadió con tiento—. Si sigue vivo, no es en este plano. Ya no.

La mujer se levantó de la silla, y se limpió las lágrimas con su delicado pañuelo blanco.

—¿Y no puede ubicar su cuerpo? —insistió—. Me gustaría trasladarlo a...

—¿No está entendiendo lo que le digo? Su marido ya no se encuentra en este plano.

—¡¿Y qué quiere decir eso con exactitud?! —resopló frustrada.

—Que encontró eso que buscaba, aquello por lo que luchaba. Tuvo éxito en su misión.

—¡Pero no puede vivir para contarlo! —estalló abatida por la noticia—. ¡¿Qué tipo de éxito es ese?! Todo el mundo hablará de él como el loco que se fue a la selva y desapareció sin dejar rastro en busca de su ciudad de fantasía. Eso no hace honor al increíble hombre que era...

—Se equivoca —la corrigió con calma—. Su marido creará escuela. Muchos morirán siguiendo sus pasos en busca de esa misteriosa ciudad, pero nadie la encontrará. ¿Sabe por qué?

—No —contestó con voz débil.

—Porque nadie está preparado para una verdad de ese tamaño. Pero él os ha dado una muestra de su hallazgo para que sigáis manteniendo la fe. Encontrasteis el ídolo atado al cordón de su brújula. Es todo muy simbólico y al mismo tiempo muy evidente. ¿Sabe?, que haya venido usted hoy aquí también me ha devuelto la fe. Mi maestra, mamá Blavatsky —así la llamaba ella— estaba en lo cierto. Ella también tenía razón.

—Pero nada de lo que me dice ocupa el vacío que siento en el pecho. Yo adoraba a mi marido —murmuró acongojada—. Nadie me lo va a devolver. Que me diga que encontró lo que buscaba no me prueba nada. Porque nadie lo puede demostrar. Es muy frustrante.

—Lo sé. Las pérdidas pueden ser irreparables. Pero su marido nunca morirá. Permanecerá en la memoria y en los libros de historia. Créame, así será.

—No me consuela —sorbió por la nariz, descontenta.

—La entiendo. Sin embargo, debe escucharme bien porque hay algo que debe quedarle muy claro. Aún no lo comprende, pero usted no ha venido a mí para que le diga si su marido vive o no. El motivo real de su visita es que yo le diga qué tiene que hacer con el ídolo en forma de llave que él halló en una de las cataratas del Roncador.

—¿Qué debo hacer con ello?

—Manténganlo a buen recaudo siempre. No dejen que nadie lo vea. No permitan que nadie lo toque. Es muy importante que la opinión pública crea que solo encontraron su anillo y su brújula. Nadie debe mencionar jamás al otro objeto.

—¿Por qué es tan importante?

—Porque lo es todo —respondió arqueando sus cejas negras—. Por ahora solo deben ocultarlo. Su familia debe ser su guardiana. Es un objeto muy poderoso. Un ídolo mágico —musitó levantándose lentamente. Caminó hacia ella y se colocó a su lado.

—¿Cómo sabe usted lo que es?

—Veo cosas. Por eso está usted aquí. Por eso su cuñado escribió junto a Madame Blavatsky, porque ella también veía más allá. Por eso su marido Percy creyó en la ciudad Z. Porque no todo es blanco o negro, señora Percy. Que los humanos no seamos capaces de ver los otros mundos, no significa que no sean reales. Nada está sujeto al azar. Recuerde esto que le voy a decir señora Fawcett: pasará mucho tiempo hasta que su familia encuentre un sentido a ese ídolo. Pasará mucho... —repitió como si viera el futuro—. Pero deben guardarlo y no mostrarlo a ojos desconocidos. Porque un día nacerá una niña. Y esa niña estará destinada a seguir con el legado de su marido y a ir más allá. Llegará más allá. Ella acabará el trabajo de investigación y descubrimiento que Percy inició.

—¿Una niña? ¿Qué niña? —no podía llegar a entender lo que le decía la médium—. ¿Dónde está?

—Usted no la conocerá —le aseguró—. Ni sus hijos. Serán sus nietos o sus biznietos quienes den con ella.

—¿No nacerá en nuestra familia? ¿No será de nuestra sangre?

—¿Sería posible?

—No señora —sonrió condescendiente—. Pero ella será la clave para el futuro de todos.

—¿Cómo dice? ¿El futuro de todos? —una niña no podía acarrear con tal estigma. ¿Se había vuelto loca?

—Se avecinan tiempos tormentosos. La naturaleza de la humanidad está repleta de oscuridad. El futuro no depara nada bueno y habrá una lucha de poderes.

—Me está asustando.

—No tema. La misión de esa mujer será muy importante — la miraba sin verla realmente, como si estuviera perdida en un punto del espacio tiempo que nada tenía que ver con aquel instante ni aquel lugar—. Debe encargarse de trasladar esta leyenda a todos sus hijos. Y estos a sus hijos. Y los otros a los hijos de sus hijos... hasta que den con la época y el momento exacto para encontrarla. Y una vez lo hagan, denle todo lo que necesite para desarrollar sus habilidades. Y, ante todo, protéjanla.

—¿De quiénes?

Elina no quiso contestarle aunque la advirtió con sus ojos azules.

—Protéjanla. Solo les digo eso. Si yo la he visto, si yo sé que esa muchacha puede encontrar mundos ocultos, otros como yo también lo habrán visto. Protéjanla de ellos.

—Pero ¿cómo sabremos que es ella? ¿Cómo sabremos que esa niña es quien usted dice?

—Porque el destino es caprichoso. Tendrán que buscarla por todo el orbe. Y la encontrarán, ¿sabe por qué?

—Eso mismo le he preguntado.

—Porque esa niña llevará su nombre.

¿Que llevará mi nombre?

—Así será.

—¿Se llamará como yo? —preguntó emocionada, como si creara un vínculo con esa alma que aún no había nacido y que nunca conocería.

—Sí señora. Se llamará Nina.

 

2

En la actualidad
Selva amazónica del Madre De Dios.
Perú

Avanzando por el río Amaru con un peque-peque de los machiguengas, con el atardecer cayendo sobre ella, y los sonidos nocturnos de la selva despertando para advertir sobre la llegada de esa intrusa, Nina pensaba solo en encontrar aquel punto que marcaba su ordenador portátil.

En la pantalla se reflejaba un mapamundi sobre el que cruzaban todo tipo de líneas rectas. Se trataban de las líneas Ley, la red energética de la Tierra. Una de ellas, de color más azul clara, parpadeaba incesantemente, y en uno de sus extremos, sobre Perú, un punto concéntrico titilaba con igual energía. Este fenómeno sucedía cuando había una fuente focal en activo: un punto vórtex. Zonas en las que la energía electromagnética se disparaba. Ahora, el punto parecía en reposo, pues estaba en color azul claro. Pero días atrás, en ese mismo lugar, algo había pasado, dado que el pico energético que se registró fue muy superior al actual. Como fuera, estuviera en reposo o en activo, en aquel cónclave al que se dirigía, algo había sucedido, y ella, como buena buscadora Fawcett, quería averiguar de qué se trataba.

Marcaba ese lugar. Y sabía que al finalizar el río, llegaría hasta él.

Lo había conseguido. A sus veintiún años, a punto de cumplir veintidós, era miembro de la Sociedad Fawcett, la exploradora más joven de la asociación, y le satisfacía saber que todos los ojos que habían puesto en ella, y todos los esfuerzos por darle una formación apropiada, daba sus frutos tempranamente, en esa nueva misión en Perú. Porque Nina no pensaba irse de ahí sin una respuesta a esas alteraciones telúricas en aquella zona.

El motor del peque-peque, de esa embarcación de madera estrecha y alargada, con la pintura azul desgastada, que llevaba a las tribus machiguengas a lo largo del río, no tenía mucha potencia y no era demasiado segura, pero era su apuesta más respetuosa para no invadir el espacio de la fauna y la flora del lugar con una de sus lanchas.

Con la caída del atardecer, las luciérnagas se dejaban ver revoloteando entre los descomunales árboles. Los castores asomaban la cabeza, curiosos por ver quién era el extranjero que iba más allá de donde estaba permitido, tan alejado de Puerto Maldonado, su capital.

Ya había hecho otros viajes a otras partes del mundo. Aquel no era el primero. Al principio los hacía con su tutor, el profesor Martin, que le enseñó todo lo que sabía, instruyéndola en el Club de estudios privados Londinense Percival donde se estudiaba mitos, arqueología, historia y culturas antiguas entre otras doctrinas más metafísicas. Y a ella, a pesar de ser la más pequeña y joven, siempre la tuvieron como una auténtica aventurera. Una buscadora original.

Nina no fue a la universidad. Todo lo que aprendió desde que salió del orfanato Lostsoul se lo enseñó el profesor Martin. Con quince años, ya había aprendido a hablar francés y español perfectamente, tenía amplias nociones en cultura antigua y ya había decidido que quería ser como Lara Croft. Los cinco años siguientes los invirtió en prepararse para ser una buena «buscadora» y en recibir la carrera de arqueología en el Club Percival. Era una joven precoz y titulada.

Estaba feliz con su vida y con las personas que la habían adoptado. Porque le dieron todo lo que necesitaba. Cada noche, recordaba el día en que la fueron a buscar y recordaba la única conversación que tuvo con el profesor Martin y que provocó que ese mismo día se la llevaran, sin poder despedirse de sus hermanos. Estuvo mucho tiempo triste y enfadada por aquello, pero con el paso de los meses aprendió a acostumbrarse a la vida en Inglaterra y a todas las comodidades que le ofrecían. Pero nada, nunca jamás, volvería a ser como en Lostsoul.

Doce años atrás
Orfanato Lostsoul

Nina se balanceaba en el columpio del jardín del orfanato Lostsoul, frente al mural enorme de Evia.

Los niños estaban en el gimnasio, pero aquel día, ella no se encontraba muy bien. Le dolía la garganta y la señorita Brigit la liberó de la sesión de deporte matinal porque no quería que cogiera frío.

Aunque a ella le daba igual coger frío o no, porque desde que su hermana Evia se había ido, se sentía sola y helada. Todos la echaban mucho de menos, pero nadie la echaba de menos tanto como ella.

Evia había sido su hermana mayor. Una chica fuerte y muy especial a la que una extraña enfermedad se la llevó cuando no tocaba. Demasiado pronto. Demasiado duro. Demasiado injusto.

Sin embargo, Nina no quería creerlo así. Por eso, a diario, se quedaba ensimismada mirando el mural que los hermanos Sin y Lex habían pintado con el rostro de la hermosa joven, sonriente, como si estuviera en un lugar de fantasía, lleno de cataratas, animales fantásticos y edificios élficos e inverosímiles. Y Nina imaginaba que estaba esperando por ella. Eso quería creer, porque así todo era más fácil. La pequeña no quería morirse, pero durante unos días, quiso hacerlo solo para ir con Evia. Ella le prometió que un día la llevaría a ese mundo del que ella venía. «Te llevaré adonde sea», le dijo.

Pero no había cumplido su palabra.

Se mecía sobre sus pies, y miraba ensimismada la punta de sus bambitas blancas. Tenía diez años entonces, era una cría con la cabeza repleta de mundos imaginarios y mágicos. Evia la había animado a creer en ellos. Pero su hermana se había ido con apenas diecisiete años, a punto de cumplir los dieciocho, y Nina la lloraba todas las noches. Ya no podía dormir en su habitación, con ella, y no quería molestar a Ethan, porque él pasaba el luto a su manera. El chico no quería que nadie tocara la cama de Evia. Y Nina no quería molestar. Porque odiaba molestar.

—Hola, buenos días.

Nina alzó su cabecita morena para encontrarse con un señor muy bien vestido, con gafas redondas y una sonrisa afable en su rostro. Tenía los ojos negros y el pelo castaño oscuro, y sujetaba una pipa de fumar apagada en una de sus manos. A Nina no le gustaban los adultos, porque se querían llevar a los niños del orfanato. Así era como ella lo veía.

—Buenos días —contestó ella educadamente.

—¿Sabes dónde está la señorita Brigit?

Nina lo observó de pies a cabeza, sin disimulo.

—¿Es usted un padre?

El hombre sonrió divertido y frunció el ceño.

—¿Cómo dices?

—Que si es un padre. Un señor que viene a buscar un hijo —le explicó con naturalidad.

El hombre negó con la cabeza y se sentó a su lado, no sin pedir antes permiso. Nina se lo dio.

—No. Vengo a ver a mi amiga. Eso es todo. Me han dicho que dirige este centro.

—La señora Brigit es muy buena.

—No lo dudo.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó educadamente.

—Me llamo Jack Martin. ¿Estás buscando tú un padre?

—No. Yo quiero quedarme aquí —adujo mirando al frente, al retrato del muro de Evia.

Martin siguió la dirección de sus ojos hasta que dio con aquello que embelesaba a la pequeña.

—Es un dibujo precioso —admiró Martin.

—Es mi hermana Evia. Pero ya no está aquí.

—¿Ah no? ¿Se ha ido con alguna familia?

—No. Se ha ido con uno al que le llaman Padre Todopoderoso. A un Reino que dicen que es del cielo.

Martin comprendió inmediatamente a qué se refería la chiquilla morena de inmensos ojos marrones claros. Evia había muerto, era obvio.

—Son tonterías —prosiguió la pequeña.

—¿Cómo dices? ¿No crees en Dios?

—No sé quién es. No lo conozco.

—¿No crees que Evia haya ido con él?

La muchacha admiró el rostro de su querida hermana y sonrió con cariño.

—Yo sé que ella está en otro lugar. Un lugar como el de ese dibujo. Porque ella no es de aquí... Su padre es Starman. Se la han llevado a ese lugar.

—¿A las estrellas?

—Puede ser.

—Entiendo —murmuró Martin. Era un lugar fantástico, pudo atisbar—. ¿Crees que existen lugares como ese?

—Sí. Claro que sí. Evia prometió que me llevaría con ella. Pero no lo hizo. Me encantaría encontrarla. Yo sé que no está en esa caja cuadrada bajo tierra.

Martin giró la cabeza para mirar hacia abajo y estudiarla con intensidad. Esa niña no creía en la muerte y sí en otras realidades.

—¿Por qué estás tan segura de eso? ¿Crees que ella sigue viva?

—Sí. Porque Evia no puede morir. Ella era especial... —hablaba con tanta seguridad que era imposible llevarle la contraria.

Y Martin no iba a ser quien le rompiera la ilusión.

—¿Especial?

—Sí. Ella... hacía cosas —se encogió de hombros—. Pero sé que aunque no la podamos ver, sigue aquí. En algún lugar.

—¿Y te gustaría encontrarla algún día?

—Cuando sea mayor —contestó—. Cuando sea mayor, podré viajar e iré en su busca. Buscaré ese lugar —señaló el mural— y no descansaré hasta encontrarla.

—¿Y crees que lo lograrás?

Nina lo miró esta vez, con la barbilla temblorosa y con poco control sobre sus emociones. A Martin se le rompió el corazón al verla así.

—Sí. Lo creo.

—¿Por qué?

—Porque un Lostsoul nunca abandona.

—Así que un Lostsoul nunca abandona... —repitió cautivado—. Me encantaría poder ayudarte a encontrarla —le explicó—. Yo también creo en esos mundos. Y también creo en Starman —le informó confidentemente—. Podría enseñarte a buscar.

—Me gusta buscar cosas —asintió limpiándose las lágrimas de los ojos.

Martin intentó hallar la verdad en los ojos de la cría y vio algo que lo despertó de golpe. Fue como una revelación.

—Dime, pequeña. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Nina.

Su nombre cayó como un relámpago en la conciencia de Martin. Eufórico, pues no fue a aquel orfanato a adoptar a nadie, sino a saludar a su vieja amiga Brigit, se dio cuenta de que acababa de hacer cumplir la profecía de la pupila de Blavatsky. La profecía de los Fawcett. Esa que todos los miembros selectos del Club Percival conocían.

Menuda sorpresa.

—Nina es un nombre precioso —contestó Martin algo nervioso—. ¿Hacemos un trato?

—¿Cuál?

—Si te vienes conmigo te prometo que te ayudaré a buscar a Evia. Y te hablaré de muchos mundos en los que ella pueda estar.

—¿Es que usted los conoce? —preguntó con los ojos chocolate abiertos de par en par—. ¿Sabe dónde se encuentran?

—Tengo una ligera idea —respondió con orgullo—. Pero tendrías que venir a vivir conmigo e ir a una gran escuela donde aprenderás muchísimas cosas. Muchas, Nina. Y te enseñaremos a buscar.

—Yo solo quiero encontrar a Evia e irme con ella.

—Buscaremos ese mundo donde dices que puede estar. Hay muchos mundos en este, Nina —le explicó en voz baja—. Y muchas personas especiales, que son iguales que nosotros, pero hacen cosas que nadie hace... Y hay ciudades en el fondo del mar, y en el interior de la tierra. Hay mundos en el cielo y seres que nos observan. Hay tantas cosas que podría enseñarte...

A Nina la emoción le brotaba por los ojos. Estaba entusiasmada ante la idea de conocer todas esas cosas que el señor Martin le ofrecía. ¿Sería verdad? ¿Podría ella encontrar a Evia?

—¿Te gustaría venir conmigo?

—Pero no quiero dejar a mis hermanos —refutó triste.

Martin tuvo que engañarla para poderse llevar a aquel tesoro de la providencia.

—Hablarás con ellos siempre que quieras, Nina. Y les invitaremos para que vengan a verte. Tendrás una nueva familia.

—Yo ya tengo una familia aquí. Ethan, Lex, Sin, el niño demonio...

Martin sacudió la cabeza al oír aquel último apodo y dejó ir una risita.

—Vendrán a verte. Y si quieren, podrán pasar una temporada allí, en nuestro hogar. Sé que no puedo ser tu padre. Pero seré tu amigo —se sinceró—. Y te ayudaré a que aprendas a encontrar mundos.

—¿Me lo promete? ¿Me promete que me ayudará a encontrar a Evia y que podré ver a mis hermanos? —se levantó del columpio y lo miró de frente—. Ethan estará tan contento cuando la traiga de vuelta...

—Te lo prometo, Nina —mintió. No mentía del todo, pero tenía que seguirle el juego como fuera.

—Entonces... —se lo pensó unos segundos más—. Está bien.

Me iré con usted.

Martin sonrió de oreja a oreja. Se levantó de su columpio y le ofreció la mano para que Nina se la cogiera.

—Bien. Vamos rápido a ver a mi amiga Brigit. Tenemos una buena noticia que darle.

—Pero tengo que avisar a mis hermanos —repuso Nina.

—Lo harás. Podrás hablar con ellos siempre que quieras.

—Sí. Vale —Nina miró el mural de Evia por última vez, con una sonrisa abierta y sincera y la creencia ciega de que iba a encontrarla, estuviera donde estuviera.

Ese día, empezó su nueva vida.

Y aprendió, amargamente, que para abrazar su futuro, tenía que dejar atrás todo su pasado y aprender a olvidar a las personas que quería.

Aquel día, abandonó Lostsoul para siempre. Y no. No pudo despedirse de sus hermanos.

Y aquella era una mentira que nunca pudo perdonar al profesor Martin.

Le estaría agradecida por la vida y las enseñanzas que le inculcó. Pero nunca olvidaría que no cumplió su palabra con ella.

Evia no se la llevó con ella.

Y Martin no dejó que volviera a tener contacto con los Lostsoul.

En la actualidad
Selva Amazónica del Madre De Dios. Perú

Cuando Nina bajó del peque-peque y sus botas goretex se hundieron en el palmo de agua de la cristalina orilla del río, aún tenía vívidos y presentes sus últimos pensamientos y recuerdos sobre aquel primer encuentro con el profesor Martin.

Sobre el cambio que provocó en ella. En su vida.

Tal vez, de haberse quedado en Lostsoul y no haber sido adoptada por el director del Club Percival, ella no sería la persona que era en aquel momento. Posiblemente, sería otra chica distinta.

Aunque sus inquietudes, seguramente, se habrían mantenido. Solo que, muy probablemente, no habría tenido los medios para explotarlas como sí había hecho en el Club de estudios privados Percival.

Lo que sabía, lo que aprendió, lo que estudió le había dado las herramientas para ver la vida de una manera distinta, para tener otro prisma, más consciente y también coherente, con unas bases sólidas en las que respaldarse. Y aquello, el saber, era impagable para ella.

Lo único que lamentaba era lo que tuvo que dar a cambio para poder vivir como vivía en la actualidad. Aunque no había ni un solo día en el que no pensara en su familia de almas perdidas.

Pero debía tener muy presente las últimas palabras que le dedicó el profesor Martin en su lecho de muerte, tres años atrás. Y no las iba a ignorar.

—Eline, la aprendiz de Blavatsky dejó una profecía tras la visita de Nina Fawcett. Ella dijo que pasaría mucho tiempo hasta que alguien le diera continuidad al trabajo de Percy Fawcett y a su búsqueda. En algún lugar nacería una niña que finalizaría su misión y que mostraría al mundo la verdad del origen de nuestra civilización. La niña llegaría al círculo Fawcett bajo el nombre de Nina, como el de la esposa de Percy, pero no compartiría la sangre de la familia. Nosotros, la ayudaríamos a alimentar y a redirigir sus inquietudes en pos de la búsqueda. Lo único que debíamos asegurar era tu protección. Protegerte a ti, y al ídolo mágico —El profesor Martin sufría una grave afección pulmonar pero se aseguró de contarle la verdad antes de irse para siempre—. Sé que estás enfadada conmigo por haberte separado así de tu familia del orfanato. Y conozco tu profunda añoranza. Pero he hecho lo mejor para ti. Créeme. Tú vas a ser importante, Nina. Vas a ser una reveladora de mundos.

En aquel momento, Nina no podía enfadarse con él, porque había aprendido a quererlo mucho en esos años. Nunca como a un padre. Pero sí como a un buen amigo y aliado, tal y como él le prometió.

—Sigues creyendo que Evia no era de este mundo, ¿verdad?

—Con todas mis fuerzas.

—¿Y sigues creyendo que algún día la encontrarás?

—No tengo ninguna duda —Nina sujetó con fuerza la fría mano del profesor.

—Yo tampoco dudo que lo harás, Nina. Encuentra el primer mundo oculto, y todos los demás se abrirán ante ti, incluso ese en el que crees que se encuentra tu hermana. Tú eres la heredera de los buscadores —tosió con fuerza, privado de aire.

—No hables más. Me estás haciendo sufrir... Descansa. El profesor Martin negó con vehemencia.

—Descansaré pronto —dijo él—. Pero déjame hablarte como el padre que me hubiera gustado ser para ti. Estudia. Lee. Experimenta. Y cree. Cree siempre, Nina. Tienes dieciocho años. Eres una chica muy bonita y muy divertida, pero no te despistes con los chicos, ¿de acuerdo? Sé que hay muchos que están interesados...

Nina puso cara de no poder creérselo.

—No estoy pensando en chicos ahora, profesor.

—Solo por si acaso. Acaba tus estudios en Percival. Gradúate con todos los honores. Y después emprende tu viaje personal e inicia tu leyenda, Nina Croft —sonrió—. Y si te tienes que enamorar... enamórate de ti y de la vida. Eres una chica llena de magia —alzó sus dedos y le acarició la mejilla—. Si tienes que enamorarte y tienes que elegir, hazlo de alguien que sea tan mágico como tú. A los soñadores no nos pueden cortar las alas. Porque aunque tocamos con los pies en el suelo, nuestra mirada siempre mira al cielo. Asegúrate de que miráis los dos en la misma dirección.

Nina besó la mano helada del profesor y asintió mientras las lágrimas corrían sin freno por sus mejillas.

—Esta lección es muy distinta a todas las que me has dado en clase.

—Esta lección es la mejor que te puedo dar. El Percival se fundó en honor a Percy Fawcett. Él fue un ejemplo a seguir para nosotros. Él inspiró a Spielberg para que creara a Indiana Jones, y a Arthur Conan Doyle, su gran amigo, para que escribiera El mundo perdido... Él creía en muchas cosas y ha dejado huella. Y creía en ese mundo oculto. Toma el ídolo y ve a acabar su misión en cuanto sea el momento. Deja huella tú también. Encuentra la ciudad perdida de Percy.

—Sí, profesor.

—Bien —miró al techo e intentó tomar aire con todas sus fuerzas—. Espero que encuentres todo lo que buscas, en este mundo y en los otros, Nina. Ha sido un honor poder instruirte. Mis mejores deseos para ti y toda mi admiración.

—Le echaré de menos, profesor —su voz sonó estrangulada y rota por la pena.

—Y yo a ti, pequeña. Y yo a ti. No hace falta que me vengas a buscar. Porque yo sí estaré en el cielo —tuvo fuerzas para hacer su última broma—. Con el Padre Todopoderoso. ¿Sigues sin saber quién es? —la miró de reojo.

—No he tenido el gusto de verle, todavía.

—Bien. Y debes tardar mucho. Tú no puedes ir a su reino hasta que seas una viejita. Muy viejita y sabia. ¿Entendido? Nina sonrió y se mordió el labio inferior con impotencia. El profesor Martin expiró su último aliento en presencia de Nina. Pero ella tendría muy presente su última lección de vida.

 

 

Estando en la selva, se le mezclaban los recuerdos entre el pasado y la actualidad. Porque estar ahí era la culminación de una investigación que inició un año atrás sobre los vortex en el triángulo que comprendía Perú, Brasil y Bolivia y su relación con los mundos ocultos.

Los puntos calientes de la tierra se activaban sin orden específico, sin patrones. Y todos esos vortex incidían en lugares donde siempre sucedían cosas extrañas como avistamientos, presencias inverosímiles, hombres vestidos de blanco y piel resplandeciente, ciudades que aparecían y desaparecían como un espejismo. Percy Fawcett nunca tuvo el material informático ni los medios que sí poseía Nina como miembro del Club Percival, por tanto nunca pudo comprobar que sus teorías eran ciertas. Pero Nina sí podía hacerlo.

Y allí, en esa selva, quería comprobar qué sucedía en un punto electromagnético activo, aunque débil, como aquel. Agarró el portátil y dejó al peque-peque con el machiguenga, que miraba a su alrededor asustado.

—Señorita, dese prisa —le pidió con un español no muy claro.

—No sé cuánto tardaré —contestó guardando el portátil en la mochila. A diferencia del machiguenga, ella hablaba un español muy correcto y bueno. A continuación tomó su movil para ver en pantalla el mismo programa de vortex que transmitía el ordenador—. Váyase si quiere.

—No. Irme no. Usted sola aquí no —Se llamaba Iván. Tenía una camiseta rota blanca de manga corta, unas zapatillas gastadas y un pantalón de un equipo de fútbol. Los machiguengas recibían visitas de los jesuitas y de extranjeros como ella que les colmaban de regalos, la mayoría ropa y medicinas. A cambio, ellos les dejaban dormir en sus chozas, en las zonas menos peligrosas de la selva. Pero el lugar en el que estaban hacía horas que había traspasado la línea de lo seguro, dado que eran territorios que ni ellos pisaban porque les inspiraba un gran respeto.

—No hay nadie en este lugar —contestó ella apartándose la larga trenza negra y colocándosela sobre su hombro. Llevaba unos pantalones caquis largos militares y ajustados, y una camiseta negra de tirantes. Se había rociado la piel con spray antipicaduras contra jejenes. Esos molestos mosquitos picaban y dejaban un reguero de sangre por el cuerpo, que luego escocía horrores—. No me va a pasar nada.

—Señorita. Hay serpientes, arañas, sachavacas...

—Me preocupan más los jejenes. Espero que las vacunas surtan efecto —dijo para sí misma.

—Molestar a los señores del muro no es bueno.

—Intentaré no despertarles —bromeó.

Los machiguengas contaban muchas leyendas sobre el muro de Pusharo, una pared de piedra colosal, arraigada a la selva, colocada ahí como una barrera prohibitiva como si separara mundos y realidades, que estaba repleta de jeroglíficos que nadie había logrado descifrar nunca. Y era ahí, curiosamente, donde su programa marcaba el vórtex semidormido.

—Iván, no tienes que quedarte si no quieres. Pásame a recoger por la mañana —No tenía miedo a pasar noches sola. Ya lo había hecho en el desierto, en bosques, en mares y en otras selvas...

Miró su reloj digital—. ¿A las seis?

—No. No entiende. Usted es chica.

—¿Soy pequeña? —alzó una ceja admonitoria—. Yo no me considero pequeña. Soy alta, y fuerte —aseguró mostrando un bíceps no muy prominente.

—Es chica —él abrió los ojos molesto—. Es mujer. No estar sola aquí.

—Joder con el patriarcado —gruñó incrédulamente—. Hasta en la selva... Gracias por preocuparte por mí. Haz lo que quieras, Iván. Yo me voy hacia adentro —alzó la mano en señal de despedida y se dio la vuelta para caminar entre los espesos matorrales. Ignoró las advertencias de Iván y caminó hasta que dejó de oír su voz cerrada.

Encendió la linterna con su mano libre y con la otra, siguió el GPS del vortex. Estaba muy localizado. Y era algo maravilloso que un punto telúrico mostrara esa actividad permanente.

Allí había algo. Algo distinto. Algo que emitía una señal potente. Y fuera lo que fuese, Nina iba a dar con ello.