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ÍNDICE

Advertencia

Prólogo

Introducción

1. ¿Qué es poesía?
2. La frase poética
3. La imagen
4. La metáfora
5. Otras figuras y otros recursos poéticos
6. El ritmo poético (música, acento, rima)
7. La disposición tipográfica
8. La estructura
9. El tema, las palabras
10. Escuelas, estilos
11. Posibles conclusiones

Anexos

Breve antología (y ejercicios)

Primeros poemas

Romances clásicos y modernos

Poemas populares

Sonetos

Versos de métricas distintas

Versos con rima asonante

Versos blancos

Glosario

lingüística
y
teoría literaria

LECCIÓN DE POESÍA

por

JAIME LABASTIDA

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siglo xxi editores
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

PN1101

L33

2019       Labastida, Jaime

Lección de poesía / por Jaime Labastida. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2019.

131 páginas. – (Lingüística y teoría literaria)

e-ISBN  978-607-03-0986-1

1. Poesía – Estudio y enseñanza. I. t. II. ser

primera edición, 2019

© siglo xxi editores, s. a de c. v.

e-isbn  978-607-03-0986-1

primera edición, 2017, sindicato nacional de trabajadores de la educación, colección el elogio de la educación: consejo de mentes brillantes

derechos reservados conforme a la ley.

ADVERTENCIA

Ésta es una breve introducción a la poesía, a la posibilidad de aprender y de enseñar (o quizá de contagiar) el amor por la palabra.

Originalmente el texto fue publicado dentro de la colección EL ELOGIO DE LA EDUCACIÓN: CONSEJO DE MENTES BRILLANTES, en 2017. Hoy se reedita con leves cambios en su redacción.

J. L.

PRÓLOGO

La pasión y la inteligencia son en principio hermanas antagónicas; porque el verdadero artista es quien hace el camino de ida y vuelta a la locura. El autor de este libro está dotado de ambas alas y las ejerce con idéntica maestría. El edificio de la razón lleva por título uno de los libros donde Jaime Labastida pone la fe en los poderes de lo tangible y lo comprobable, lo que nos vuelve seres pensantes y constructores. Edificamos en la breve aventura en el corto lapso que se nos destina y donde por fortuna tenemos varios atisbos a la eternidad. Practicante del oficio de poeta, es igualmente un estudioso de sus procesos y análisis. Lo demuestra su libro El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana. Su primera edición data de 1969 y en fecha reciente dio a la luz una edición corregida y considerablemente aumentada, donde el autor proporciona un panorama de temas decisivos en la obra de autores mexicanos.

Jaime Labastida dedicó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua a las dos disciplinas que ha cultivado a lo largo de su vida: la filosofía y la poesía. María Zambrano, una de las grandes pensadoras de nuestro tiempo, lo dijo muy claramente: “No se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca requerimiento guiado por un método”.

Los griegos, que concibieron lo mejor de aquello que como especie podemos ufanarnos, se dieron cuenta de que el hombre sintió necesidad de establecer la filosofía como disciplina para guiar las pasiones y conseguir, de tal modo, la excelencia humana. No se trataba de reprimirlas, sino de darles cauce, de permitirles que no nos destruyeran. Desde muy joven, Jaime Labastida se sintió atraído por ese imán poderoso, exigente y complejo. En la precisión cartesiana halló caminos que su inteligencia y sensibilidad le dictaban. Sin embargo, la satisfacción es consuelo de los tibios, y el joven Labastida comprendió que había que ejercer la otra arma que su vocación temprana había descubierto, también, como la filosofía, de manera fatal e insobornable: la poesía, esa práctica absurda y estoica que no se vende porque no se vende. “El hombre es la única criatura que se rebela a ser lo que es”, descubrió Albert Camus, autor que, como Labastida, supo encauzar su sensibilidad a través de los caminos de la filosofía y la sensibilidad lírica. Desde sus iniciales combates, el mexicano supo que si filósofo es quien al pensar en el mundo lo rehace, lo construye de nuevo, el poeta tiene una obligación semejante, pero al mismo tiempo su deber es constituirse en mala conciencia de su tiempo. ¿Cómo equilibrar la razón con la pasión? Y si no se quiere lograr ese equilibrio, si se quiere cultivar ambas parcelas, ¿cómo lograr que una no invada terrenos de la otra, de qué manera someterse a ambas cabalgaduras y al mismo tiempo sentir que las sometemos en la medida en que lo permita nuestra personal entrega?

En los libros de poesía que ha construido a lo largo de los años, desde El descenso (1960) hasta En el centro del año, que mereció el Premio Mazatlán de Literatura 2013, Jaime Labastida ha sabido ser fiel a los reclamos de sus dos alas, enriquecer su vuelo con ambas experiencias y permitir el lenguaje particular de cada una. Integrante de una generación que vivió su juventud en un momento en que la rebelión radical contra los edificios que habían sido levantados, aparentemente con los sólidos cimientos de la razón, demostraron su fragilidad real, Labastida exaltó la supremacía de la imaginación, es cierto, pero igualmente se afanó en practicar un discurso poético que evitara la peligrosa teoría del reflejo y el cultivo de una poesía exteriorista que todo lo apostara a la emoción circunstancial o a la prédica ideológica. El grupo al que por afinidad y vocación se adhirió, la célula verbal en la cual encontró sus afinidades electivas, se llamó La espiga amotinada: el motín es sinónimo de violencia y oposición, acto instintivo, justificado o no, contra la autoridad. Al corporificar en una espiga, plantea la necesidad de sembrar sobre lo destruido, de que la rebelión constituye al mismo tiempo una revelación.

Antes hablé de la construcción en la poesía de Labastida. Desde los textos de su primer libro, El descenso, cuando tenía apenas 21 años de edad, es notoria su preocupación por hacer del poema una estructura verbal donde, a manera de una catedral, cada piedra, cada trabe, cada arco, diga su parte en el todo. El poema que abre el libro, “Estaciones de un pueblo”, constituye una poética. Allí está la permanente injusticia, el rencor vivo de nuestros pueblos de mujeres enlutadas, de nuestras tierras flacas y nuestro mal país. Sin embargo, en lugar de practicar una poesía que hubiera podido regodearse en la fácil prédica política, el discurso del joven poeta, envolvente e inconforme, lúcido y terrible, confronta personas y muertes, ritos y resurrecciones. Como poderosos pilares, se advierten una lectura bien asimilada del Pablo Neruda telúrico y mítico y del Juan Rulfo que nos enseñó, entre otras muchas cosas, a combatir los lugares comunes de un nacionalismo de cartón y hacer de nuestro país un escenario para todas las representaciones. Aquello que miraron y oyeron las pupilas y oídos infantiles del niño Jaime en Los Mochis o lo que sus experiencias y lecturas posteriores transformaron con el paso del tiempo, lo llevaron a escribir palabras que hoy, en la nueva convulsión mexicana, adquieren dolorosa nitidez:

El otoño se extendió sobre el campo de nopales. Anochecía:

Un asesino lleva sentado sobre sus hombros

el cadáver del hermano que mató

en un día de embriaguez

con abundante licor de luna espesa.

A partir de esas líneas iniciales, el trabajo poético de Jaime Labastida siguió en ascenso, siempre al encuentro del poema extenso, de la pieza verbal que se articula en la llama de la inteligencia pero con la necesaria combustión de los huesos que da a la poesía su verdadera calidad de permanencia. De manera irónica pero explicable en alguien que desconfía, como él, del brillo inmediato de las emociones y las palabras que las transmiten, aquellos poemas donde el yo se atreve a decir de manera más descarnada sus debilidades y grandezas, la manera en que el mundo hinca en él sus colmillos y rasguños, es el de los poemas de madurez, particularmente los contenidos en Dominio de la tarde (1991). Con todo, el Labastida de los años de madurez se reconoce de manera constante en los versos de juventud. Acudamos al tema de los amantes, esos guerreros que en su propia batalla, en su íntima y permanente pugna saben que amar es combatir. En uno de sus primeros poemas, Labastida afirma:

Yo te estrecho,

yo te estrecho.

Somos los dos turbias bestias

crucificadas en los brazos del otro.

El antiguo sueño azul se desbarata.

He aquí la vida, hermosa y dura.

Y en unos versos del libro Dominio de la tarde, publicado tres decenios más tarde:

Aquí, donde entra a saco

esta insolente luz que todo tienta,

un edificio de palomas crece.

Los amantes se abrazan con dulzura;

dos dagas de topacio, tensas

como un relámpago desnudo.

Fiel al adolescente que en todo ser verdadero no se extingue, Jaime Labastida quiso volver a las aulas y obtener su doctorado, luego de haber librado otros necesarios y brillantes combates que su trayectoria ha reclamado. Con impecable argumentación, prosa bien temperada y diálogos con sus vivísimos fantasmas, Labastida nos convence de lo que ha sido para él práctica vital e intelectual: el cultivo de la palabra y el pensamiento como única manera para defendernos mejor no sólo contra las adversidades que como animal solitario y animal de silencios nos corresponde vivir, sino la aventura colectiva de hacer más digna e íntegra nuestra estancia en la Tierra.

A partir del concepto de Buffon, el estilo es el hombre, advertía: “Si el estilo es el hombre, al invertir la sentencia reconocemos que el hombre es el estilo, es decir, el punzón con el que se hacen incisiones en la cera. Somos el estilo, el grafo, la pluma, la piedra que talla la otra piedra, luz que brota de la pantalla moderna. Recogemos toda la historia acumulada, de la misma manera que en nuestro cuerpo están a un tiempo el mineral y el vegetal, el protón y la célula, la química y la historia, la biología y la palabra”.

Si aplicamos las palabras anteriores al propio Jaime Labastida, estamos en camino de hacer los esbozos de un retrato de poeta con ciudad, de filósofo en comunión con su polis. Desde que inicié mi aventura en el desciframiento del mapa de nuestra República ilustrada, supe quién era Jaime Labastida y su indiscutible lugar en nuestras letras. Sin embargo, una vez que atrevo las líneas anteriores, me doy cuenta de su ineficacia y su imprecisión, de su peligrosa retórica. Jaime Labastida es un poeta, un filósofo y un hombre de acción, pero cada una de esas palabras debe ser apreciada en su temperatura real. Con el paso del tiempo y en el trato de colega de la Academia Mexicana de la Lengua, de nuestro estoico tesorero sin tesoro —que sabe encontrar el oro en la feroz alegría de cada minuto— he aprendido a conocerlo, respetarlo y admirarlo. Difícil es decir los porcentajes porque todo lo que hace Jaime Labastida lo hace humillantemente bien. Y no lo logra por obligación sino por inevitabilidad y por una obligación que es un placer. Ama y comparte el vaso de bon vino de Gonzalo de Berceo con la misma generosidad y exigencia con la que arma una reunión de inconformes correctores de estilo, oficio en el que es maestro indiscutible. Diseña el menú para la comida anual de Siglo XXI Editores mientras escribe la respuesta para el ingreso del nuevo integrante de la Academia Mexicana de la Lengua; practica el arte de la conversación hasta las altas horas aunque al día siguiente sepa que en esa ciudad donde se encuentra lo espera esa otra página en blanco llamada campo de golf, donde la precisión del poeta y la del geómetra le exigen ambas prácticas. En todas estas prácticas mortales, Jaime Labastida apuesta todas sus cartas. Si la poesía es la caminata de un equilibrista con los ojos vendados, la filosofía no corre menos riesgos. Dice Carlos Pereda: “La aventura filosófica es una apuesta a favor del riesgo y la vulnerabilidad”. ¿No es ésta también una tarea del poeta? Con esas dos visiones, para él azogadas e inseparables, Jaime Labastida traduce para nosotros el mundo, lo puebla con feroz alegría y nos lleva con él a doblegar la bestia y aceptarla en nosotros:

Años de plomo, años de ceniza: desde el cielo

desciende, obscena, matemática, desnuda,

la lumbre de la muerte. Todo lo que en el aire

se despliega se convierte en nada. Años

de polvo, años de madera: desde el mar se abre

un abanico metálico de sangre. Veloz, brillante,

la muerte avanza contra la casa

que espera el signo cierto de la muerte.

Yo pronuncio una sola palabra y pido

que renazcan los años de diamante.

A pesar de la música fastuosa del poema, un aire de angustia lo recorre. El poeta no cesa de interrogar y el poema está poblado de interrogantes y no de sentencias. Su libro En el centro del año, es un solo poema, un solo impulso que, repartido a través de las estaciones testimonia la creación incesante de la vida, el ciclo reproductor de la existencia. El gran José Gorostiza, de quien Labastida publicó la edición más completa de su obra, afirmaba que no se puede hablar de un libro de poemas porque la obligación del poeta es tensar las cuerdas de tal modo que el objeto verbal sea autónomo y se defienda con sus propias armas. Fiel a este sentido de composición, ofrece un texto que es la suma de sus principales obsesiones. La espiga amotinada de su juventud no ha renunciado a su rebeldía pero adquiere un carácter meditativo que no excluye el necesario impulso para emprender el vuelo. Poema de madurez, suma de voces personales, es también un homenaje a quienes desde tiempos muy remotos demostraron que no hay nada nuevo bajo el Sol. La originalidad absoluta no existe. De tal manera conduce a su lector a recorrer el pensamiento de poetas, filósofos y hombres de acción que han librado este inútil combate. Acude a sus conceptos y actitudes para armar su propio discurso, para consumar su propia aventura verbal. Carlos Pellicer sintetizó en un verso, como él lo hace En el centro del año, los afanes del hombre de pensamiento y de la criatura verbal cuando escribió: “Tiempo soy entre dos eternidades”.

La presente Lección de poesía es una invitación al viaje y al mismo tiempo un viaje al territorio minado y sorprendente de la poesía. Con gran cantidad de ejemplos, el autor pone en funcionamiento su práctica de vuelo personal y su homenaje a los autores que al formarlo a él han formado la tradición y la novedad poéticas. De tal manera, este libro demuestra los poderes del pensamiento y de la pasión, de la realidad y el deseo, los dos extremos que han regido la prodigiosa aventura humana.

Vicente Quirarte

INTRODUCCIÓN

¿Es posible dictar una lección de poesía? Hace 25 siglos, dos hombres, en la Atenas clásica, sostuvieron un diálogo ficticio sobre un tema semejante. Deseaban saber si se podía enseñar (o no) esto que los romanos llamaron virtud. El diálogo giró sobre el gobierno de la ciudad (πόλις, polis). Las palabras de aquellos dos hombres, aún hoy, guardan, entera, su vigencia: muestran dos actitudes opuestas, según estima la tradición. Por un lado, Protágoras sostuvo que todos los ciudadanos debían recibir una educación que les permitiera mejorar: para él, la virtud no sólo podía sino que debía ser enseñada. Por otro, Sócrates señaló que no era posible enseñar la virtud. Ambos hablaban de la virtud política, de la posibilidad de gobernar bien la ciudad.

Los términos de que se valieron aquellos dos grandes maestros, Protágoras y Sócrates, deben ser examinados con precaución extrema. Protágoras, al inicio del diálogo platónico que conocemos con su nombre, habló del arte (o de la destreza) política. Usó el término de τέχνη (techné). Sócrates, en cambio, sin desdeñar aquel término, introdujo otro concepto, diferente: el de ἀρετἠ (areté). Protágoras, aquel sofista en quien debemos reconocer al educador de la Grecia democrática y libre, elevó un discurso por el que mostró la causa por la que el ser humano precisa vivir en compañía de otros hombres, porqué es necesaria la ciudad (la polis): el hombre es ser desvalido y carente. Los hermanos míticos, dijo, Prometeo y Epimeteo, por órdenes de los dioses, otorgaron a los animales diferentes atributos para su vida: a unos la velocidad, a otros las garras, a unos más las pieles. Agotaron los dones en los animales y dejaron desnudos a los hombres. ¿Qué podían otorgarles? Prometeo les entregó el fuego y, con él, la voz, la palabra. El ser humano, desnudo e inerme, se protege y busca refugio en el otro: ser incompleto, necesita del vínculo con los demás y precisa, con el objeto de lograrlo, de la palabra (λόγος, logos).

Para demostrar su tesis, Protágoras recurrió a un ejemplo. Supuso que en la ciudad se enseñaba a los ciudadanos a tañer una especie de flauta (αὐλός, aulós). Algunos la tañerán bien, dijo (sin duda, unos pocos); otros la tañerán mal; pero el conjunto de esos ciudadanos tañerá de mejor manera la flauta que los miembros de otra ciudad en la que jamás se les haya enseñado a tocarla. Lo propio ocurre con λόγος (logos), con la palabra: es necesario enseñar a los hombres a que la sepan usar. Sócrates, a su vez, replicó con otro ejemplo: sostuvo, para demostrar que la virtud no podía ser enseñada, que los hijos de Pericles, presentes en el diálogo, no tenían la capacidad política que caracterizó a su padre.

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