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A esas reinas anónimas

A esas reinas sin medidas



Prólogo

De entrada debo confesar que conozco a Paula Arcila y que, cuando tuve el borrador de este libro en mis manos, le pedí dos semanas para leerlo. LO TERMINÉ EN UNA NOCHE. Me atrapó, me dejó prendido, me hizo reír… y me quedaron ganas de más.

Decía que conozco a Paula, y es verdad. Hace unos años decidimos mi esposa y yo ir a vivir a Estados Unidos y, como buen latino, elegimos la ciudad de Miami. Yo acababa de publicar mi primer libro e intentábamos promocionarlo enviando cartas a todos los medios de comunicación en la ciudad. Y, como era de esperar, como no nos conocía nadie, no nos contestó nadie. O casi. Solo hubo un mensaje de alguien que trabajaba en una emisora de radio muy importante. Ella recibió la carta y, sin conocerme de nada, me envió un mensaje para ir a presentar mi libro en el programa más importante de las mañanas en Miami, donde ella trabaja hasta el día de hoy. Al llegar, me saludó con su hermosa sonrisa y con mucho cariño me dijo al oído: «Tienes 5 minutos. Dale con todo». Y así fue.

Con el paso del tiempo yo no la olvidé, y la volví a buscar cinco o seis años después para retribuir su gesto tan cariñoso y desinteresado, porque todo lo que damos vuelve. Esa persona tan especial, tan humana y maravillosa es Paula Arcila.

Hoy tengo el placer de presentar su primera aventura literaria con la certeza de recomendar la lectura de un libro maravilloso, lleno de anécdotas superadoras. Es la historia de Paula, una mujer luchadora e incansable que no tuvo miedo a vivir ni miedo a soñar, a pesar de tanta adversidad. Este libro es el reflejo poderoso de la capacidad humana para sobreponerse a todo. A un padre ausente, al abuso infantil, a los desamores, a las necesidades y al sufrimiento cruel de la violencia de género. Y así es su libro; lleno de anécdotas divertidas, desafíos, dolor y resistencia para no rendirse ante nada. Con su habitual desparpajo, casi mágico, ella nos cuenta, pasito a pasito, los logros y fracasos que la llevaron a conquistar su sueño colombiano en Estados Unidos. De llegar a Miami a llevarse el mundo por delante y pasar necesidades sin rendirse ante la vida, a ser hoy una figura pública reconocida en la radio, el ambiente artístico y las redes sociales —sin perder su esencia en el camino—. Con sus luces y sombras, con un relato lleno de matices que nos identifican a todos. Una admirable historia de resiliencia y superación en la que se refleja la vida; la tuya, la mía, la de todos. Y quizás el mensaje más importante: podemos superar las adversidades y convertirlas en motivos de superación. Una poesía a la alegría, a la esperanza, a la vida.   

Dr. Ramón Torres 




Introducción

«Todos en la vida debemos tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro». ¡Tremenda tontería! ¿Entonces, los que no hicieron nada de estas tres cosas perdieron su tiempo? ¿Vinieron a esta vida a hacer turismo? Esas son las premisas que hacen que la gente se complique y se llene de temores e inseguridades.

Yo no escribí esta historia para cumplir con ninguna regla social. Lo que sí acabo de cumplir son cuarenta y dos años, no tengo hijos, y hasta el momento no se me ha pasado por la cabeza sembrar un árbol (aunque sí he dejado plantado a más de uno)… ¡Ah!, y el primer libro que escribí tampoco lo hice para mí, lo hice para alguien más.

Esto que estás leyendo realmente comenzó como una terapia. De hecho en el computador el documento estaba guardado así: «terapia», porque lo empecé a escribir como parte de un ejercicio recomendado por una de mis muchas terapeutas. ¿Qué cuántas han sido? Adivinen y el libro es gratis.

Ahora bien, el que sí me recomienda siempre que tenga un hijo es mi asesor fiscal cada vez que llego a su oficina a rellenar mis impuestos y salgo echando pestes por la cantidad de dinero que se lleva cada año: «Si tuvieras un hijo no tendrías que pagar tanto». A lo que siempre respondo: «Un hijo me saldría mucho más caro».

Lo estaba pasando mal, tenía una angustia constante, dolor en el pecho (no hablo de pagar mis impuestos, sino de la época en la que recibía terapia porque tenía roto el corazón).

Cuando decidí que mi documento «terapia» se iba a publicar, le di varios repasos y no podía creer lo que estaba leyendo. ¿Así como cuándo ves fotos tuyas de la adolescencia y te avergüenzas de llevar el peinado estilo «Alf» de la época de quinceañera, los tenis Reebok de colores y la falda estilo globo? ¡Pues así!

Era patético, parecía una mala copia de Corín Tellado, ¡qué culebrón! Tuve que escribir todo de nuevo porque me aburría terriblemente. Mi mamá lo leyó y no le gustó, y esa fue la prueba más clara de que la cosa no iba por buen camino. Ella lo empezó a leer sin saber quien era la autora de semejante historia tan dramática. Cuando le dije que era yo, no tuvo reparo en confirmar su percepción: ¡era un dramón!, —si creerse los halagos maternos me parece infantil, ignorar las críticas me parece terquedad—. Pero lo más importante fue que a mí no me gustó cómo estaba contando mi historia y, por eso, aunque siga siendo la misma, cambié mi manera de contarla, algo que ha sido determinante en el proceso de sanación que comencé y que me niego a dejar.

No considero cierto aquello de que «a todo hay que verle la parte positiva». No señor, hay cosas que no la tienen y está bien que sea así. Lo que ocurre es que estamos atravesando por un momento de tanta desesperanza que nos dejamos bombardear por frases y argumentos que crean un efecto placebo: «piensa positivo y se te dará», «si lo visualizas lo podrás lograr».

Ojalá fuera tan fácil.

He vivido momentos que no quisiera repetir, y no considero que todas las personas que han pasado por mi vida lo hayan hecho con algún determinado propósito. Pero a la hora de compartir mis experiencias preferí hacerlo con otro tono, cantar con otra voz, reírme un poco de mí, dejar de culpar a los demás y responsabilizarme por los errores cometidos. Las quejas y lamentos son terriblemente aburridos. Hay que suavizar y soltar, y aquello que empecé a escribir hace varios años no tenía nada de eso.

Mi discurso era triste, gris, opaco y repleto de reproches y autocompasión, pero claro, ese era mi desahogo, así me sentía. 

Estaba pasando por uno de los momentos más tristes y difíciles que recuerdo. Me acababa de divorciar y había empezado una nueva relación que me estaba provocando muchos dolores de cabeza. Cambiaba constantemente de terapeuta, buscaba respuestas en todas partes y la angustia no me dejaba vivir. Era una situación insoportable para mí y para los que me rodeaban. Yo no era capaz de soltar y terminar con esa historia. Y de pronto, Cecilia Alegría —mi psicóloga de turno— me dijo: «Escribe, escribe, Paulita, porque no sabes el día de mañana cómo tu historia podría ayudar a las mujeres que están pasando por lo mismo que tú».

Agarré papel y lápiz y comencé a escribir. Me sirvió como desahogo, como terapia, me ayudó a hacer catarsis y, por si fuera poco, me dio material suficiente para incluirlo en el espectáculo que escribí y con el que he recorrido Estados Unidos y Latinoamérica: Miss Cuarenta.

Y fue así como surgió Una reina sin medidas. Salió de mi computador porque si se quedaba ahí me iba a sentir terriblemente egoísta.



Capítulo 1

Y todo comenzó… cantando

Llegué a Miami llena de sueños y equivocaciones. Siempre creí que al aterrizar iba a estar lista para empezar a trabajar en algún medio de comunicación porque (según yo) mi larga experiencia en los medios (dos años) eran suficientes para que las ofertas de trabajo empezaran a sobrar.

Por supuesto, no fue así y me di un golpe con la realidad tan duro que hoy lo agradezco.

Era tanta la fiebre por comenzar a darme a conocer en los medios de comunicación que un día llegué a hacer lo impensable (no, no vendí drogas, hice algo más vergonzoso aún): ¡canté en El Chacal de la trompeta de sábado gigante! Claro, vergonzoso por mi actuación no por el programa, y mucho menos por el pobre Chacal que se ganaba la vida soportando al montón de desafinados que pretendíamos llegar al estrellato por medio de tan exitoso programa.

¡Pero eso de cantar en el Chacal de la trompeta no fue improvisado como muchos piensan! ¡Uno no sale al escenario cuando Don Francisco lo anuncia, canta, desafina, suena la trompeta y chao!

No, eso llevaba su proceso y yo lo seguí al pie de la letra.

Para empezar, fue mi tía quien me propuso que me presentara, que el esposo de una amiga suya pertenecía a la orquesta del programa y me iba a orientar con los pasos a seguir.

Días antes yo, muy atrevida, había llamado a un teléfono que aparecía en pantalla durante el programa y había pedido que me comunicaran con la persona encargada. Al contestar, les dije que estaba llamando porque en Colombia era locutora de radio y quería saber si había alguna oportunidad de trabajo para mí.

Al otro lado del teléfono la mujer que me contestó me dijo —en un tono mezcla entre ironía, burla y creo que un poco de molestia— que ellos no tenían disponibilidad, y menos como locutora, porque ese puesto lo tenía Javier Romero y, obviamente, no se lo iban a quitar a él para dármelo a mí.

Esa pobre mujer tenía toda la razón al contestarme así. Eso fue lo que me gané por ser poco profesional. ¿A quién se le ocurre llamar a un programa de televisión como Sábado gigante a decir: «Oiga, yo soy locutora y quiero trabajar ahí». Fue una mezcla de inocencia e inexperiencia.

Sin embargo, antes de terminar la llamada, la mujer no me dejó ir con las manos vacías. Me indicó que, si bien no había opción de trabajar como locutora, lo que sí tenían era una vacante como modelo o la disponibilidad para participar en El Chacal de la trompeta. Ya se imaginarán que a los castings para modelo ni me presenté, para qué iba a hacerles perder el tiempo.

Cuando le conté a mi tía lo ocurrido me animó a desafiar a El Chacal. Ella confiaba en mi talento y consideraba que yo cantaba muy lindo, ya que siempre tenía gran aceptación en las reuniones familiares. Me dijo que tenía que ir a ese concurso, entre otras cosas, porque estando en un programa de máxima audiencia «uno nunca sabe quién lo está viendo y si puede surgir alguna oportunidad».

¡Dicho y hecho! Llamamos a su amigo y me presenté donde me indicaron, cerca de Univision, para un pequeño casting que hacían días antes de las grabaciones.

Imagino que lo que pretendían era ver el nivel de cada participante y darle cierto equilibrio al concurso: ni todos muy buenos, ni todos tan malos como yo.

Mi tía estaba en lo cierto, antes de empezar el programa las oportunidades ya se estaban presentando. Al salir de la audición me paró en la puerta un joven que también había hecho el casting. Me dijo que necesitaba una corista para el grupo musical que dirigía y que actuaba todos los fines de semana en Miami Beach. ¡Qué lujo! Recién llegada y ya estaba empezando a tocar el estrellato en uno de los lugares más codiciados del mundo. Ese mismo lugar donde los Estefan construían su imperio. Donde Jennifer López conoció a su primer esposo, donde fue asesinado Gianni Versace. Miami Beach, esa ciudad que sale en las películas, donde te cobran una copa como si te hubieras bebido la botella entera. Ahí estaba yo haciendo los coros de las canciones de Toño Rosario, Celia Cruz, El Gran Combo de Puerto Rico…, pero la dicha me duró muy poco. Mi tía, que siempre ha vivido en Kendall, el barrio más colombiano de Miami al oeste de la ciudad, era la encargada de llevarme al trabajo cada fin de semana. Pagaba estacionamiento, peajes y se tomaba una copita de vino mientras yo meneaba mis caderas e intentaba hacer una que otra coreografía con mi grupo musical. «Caramba, caramba ya viene el lunes, caramba, ya viene el lunes», cantaba yo feliz con las esperanzas puestas en todo lo que ese trabajo me podría traer.

Y, efectivamente, «llegó el lunes» y a mi tía las cuentas no le cuadraban. Entre el peaje, la gasolina, el estacionamiento y la copa de vino, ella se gastaba cuarenta dólares y yo ganaba cincuenta. Ese fue el fin de mi carrera como cantante.

Pero ya había recibido la confirmación de que estaría en El Chacal de la trompeta. El concurso se grabaría la semana siguiente y solo podía llevar dos acompañantes.

Mi tía, por supuesto, hizo caso omiso y le mandó invitación a todas sus amigas. Ella se había metido entre ceja y ceja que yo tenía que ganar y se armó hasta los dientes llevando su artillería pesada. Necesitábamos un grupo grande que apoyara mi participación y la cantidad de aplausos que se requerían para ganar el dinero.

Llegaron por separado e hicieron como que no se conocían porque eso para los productores del programa era trampa, ya que supondría para mí una clara ventaja sobre los demás concursantes.

«Y ahora viene nuestra próxima participante con el título: Mi tierra. Aquí está Paula Arcila, clasificada por la orquesta por sus bellas piernas… ¡Música, maestro!» Así fue como me presentó Don Francisco.

Sí, esa fue la canción que elegí, Mi tierra, de Gloria Estefan, y lo hice porque recién llegada a Miami, aún tenía cierta nostalgia. También pensé que ayudaría a manipular emocionalmente a la audiencia que asistía a las grabaciones —en su mayoría eran cubanos y con toda seguridad me iba a ganar sus aplausos—. Esos, más los de las doce amigas que mi tía había metido de contrabando. Ya ese dinerito estaba listo y mi carrera como locutora empezaría a abrirse en Miami. Además, en mi país se iba a conocer la noticia y la divulgarían llenos de orgullo: «Colombiana, Paula Arcila, gana concurso en el prestigioso programa Sábado gigante, en Miami». Es más, eso me clasificaba automáticamente como finalista para participar por «el automóvil nuevecito de paquete, señoritaaa».

Mientras estaba detrás de las cámaras esperando para salir a cantar, me pelaba de frío no solo por el aire acondicionado, sino también por los nervios. Mataba el tiempo sacando cuentas de lo que podría costar ese coche y mentalmente tomaba decisiones de lo que haría con él si ganaba el concurso. En mi imaginación lo vendía y soñaba con el uso que le iba a dar al dinero. Luego cambiaba de idea; ya no lo vendería. Me quedaría con él y, por supuesto, no faltarían las fotos para enviar a la familia y a los amigos en Colombia presumiendo de auto nuevo.

Y mientras soñaba despierta, llegó el momento de salir a cantar: «De mi tierra bella, de mi tierra santa…». Comenzaba mi interpretación y no llegué ni al coro cuando El Chacal no dudó ni un minuto en tocarme la trompeta. No lo podía creer, con lo bien que iba —pensaba yo—, esto no puede estar pasando, esto lo verán en Colombia mis amigos y familiares y los titulares serán bien distintos: «Colombiana, en Miami, sale expulsada de El Chacal de la trompeta en el prestigioso programa Sábado gigante», «A Paula Arcila, la colombiana a la que no le sonó la flauta, en Miami le tocaron la trompeta».

Salí detrás de El Chacal por todo el escenario pidiéndole explicaciones y hasta hice el amague de darle en la cabeza con el micrófono, pero recordé que aún guardaba mi as bajo la manga: las amigas de mi tía. Aparecieron automáticamente en defensa de «la sobrina». Ellas sabían que no podían fallarnos porque estaban preparadas con antelación para cumplir con la misión encomendada.

Aplaudieron, gritaron, levantaron la mano haciendo señas de que no era justo, protestaron, pelearon con el Chacal, con Don Francisco, con Javier Romero y con todo el que se les ponía por delante. Por supuesto, no les quedó más opción que darme otra oportunidad y me dejaron cantar nuevamente.

A «De mi tierra bella, de mi tierra santa…» le puse todo el sentimiento; pensé en mi mamá, mi abuelita, las reuniones familiares, los aplausos de mis tíos en las primeras comuniones y, justo en el mismo pedacito de canción en el que me habían tocado la trompeta, escuché un tono diferente que me hizo pensar: «la tocaron otra vez». Me entró frío por todo el cuerpo, pensé que se me había ido el ritmo de la canción, pero no, era la orquesta tocando las notas que utilizaban cuando la gente se clasificaba. ¡Lo había logrado!

Realmente aún no entiendo cómo me pude clasificar si la segunda vez estuve tan desafinada como la primera. Nada raro sería que quisieran evitar el riesgo de que cantara por tercera vez, o para que ese grupo de fanáticas de la colombiana no se levantara y le hiciera un boicot al Don.

Ya tenía la mitad del camino recorrido, estaba del otro lado y, al menos, había logrado salvar el honor de la familia y librarme de la humillación pública. Ya mi mamá podría caminar tranquila por el barrio y si la abordaba alguna vecina para comentar lo ocurrido, ella podría decir muy orgullosa que su hija había superado la prueba con microfonazo al chacal incluido.

Seguían desfilando los participantes y ninguno me llegaba a los tobillos. Es decir, estaban tan desafinados como yo, pero les tocaban la trompeta sin darles una segunda oportunidad. Mis esperanzas de vida seguían aumentando. Los mil dólares y la oportunidad de clasificarme estaban cada vez más cerca.

Pero la dicha me duró muy poco. Ya casi a punto de terminar el programa apareció un cubano, uno de verdad. No como yo, que pretendía que con una canción de una de las artistas más admiradas de Miami me iba a echar al bolsillo a mis queridos antillanos en el exilio. Este era un cubano recién llegado —y en balsa, para acabar de empeorar las cosas— que se lanzó con la canción Bonito y sabroso. Aquello se iba a caer de la emoción.

El público se levantó de las sillas, cantó y bailó al ritmo de aquel cubano y, por supuesto, no solo se llevó los aplausos, sino los mil dolaritos.

Le cayeron como anillo al dedo, de verdad que su historia y su reacción cuando ganó nos conmovió a todos. A todos menos a mi tía que salió muy decepcionada de allá porque su plan no había funcionado. Por si fuera poco, una productora me vino a buscar para decirme que habíamos hecho trampa al traer a toda esa gente al estudio. Yo no sabía dónde meter la cabeza.

Se nos hicieron polvo las ilusiones, los mil dólares y el auto. Yo, que con ese dinerito pensaba pagarle a mi tía lo que le debía, ahora tendría que seguir esperando hasta que me surgiera otra oportunidad de hacer unos pesitos.

Pero no crean que me fui con las manos vacías, no señor, ¡me dieron cien dólares como premio de consolación! Lo que pasa es que tardaron tanto en enviarlos a mi casa que, cuando los recibí, a mi tía ya le debía trescientos.

Dieciséis años después, regresé a Sábado gigante a cantar nuevamente en El Chacal de la trompeta. Ya no iba por los mil dólares ni por el automóvil, sino a celebrar un aniversario más del programa al que fuimos invitados: Famosos desafiantes de El Chacal.

Ahí estaba yo de nuevo en otras condiciones. Ya era empleada de Univision, así que técnicamente Don Francisco y El Chacal de la trompeta eran mis compañeros de trabajo. En esa época ya llevaba años en El desayuno musical, al lado de Javier Romero. Por supuesto, mi participación en Sábado gigante no tuvo nada que ver con mi posterior ingreso en la empresa. Pero esas son las vueltas que da la vida.

En esa ocasión tampoco le gané a El Chacal —está clarísimo que lo mío no es cantar— y el que me ganó tampoco fue un cubano, sino un mexicano a quien le tengo un gran cariño, mi compañero de ¿Quién tiene la razón?, Rafa Mercadante. ¡Ah!, y tampoco volví a cantar Mi tierra. Ahí dejé descansar a Gloria Estefan y elegí Amor a la Mexicana, de Thalia.

No me tocaron la trompeta, pero eso tampoco fue lo más importante, sino la gran satisfacción que sentí al estar nuevamente al lado de Don Francisco y recordar ante millones de telespectadores mi paso por ese programa dieciséis años antes, cuando tímidamente buscaba que alguien me viera y me diera una oportunidad. Y aunque no pude saldar la deuda con mi tía —y mucho menos llevarme el automóvil—, gané esa experiencia tan única que hoy me sirve de ejemplo para compartir, para mirar atrás cuando siento que me falta mucho. Cuando me lleno de impaciencia por no lograr ciertos sueños que me quedan pendientes o veo muy difíciles de alcanzar. Hoy encontré mi voz y canto sin miedo a que me toquen la trompeta. Ya eso no me asusta.

¿Y de la mujer que me contestó el teléfono en aquella ocasión, qué? ¡No supe nunca ni su nombre! Pero agradezco la crudeza con la que me dijo lo que había para mí en ese momento: ¡nada! Esa mujer me hizo un favor sin conocerme, porque desde ese momento empecé a prepararme poco a poco para lo que venía; cómo había que presentarse para conseguir un trabajo, cuáles eran los pasos y las estrategias... Además, no estaba en condiciones de ponerme frente a un micrófono y salir al aire en una ciudad que no conocía de nada. Era un poco irresponsable dirigirme a una audiencia tan heterogénea cuando venía de estar dos años en la radio en Medellín, donde todos hablábamos el mismo idioma. Por eso aproveché cada trabajo, cada oficio que desempeñé en áreas absolutamente diferentes de los medios de comunicación, porque me ayudaron a conocer bien el ADN de la ciudad a la que me estaba enfrentando.

Y sí, uno nunca sabe lo que la vida le tiene preparado. ¡Quién me iba a decir que iba a trabajar con Javier Romero después de haber sido su oyente/televidente durante tanto tiempo! Yo, que no me perdía nunca ese programa de radio y era mi favorito en las mañanas.

Cuando fui a cantar a la tele sabía lo que estaba haciendo. Tenía el propósito de estar en pantalla de alguna manera y que de pronto apareciera por ahí alguna oportunidad, pero ni en sueños se me hubiera ocurrido en ese momento estar en el programa de radio más importante de Miami. Tuve que pasar por muchas pruebas antes. Pero de mi llegada a El desayuno musical hablaré después.



Capítulo 2

Mi familia Adams

Crecí en Medellín en medio de una familia de locutores. Mis tíos siempre han sido mi mayor orgullo hasta el punto de hablar de ellos cada vez que tenía oportunidad, lo que provocaba la burla de mis amigos de juventud porque siempre buscaba la manera de mencionar que era la sobrina de Alonso y Rubén Darío Arcila… (sí, lo estoy haciendo otra vez). Mucha gente no sabía mi nombre, me llamaban «la sobrina de Alonso Arcila» y yo feliz.

Son nueve hijos en total: cinco mujeres y cuatro hombres, todos ellos dedicados a los medios de comunicación. La única mujer de la familia —hasta el momento— que ha seguido sus pasos he sido yo. Me sentía especialmente cercana a ellos. Más que una sobrina parecía su hermana. Incluso con el tiempo empecé a adoptar muchos de sus comportamientos.

Les gusta tomar el pelo, fue algo que heredaron de mis abuelos quienes, con personalidades muy diferentes, siempre tenían una broma lista para cada ocasión.

Sus víctimas favoritas son los novios de los más jóvenes, ya sean otros tíos —sus hermanos menores— o los sobrinos. Antes de llevar a casa a un futuro pretendiente hay que pensarlo dos veces porque no tienen ningún reparo en «agarrarlo de parche»1 y son unos auténticos profesionales poniendo apodos.

  

Me he sentido amada y protegida por mis tíos desde muy niña. Me llevaban a todos lados: fiestas, fincas, piscinas y paseos de olla. Parecía un llavero y yo sentía que aquello era como mi premio de consolación por no tener papá.


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