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MAR DE AZAHAR

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Título original: Mar de azahar

© 2016 María Jesús Puchalt

Autora representada por la Agencia Literaria Susana Alfonso

Cubierta:

Fotomontaje y diseño @ Eva Olaya

Fotografías cubierta © Shutterstock

1.ª edición: abril 2016

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2016: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

«A todas aquellas personas que tienen la cabeza ordenada, pero desordenado el corazón».

Ángeles Mastretta

Y

Para ti, Pilar, porque nos faltó eso a lo que llaman tiempo y que acorta la distancia entre las edades. Porque nos perdimos despertares y también cientos de lunas… No sabes lo que daría por verte sujetar

este libro entre tus manos.

1. Mi vestido de novia

2. Leonor

3. Fátima

4. Una vez más

5. La espera

6. Quietud

7. Ya estás aquí

8. ¿Qué voy a hacer contigo?

9. Tengo que encontrarme

10. El cumpleaños de Pedro

11. ¿Quién soy?

12. Hay que ponerse en marcha

13. Nuevos vientos

14. Al borde del precipicio

15. El fin del verano

16. Un par de botas

17. La niña de la gran pelota

18. Las cartas

19. Billetes de cinco euros

20. Boldo

21. Vivir en tu mirada

22. Entre dos mundos

23. ¿De qué color es el mar?

24. La cacería

25. Llenando huecos

26. Las brujas de Eastweeck

27. Las posesiones del alma

28. La vuelta - La huida

29. Delirios de mujer

30. Cuatro mujeres

31. El huevo añil

32. El mar es azul marino

33. Mi querido Pedro

34. Y la sangre se hizo agua

35. Dos patas para un banco

36. Quédate conmigo

37. Un amigo invisible

38. A veces, los móviles dicen la verdad

39. Muebles nuevos

40. Mal presagio

41. Una casa en la playa

42. Como el pan rallado

43. Como el acero

1. Mi vestido de novia

Me llamo Lucía, tengo cuarenta y tres años y una hermana a la que bautizaron con la misma gracwia que a mi madre, Leonor. Hace catorce años nació mi hija, Fátima. De mi padre os contaré detenidamente.

Cuando era pequeña no me gustaba mi nombre, en el colegio las monjas decían: «Que santa Lucía te conserve la vista», y yo, por aquel entonces, llevaba gafas. Algunas compañeras se burlaban por la poca consideración que mi santa había tenido conmigo y me llamaban «cuatro ojos». La cabecilla de aquel grupo de pirañas repelentes era Concepción Linares, una niña redicha y petulante a la que odiaba con todas mis fuerzas. Una mañana, de camino a la escuela, un gato pardo, grande y sucio remoloneó durante un buen rato entre mis piernas, me apresuré a cogerlo y lo guardé en la cartera. Había tenido una magnífica idea: meter al minino en el pupitre de Conchita. Cuando empezó la clase y la maestra nos pidió que sacáramos el libro de problemas, la tonta abrió el pupitre y el animal se le abalanzó dándole un susto de muerte. La madre superiora llamó a mamá y me expulsaron dos días. La Linares no volvió a molestarme más, mi padre alabó mi arrojo y le prohibió a mamá que me castigara. Fue la primera vez que sentí la miel de la victoria.

Al contrario de lo que me transmitía mi nombre, al de mi hermana le encontraba cierto brillo. Me parecía distinguido, propio de una señorita refinada como lo eran ella y mamá. Pero de eso hace ya mucho tiempo y lo cierto es que ahora mi nombre me encanta… Además, a los dieciocho mi padre me pagó la operación de miopía y no volví a usar gafas.

El día que se cumplía el sexto aniversario de mi boda con Jorge hacía un calor horrible. El aire acondicionado de la agencia se había estropeado y teníamos que mantener las ventanas y las puertas de los despachos abiertas para crear corriente. El lanzamiento de una nueva marca de agua con gas nos había llevado de cabeza y, dada la ola de calor que nos estaba asfixiando, se me antojó una broma de lo más pesada.

No lo he contado, pero tengo una agencia de diseño y publicidad. Giovanni y Sara son parte de la empresa y también de mi vida.

Resultaba difícil concentrarse y mi imaginación echó a volar mientras Giovanni y Sara se esforzaban en explicarme la campaña de publicidad que acababan de cerrar.

Recordé la tarde en que compré mi segundo vestido de novia. El día había sido intenso, necesitaba dar una vuelta y distraerme un poco, así que decidí pasar por una de mis tiendas preferidas… y ahí estaba, esperándome; acaparó mi atención desde el primer instante. Pasé un buen rato entre faldas y pantalones que no necesitaba. Cualquier excusa era buena con tal de no abalanzarme sobre aquel sugerente vestido. Era demasiado sexy y parecía demasiado pequeño.

No sé por qué, pero la mayoría de las mujeres no somos capaces de buscar en solitario un traje de novia. Le había dado excesivas vueltas a cómo quería vestirme ese día o, más bien, a cómo debía hacerlo. Sueñas cómo vestirte, aunque no te atreves a hacerlo como sueñas. Son las contradicciones propias de nuestra naturaleza las que nos impiden ordenar ese bombardeo constante de pensamientos que nos confunden. Es como si, en los meses previos a la boda, las mujeres nos empeñásemos en desafiar las reglas más sagradas del universo. Entonces todo pierde su equilibrio y no se arregla hasta que una desbaratada crisis de ansiedad nos sacude. A partir de ese momento es cuando el orden se restablece de nuevo y comienza a prepararse para que lo vuelvas a alterar.

Sueles programar expediciones para la búsqueda del codiciado atuendo pertrechada por alguien que, si bien es la persona que mejor te conoce, también suele ser la que menos se parece a ti y acabará vistiéndote no como tú habías soñado, sino como lo haría ella. Por no hablar de cuando, enloquecidas, sucumbimos ante los diseños de algún desalmado caradura que, bajo la apariencia de un estilismo casi perfecto, nos hace caer rendidas a sus pies y salimos convertidas en una col lombarda.

Si, además, eres una novia madura y tampoco es la primera vez que te casas, el resultado puede ser mucho más cruel.

Entras en el probador con cierto punto de cabreo sin entender exactamente a qué obedece, ya que aún no has comprobado todo lo que tus carnes han crecido. Contigo ha entrado lo que sabes muy bien que no es tu vestido, descorres la cortinilla con cierta dificultad, porque la mayoría de las veces se atasca y, ante la expectante mirada de quien se ha convertido en una extensión de ti misma, dices algo así como...

—¿Qué te parece?

Tu extensión en forma de amiga íntima, madre o hermana, ajena a que tu autoestima se encuentra más o menos por los suelos, te lanza un desgarrador...

—No sé qué decirte... ¿Estás segura?

Después de eso, todo sobra. El vestido, también. Sin embargo, si lo que escuchas al salir es algo así como...

—Estás muy fina.

Entonces solo tienes una opción: salir corriendo. Si no lo haces y se te ocurre ponerte ese traje... date por jodida.

«Piensa, Lucía, el vestido es fantástico, pero habías decidido ponerte algo más sencillo, algo más serio. Debe de ser carísimo y además pasarás frío...». En medio de aquellas reflexiones que me aturullaban, alargué la mano y lo cogí de un zarpazo. Mis intenciones se redujeron a una: «Si consigo meterme dentro, me lo quedo». Le eché un vistazo a la etiqueta; no era carísimo, ni siquiera caro y pensé que el día de la boda tendría tantos nervios que no iba a sentir frío... «¡Por Dios, que me quepa!».

Solo me faltaban tres años para cumplir los cuarenta, estaba estupenda y era feliz. Para mí significaba mucho más que un vestido, era como un símbolo, como un premio después de tanto sinsabor, de tanta incertidumbre, una forma de aliviar las pérdidas, y lo luciría en honor a la inocencia que había dejado atrás... muy atrás.

En los últimos años, la vida había satisfecho casi todas las deudas que contrajo conmigo. Me angustiaba pensar que hay cosas que suceden a destiempo, pero aún me debía muchas otras y no estaba dispuesta a perdonarlas.

Era momento de sentirse princesa y yo me sentía así, no había razón por la que no pudiera vestirme como si lo fuera. Además, había conseguido «meterme dentro». Solo quedaba por resolver un pequeño detalle: cómo decirle a Leonor que había comprado algo tan especial sin contar con su opinión.

Desde que mamá murió nuestro vínculo era diferente. A lo largo de su enfermedad, y en los meses posteriores a su muerte, tuvimos que reinventar nuestra peculiar familia, aprendimos a no invadirnos y a no asumir roles que no nos pertenecían.

Siempre había admirado a Leonor. Envidiaba su elegancia, su inteligencia, incluso su capacidad para aparentar que no necesitaba a nadie, pero las frustraciones de su corazón la volvieron vulnerable. Mi hermana sabía que el tiempo pasaba deprisa y tenía muchos huecos que cubrir, aunque eran demasiado profundos para poder llenarlos solo con nuestra compañía y ni siquiera la presencia de su hijo conseguía aliviarla.

—¡Eres tremenda!

—Leonor, no salí con la intención de comprarlo. Lo encontré sin más.

—A veces eres igual de reservada que mamá.

—No te enfades... Te compensaré.

—Paso de ti, ya no somos L&L.

Y se largó a su casa dando un portazo.

***

¡Lucía, baja de las nubes!

—… Perdona, Giovanni, este calor me está matando.

¿Dónde andas?

—Pensaba en otra época y en que hoy hace seis años que Jorge y yo nos casamos.

—Es verdad... ¡Felicidades!

Gracias, Sara.

Ma piccola stella... ¡no debí dejarte escapar!

—No digas tonterías, Giovanni.

—Has sido mi único amor verdadero.

Cogí entre las manos la pequeña escultura que tenía sobre mi mesa.

¡O te callas o te la tiro a la cabeza!

—Al tío Mariano no le gustaría que la utilizaras para ese fin.

¡Qué cara tienes! Anda, ¡lárgate...! Seguro que te espera alguna de tus novias.

—Mientras tú celebras esta noche con tu marido, yo estaré solo, recordándote.

¡Lárgate ya o juro que acabaré lanzándotela!

Ciao, cara... Que lo paséis bien.

—Hasta mañana, Lucía.

—Adiós, Sara, que descanses... Espero que mañana hayan reparado el puñetero aire acondicionado.

2. Leonor

Mi hermana tuvo dos maridos, el que le otorgaba su condición y aquel al que acabó amando por pura obsesión. El primero esperó durante una vida entera a que lo deseara con la pasión que los hombres necesitan; el segundo poco le ofreció, aunque eso a ella no pareció importarle.

Os he contado que mi hermana se llama Leonor, pero no que durante veinte años se las ingenió para apuntalarse con quimeras y anhelos que no se cumplieron. Estoy segura de que quería a su marido, si bien no como debía, sino como podía, sin devoción. Hay hombres a los que no puedes amar y eso es lo que le sucedía a Leonor (o más bien a Pedro). No le amaba y nunca lo haría.

Descifrar sus inquietudes y sus temores no era una tarea fácil. En algún momento de profunda soledad había hecho un pacto con su corazón y, a cambio de que él no desvelara las claves que la volvían infranqueable, ella le permitía continuar con su anorexia afectiva. No hablábamos de ello, a Leonor no le gustaba y yo me había acostumbrado a respetar sus silencios.

Lejos estuvimos de compartir los años de universidad, las primeras fiestas o los primeros amores. Nos llevábamos diez años y en aquel tiempo nuestra relación resultaba casi imposible. Yo aprovechaba cualquier oportunidad que se presentaba para fastidiarla, sabía cómo hacerle perder los nervios y más de un tortazo me gané por espiarla sin descanso. A mí eso me daba exactamente igual, lo importante era tener información. Así que cuando veía venir la palma de su mano, encogía el cuello, cerraba los ojos y apretaba los dientes. Al fin y al cabo no dolía tanto y, sin duda, merecía la pena. La recuerdo saliendo y entrando de casa sin parar, siempre con prisas... En aquel entonces, Leonor era feliz, muy feliz. Tenía dos amigas inseparables que revoloteaban a su alrededor y con las que mantenía larguísimas conversaciones vespertinas de las que yo procuraba no perderme ni un solo detalle.

Por aquellos años, los Reyes Magos me habían traído una pequeña mecedora roja que arrastraba conmigo por toda la casa. Cuando sonaba el teléfono, la mecedora y yo nos trasladábamos a toda velocidad a la habitación de mis padres. Allí estaba el aparato desde el que Leonor hablaba intentando conseguir una atmósfera de mayor intimidad. El otro descansaba sobre el mueble castellano de la salita en la que mi madre cosía, pero resultaba demasiado indiscreto para las confidencias de Leonor.

Desde el primer día consideré que aquellas conversaciones me pertenecían tanto como a ella y, mientras me esforzaba en mecerme sin parar, escuchaba con atención o, mejor dicho, con una mezcla de ansiedad y avidez propia de la absurda edad que tenía por aquel entonces.

—¡Ya estamos otra vez, Lucía! ¿Quieres hacer el favor de salir de la habitación?

—No.

—¡Esto es privado, mocosa!

—Quiero estar contigo. Si me echas será porque no me quieres como yo te quiero a ti y le contaré a mamá un montón de cosas.

—¡Niña del demonio! ¡Estoy harta de ti!

—Me da igual. Voy a quedarme aquí todo el rato.

Sabía que mis palabras eran mágicas y también era consciente de que me comportaba de forma cruel. Leonor resoplaba, me daba la espalda e intentaba olvidarse de mi presencia. Durante las casi dos horas que duraban las conversaciones de la tarde, mi hermana y sus amigas me ponían al tanto de cuanto acontecía en sus vidas. Gracias a ellas estaba al corriente de los guateques a los que acudían, con quién bailaban y hasta incluso por quién se dejaban besar, qué profesor las traía de cabeza en cada momento y qué traje se iban a poner al día siguiente.

A mi corta edad era una especialista en engaños y picardías, aunque también, gracias a las largas escuchas y a los estudios de Medicina que cursaba mi hermana, llegué a disponer de unos amplios y envidiables conocimientos sobre huesos y músculos varios. ¿Cómo iba yo a renunciar a eso? Antes muerta.

La casa de mis padres tenía los techos altos y artesonados. En su habitación, dos balcones se escondían tras gruesas cortinas de terciopelo azul, bajo las que asomaban finos visillos de encaje blanco. La cama era alta, con barrotes de madera repujada.

Sobre una cómoda panzuda reposaban aparatosos jarrones chinos de muchos colores y también un juego de peine y cepillo de plata con sus correspondientes bandejas ovaladas.

Unos silloncitos tapizados en seda brillante separaban la estancia en dos partes. Un armario enorme de diez hojas y de color caoba se apoyaba sobre la pared más larga… por las tardes entraba el sol.

Mientras yo crecía y Leonor se afanaba en descubrir los secretos del cuerpo humano, el tiempo transcurría amablemente. Mi mecedora roja fue perdiendo protagonismo día a día hasta que dejé de interesarme por los amigos de mi hermana para comenzar a obsesionarme por los míos.

Leonor no fue mujer de muchos amores. Perdió la razón por Pablo, un compañero de facultad. Juntos estudiaban, juntos comían la mayoría de los días y juntos hacían planes sobre las consultas que pronto tendrían que poner en marcha. Fantaseaban sobre cuál de los dos conseguiría más pacientes y peleaban a propósito del reconocimiento que el resto de la profesión les rendiría por los méritos alcanzados. Además, Leonor, soñaba con compartir junto a él muchas otras cosas.

Un día, su compañero del alma le confesó que estaba enamorado, pero no encontraba las fuerzas ni el coraje para ponerse frente a la dueña de sus desvelos y jurarle amor eterno. A Leonor le dio un vuelco el corazón. Casi sin respiración se atrevió a preguntarle:

—¿Hace mucho tiempo que la quieres?

—Desde que la conocí.

—¿Por qué no se lo dices de una vez?

—Debería hacerlo, porque me estoy trastornando, no había sentido antes nada parecido y no me atrevo, me da vergüenza que me rechace... Tú sabes que he salido con muchas chicas, pero esta es diferente.

Por descontado que mi hermana lo sabía. Cada uno de sus devaneos se había clavado en su corazón como una estaca, aunque supo mantenerse firme e impasible esperando su oportunidad. Una oportunidad que condicionaría el resto de su existencia.

—Supongo que tienes razón. Hoy mismo la llamaré para quedar con ella. Debo resolverlo de una vez.

Esa tarde Leonor se sentó en la habitación de mis padres, frente al teléfono, descolgando el auricular a cada rato para comprobar que había línea. Allí permaneció sin moverse durante varias horas, con el aspecto de a quien le bailan los demonios por todo el cuerpo. Algo debí de intuir a pesar de mi edad, pues en aquella ocasión no se me ocurrió entrar a molestar con mi mecedora.

El teléfono no sonó. Pasadas las diez de la noche, Leonor se encerró en su cuarto, sin cenar, ante el desconcierto de mamá, que no consiguió arrancarle ni una sola palabra.

A la mañana siguiente, cuando acudió a sus clases, encontró a Pablo en la cafetería muy bien acompañado y le resultó fácil entender por qué el teléfono no había sonado en mi casa, sino en otra, en la de una rubia de media melena con una belleza insulsa de naturaleza muerta. Un collar de perlas resaltaba su larguísimo cuello, tenía las manos entrelazadas a las suyas. Se acabaron las comidas con él, los planes para la consulta, las confidencias y también sus dilatadas conversaciones a la salida de la biblioteca.

Pasados unos meses, mi hermana nos presentó al bueno de Pedro, un médico ya establecido que le sacaba once años. A los ocho meses yo les llevé los anillos al altar y creo que fue entonces cuando Leonor hizo el primer pacto con su corazón. Se casó cuando debía con quien no amaba, porque se había enamorado de alguien que no tenía intención de entregarle su alma.

3. Fátima

—¡Fátima! ¿Quieres acabar de una vez tu desayuno? ¡Llevas más de media hora!

—No me gusta esta leche.

—Pero... si es la de siempre.

—Pues será por eso por lo que no me gusta.

—Estás acabando con mi paciencia y lo sabes. Tenemos que hacer la maleta. Papá vendrá a por ti en un rato.

—¿Cuánto tiempo tengo que irme con él?

—Me lo has preguntado mil veces... Vas a pasar quince días.

—¡Ni hablar! Me voy solo una semana, más me aburro.

—Fátima, cariño, sabes que son las vacaciones de verano.

—Me iré una semana y al final del verano ya volveré otra. Además, quiero estar contigo.

—No me puedo creer que tengas la cara tan dura... ¿Ahora resulta que te mueres de ganas de estar conmigo?

Al oír esto Fátima no pudo aguantar el envite y se echó a reír con cierta malicia.

—Mamita... De verdad, quiero ir a la casa de la playa contigo.

—Lo sé, cielo, pero papi también quiere disfrutar de ti parte del verano.

Me costaba estar sin ella, aunque la verdad es que tanto a Jorge como a mí nos iba a venir bien descansar unos días. Los inviernos eran cada vez más complicados, llegábamos tarde a casa y apenas disponíamos de tiempo entre semana para hablar de nuestras cosas; el mercado inmobiliario comenzaba a resentirse y a Jorge le costaba el doble de esfuerzo que aceptaran sus nuevos proyectos. Necesitábamos recuperar el espacio que Fátima nos rapiñaba cada día, pero, a pesar de ello, la iba a echar de menos.

Sin contar los periodos que compartía con su padre, que eran pocos, o de algún viaje relámpago por motivos de trabajo, no nos habíamos separado prácticamente desde que nació. Fátima crecía deprisa y debía estar más junto a él, ambos tenían que esforzarse en forjar una relación más sólida y, aunque eso pudiera suponer que yo perdiera parte del control, estaba dispuesta a correr el riesgo. Desde pequeña se mostró como una niña extrovertida, cariñosa y feliz; se despertaba cantando y corría pasillo arriba con el pulgar en la boca para meterse en mi cama. Los sábados por la mañana desayunábamos en mi cuarto y durante horas veíamos «dibujos animales», que era como ella los llamaba. Me hacía repetir tantas veces las mismas películas, que llegué a memorizar algunos diálogos.

Había cumplido trece años y las cosas comenzaban a complicarse. Aún se comunicaba con naturalidad, pero le encantaba traspasar los límites y replicaba de manera insolente y transgresora, además de echar pulsos a cualquiera que intentara corregirla. Lo que más me irritaba de ella es que se había convertido en una erudita a la hora de quebrar mi voluntad. Así que, aunque nos queríamos hasta los tuétanos, también éramos capaces de odiarnos con la misma intensidad, lo que nos adentró en ese complejo mundo de relaciones tumultuosas que impregna el vínculo entre madres e hijas y del que no resulta fácil escapar.

Hacer la maleta con Fátima suponía un ejercicio de perseverancia y desasosiego. Cualquier prenda que yo colocara en su interior era retirada de inmediato con un flemático gesto de superioridad y una explicación sobre la inconveniencia de mis decisiones.

—¡No sé por qué te empeñas en ponerme tantas cosas, te he dicho que solo voy a estar una semana!

El timbre de la puerta me salvó de lo que, sin duda, se hubiera convertido en un asedio.

—Fátima, es la tía Leonor, ha venido a despedirse de ti.

Cuando mi hermana entró en la habitación intuyó que nos encontrábamos en plena tregua, aquella escena la había vivido demasiadas veces, así que no dudó en quitarse de en medio.

—¡Dios, tenéis un panorama funesto!… Dame un besito que la tía se marcha ya.

—¿Vas a la playa también?

—Sí, y tú vendrás pronto. No enredes más y ayuda a tu madre a organizar este cataclismo que tenéis aquí.

Sin más comentario, Leonor se dirigió hacia la puerta.

—Bueno, Lucía, nos vemos en la comida, y no discutas con ella que parecéis la brigada de la destrucción.

—¡Qué fácil y qué bonito es dar consejos a los padres de los adolescentes!

Y así, haciendo y deshaciendo maleta, una cadena de pensamientos involuntarios me transportó a la mañana en la que intuí que Fátima estaba de camino.

***

Era viernes y hacía rato que había llegado a la oficina. Mi cuerpo percibía sensaciones extrañas. No podía decir que me encontrara mal, pero tampoco me sentía como habitualmente. Cada viernes, a las diez de la mañana, Giovanni, Sara y yo teníamos una reunión para comentar las campañas de publicidad en las que cada uno trabajaba. De esa forma nos manteníamos al corriente y podíamos conocer los encargos que la agencia estaba atendiendo.

Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría y nuestras vidas se entrelazaban de manera espontánea, aquellas reuniones se asemejaban cada vez más a una terapia entre amigos y cualquier tema podía fluir de manera repentina sin que nos produjera el menor pudor. Encendí un cigarrillo… me entraron unas arcadas espantosas.

—¡Qué asco! No sé qué me pasa; no me encuentro bien, no puedo ni fumar.

Ambos me miraron fijamente, había llegado la hora de compartir mi sospecha.

—No me ha bajado la regla y tengo unas náuseas terribles.

Había quedado a comer con Carlos en el restaurante, teníamos que ir a comprar algunos muebles para el salón. Hacía tres años que vivíamos en la casa y aún no habíamos podido acabar de amueblarla. Era un piso precioso, pero inmenso y eso complicaba las cosas. Tampoco nos sobraba el dinero, el restaurante no acababa de encontrar su sitio y levantar la agencia no solo había costado esfuerzo.

Tenía unas ganas enormes de verle. Hacía días que apenas coincidíamos, además me moría por contarle mi pequeña sospecha y necesitaba compartir con él mis sensaciones. Lo echaba de menos.

No cesaba de imaginar cuál sería su reacción y la ansiedad me comía por dentro. Sabía que yo deseaba tener un hijo, pero no hablábamos de ello y tampoco habíamos acordado cuándo deberíamos abordarlo.

—Llegas tarde, Lucía.

—Lo siento, no sabes lo que me ha costado aparcar.

Nos sentamos en una mesa próxima a la cocina, desde allí pude ver al bueno de Mario trajinando entre sus pucheros. Al percatarse de mi presencia levantó la mano y lanzó un beso al aire.

—¡Te he preparado un ossobuco que te vas a chupar los dedos!

—Muchas gracias, Mario, eres un amor.

La comida transcurrió de forma agitada. Carlos no paraba de levantarse a saludar a los clientes y yo no era capaz de retenerlo a mi lado para contarle lo que sucedía.

—La verdad es que el local está a reventar. No entiendo cómo dices que aún no ganamos dinero, siempre que vengo está lleno.

—La clientela aún no se ha fidelizado, Lucía… El que la lleva la entiende.

Hablar de la marcha del local no era lo que más me interesaba. Durante la mañana había imaginado la escena, sin embargo, no estaba saliendo como esperaba.

Recordaba con nostalgia los tiempos en los que Carlos me llevaba a su restaurante, elegía la mejor mesa y el mejor vino y pasaba horas hablando sin parar. Entonces no le importaba quién entrara o saliera. Parecía que el mundo se detenía a nuestro alrededor y, aunque todos los comensales se hubieran marchado sin pagar, estoy segura de que no habría abandonado ni por un segundo mi compañía.

—Verás, Carlos, tengo que decirte algo…

No hubo respuesta.

—Mañana iré a hacerme una prueba.

Tampoco al oír esto fue capaz de mostrar interés y se limitó a seguir comiendo.

—Es posible que esté embarazada.

—¿Posible?

—Sí, no estoy segura, pero es muy probable.

—Bien, pues mañana saldremos de dudas… Por cierto, tendremos que dejar para otra ocasión las compras de esta tarde, van a venir unos clientes para ver el local.

—Carlos, acordamos que hoy iríamos a elegir un montón de cosas. Tú pusiste la fecha y quiero ver la casa acabada de una vez. He estado ahorrando durante mucho tiempo.

—Pues si es tan importante, ve tú. Sabes que a mí me gusta todo lo que compras. No me lo pongas más difícil, yo tengo que quedarme aquí.

—No se trata de que te guste lo que elija, sino de que lo hagamos juntos, de que compartamos esos momentos.

—Lucía, no te pongas trascendental. La compra de un sillón, de una mesa o la tela de las cortinas no es mi idea de compartir. Compartimos nuestra vida, ¿no? Pues eso es lo que importa. Puedes hacer dos cosas: te esperas a que yo tenga tiempo y te acompañe, o vas hoy y encargas lo que te guste. Es así de sencillo. No hagas un drama de una nadería.

No traía cuenta seguir hablando del tema, Carlos lo había zanjado incluso antes de empezar, así que me despedí de él hasta la noche y pasé por la cocina para darle un beso a Mario. Fue entonces cuando me sentí mal. Había escuchado nuestra conversación y cuando me acerqué para decirle adiós, me abrazó. Fue un abrazo cómplice y sentido, y me invadió una profunda tristeza.

—No te olvides de llamarme mañana para decirme los resultados, te deseo lo mejor.

La contenida amargura de su mirada me siguió hasta la puerta y acabó acompañándome durante muchos días.

Decidí no coger el coche, necesitaba que me diera el aire. Por un instante pensé que lo mejor sería volver a casa, tumbarme en el sofá y olvidarme de las compras. Sacudí la cabeza y aparté aquel pensamiento de frustración, tenía que quitarme de encima las antiguallas horripilantes que habíamos ido reciclando cuando nos casamos.

Regresé a casa sobre las nueve; estaba exhausta, pero la tarde había merecido la pena. Rodeada de sillones, muestras de telas glamurosas y objetos de decoración de lo más chic, había logrado definir lo que quería. Ya era hora de que mi casa tuviera otro aspecto.

Vivíamos en el corazón de Valencia, de espaldas al mercado central. Años atrás mi padre había comprado el edificio en el que ahora residíamos Leonor y yo. Era un inmueble de tres alturas con una vivienda por planta, cada piso tenía más de doscientos metros, las estancias eran amplias y luminosas, y los techos altos. Los ventanales alargados daban paso a pequeños balcones de forja desde donde se podía contemplar el campanario de los Santos Juanes y la cúpula del mercado. Hasta allí llegaban los aromas de un barrio puro y bullicioso que nunca dormía.

La finca estaba perfectamente conservada. Mi padre la había adquirido hacía años, cuando el negocio de los almacenes se encontraba en pleno auge. Tenía la ilusión de ocupar una de las viviendas, pero mamá sentenciaba cualquiera de sus argumentos con la excusa de que eran demasiado grandes, y no consiguió convencerla para mudarse. A pesar de que el bloque se alzaba en la acera de enfrente de nuestro domicilio, mi madre solo lo visitó recién adquirido y no volvió a pisarlo hasta que comenzamos la reforma del piso que ocuparía Leonor después de su boda.

Poco a poco se fue acostumbrando a cruzar la calle para visitar a mi hermana. Con el tiempo rodeó la fuente del patio de hortensias y helechos que ella misma cuidaba. No consentía que utilizáramos ese espacio para aparcar los coches.

El único interés que despertó en ella aquel lugar era la existencia de su pequeño jardín y la presencia de mi hermana. Si bien no quiso utilizar la que en teoría estaba destinada a ser su nueva casa, ni tan siquiera para guardar las cosas que le estorbaban en la suya.

Estaba a punto de preparar algo de cenar cuando sonó el teléfono.

—¿Dónde estabas?

—Acabo de llegar. He ido a comprar los muebles. Por cierto, iba a preparar algo de cena. ¿Sobre qué hora llegas?

—Por eso te llamaba, llegaré tarde, no me esperes levantada. Tenemos reserva para todas las mesas y seguramente habrá que hacer turno doble.

—¡Esto es el colmo! Creo que a ti y a mí no nos vendría nada mal hablar de muchas cosas y necesito hacerlo cuanto antes.

—Está bien, Lucía, pero supongo que podremos esperar hasta mañana. Así que relájate y aprovecha para descansar. Te dejo que tengo mucho que hacer.

—Esta noche no quiero estar sola…

—Pues vete a dormir a casa de Leonor, así no te despertaré cuando llegue.

Creí que la cabeza iba a estallarme. Tenía un montón de sentimientos encontrados, necesitaba sentirme querida, protegida… Sin embargo, lo único que percibía era una soledad que me envolvía el alma estrangulándola de dolor. Fue entonces cuando entendí que la soledad compartida es la peor, la que más escuece, la que alimenta la angustia y te retuerce. Permanecí agarrotada junto al teléfono durante unos minutos. Carlos había colgado, levanté el auricular varias veces para comprobar que existía tono mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Cerré la puerta y bajé a casa de Leonor.

Iluminada, la asistenta, se disponía a marcharse. Era una mexicana tan buena como obesa, que empezó a trabajar en la casa al poco de nacer Pedrito. Tenía dos obsesiones, cebar a la flacucha de su señora, como ella la llamaba, y conquistar el corazón de mamá. Tanto una cosa como la otra le costaron tiempo y voluntades. Era tan obstinada y tenía tantos arrestos, que acabó por cautivar a las dos Leonores y por su boca podía salir todo lo que le viniera en gana.

Mi hermana y yo cenamos juntas y vimos una película antigua. No preguntó nada, pero al ir a dormir se fundió conmigo en ese abrazo que yo tanto añoraba y me acordé del que Mario me había dado aquella misma tarde en el restaurante. Al parecer, todos estaban dispuestos a abrazarme… todos menos Carlos.

4. Una vez más

Cuando a la mañana siguiente volví a casa, eran más de las doce y Carlos desayunaba en la cocina. Parecía de buen humor y me informó, sin escatimar detalles, del ajetreo que habían tenido en el restaurante la noche anterior, del número de comensales que atendieron, el saldo de la caja, los turnos, lo bien que trabajaba Mario... Pero ni una sola referencia a mí, ni el menor recuerdo de nuestra conversación. Tampoco preguntó cómo me encontraba, ni hizo referencia al hecho de que hubiera dormido en casa de Leonor.

Únicamente mostró su extrañeza por lo tarde que había regresado.

—Te esperaba más temprano... ¿Has dormido hasta ahora?

—No, hace mucho rato que me puse en marcha, quería hacer varias cosas antes de volver.

—¿Y qué has hecho? Si me lo quieres contar, porque no te encuentro demasiado comunicativa esta mañana.

—Por supuesto que te lo voy a contar y no porque quiera, sino porque debo hacerlo.

Me pareció apreciar cierto desconcierto en su rostro y eso me produjo una sensación de rabia y de tristeza al mismo tiempo.

—¿No te lo imaginas? ¿De verdad no te imaginas qué tenía que hacer esta mañana?

—Pues no, no lo sé. Supongo que habrás ido a comprar las cosas que querías y sigues enfadada conmigo porque no te he acompañado.

—Eso ya lo hice ayer y fue estupendo, pues encontré lo que buscaba, aunque también resultó frustrante, ya que no lo pude compartir.

—¡Por Dios, Lucía, no empecemos de nuevo!

—No tengo intención de hacerlo, me parece increíble que no recuerdes nada más. Te comenté algo, ¿no?

—Mira… Ya te he dicho que no quiero discutir. Si te parece me lo cuentas y si no, sigue haciéndote la interesante. Como tú decidas, yo me voy a duchar.

—Siéntate, Carlos. He ido a la farmacia a recoger las pruebas, ayer te dije que podía estar embarazada.

—¿Y lo estás?

—Sí.

Bajé la cabeza, me angustiaba su reacción, el día anterior había acumulado una generosa dosis de desencanto. Sin embargo, mi corazón tenía una buena razón para ser feliz y no estaba dispuesta a seguir alimentando desengaños.

—Ven, Lucía, siéntate a mi lado… ¿Estás segura?

—Sí, claro que lo estoy.

—Bien... Pues tendremos que darnos la enhorabuena, ¿no?

—No sé, tú verás… Yo sí estoy muy contenta.

Me acercó hacia él con firmeza y pasó la mano por detrás de mis hombros mientras me acariciaba la nuca con fuerza.

—¿Acaso piensas que yo no?

—Pues es lo que parece. No me hiciste demasiado caso, ni siquiera preguntaste cómo me sentía, más bien te limitaste a despacharme rápidamente y vuelvo a verte ahora, cuando han transcurrido casi veinticuatro horas... ¿Qué pensarías tú?

—Yo lo veo de otra manera. Ayer solo se trataba de una sospecha que no estaba confirmada, podía haber sido una falsa alarma. Había muchísimo trabajo, tú misma pudiste comprobarlo. Con respecto a lo de las compras, creí que era mejor dejarlo para otro momento en el que yo no estuviera tan agobiado; y me pareció bien que durmieras en casa de tu hermana, porque iba a volver tarde y no me gustaba la idea de que pasaras sola tanto tiempo. ¿De verdad piensas que he sido tan cruel como dices? ¿Es tan grave mi actitud?

Carlos tenía la habilidad de darle la vuelta a las cosas y hacerme sentir mal. Pensé que era la mujer más estúpida del mundo, me había dejado llevar por un carácter irreflexivo y apasionado impropio de mi edad. Volví a bajar la mirada, esta vez no por miedo o rabia, sino por vergüenza.

—No seas tonta, Lucía. Has visto demasiadas películas, cariño, y esto es la vida real.

Carlos me besó. Fue un beso largo que me removió por dentro y me hizo pensar que todo había pasado una vez más. ¡Dios cómo le amaba!

5. La espera

Durante los últimos meses del embarazo comía en casa de mis padres, mamá se mostraba de lo más complaciente y su compañía adormecía las penas.

Fue en aquella época cuando encontré a mi madre de verdad. Había estado más unida a Leonor, que era su primogénita, llevaba su nombre y mamá adoraba su forma de ser. Aprovechaba cualquier oportunidad que se le brindaba para ensalzar hasta la más insignificante de sus reflexiones y se deshacía en elogios ante quien le preguntara por ella. No resultaba difícil averiguar que Leonor representaba lo que hubiera querido ser. Mi madre era una mujer valiente, pero había nacido demasiado pronto y aunque lo hizo en el seno de una familia acomodada donde las diferencias de género no se tenían en cuenta, los tiempos que le tocó vivir le impusieron unas pautas y condiciones que la estrangularon hasta ahogarla, sin permitirle alcanzar el crecimiento personal que anheló durante tantos años, amordazando su curiosidad y también su voluntad.

Supongo que por eso, en ocasiones, se la veía huraña, ensimismada, como si pocas cosas le importaran. Sin embargo, en esos meses, se mostraba diferente, se dedicó por entero a mí y agradecí profundamente la metamorfosis que se había desencadenado en su corazón.

Yo veneraba a mi madre, la sabía intensa, elegante, distante y astuta, y desde muy pequeña deseé con todas mis fuerzas parecerme a ella.

Leonor y Pedro comían conmigo en casa de mamá, la suya la habían tomado una brigada de operarios que, bajo el encargo de reformar la cocina, parecía tener patente de corso para arrasar con lo demás.

Mi hermana tenía los nervios de punta y, como era su costumbre, erigía a Pedro como el causante de sus desventuras.

—Hola, cuñada, dame un beso. ¡Dios mío, qué gorda estás! Parece que vas a explotar de un momento a otro.

—Hay que ver, Pedro, lo desagradable que puedes llegar a ser.

Mi madre tampoco reprimió su lengua y se apresuró a refrendar las palabras de Leonor.

—Tu comentario es poco afortunado. A las mujeres embarazadas les revienta recordar su aspecto cuando la naturaleza les quiebra la cintura.

Gracias a la intervención de papá, que estaba al quite cuando se producían esas extrañas alianzas entre Leonor y mamá, la cosa quedó ahí y nos dispusimos a comer con nuestra mejor sonrisa.

Al acabar la comida y ante la incredulidad de Leonor, mamá y yo continuábamos con nuestra desenfrenada actividad de lo que mi querida hermana había bautizado como la factoría de costura. Nos pasábamos las tardes entre sabanitas de hilo, bordados y puntillas.

—¿Cuánto tiempo te va a durar esa vena primorosa que te ha entrado?

—Me relaja; además, me entusiasma la idea de hacer esto para mi hija.

—¿Y la agencia? ¿No tienes trabajo?

—Claro que tengo, las cosas marchan estupendamente. Ahora duermo muy mal y aprovecho gran parte de la noche para trabajar. Por las tardes, Giovanni y Sara se ocupan del resto. Cada cosa en la vida tiene su tiempo y momentos como estos no solo no estoy dispuesta a dejarlos pasar, sino que tengo la intención de exprimirlos.

—Di que sí, Lucía —me animó mamá—, a tu hermana no la llamaron por el camino de las manualidades, nunca conseguí que terminara una labor. Tenías que haber visto los trapos que presentaba en el colegio, ni yo misma era capaz de arreglarlos, parecía que hubiera limpiado con ellos el suelo de la casa. ¿No tienes nada que hacer, Leonor? Presiento que si no te vas, pasarás la tarde incordiándonos.

—Ya ves qué cosas más interesantes cuenta mi madre de mí. Está bien, no os preocupéis, ya me voy, así podréis disfrutar las dos de esos instantes irrepetibles que no queréis compartir conmigo.

Durante aquellas horas de entrega voluntaria, mis manos intentaban marcar el compás de mi corazón y los sentimientos fluían a través de mis dedos. Con la serenidad que los entredoses, las vainicas y los festones me otorgaban, maldecía mi soledad todas las tardes y condenaba furiosa la ausencia de Carlos, con la esperanza de que al día siguiente las cosas fueran diferentes.

6. Quietud

Llegar a la casa de la playa por la carretera de la costa era una delicia. Detrás de cada curva se adivinaba un nuevo acantilado desafiante y poderoso, que escoraba sus formas sinuosas para acariciar la espuma blanca que coronaba las olas que chocaban con furia, disputándole a cada abismo la soberanía de cualquier mirada.

Siempre quise tener un chalé en la playa. Era blanco y amable, y en él me sentía aliviada. Cuántas veces entre sus paredes pude recobrar el aliento que perdía y cuántas sombras de mi alma conocieron sus rincones. Yo lo escuchaba con atención susurrarme al oído, intentando convencerme de todo lo bueno que, sin duda, me esperaba fuera, y prometía sin cesar que aguardaría a mi lado para ayudarme a cobrar todas las deudas que la vida había contraído conmigo.

Llegamos a la hora de comer. Leonor y Rosario nos esperaban impacientes, pero estábamos ante el primer día de vacaciones y ni Jorge ni yo teníamos la intención de agobiarnos con prisas. Además, la entrada en nuestra casa llevaba aparejado cierto ritual y había que descargar la infinidad de trastos que venían con nosotros.

Rosario y Alfredo nos habían preparado una copiosa comida a la que debíamos hacer honor con una larga sobremesa, no se tomaban bien que nos marcháramos pronto. Un delicioso café helado con sacarina que a mí, por mucho que lo intentara, jamás me salía igual, daría la entrada a las copitas digestivas que, tanto Alfredo como mi cuñado Pedro, apurarían sin medida desatando la furia de Leonor. Ese era el momento a partir del cual estábamos listos para regresar cada uno a nuestros dominios.

Queríamos mucho a Rosario. Mamá y ella habían sido vecinas desde pequeñas y, aunque se llevaban algunos años, su amistad se fue estrechando con el paso del tiempo. Cuando mamá murió, Rosario se dedicó a cuidarnos como si fuera nuestra segunda madre.

En su juventud se licenció en Bellas Artes y, pasada una primera época de estrecheces que salvó dando clases de un sitio a otro, pudo dedicarse a lo que de verdad le gustaba: pintar. La buena posición que Alfredo alcanzó en los negocios le permitió a ella entregarse a sus pinceles y, de esta manera, se conformó con exponer donde podía mientras pintaba lo que quería.

Las cosas no le habían ido mal, casi todos los inviernos preparaba alguna exposición importante, pero voluntariamente había renunciado a ser algo más y, como tantas mujeres de su generación, optó por cuidar de dos hijas y de un marido que, aunque era un encanto, no se molestó ni en aprender a freír un huevo. En los ratos libres que los tres le dejaban, Rosario pintaba paisajes. Sus cuadros estaban llenos de luz, le fascinaba el mar y sus azules. Cualquier tarea que se le encomendara rebosaba entusiasmo y color, como su corazón. Me gustaba estar con ella y su presencia en mi vida se convirtió en un bálsamo.

Mi madre había muerto hacía ya casi un siglo o por lo menos eso me parecía a mí. Las hijas de Rosario trabajaban en el extranjero, por lo que nuestra relación con ella se había ido estrechando y la compañía que nos hacíamos nos ayudaba a sobrellevar nuestras particulares ausencias. Alfredo estaba pasando malos momentos económicos, se dedicaba a la promoción inmobiliaria y lo que antes les ofreció la posibilidad de disfrutar de una posición más o menos holgada, ahora les daba lo justo para vivir. No conseguía vender lo que tenía en cartera y tuvieron que echar mano de los ahorros de toda una vida.

Le propuse a Rosario que viniera a ayudarnos, la agencia había crecido mucho y cada vez teníamos más encargos. En un principio lo hice para aliviar su problema de liquidez, pero pronto comprobé que su aportación era inestimable. No estaba acostumbrada a estar bajo las órdenes de nadie, ni a someterse a reglas ni a horarios y decidimos empezar probando con unas horas al día. Se trataba de que colaborara en proyectos concretos, aunque Sara y Giovanni tampoco tardaron en reparar en la valía de sus opiniones y acabamos rogándole que trabajara a jornada completa.

Tenía sesenta y cuatro años, pero su visión de las cosas era apasionante y rezumaba frescura. Sus bocetos eran puros y honestos, como si el paso del tiempo no hubiera conseguido adulterar su mente y, a pesar de todo lo vivido, hubiera logrado mantener la inocencia de la primera juventud.

No resultaba fácil encontrar personas con sus cualidades y no dudamos en hacerle una oferta mucho más atractiva de lo que hubiéramos podido imaginar hacía solo unos meses.

Fue así como Rosario se adentró en mi existencia.

—¡Bueno, ya era hora de que llegarais! La pobre Rosario no podía aguantar más la comida al fuego.

—Leonor, hemos tenido que esperar a que Carlos viniera a recoger a Fátima y no sabes el tráfico que…

—No me cuentes cuentos, guapita. Hace mucho rato que te he visto en el porche arreglando las macetas y has pasado de cogerme el móvil… ¿Cómo se ha ido Fátima?

—Bien, todo bien, ya sabes que protesta, aunque en el fondo no plantea problema a la hora de irse con su padre.

—La verdad, Lucía, es que te toma el pelo.

Me negaba a continuar con la discusión sobre la educación de mi hija, así que opté por hacer lo único que sabía que podía darme un buen resultado para atajar cuanto antes aquella cansina conversación.

—Sí, Leonor, probablemente tengas razón. ¡Qué le voy a hacer! Soy así.

El plan funcionó tal como esperaba y en ese momento mi hermana movió la cabeza en busca de una nueva víctima.

—¡Pedro, no comas más almendras, por favor! Dime, Rosario, ¿qué tal están las chicas? ¿Van a venir este verano?

Durante la mayor parte de la comida escuchamos con atención cómo Rosario nos contaba lo que tenían que hacer sus hijas para sobrevivir en Nueva York. Las dos habían heredado la vena artística de la madre y decidieron marcharse para completar su formación. La mayor diseñaba zapatos y la pequeña trabajaba en un taller de costura donde se preparaban muchas colecciones. Aun así, la vida en aquella ciudad tan hostil les resultaba muy costosa y Rosario y Alfredo tenían que hacer continuas aportaciones para que no sufrieran más de la cuenta.

—La verdad —dijo Pedro— es que no sé por qué a los jóvenes les da por irse. Ya me dirás, con lo bien que podrían estar aquí, ¡qué coño estarán haciendo tan lejos! Seguro que a pesar de vuestra ayuda pasarán privaciones.

Leonor se volvió hacia su marido con arrogancia, utilizando un tono plagado a la vez de indiferencia y desdén.

—Te he dicho mil veces, Pedro, que la vida ahora ya no es igual. Para ellos no existen fronteras y a mí me parece muy bien lo que hacen. Ojalá hubiera podido irme yo, eran otros tiempos. Además, deja de beber que no paras de decir tonterías.

Jorge y yo nos miramos, la cosa se iba a poner fea.

—Tú dirás lo que quieras, Leonor, pero yo no lo entiendo. Las hijas de Rosario tienen manos propias de ángeles. ¿Tú has visto los zapatos que hace Verónica…? No me negarás que aquí podría hacer lo mismo sin pasar penurias. Eso por no hablar de Pedrito, siete años estudiando Medicina y, cuando por fin acaba, decide marcharse a Guatemala y solo viene por Navidad… si hay suerte, claro está.

—Contigo no se puede hablar.

Rosario intentó reconducir la conversación… el resultado fue aún peor.

¿

—No como ahora, desde luego, pero sí, a mi manera también era feliz. Sabía que las cosas algún día cambiarían y esperaba con cierto desasosiego que ocurriera cuanto antes. Aquí encontraba la paz que me hacía falta y aquí descubrí que el mar tiene muchos azules.

—Esa es la diferencia. Tú perseguías la felicidad contra viento y marea. ¿No me has repetido hasta la saciedad que la vida siempre paga sus deudas?

—Sí, así es.

—Pues lo que sucede es que a tu hermana se le ha olvidado un detalle fundamental: hay que querer cobrarlas, aunque te tiemblen las piernas. ¿No te parece?