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LA REBELIÓN DE PENÉLOPE

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«Para ir a donde se sabe,

hay que ir por donde no se sabe».

(San Juan de la Cruz)

¿Que si quería a mi marido? Claro que le quería. Más que a mi vida. Hubiera cruzado el fuego por él. Ese fue mi gran error. No se puede amar tanto. El amor es una energía extremadamente peligrosa: consume a quien lo derrocha, debilita a quien lo malgasta. Con los años, aprendes que ha de administrarse con el tiento y la precisión que emplea un boticario con las drogas: a certeras dosis. Si no, te revierte convertido en puro veneno que va calando, lentamente y en silencio, intoxicándote las vísceras, invadiendo cada una de tus células con el frío abismal del desamor. Pero esto lo comprendes cuando todo ha pasado y comienzas a reaccionar bajo el aturdimiento del atropello. Cuando tratas de incorporarte tras la estampida de acontecimientos que te han ido aplastando día a día. Lo palpas en el recuento de tus cicatrices. Cuando ya es tarde. Porque no quedan ni astillas para reavivar las ascuas de aquella ilusión que te removió por dentro y que ahora yace entre rescoldos fríos y desmoronados.

Le aseguro, doctor, que para que no se enfriara nuestro hogar, ese que para mí comenzaba en el pecho de mi marido, empleé como combustible todo el cariño que encontré en mi interior; pero ¿sabe?, él nunca se molestó en reponerlo.

Así fueron pasando los años, hasta que se agotaron mis reservas. Entonces descubrí, con horror, que ya no me quedaba nada más que arrojar a la hoguera en la que quemaba mi vida junto a él. Que no conseguía reunir ni virutas de aquella ternura de antaño; ni siquiera serrín de ese amor que sentí por él. Solo soledad y lágrimas.

Si no fuera así, ¿cómo habría sido capaz de hacer lo que he hecho? Ni estaría aquí, hablando con usted, respondiendo a sus preguntas, doctor, intentando saber más de mí misma y esperando su diagnóstico como especialista.

No es que yo tenga algún interés en conocer su dictamen, pero mi marido ha decidido que necesito un psiquiatra y debo someterme a su examen. Él considera que debo de estar trastornada para haber roto con él.

Aquella noche fue la primera vez que me dijo a las claras que estaba completamente loca. No me sorprendió después de tantos años, veintiuno, en los que mis opiniones no le merecieron más consideración que el ruido de la hojarasca cuando se pisa, que el sonido de las chicharras en las siestas de agosto o que la opinión de una lerda inmadura, en el mejor de los casos. «Pero ¿tú qué sabes? No digas más tonterías, Penélope». Así zanjaba mis opiniones, minimizándome, mirando como si yo fuera invisible y no hubiera nadie más allá del muro de niebla que levantaba entre nosotros espirando con desdén el humo de su cigarrillo. Pero eso no va a volver a ocurrir.

Sí, he venido voluntariamente. No, no me siento obligada por mi marido; bueno, mi exmarido; tengo que acostumbrarme, ¿sabe? Y él también. En realidad, él cree que me obliga, que aún es capaz de moldear mi voluntad, pero si vengo es porque yo quiero hacerlo. No, no temo lo que usted pueda decirme. Al contrario, siento verdadera curiosidad.

Como le decía, mi exmarido… No. No rectifico, doctor. Ya sé que aún no hemos firmado los papeles del divorcio. Pero yo no le hablo de una cuestión legal, sino visceral, de lo que siento en las tripas: ya no es mi marido. Nada me vincula a él que no sea nuestra hija. Por supuesto que no ha sido una decisión irreflexiva. Ni tampoco meditada. Simplemente, no ha sido una decisión. No le he rechazado yo, sino mi alma, que fue la primera en separarse de él. Luego lo hizo mi mente y, por último, mi piel, que repudiaba la suya al percibirla como la de un extraño.

Le decía, doctor, que mi exmarido cree que necesito un psiquiatra porque me encuentra muy cambiada y usted conseguirá convencerme para que no continúe con el divorcio. Dice que me he transformado. Pero, a mí, doctor, lo único que me ocurre es que, por primera vez, tengo una visión clara y meridiana de quién soy. Por fin, a mis cuarenta y cuatro años, sé lo que quiero y lo que no.

Jamás he estado tan lúcida.

¿Sabe lo que significa eso? Que nunca he sido tan coherente con mis sentimientos como aquella noche. Esa en la que él decretó que debo estar muy desequilibrada para tomar una decisión así. La noche en la que les anuncié durante la cena a mi hija y a él, con calma, sin acritud, cuando ya iban a mitad del plato de sopa, un hecho consumado y sin marcha atrás: había vendido el piso. Sí, ese precioso piso en el que estábamos viviendo Ildefonso, Lidón y yo. El mismo que en mis tiempos de soltera había heredado de mis abuelos. Además, les advertí de que solo disponíamos de un mes para desalojarlo.

Elegí aquella noche porque supe que era el momento apropiado y el instante oportuno. No podría haber sido ni un día antes ni un día después, ni tampoco diez años atrás. Tenía que ser en aquel preciso momento. Porque para llegar a ese punto exacto del tiempo, tuve que remontar muchas caídas en la desilusión, atravesar otras tantas tormentas, sobrevivir a más de un naufragio que me arrojó a la orilla de la depresión y haber reunido el suficiente valor y entereza para renunciar a todo lo que había construido hasta entonces, y retomar las riendas de mi vida.

Sentí que aquella era la coordenada precisa en el tiempo y en el espacio en la que iniciaba una etapa en la que me exigía a mí misma ser digna y, a los demás, que aprendieran a respetarme.

Al principio, ellos no se apercibieron de mis palabras. Mi hija y mi marido continuaron mirando, distraídos, la televisión, sin prestarme atención y cuchicheando entre ellos. Pero cuando repetí lo dicho, algo los cogió desprevenidos y les hizo guardar silencio: mi actitud. Desconcertados, volvieron sus rostros hacia el mío. Había hecho mella en ellos percibir aquella firmeza en mi voz, hasta entonces desconocida. Una vibración nueva, que me recreaba por dentro y a los ojos de mi familia. Abandonaron sus cucharas y, por la expresión de sus rostros, diría que se encontraron repentinamente ante una extraña que hubiera usurpado mi cuerpo.

Callaron porque en mis ojos no hallaron la mansedumbre complaciente a la que estaban acostumbrados. En realidad, lo que encontraron ante ellos fue una mirada que no reconocían, que les marcaba el final inapelable de una época. «He vendido este piso —repetí—. Esta es la última noche que pasamos juntos en esta casa. He alquilado un apartamento para mí y otro para Lidón cerca de la Facultad. —Se miraron, anonadados—. Mañana me marcho. Lidón, tenemos quince días para hacer el traslado. Yo te ayudaré. Los compradores tienen prisa y empezarán a traer sus muebles a finales de mes». Antes de que reaccionaran, les dejé muy claro que había abierto, a nombre de nuestra hija, una cuenta corriente donde los dos le ingresaríamos cada mes lo suficiente para sus gastos. Solo lo suficiente.

Acabé de decir todo lo que tenía que decir, que no era mucho más allá de que esperaba que firmase el convenio regulador de mutuo acuerdo para evitar un divorcio agónico. Lidón reaccionó airada ante la idea de tener que marcharse a vivir sola y le respondí sin alterarme. «Nena, tienes veinte años y no tengo ganas de seguir recogiendo tus bragas de los suelos ni de que pagues tu mal humor conmigo. Ya es hora de que te valgas por ti misma y valores cuánto he hecho por ti». Doblé la servilleta y me levanté.

No me habría extrañado, doctor, que en la superficie de las sopas hubiera cristalizado una fina capa de hielo. Sobre todo, después de que Ildefonso preguntara, aún incrédulo, si me había vuelto loca, a qué venía todo esto y si había vendido mi casa, qué coño pasaba con él, y yo le respondiera: «¿Contigo? No lo sé, querido, ni me importa. En realidad, no sé ni quién eres».

Lástima que se haya pasado la hora tan rápido, doctor, me estaba quedando muy aliviada. No, no, gracias. No quiero abusar. Me marcho ya, doctor. Tengo cosas que hacer. ¿Que debo volver? Está bien, cumpliré con la condición que me ha impuesto mi exmarido. Espero que él cumpla por primera vez una promesa y firme el convenio de mutuo acuerdo. Es de lo que se trata ¿no? Buenas tardes, doctor.

Penélope aparcó el coche en las proximidades de la notaría en la que trabajaba, un local de grandes dimensiones en el primer piso de una antigua finca del centro de Castellón. Se diría que la costumbre había asignado un lugar de aparcamiento fijo para los asiduos que, cada mañana, estacionaban sus vehículos en la calle San Blai. Se aseguró de dejar el vehículo cerrado y se encaminó hacia el señorial inmueble.

Al llegar al portal, Ricardo, el portero, un hombre entrado en años y dicharachero, la saludó con un entusiasmado «Buenos días, Penélope, cada día está usted más guapa». Ella se sonrió y agradeció el piropo. Lo agradeció sinceramente. Había días que un impulso a la autoestima venía bien, y Ricardo había acertado eligiendo esa mañana.

En realidad, no sabría decir por qué, pero se había despertado con una sensación extraña. Como si de repente hiciera más frío en su casa. «Habrá bajado esta noche la temperatura», pensó al levantarse de la cama, pero las mediciones decían justo lo contrario. Aquella mañana, cuando miró muy temprano por entre los visillos de la cocina office de su apartamento, en un moderno barrio de la ciudad, le sorprendió que ya remolonearan las golondrinas con su vuelo acrobático entre los claroscuros del amanecer. La primavera se avecinaba y los rigores del invierno iban retrocediendo calladamente. La luminosidad del cielo al mediodía y las terrazas llenas de gente disfrutando del ambiente cálido lo iban confirmando.

Se había preparado el desayuno como siempre: té verde y tostadas con aceite de oliva, del que compraba en una cooperativa de Almassora. Incluso lo acompañó con un zumo de naranja natural, «hoy tienes premio, Penélope, oro licuado, destilado para ti por aromáticos naranjos». Se recogió el cabello en una cola de caballo, como solía hacer para ir a la oficina. Se maquilló discreta y en tonos suaves. Dibujó una leve raya marrón en los párpados, a juego con sus ojos. Solo cambió el tono del lápiz de labios, un poco más intenso que de costumbre. Eligió un naranja suave y sin estridencias «así mejor, que me dé un poco de vida». Se sorprendió pensando esto. Pero era cierto. No podía negárselo a ella misma. Esa mañana su tez estaba apagada y la mirada que veía reflejada en el espejo tenía un punto de tristeza que distaba mucho de la íntima euforia que la había acompañado durante ese primer año de separada en trámites de divorcio.

No acababa de reconocer qué sentimientos se estaban apoderando de ella ni qué pensamientos solapados podrían estar minando su estado de ánimo, tan fuerte y alegre hasta el día de ayer. No echaba de menos, ni por un instante, la presencia de Ildefonso. No era eso. Para nada. Al contrario, se había sentido inmensamente aliviada con su separación, incluso eufórica con su reconquistada libertad. Entonces, ¿qué había ocurrido para que de repente se sintiera decaída? ¿Qué le había sucedido para que sintiera tan pesadas las alas que había rescatado con su soltería? Nada. Absolutamente nada fuera de lo cotidiano, de lo normal.

Penélope cayó en la cuenta de que ese era, precisamente, el origen de la espiral de vacío que sentía abrirse en su estómago y que empezaba a impedirle respirar con normalidad, que les resultara tan pesado a sus pulmones hacerse hueco para henchirlos de aire, que le latiera el corazón con una urgencia que le recordaba episodios vividos durante su matrimonio con Ildefonso. Conocía la sensación y también lo que se avecinaba. Lo llaman crisis de ansiedad. La sentía más leve que antaño, infinitamente más leve. Pero eso no le impedía sorprenderse de que, ahora que tenía toda su vida para ella, todo el tiempo del mundo, se le apoderara de nuevo esa ansiedad tiránica y destructiva. Ansiedad, ¿de qué?

Lo vio claro. Tuvo que reconocerlo. Lo que le había hecho venirse abajo era precisamente eso: que no había ocurrido nada. Nada de lo esperado secretamente en la trastienda de la voluntad. Nada de lo fantaseado. Nada de lo que se supone que podría haber ocurrido: una siguiente etapa gloriosa llena de vivencias y la oportunidad de conocer a alguien con quien compartir la vida.

Aquello que le había caído a plomo era el peso de la soledad y de la realidad desnuda. Había llevado bien la soledad, incluso con alegría, mientras la deseó por necesaria para restañarse y reconstruirse ante ella misma. Superada esa fase, como en los juegos de ordenador, Penélope se había encontrado repentinamente introducida en otra dimensión distinta, en la que aquello que la rodeaba, sus discos, sus libros, sus fotografías, su ropa nueva… habían perdido su magia inicial y aparecían en su cruda y real apariencia de meros objetos pendientes de ser dotados de sentido. Además, estaba la rutina diaria de la notaría, que la estaba minando. Sí, la dotaba de independencia económica, algo básico y fundamental; pero la ataba a una sucesión de días, unos iguales a los otros, en aquella oficina gris de paredes blancuzcas.

Sí, ahora lo veía claro. Su recuperación había terminado, el recuerdo de Ildefonso se diluía sin apenas hacer daño, como si todo lo ocurrido hubiera tenido lugar un siglo antes y no solo un año atrás. El mundo mágico de las posibilidades, que en un principio la acompañaba susurrándole al oído promesas de esplendor, se había encogido, quedando reducido a rutina cotidiana y solitaria, a desconfiadas miradas de soslayo de vecinos, murmuraciones de compañeras de trabajo y la actitud de censura y prevención que había adoptado hacia ella la oficial de la notaría, doña Elvira.

Hasta entonces había abrazado la soledad; ahora, se sentía sola.

Decidió darse una ducha rápida antes de vestirse para ir al trabajo esa mañana. La ayudaría a calmarse y el chorro de agua arrastraría ansiedades. La música de Enya en el lector de discos compactos la envolvió en magia y le inoculó unas pequeñas dosis de ánimo y esperanza.

Se vistió con colores claros y suaves. Una blusa de seda natural con cuello de lazo y un pantalón de vestir beis. Se cubrió con un abrigo ligero del mismo color y zapatos de medio tacón. Quería verse luminosa a pesar de su tez apagada bajo el maquillaje y lo logró. Deseaba sobreponerse a las sombras que le estaban enfriando el alma. Por eso agradeció de todo corazón que esa mañana Ricardo, el portero, con una espontánea galantería, le devolviera algo de los ánimos que la habían abandonado durante la noche. «Muchas gracias, Ricardo. Así da gusto venir a trabajar».

—¡Buenos días, Penélope! —oyó decir a una voz jovial desde el fondo del portal, junto a la puerta del ascensor.

—Buenos días, Magdalena. ¿Qué tal, Damián? —saludó a la pareja de compañeros que se habían convertido en sus vecinos.

—Aquí, a trabajar un ratito —respondió él—. Me adelanto por las escaleras, ¡que ya os vale, por un piso de nada…!

—La verdad es que tu marido tiene razón, Magdalena. Pero hoy estoy…, no sé, un poco deshinchada de ánimos.

—Ya sé que debería subir andando… Sobre todo, para quitarme estos kilitos que me sobran… Que entre mi estatura y las redondeces que he echado, pronto voy a parecer una morcillita. Pero, chica, hoy yo también estoy «plof». Y no tengo ganas de subir andando, aunque sea un primer piso. Así que para algo está el ascensor, digo yo.

—Pues sí… Pasa, Magda. Ya pulso yo.

Pocas veces se había fijado en cómo era la notaría realmente. Siempre la había visto con los ojos de la emoción del momento. Durante su matrimonio, aquella oficina, que ocupaba el espacio de lo que en su día fueron dos elegantes pisos de dimensiones importantes, había sido su tabla de salvación. Tanto porque se sentía libre de Ildefonso el tiempo que dedicaba a trabajar, como porque el sueldo que percibía le permitió plantearse volar y escapar de él.

También le había proporcionado la amistad de Magdalena, que se convirtió en un apoyo importante en sus momentos de tribulación. Hasta el punto de que fue ella quien le proporcionó el contacto de la agencia inmobiliaria que gestionaba el alquiler de un apartamento, estupendo y soleado, que se había quedado libre en su finca. «Claro, que sí, mujer. Te vienes a vivir a mi finca y así no estás sola. Para cualquier cosa que necesites, nos llamas. Hasta nos podrás avisar por el patio interior. Seremos los vecinos que tengas enfrente en el piso de abajo, y cada una en su casa y Dios en la de todos».

Sin embargo, al entrar en la notaría con Magdalena aquella mañana y dirigirse hacia su puesto de trabajo, casi al fondo del local, miró aquella oficina con ojos realistas, como si la viera por primera vez. La encontró vetusta, gris y desangelada. Incluso el magnífico espejo de marco de nogal profusamente tallado que presidía la pared del fondo, que tanto la impresionó la primera vez que llegó allí y al que se iba aproximando a cada paso, le pareció más apagado. Se percató de pequeñas manchas oscuras en su viejo azogue, que hasta entonces le habían pasado desapercibidas.

Colgó el bolso y el abrigo en el perchero y se sentó ante la mesa que ocupaba desde hacía veintidós años. Doña Elvira, la oficial mayor de la notaría, ya le había asignado las escrituras de las que debería ocuparse ese día. Era un montón menos abultado que en otras ocasiones, pero le resultó abrumador. No se encontraba con las energías de otras jornadas. Respiró hondo, miró por los ventanales a través de las ranuras de la veneciana y pudo ver entre sus lamas un cielo azul que gritaba alegrías y deshacía en jirones las suavidades blanquecinas que lo ocultaban. Sonrió. Aceptó la lección. Así debía desprenderse ella de los malos humores que la estaban invadiendo, como el cielo de aquellas nubes que deshilachaba por haberse atrevido a velar su resplandor. Incluso dentro de aquella oficina plena de actividad administrativa, de ahogados repiques de teclas de ordenador, en la que el único color lo ponen los días marcados en rojo en el calendario de la pared, la vida se filtraba y le mostraba un mundo hermoso por descubrir. Sonriendo para sus adentros, se encaminó hacia el mostrador de recepción de la notaría con unos documentos para entregárselos a Damián, el subalterno.

—Damián, ¿podrías hacerme tres juegos de copias de estas escrituras? Son urgentes, gracias.

—Claro. Ahora mismo, reina. ¿Qué tal todo, vecina? —preguntó Damián con una sonrisa un poco boba.

—Muy bien, gracias.

—Me alegro. Oye, siento lo que pasó con mi madre… Ya sabes.

—¿A qué te refieres?

—Mujer, a lo que te dijo el otro día… Cuando nos encontramos en el portal de casa, al salir del ascensor… No lo dijo en serio, no se lo tengas en cuenta. Es muy mayor.

—Claro, claro. No te preocupes. Ya lo había olvidado.

—Vale. ¡Ah, por cierto! No hace falta que se lo comentes a Magdalena. Ya sabes, nuera y suegra…

—De acuerdo, Damián. No te preocupes.

Al acabar los trabajos encargados como preferentes, Penélope se los acercó a doña Elvira para que ella los visara y, a su vez, los pasara al despacho del notario para que los firmara.

—Muy bien, perfecto —le dijo doña Elvira, tras sus gafitas de media lente y cordoncillo al cuello, después de revisar los documentos escritos por Penélope—. Ahora se los pasaré a don Ignacio.

—Puedo hacerlo yo, si está ocupada.

—Lo haré yo, como siempre. —Y añadió, después de repasarla con la mirada, mientras se acariciaba la gargantilla de perlas que rodeaba la carne tierna y flácida de su garganta—: Hoy ha venido usted más modosita. Así está muy bien, con ese cuellecito bien alto…

—¿Insinúa que vengo con escotes provocativos? Le recuerdo que suele llevar usted blusas con más escote que yo.

—Me refiero a usar vaqueros ajustados o jerséis más apretados… Ya sabe lo que quiero decir. Aquí hay hombres, señora Soler; bueno, señorita.

—Sigo siendo señora, doña Elvira, porque es lo que soy, vaya con vaqueros o de Chanel.

—Bueno, haga lo que crea conveniente, pero ya conoce mi opinión y la del señor notario.

—Se equivoca, doña Elvira. Solo conozco la suya y don Ignacio no puede tener ninguna sobre mí, ya que no me conoce ni yo he tenido el gusto de conocerle en los veintidós años que llevo trabajando en esta casa. —Y tras tomar aire, añadió—: Por cierto, sería todo un detalle por parte de don Ignacio que alguna vez saliera de ese despacho inviolable —dijo señalando las recias puertas de madera tallada próximas al espejo veneciano y que solo doña Elvira podía traspasar— y se dignara a saludar al personal que trabaja para él.

El silencio se apoderó de la oficina.

—Fíjese —prosiguió Penélope entrecerrando ligeramente los ojos—, que he llegado a pensar que en ese despacho no hay nadie. Incluso que don Ignacio no existe. Si no fuera por su firma y porque oigo a los clientes despedirse de él, pensaría que…

—¡Basta! —gritó visiblemente sofocada la oficial mayor—. Es cierto que don Ignacio nunca me ha hecho ningún comentario sobre usted. Es mi criterio sobre cómo ha de conducirse el personal en esta notaría. Estamos de cara al público y debemos dar una imagen seria —añadió mientras trataba de controlarse—. Vuelva a su sitio, señora Soler. Y todos ustedes, continúen con sus asuntos.

Penélope optó por no regresar a su mesa, sino que se dirigió hacia el perchero bajo la atenta mirada de todos sus compañeros.

—Haga el favor de caminar con más humildad —le recriminó doña Elvira—, que no es una reina.

—Se equivoca de nuevo —dijo Penélope girándose hacia su inmediata superior con el abrigo y el bolso en la mano—. Soy la reina de mi reino y, en mi reino, solo mando yo.

El enfrentamiento entre Penélope y la oficial mayor era la comidilla de toda la oficina. Magdalena dejó pasar unos minutos y después bajó a buscar a Penélope. Se imaginaba adónde habría ido. Se encaminó con pasitos ligeros hacia la galería de arte que había en la misma manzana de la notaría, en la calle posterior. Sabía que allí acudía Penélope muchas veces en el rato de los almuerzos. Que se tomaba un té rápido y, después, sus pasos la llevaban hasta aquel remanso donde disfrutaba contemplando obras de las más variadas tendencias, soñando con llegar a pintar como esos artistas.

La encontró mirando el escaparate de la galería. No parecía tener intención de entrar en esta ocasión.

—Me he pasado tres pueblos —dijo Penélope al ver el reflejo de Magdalena junto al suyo en el escaparate.

—¡No te arrepientas! Tampoco le has dicho nada del otro mundo.

Comenzaron a caminar juntas mecánicamente, sin rumbo concreto. Deambulaban en silencio, hasta que Magdalena reunió valor para decirle lo que pensaba.

—En realidad, Penélope, le has dicho lo que todos pensamos y no nos atrevemos a decir. Yo, por lo menos, no me atrevo —dijo bajando la voz y la mirada— y menos desde que me hicieron el favor el notario y ella de darle trabajo a mi Damián. Que ya sabes los apuros que he pasado hasta que encontró esta colocación. ¡Es que no duraba un mes en ningún taller! ¡Y mira que es bueno arreglando motos! Pero no tenía arreglo, enganchado como estaba a los teléfonos eróticos… Unas facturas de infarto y, claro, en el trabajo no estaba en lo que tenía que estar… Así que le duraban los empleos lo que el dueño del taller en descubrirle tres veces enganchado a las llamaditas, en vez de estar arreglando, montando o desmontando las piezas… ¡En fin! —dijo pasándose un mechón de su lacia melinita rubia detrás de la oreja—. Que se me apareció la Virgen cuando dijeron que sí, que el puesto de recepcionista y «chico para todo» se lo daban a él —dijo fijando sus vivos ojillos azules en su amiga—. Aquí lo tengo controlado, ¿sabes?, y parece que le está yendo bien la terapia.

—Me alegro mucho por ti, Magdalena —dijo mirando con cariño a su compañera, y al llegar a la altura de la cafetería donde solían almorzar juntas, se detuvo—. Anda, vamos a tomarnos algo caliente antes de que se nos pase el rato.

A la cafetería El Tintero iban acudiendo, en diferentes tandas, los empleados de la notaría. Magdalena se ofreció a llevar los tés a la mesa que habían escogido junto a la ventana, para ganar tiempo. La cafetería estaba repleta de público y casi toda la plantilla de la notaría estaba allí, formando corrillos y comentando entre cuchicheos lo sucedido aquella mañana en la oficina.

—¡Lo que me faltaba! Si ya se les habían acabado los temas para despellejarme, ahora tienen material nuevo…

—No creas, en esto la mayoría está de tu parte —dijo Magdalena.

—¿En esto? ¡Pues debe de ser en lo único!

Penélope dio un sorbo a su infusión y se preguntó en voz alta:

—¿Por qué me miran con recelo? Hasta tu suegra… ¡Vaya, lo siento! —dijo Penélope con fastidio—. Se supone que esto no debería contártelo.

—¿Mi suegra? ¿La madre de Damián? —preguntó Magdalena y asintió su compañera—. ¿Qué te ha hecho?

—En realidad, nada importante. Pero te da qué pensar.

—Pero ¡cuéntame! ¿Qué ha pasado?

—En realidad no tendría que contártelo… Damián me pidió que no lo hiciera.

—Déjate de pamplinas y ponme al loro de lo que haya ocurrido. ¡Venga!

—Pues que el otro día coincidí en el portal con Damián y su madre. Salían del ascensor. Los saludé y Damián me respondió atento, como siempre, pero su madre me soltó: «Esta es una finca de gente decente, no queremos gentuza».

—¿Qué me estás contando? ¡Esa vieja bruja, que cada día está más encogida y retorcida…! ¡No saldrá volando en su bastón, no! No tendré esa suerte. ¡Terminaré sacándole esos ojos saltones que tiene y que todo lo van controlando! Ella y su gata van a salir por la ventana un día de estos… ¡Me tienen más harta!

—¡Cálmate, mujer! Si te lo he terminado de contar es porque me gustaría saber cómo ha llegado a la conclusión de que no soy decente.

—Mira, hija, no lo sé; porque por comentarios nuestros, te aseguro que no habrá sido. Jamás hemos hablado mal de ti, al contrario. Pero me imagino de dónde vienen los tiros. —Magdalena bajó el tono de voz y se aproximó más Penélope—. Los meses que está en mi casa, ella se encarga de tender la ropa y recogerla. Y, en alguna ocasión, le he oído hacer comentarios acerca de la ropa interior que tienes en el tendedero secándose.

—¡No me lo puedo creer! —dijo Penélope deshinchándose con un largo suspiro—. Pero, es increíble…

—No se lo tengas en cuenta. ¡Es una mujer muy mayor, con una mentalidad muy antigua! Ha vivido y vive amargada desde que el marido la abandonó por otra, cuando Damián y su hermana mayor eran muy niños. Hay que comprenderla también.

—Vaya, lo de tu suegra lo puedo entender. Pero qué me dices de todos estos —dijo indicando con la cabeza hacia donde estaban almorzando los compañeros de trabajo—. ¿Se puede saber qué mosca les ha picado desde que supieron que me había divorciado de Ildefonso?

—Bueno, ese es otro tema… —suspiró Magdalena—. Resumiéndolo mucho: por un lado, que no vivas con tu hija y que la hayas forzado a vivir sola les hace pensar que eres una mala madre. Al menos, no una madre como se espera. Por otro lado, se te considera otra vez «en el mercado» y, claro, a ellos les das alas a imaginar lo que quieran y a ellas… Bueno, a ellas, no sé cómo decírtelo…

—¿A ellas, qué? Porque el que sean ellas las que hayan cambiado de actitud conmigo y me miren mal aún lo entiendo menos.

—Mira, chica, ¡que a ellas les pareces un peligro! Alguien que no está «sujeta» y les puede quitar el marido.

—¿Quitar el qué…? —dijo Penélope con el gesto congelado—. ¡No sé si reírme o ponerme a llorar! ¿Sus… maridos? ¿Es una broma?

—Tómatelo como un cumplido.

—¿Por qué la gente tiene que tomar partido en mis asuntos personales?¿Qué tienen que juzgar? ¿Es que por ser madre dejo de ser mujer? ¿Tengo que enterrarme en vida? ¡Antes que madre, soy persona y luego, todo lo demás! A todo esto, ¿qué saben ellos de lo que he tenido que aguantar y qué es mejor para mi hija y para que madure de una puñetera vez? Tendrías que ver a Lidón ahora. No parece la misma —se emocionaba—. Ahora va comprendiendo todo lo que he pasado y que era lo mejor para ella también romper con ese maldito modelo de mujer invisible. Le ha ayudado a darse cuenta de que ella estaba cayendo en lo mismo con su chico —suspiró y añadió—: Menos mal que ha cortado con él.

Penélope miró con fastidio a la calle a través del escaparate de la cafetería.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó a Magdalena.

Su amiga miró un poco inquieta a su alrededor. Vio a su marido apoyado en la barra tomándose un cortado, mirándola de reojo. Magdalena se removió en la silla, se apretó los labios y se decidió:

—Mira, Penélope, quiero que lo sepas. Yo te admiro. —Y sus ojillos azules la miraban como una niña a su héroe—. Eres muy valiente y hoy lo has vuelto a demostrar. Pero eso produce miedo a los demás. El mundo está lleno de cobardes que temen los pequeños cambios.

—Pero…

—No, déjame acabar antes de que se acerque mi marido… A la gente le da miedo que se rompan las reglas, las situaciones establecidas. Sienten temor al conocer a alguien que se ha atrevido a hacer lo que quisieran hacer ellos, a dejarlo todo atrás, empezar de nuevo y darse otra oportunidad… Lo que deberíamos hacer muchos y no tenemos el valor… —El azul de los ojillos de Magdalena se volvió ligeramente más acuoso—. Nos hace sentir más cobardes y darnos cuenta de que no somos tan felices como nos creemos o nos queremos creer. Y eso, Penélope, no todo el mundo sabe llevarlo bien y las hay que se revuelven contra quien les recuerda su infelicidad. Esas que tratan de ocultarse comprando lujos que no necesitan.

Magdalena sonrió, le cogió cálidamente la mano y prosiguió:

—Para otras, eres un ejemplo y eso también es complicado, porque la otra parte —dijo señalando discretamente con la cabeza hacia Damián, que cambiaba constantemente de postura— siente miedo de que me atreva a seguir tus pasos. Damián no es una joya —sonrieron las dos mientras le veían salir fuera de cafetería a fumarse un cigarrillo—, ya lo sabes. Pero sé que él me quiere; a su manera, claro. Que no es como me gustaría a mí, pero a su manera. —Magdalena se detuvo al ver a Damián exhalando el humo yendo y viniendo por delante de la ventana junto a la que estaban ellas—. Pero yo —añadió dando un profundo suspiro y encogiéndose de hombros— no soy como tú, no sabría qué hacer si me quedo sola.

Penélope se fijó en Damián detenidamente, nunca lo había hecho antes. Le pareció aún más bajo, incluso su cabeza más reducida, rapada al dos donde las entradas habían respetado el cabello; y mucho más finas las patillas, que se las dejaba crecer hasta la altura de los lóbulos, demasiado alargadas para unas orejas tan pequeñas. Él se percató de que estaba siendo observado, se frotó la nariz y les devolvió una sonrisa forzada que dejó entrever su deficiente dentadura, de pequeñas y puntiagudas piezas. No comprendía qué podía encontrar Magdalena, tan tierna y maternal, con una cara tan dulce iluminada por la melenita rubia y lacia que la enmarcaba, en un hombre de escasos modales y tan cortas luces, que no le dedicaba más caricia que echarle el brazo por encima del hombro y rodearle con él la garganta, que no la acompañaba al cine porque estar tanto rato en una sala oscura le pone nervioso y las películas le aburren con tanto diálogo y que no le ve la gracia a dar un paseo sin que haya que ir a algún sitio en concreto o sin tomarse unas cervezas…

Le devolvió la sonrisa, casi tan forzada como la que había recibido de él. Eso pareció impulsarle a regresar junto a ellas.

—¡Vaya, ya os veo, aquí charlando tan a gusto de vuestras cosas! —dijo Damián al llegar hasta ellas con las manos metidas en los bolsillos del pantalón azulón, a juego con la chaqueta abierta sobre una camisa celeste que llevaba desabotonada hasta el segundo botón.

—Ya nos subíamos a la oficina —dijo Magdalena—. ¿Nos acompañas?

—Subid vosotros dos —dijo Penélope—. Acabo de ver entrar a Ana, la de la inmobiliaria, y voy a aprovechar para comentarle una cosa del piso.

—¿Algún problema? —preguntó seriamente Damián.

—No, nada serio. La cisterna, que pierde un poco. Habrá que decírselo al dueño para que lo arregle.

—Vale, pues ya nos vemos arriba —dijo Magdalena.

—Serán cinco minutos.

No fue necesario que Penélope les indicara a Magdalena y Damián quién era Ana, la de la agencia inmobiliaria y con quien había trabado una espontánea y sincera amistad desde el primer minuto de conocerla. Era imposible que pasara desapercibida una mujer con sus medidas, sus curvas, su vestido entallado multicolor, subida a unos tacones imposibles, ni sus grandes ojos oscuros, tan vivos y alegres, ribeteados con khol y rodeados de espesas pestañas cargadas de rímel.

—¡Pene! ¡Hola! ¡Hola! —gritaba Ana avanzando hacia ella, con los brazos abiertos, dando unos breves y rápidos pasitos para acudir a su encuentro, sin recordar ni por un instante que Penélope le había advertido que no recortara su nombre, al menos en público—. ¡Qué alegría, chica! Precisamente me estaba acordando de ti.

Penélope habría preferido volverse invisible cuando todos los hombres de la cafetería se volvieron al unísono para mirar, divertidos, el final de la espalda de Ana.

—Yo también quería hablar contigo. Ven, siéntate —invitó Penélope después de darle dos besos.

—Bueno, tú me dirás, bonita… —dijo Ana mirando de reojo para comprobar qué reacciones había suscitado mientras se deshacía de la cazadora negra con remaches y se sentaba frente a Penélope—. Cuenta, cuenta… —dijo atusándose la melenita negra y ordenando el flequillo recto.

—Lo que tengo que contarte es sobre el piso. La cisterna…

—Espera, ¿que no me vas a contar nada del taxista?

—Pero ¿qué taxista? —dijo Penélope intentando recordar algo que tuviera relación con un taxista—. No te entiendo.

—¡Uy, chica! El del miércoles por la noche, cuando volvíamos del cine. ¡No me negarás que estaba que crujía! Y como te hacía ojitos y te dejó la última…

—¡Ana, cariño! No tienes arreglo… —dijo Penélope y se echó a reír—. No sé de qué me hablas. Será que le miré con ojos de madre, porque podría serlo, te lo aseguro. Es más, yo creo que ves cosas donde no las hay, ¿sabes?

—¡Ay, qué aburridas eres, querida! Por cierto, podríamos salir a cenar esta noche ¿te apetece? Conozco un sitio en el Grao…

—Te lo agradezco, Ana, pero hoy me temo que no voy a ser una buena compañía. Mejor quedamos para este fin de semana, ¿vale?

—¿Vas a coger los pinceles esta tarde? ¡Mira que me gustaría saber pintar como tú! —Ana se encoge de hombros y continúa sonriendo—. Me da una envidia cuando veo tus cuadros…

—Qué va, mujer. No valen nada. Ahora es cuando he podido dedicarles tiempo. Y tengo tanto que aprender… No sé aún qué haré esta tarde y mañana tengo sesión de terapia.

—¡Otra vez, qué rollo, hija! No sé por qué le estás haciendo caso a tu ex… A veces no te entiendo.

—Ya te lo he explicado. Esa es la condición que me impuso para firmar el convenio regulador de mutuo acuerdo y no ir al divorcio contencioso, que ahí nos podemos morir. Así que más vale pasar por las «sesiones de terapia psiquiátrica» y evitarme disgustos y gastos. —Penélope miró el reloj—. Bueno, Ana, tengo que subir a la oficina, que ya me paso cinco minutos y no está hoy el horno para bollos. Ya te llamo y quedamos este fin de semana. ¿Vale, guapa?

—Prométemelo. Luego no me digas que estás liada pintando y eso…

—Prometido. Este fin de semana meto los pinceles en agua y salimos; pero avisa al dueño de mi piso de que la cisterna está estropeada, ¿vale?…

Al abrir la puerta de la habitación que había destinado a taller de pintura, el olor a aguarrás no le surtió el efecto estimulante de tantas ocasiones anteriores durante ese último año. Penélope no se sentía con ánimos para pintar. Si lo hiciera, se reduciría a una acción puramente mecánica, sin alma. Eso no era pintar para ella. Si lo expuesto en el lienzo no transmitía emociones, no era obra de arte. Si una pintura no es capaz de expresar los sentimientos que se ocultan en las capas más profundas de nuestro ser, de mostrar nuestros miedos, de gritarle a los ojos de quien la contempla, conmoverle el alma y las tripas, entonces, no es arte.

Aquella tarde no era adecuada para retomar su última obra. Estaba bloqueada de mente y de sentimientos. Reconocer que la soledad se le había instalado en el cuerpo no estaba resultándole fácil y el episodio con doña Elvira, aún se lo había hecho más amargo. Decidió coger el coche y dirigirse al Grao. Un paseo cerca del mar le haría bien.

Mientras caminaba por las losas rojas del paseo marítimo flanqueada por hileras de palmeras, la mansedumbre de las aguas del puerto y la luz amable de la tarde la fueron serenando. Se sentó en uno de los bancos de piedra del paseo para disfrutar del espectáculo del atardecer cerca del puerto. Se estaba fijando en aquellos matices de color que quería reproducir para expresar estados de ánimo, cuando sintió vibrar el móvil que llevaba en el bolsillo de la gabardina.

—Dime, hija. ¿Estás bien?

—Sí, mamá. ¿Por qué iba a estar mal? Escúchame, te llamaba para decirte que he decidido continuar los estudios en Madrid. Me he matriculado en la Complutense. Así que el próximo curso lo haré allí.

—¡Vaya, eso sí que es una sorpresa! Ya podrías haberlo comentado antes. No sé.

—¿Es que no te alegras?

—Claro que me alegro por ti, pero te veré menos a menudo. Y eso nunca es una buena noticia.

—Ley de vida, mamá. Así te vas acostumbrando.

—Supongo. ¿Vendrás este domingo a comer a casa?

—Sí, claro. El domingo nos vemos. Un besito, mamá.

—Un beso, cielo.

Tras guardar el móvil, sitió el impulso de continuar su paseo. Mientras caminaba, intentaba quitarse de la cabeza la frase de Magdalena que se le había clavado en la mente: «Sé que él me quiere; a su manera, claro. Que no es como me gustaría a mí». Eso era. Sí, señor. Esa era la gran diferencia entre Magdalena y ella: que ella no se conformaba con que la quisieran de una forma que no fuera la que necesitaba. Que se resistía a la idea de morir sin haber sido amada de verdad alguna vez en la vida. Sí, de verdad, tal y como ella entendía que era de verdad, que no era otra que como ella misma amaba: dándolo todo, sin dar lugar al egoísmo, sin espacio para el rencor, con un amor que supera todas las dificultades, los errores y los malos momentos. Un amor que no queme, sino que enriquezca; un amor que no reste, sino que sume, que le permita florecer. Un amor recíproco. Ese era su gran hallazgo: que sola podía evolucionar, pero no disfrutaba de la alegría de compartir la serenidad y la felicidad que había alcanzado a solas; que los momentos de felicidad son para compartirlos, si no, se evaporan como fantasmas que nunca existieron.

Un repentino soplo de aire fresco hizo reaccionar a Penélope. Los tonos suaves del atardecer habían desaparecido del paisaje y se habían ido transmutando en azules. Cientos de destellos anaranjados iluminaban el puerto. Cuando regresó a su vehículo, diminutos puntos blancos iban ganando intensidad en el cielo a medida que ennegrecía.

De camino a casa condujo tranquila y satisfecha, había recuperado fuerzas para enfrentarse a la sesión de terapia del día siguiente. Ahora sabía qué la diferenciaba de los demás: que no se resignaba a dejar de reclamarle a la vida lo que esta le debía.

¿Qué por qué le dije a mi marido que no sabía quién era él? Pues porque, en realidad, no sabía muy bien quién era aquel hombre con quien he compartido más de veinte años de mi vida.

¿Sabe, doctor? Un día le contemplas por un momento, mientras te habla de esto y de aquello que le interesa a él. Le observas. Él evita mirarte a la cara. Su atención está atrapada por las imágenes del folleto que sujeta entre sus manos y que anuncia el último capricho tecnológico. Afirma que lo necesita imperiosamente, que hoy en día no se puede vivir sin ese ingenio y por eso ha decidido que tendremos que aplazar un año más el viaje que yo tanto ansiaba porque ya es mucho gasto. Luego, echa una calada a su cigarrillo y se concentra en las imágenes que aparecen en la pantalla del televisor cada vez que pulsa el mando a distancia con ahínco, saltando de canal en canal, buscando algún programa que le interese.

Te detienes en su contemplación y descubres, de repente, a un extraño. Un rostro que no es el de aquel hombre ocurrente y galante que te invitó a salir para conoceros mejor, ni su piel tiene el tacto suave y cálido que te quemó las mejillas cuando se acercó tanto para besarte los labios por primera vez, ni sus manos la premura de la primera caricia. Y te preguntas, ¿dónde está? ¿Adónde marchó aquel hombre? Sientes que tu Ulises se marchó hace ya tanto, que aunque regresara, ya no le reconocerías. Que llevas demasiado tiempo esperando su regreso. Tanto que se te ha olvidado qué es lo que estás esperando.

Entonces, le vuelves a mirar y sientes la inabarcable distancia que separa tu planeta del suyo. Su mente discurre por rincones desconocidos y no comparte tus sueños, sino que los aparta con desdén apenas esbozados. Ilusiones arrinconadas que siguen esperando que se cumpla la última promesa de hacerlas realidad. Pero nunca se cumple, porque siempre se interpone algo más importante o perentorio para él.

Y te preguntas si esta persona es, realmente, aquella con la que has convivido algo más de veinte años de tu vida. Te preguntas cómo le puede importar tan poco que tus anhelos se conviertan en ceniza con el paso del tiempo. ¿Y dónde está la ilusión primera con la que se edificó la vida en común? Desapareció pronto, al contacto con su egoísmo, como la bruma se diluye con el roce de los rayos del sol.

Cuando sientes que su camino y el tuyo se bifurcaron muchos años atrás, el espejismo del paraíso se desvanece y descubres que te encuentras en el desierto y que no existe aquel oasis por el que tanto has luchado. Que ese pozo al ras de suelo, del que estabas bebiendo todos estos años, hace tiempo se evaporó, y eso explica por qué ahora tienes la boca y la garganta llenas de llagas y de arena áspera y punzante. Entonces te invade la sensación de que todo lo que has vivido en común con él era irreal; era lo deseado, no lo acontecido. El pozo nunca existió. El agua que bebiste eran tus propios jugos.

Parece imposible, pero es así: la persona a la que más has querido, mucho más que a ti misma, ya no te produce ni frío ni calor. Se ha convertido en una sombra gris y alargada que se afina hasta quedar convertida en un delgado, tenso y frágil filamento a punto de romperse. Entonces sientes pánico, un terror helado y una angustia biliosa, un vértigo que te absorbe hacia una vorágine que te priva de los sentidos y en la que se suceden explosiones neuronales en cadena en secretos recovecos de tu cerebro. Y, despacio, muy despacio, te asomas con pavor al abismo que se ha abierto a tus pies al descubrir, con repentina lucidez, qué es lo que te está pasando.

¿Qué descubrí, me pregunta, doctor? Que le dedicaba la vida a un extraño. Que preparaba comida, le lavaba la ropa y dormía con quien se había convertido en extraño a fuerza de expulsarme de mí misma, sofocando mis iniciativas, ninguneándome ante nuestra hija, ridiculizando mis opiniones y devaluando todo aquello que me importara.

Lo que había descubierto, doctor, era el origen de mis dolencias físicas y del desasosiego que me gobernaba. Me había ocurrido lo más terrible que le puede ocurrir a una mujer cuya vida gira en torno a su marido: se me acabó el amor por él.

¿Así de golpe? No, no, por Dios. ¡Qué va! No le ha resultado tan fácil sofocarlo, no crea. Ildefonso ha necesitado veinte años para asfixiarlo. Ha sido un trabajo constante y subterráneo, una labor de zapa continua que al final ha dado sus frutos.

He vivido estos últimos quince años al límite de mis fuerzas, más allá del límite del agotamiento, intentando lograr que un ciego viera los colores, que un sordo escuchara lo que tenía que decirle. ¿Que si era importante lo que le quería decir? ¡Qué más da! Si para él, todo lo que yo pudiera decir o pensar solo eran tonterías si no coincidía con sus sentencias. Puede que lo fueran, unas veces sí y otras no. ¡Pero eran mías! Y por eso debería haberlas escuchado con respeto.

¿Solo una crisis más? No, no. Esta vez no es como las anteriores. Crisis ha habido desde el primer día, desde el primer minuto de casados. Ya las hubo el día de nuestra boda. Al acabar la ceremonia, Ildefonso nos dejó, al vehículo engalanado de flores y lazos y a mí, aparcados en una calle próxima a su casa de soltero para irse con sus hermanos a recoger no sé qué cosa, ante la mirada atónita o divertida de los curiosos que pasaban por allí. No regresó hasta que se hizo la hora del banquete. Durante todo ese tiempo de espera varias veces pensé en marcharme de allí, pero no tuve valor de vagar por las calles vestida de novia, sin tener adónde ir ni dinero para tomar un taxi. Más tarde, en el propio banquete, ante todos los invitados, tuve que tragarme las lágrimas mientras él me reprochaba al oído, con vehemencia, que se sentía ridículo por mi culpa, porque conversaba con la madrina cuando solo debería atenderle a él. Eso no fue más que el principio.

No se trata de una crisis más o menos profunda, doctor. Yo le hablo de que algo se ha roto en mí, de un crujido interior. De un reloj que detuvo sus agujas para siempre. Yo le hablo del instante en que la tierra se abrió a mis pies, de la vertiginosa caída al vacío con el grito atravesado en la garganta sin poder dejarlo escapar, de la lucidez que no deja lugar a la duda de que toda la vida anterior está equivocada. No se trata de una crisis. Es un final. Una muerte. Y la muerte siempre es algo inesperado y definitivo.