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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Dorothy Breedon

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La llave de su corazón, n.º 1436 - noviembre 2017

Título original: At the Millionaire’s Bidding

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-466-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

DAVE Benson entró en el oscuro y abarrotado guardarropa adyacente al despacho y cerró cuidadosamente la puerta.

Después de la inesperada llamada recibida al mediodía, había sido acordado que él se ocuparía de la importante visita que iban a recibir.

Eleanor, que estaba preparando un té, lo miró con ojos esperanzados.

Dave respondió a su silenciosa pregunta.

–Sí, es Robert Carrington, el financiero, y el trabajo en oferta es justo lo que estábamos esperando…

Aunque habló en tono animado, Eleanor notó que no parecía especialmente satisfecho.

–Al parecer, Carrington está harto de vivir y trabajar en Londres y le gustaría empezar a dirigir su negocio desde su casa. Posee una casa en Little Meldon y quiere instalar en ella su despacho con lo último en alta tecnología.

–¡Eso es maravilloso! –exclamó Eleanor.

–Lo sería si lograra cerrar el trato, pero es un hombre muy extraño… –Dave habló en tono claramente irritado–. Aunque debe saber que somos una empresa pequeña no deja de manifestar dudas respecto a nuestra capacidad y al tiempo que habrá que invertir en viajes. Le he asegurado que podemos hacerlo, pero aún no he logrado convencerlo.

Mientras Eleanor lo observaba y trataba de ocultar su ansiedad, Dave se sirvió una taza de té y ocupó la única silla del guardarropa.

A través de la ventana podía oírse el tráfico de Edgware Road.

–¿No deberías volver con él? –preguntó Eleanor al ver que Dave no parecía tener prisa.

–Está hablando por su móvil. Cuando ha sonado, el muy arrogante ha alzado una ceja y me ha dicho, «¿le importa?», como si fuera el chico de los recados.

–Ten cuidado cuando vuelvas –rogó Eleanor–. No dejes que note lo que sientes por él.

–Me temo que ya lo sabe –admitió Dave–. Hemos chocado desde el principio. Será mejor que negocies tú con él. Según la prensa, jamás menciona su vida privada pero, al menos en público, parece que le gustan las mujeres, así que puede que una mujer tenga más oportunidades.

Eleanor lamentó secretamente que no hubiera dicho «una mujer guapa», pero sabía muy bien que el adjetivo no habría estado justificado. Asintió.

–Haré lo posible, aunque recuerdo haber leído en el Finance International que tiene fama de ser un negociador muy duro.

–Si no logramos el contrato vamos a tener problemas serios –Dave pasó una mano por su atractivo rostro–. Es casi un milagro que un hombre como Carrington haya acudido a nosotros, y no podemos perder esta oportunidad, así que prométele lo que quiera.

–No creo que tenga sentido hacer promesas que no podamos cumplir –protestó Eleanor.

–Vamos, Ellie, no me vengas con cuestiones de ética. Para cuando Carrington averigüe si podemos o no hacer frente al encargo, ya estaremos de lleno en faena y se verá obligado a aceptar lo que pueda obtener. Nuestra mejor baza, tal vez la única con la que contamos, es que quiere que el trabajo se haga cuanto antes. Las grandes empresas tienen ya importantes compromisos y no podrían atenderle con tanta rapidez como él desea. Dile que nuestro próximo trabajo ha quedado momentáneamente suspendido…

No había próximo trabajo. A pesar de todos sus esfuerzos, su cuaderno de encargos seguía deprimentemente vacío.

–Y no dejes de repetirle que podemos empezar en cuanto acepte. El mismo lunes, si le viene bien… aunque necesitaremos un sustancial adelanto de dinero para encargar el material.

–Pero Greenlees nos proveerá sin…

–Greenlees nos ha cerrado el grifo. No están dispuestos a darnos ni un teclado hasta que no les paguemos lo que les debemos.

–Pero ya les hemos pagado. Zanjamos nuestra deuda en cuanto cobramos el último trabajo –al ver que Dave no decía nada, Eleanor insistió, preocupada–. Yo misma envié el cheque a primeros de semana.

–Fue devuelto. Esta mañana he recibido un desagradable mensaje electrónico de Geenlees y una llamada aún más desagradable del banco.

–¡Pero tiene que haber un error! –protestó Eleanor.

–No hay ningún error.

–Estoy segura de que había suficiente dinero en el banco para cubrir los gastos.

–No lo había –la mirada de los ojos marrones de Dave se endureció–. Cuando fui a recoger el paquete de software de Burton insistieron en cobrar de inmediato. No me quedó más remedio que extenderles un cheque.

–No sabía que las cosas estuvieran tan mal. ¿Por qué no me lo habías dicho?

–No tenía sentido preocuparte.

–Deberías habérmelo dicho. Se supone que parte de mi trabajo consiste en ocuparme de las facturas. Si me lo hubieras advertido, en lugar de enviar a Greenlees un talón sin fondos habría ido a verlos y a pedirles un poco más de tiempo. Eso nos habría ahorrado…

–En lugar de discutir, ¿por qué no sales a hacer tu trabajo? –espetó Dave con una mueca de desagrado–. Y no olvides que Carrington es nuestra última esperanza, así que ofrécele la luna si es necesario. Tenemos que conseguir este trabajo si queremos seguir en el negocio.

La fría certeza de su tono asustó a Eleanor, que supo instintivamente que, si perdían el negocio, lo más probable era que ella también perdiera a Dave.

Sin la promesa de un futuro, no tenía nada que ofrecerle. Al menos, nada lo suficientemente excitante como para retenerlo a su lado. Su futuro sería tan deprimente y gris como lo había sido su pasado.

Tenía que convencer a Robert Carrington de algún modo para que les diera el trabajo.

Respiró profundamente y se volvió hacia el espejo para comprobar su aspecto. Lo que vio no sirvió precisamente para subirle la moral. Vestida con un traje gris marengo, parecía tan delgada que llegaba a resultar demacrada, y su rostro en forma de corazón estaba pálido y tenso.

Un mechón de pelo negro como el azabache había escapado de su moño. Lo colocó en su sitio, cuadró los hombros, tomó la bandeja con el té y salió al despacho.

Había un hombre junto a la ventana, de espaldas, contemplando la calle que se hallaba cuatro plantas más abajo.

Alto y fuerte, de anchos hombros, sus manos colgaban a ambos lados de su cuerpo, relajadas pero alerta, y su pelo, corto y de color maíz, se rizaba ligeramente en su nuca.

Se volvió sin prisas, y lo primero que notó Eleanor fue que sus cejas y pestañas eran más oscuras que su pelo.

Por los comentarios de Dave sobre su gusto por las mujeres había imaginado que sería un hombre atractivo de unos cincuenta y tantos años vestido con una ropa más juvenil de la que le correspondía, pero su aspecto la desconcertó por completo. Robert Carrington no debía tener más de treinta y cinco años y vestía un elegante y sobrio traje gris con una corbata azul. Su rostro, moreno y duro, no podía describirse precisamente como guapo, y si tenía algún encanto especial, lo ocultaba a la perfección.

Al ver que Eleanor seguía mirándolo sin decir nada, alzó una ceja con expresión irónica.

Ella se ruborizó, dejó precipitadamente la bandeja en la mesa y se acercó a saludarlo. Debía medir más de un metro ochenta y cinco.

–Señor Carrington… Soy Eleanor Smith.

Él estrechó su mano con firmeza y ella se encontró atrapada por unos ojos de color verde bronce, parecidos a los de un lobo.

–¿Como en Smith y Benson? –su voz era grave y atractiva, y su pregunta rompió el embrujo.

–Sí… sí –balbuceó Eleanor.

Él miró la bandeja de té y preguntó en tono irónico:

–¿Y está sustituyendo a la chica de los recados?

Eleanor hizo un esfuerzo por recuperar el control.

–Me temo que en estos momentos estamos cortos de empleados –dijo con tanta frialdad como pudo antes de ir a ocupar la silla de cuero que había tras el escritorio. Señaló la silla que había al otro lado–. ¿Quiere sentarse, señor Carrington? –alargó una mano hacia la tetera–. ¿Con leche y azúcar?

Carrington parecía divertido, como si estuvieran jugando a algo.

–Un poco de leche y nada de azúcar. Yo ya soy lo bastante dulce –añadió de forma inesperada.

«¡Quién lo diría!», pensó Eleanor, que, por la mirada que le dedicó Carrington, se preguntó enseguida si habría dicho aquello en alto.

Sirvió té en una taza con mano ligeramente temblorosa y se la alcanzó, pero la soltó con demasiada rapidez y una pequeña cantidad de té se derramó en el plato y en los pantalones de Carrington.

Mientras se quedaba mirándolo, horrorizada, él dejó tranquilamente la taza en la mesa, sacó un pañuelo impecable del bolsillo de su chaqueta y procedió a secarse.

Cuando a Eleanor le había sucedido lo mismo con Dave, este había saltado del asiento maldiciendo.

Sin embargo, la reacción de aquel hombre había sido tan contenida que ella casi habría preferido que maldijera.

–Lo… lo siento mucho –se disculpó–. Espero no haberle escaldado.

–No ha caído en ningún sitio vital –replicó él, y, tras hacer una bola con el pañuelo, lo arrojó a la papelera.

–Deje que le sirva otra taza.

Él negó con la cabeza.

–Puede llamarme cobarde, pero creo que no voy a arriesgarme –al ver que ella se ruborizaba, añadió–: En cualquier caso, la taza aún está casi llena. Con un poco de té se puede llegar muy lejos.

A Eleanor no le cupo ninguna duda de que estaba disfrutando con su desconcierto. Dave tenía razón; Robert Carrington era un arrogante.

Pero no debía permitir que se notara lo que pensaba de él. Ya había estropeado bastante las cosas con su estupidez.

–Lo siento –repitió.

Él hizo un expresivo gesto con la mano.

–No tiene importancia –miró la taza vacía que había en la bandeja–. Espero que vaya a acompañarme.

–Bueno, yo…

–De lo contrario, podría empezar a pensar que realmente es la chica de los recados.

Consciente de que ya había metido la pata varias veces, Eleanor se las arregló para sonreír a la vez que servía otra taza de té.

–Salud –Carrington alzó su taza y bebió.

Ella apretó los dientes y dio un sorbo al té que no quería tomar, pues le recordaba desagradablemente a todas aquellas tazas de líquido tibio y gris que se suponía que era té y que había tenido que tomar en otra época.

Desde entonces odiaba el té.

–Por mera curiosidad, ¿cuántos empleados trabajan en su empresa? –preguntó él–. No he logrado que Benson me diera una respuesta clara.

–Estoy segura de que le habrá explicado que somos una pequeña empresa y…

–¿Cuántos?

–Dos.

–Ya veo.

–Normalmente no hacen falta más –dijo Eleanor con firmeza–. Aunque todo depende del trabajo que haya que hacer y de la rapidez con que quiera que se lleve a cabo. Si necesitamos mano de obra extra, como carpinteros, electricistas y demás, los contratamos temporalmente. Tengo entendido que quiere que su encargo se lleve adelante sin dilación, así que…

–¿Qué le ha sucedido a Benson? ¿Acaso se ha asustado?

Molesta por la interrupción, Eleanor respondió con toda la calma posible.

–Tenía una cita.

–Y ha decidido enviar a una mujer guapa en su lugar, ¿no? –dijo Carrington en tono burlón.

–Puede que no sea guapa –replicó Eleanor de inmediato–, pero soy socia de la empresa. Nadie me «envía» a hacer nada.

–¡Bien por usted! –aplaudió él.

A continuación se puso en pie, rodeó el escritorio, puso una mano bajo la barbilla de Eleanor y le hizo volver el rostro para mirarla.

Ella se quedó petrificada mientras él contemplaba sus ojos grises y ligeramente separados, sus altos pómulos y su nariz recta, su generosa boca y puntiaguda barbilla. Luego, Robert Carrington deslizó un dedo con delicadeza por la cicatriz que descendía desde su sien izquierda hasta su mejilla.

–¿Qué le hace pensar que no es guapa? –preguntó.

Eleanor aún podía escuchar en el interior de su cabeza la voz que decía «es una pena que tenga esa fea cicatriz», y, convencida de que Robert Carrington le estaba tomando el pelo, contestó temerariamente:

–Tengo espejo.

–¿Y cómo se describiría?

–Insulsa. Indescriptible. Marcada.

–No sirve de nada mirarse en un espejo si uno lo hace con prejuicios. Trate de verse a través de los ojos de otra persona para conocer su opinión –Carrington bajó la mirada hacia la sencilla sortija que adornaba la mano de Eleanor–. Por ejemplo, a través de los de su prometido.

Eleanor había mirado los ojos de Dave y lo único que había visto reflejado en ellos había sido su propia opinión.

Casi antes de que aquel deprimente pensamiento cruzara su mente, Robert Carrington había vuelto a sentarse frente a ella.

Eleanor aún podía sentir el contacto de su mano, casi como si la hubiera marcado, y tuvo que reprimir un escalofrío mientras se esforzaba por recuperar la compostura.

Aunque sus instintos la impulsaban a huir y esconderse, sabía que debía hacer las paces con aquel hombre.

Era necesario.

–Lo siento –dijo–, pero me temo que nos hemos desviado del tema, y estoy segura de que no quiere malgastar su tiempo.

–Yo no describiría esto como una pérdida de tiempo –contestó él perezosamente–. A veces es útil divagar un poco. Ayuda a centrar la mente.

Eleanor contó hasta diez.

–Pues ahora que hemos divagado un poco, tal vez podamos volver a hablar de negocios –su tono, aunque agradable, implicaba que ella no tenía tiempo que perder, aunque él sí lo tuviera.

Robert Carrington entrecerró los ojos.

–Si está demasiado ocupada como para concederme su tiempo…

–¡No! No me refería a eso. Por supuesto que no estoy demasiado ocupada –la precipitada interrupción traicionó la desesperación de Eleanor.

En lugar de enterrar la cabeza entre los brazos y ponerse a llorar, como le habría gustado, se irguió en el asiento y alzó la barbilla.

–Usted debe saber que queremos el trabajo, y puedo asegurarle que si nos da la oportunidad haremos todo lo posible para que quede satisfecho.

Carrington la miró pensativamente.

–¿Cuánto tiempo lleva en el negocio?

–Poco menos de un año –contestó Eleanor, reacia.

–¿Y ese es el tiempo que llevan en esta oficina?

–Sí –Eleanor pensó que era una suerte que Carrington no hubiera visto el lugar cuando lo alquilaron. Mientras Dave salía en busca de encargos, ella se había ocupado de pintar y decorar con sencillez el despacho. Hasta que lo había visto a través de los ojos de su posible cliente le había parecido que estaba bastante bien.

–Hmm –murmuró él–. ¿Qué tal si me cuenta cómo llegó a formarse la compañía Smith and Benson?

Eleanor deseaba mirar hacia el futuro, no hacia el pasado, pero, a menos que siguiera la corriente a aquel hombre, podía no haber futuro al que mirar.

–Fue idea de Dave. Su fuerte siempre ha sido el aspecto técnico de los ordenadores y la comunicación. Es brillante en ese campo.

–¿Y usted?

–Yo no sabía nada sobre el negocio, pero para que pudiera entrar como socia Dave me animó a tomar un curso práctico de ciencias empresariales.

–¿Qué abarcaba ese curso?

–Planificación de equipamiento de oficinas, instalación y empleo de últimas tecnologías y programación. Para mi sorpresa, encontré todo muy interesante.

–¿A qué universidad asistió?

–No fui a la universidad. Asistí a unas clase nocturnas especiales.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Casi un año.

–¿Por qué eligió las clases nocturnas?

–Necesitaba seguir trabajando para mantenerme.

–¿En qué trabajaba?

–En un hotel.

–¿Como recepcionista?

–¿Qué le hace pensar eso?

–Tiene una voz muy atractiva y habla bien.

Dave había dicho algo muy parecido.

Viendo que Robert Carrington parecía estar esperando su respuesta afirmativa, Eleanor sintió cierto placer al responder:

–Trabajaba en la cocina.

–¿Durante todo el tiempo que duró el curso?

–Sí.

–¿La ayudaban sus padres?

–No.

–¿Y no podía mantenerla Benson?

–No estaba en condiciones de hacerlo –de hecho, había sido ella la que había mantenido a Dave durante su último curso en la universidad.

–¿Y qué le decidió a entrar en el negocio en lugar de seguir con su trabajo?

–Era algo que ambos queríamos hacer. Supongo que nos gustaba la idea de ser libres y trabajar para nosotros mismos…

 

 

Lo cierto era que, en principio, ella había querido algo que fuera exclusivamente suyo. Un pequeño negocio de alguna clase, una librería de segunda mano, o una tetería, tal vez, a ser posible con alojamiento incluido.

Seguridad e independencia.

Solo más adelante había incluido en su sueño a Dave.

Había sido una niña callada e introvertida que, según la supervisora, vivía encerrada en sí misma. Aunque considerada especialmente inteligente, las notas que había sacado en el colegio apenas habían superado la media. No sobresalió en nada.

Cuando finalmente dejó las aulas para empezar a trabajar en las cocinas del hogar para niños, y ya pensando en el futuro, no lo lamentó especialmente.

En cuanto tuvo edad suficiente, agradeció a quienes correspondía los años que la habían cuidado y escapó de la gris monotonía de Sunnyside. Tan solo se llevó consigo un poco de ropa, un perdurable amor por los libros y la música, y cierta experiencia como cocinera.

Encontró trabajó como ayudante de cocina en un ajetreado hotel que se hallaba a menos de dos kilómetros de Sunnyside. Trabajaba duro y muchas horas, pero el trabajo incluía una pequeña habitación.

Era oscura, tenía corrientes y su única ventana daba al patio, pero era suya. Su refugio. Sus dominios privados. Por primera vez en su vida se sintió dueña de su propio destino.

Aunque el salario era muy bajo, el trabajo incluía la habitación y la comida, de manera que pudo ahorrar casi cada penique.

El resto de la plantilla del hotel la invitaba a reunirse con ellos en lo pubs y los clubs locales, y les pareció un tanto extraño que siempre rechazara el ofrecimiento. Pero aunque Eleanor se mostraba siempre amable y cordial, nunca intentó mezclarse con ellos y, al cabo de un tiempo, dejaron de insistir.

En cuanto su horario quedó claramente establecido aceptó un trabajo como cajera por las tardes y durante su día libre en el supermercado cercano.

Cuando se metía en la cama cada noche estaba demasiado cansada incluso para soñar.

Pero tal vez no lo necesitaba. Tras tres años de duro trabajo y ahorro, parecía que empezaba a llegar a algo. Un año más y podría empezar a buscar una pequeña tienda que alquilar para que sus sueños empezaran a transformarse en realidad.

Un viernes por la tarde, antes de cerrar, vio a un hombre joven en vaqueros que estaba a punto de pasar por la caja con la compra.

Dave.