Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.
LA SENSATA SECRETARIA, N.º 2359 - octubre 2010
Título original: Oh-So-Sensible Secretary
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9206-3
Editor responsable: Luis Pugni


E-pub x Publidisa

CAPÍTULO 1

TODO estaba en su sitio: el ordenador encendido, un cuaderno y un lapicero al que acababa de sacar punta al lado del teléfono. Aparte de eso, el escritorio estaba limpio, como a mí me gusta. No soporto el desorden.

Sólo faltaba una cosa: mi nuevo jefe. Phin Gibson llegaba tarde y yo empezaba a estar un poquito molesta. Tampoco soporto la impuntualidad.

Había llegado a la oficina a las ocho y media porque quería dar buena impresión. Me había puesto mi mejor traje gris y mi maquillaje era sutil y tan profesional como siempre; mis uñas, perfectamente cortadas y pintadas, volando sobre el teclado. Sólo tenía veintiséis años, pero cualquiera que me mirase se daría cuenta de que era la ayudante ejecutiva perfecta, serena y capaz.

Claro que, a pesar de mi aspecto sereno, a las diez y media no me sentía así en absoluto. Estaba enfadada con Phin Gibson y deseando haberme comprado un donut antes de subir a la oficina.

Sé que no parezco la clase de chica aficionada a los donuts, pero no puedo aguantar toda la mañana sin tomar algo de azúcar. Tiene que ver con mi metabolismo, bueno, eso es lo que suelo contar, y si no tomo algo dulce antes de las once me pongo bastante antipática.

El chocolate o las galletas podrían valer, pero lo mío son los donuts y hay una cafetería en la esquina de las oficinas de Gibson & Grieve en la que tienen los donuts más blanditos y deliciosos que he probado nunca.

Tengo por costumbre comprar un donut y un capuchino antes de entrar en la oficina y espero hasta estar tranquila para aumentar mis niveles de azúcar, pero hoy he decidido no hacerlo. No sabía qué clase de jefe sería Phin Gibson y no quería que me pillase con un bigote de azúcar el primer día. Este puesto de ayudante ejecutiva es una gran oportunidad para mí y quería impresionarlo con mi profesionalidad.

¿Pero cómo iba a hacerlo si no estaba aquí? Exasperada, decidí contestar al e-mail a Ellie, mi amiga del departamento de marketing:

De: e.sanderson@gibsonandgrieve.co.uk

A: s.curtis@gibsonandgrieve.co.uk Enviado: lunes, 18 enero 09:52 Asunto: GRACIAS Summer, eres divina. Muchísimas gracias por en

viarme ese informe… y un viernes por la tarde, además. Me has vuelto a salvar la vida. ¿Sabes algo de Phin Gibson? Estoy deseando saber si es tan guapo como en la tele. Besos

De s.curtis@gibsonandgrieve.co.uk

A: e.sanderson@gibsonandgrieve.co.uk Asunto: Ref. GRACIAS

Ningún problema, Ellie. Si quieres que te sea sincera, me alegré de tener algo que hacer. Una ayudante ejecutiva no puede hacer mucho si no tienes un jefe… que AÚN no ha aparecido, por cierto. Podría haber llegado a su hora por ser el primer día, pero por lo visto le da igual. La verdad, empiezo a pensar que no debería haber dejado mi puesto en el despacho del director. Tengo la impresión de que Phin Gibson y yo no vamos a llevarnos bien y a menos que…

–Vaya, vaya, vaya… Lex debe conocerme mejor de lo que yo creía. Esa voz profunda y masculina hizo que levantase la cabeza del ordenador.

Y allí, por fin, estaba mi nuevo jefe. El propio Phinneas Gibson, apoyado en el quicio de la puerta y sonriendo con esa famosa sonrisa que tenía a millones de mujeres, incluía mi compañera de piso Anne, prácticamente babeando.

Yo nunca he babeado y esa sonrisa me sonaba a: «soy increíblemente atractivo y encantador y lo sé perfectamente».

Mi primera reacción al ver a Phin fue de sorpresa. No, ahora que lo pienso, sorpresa no es la palabra. La verdad es que me llevé un sobresalto.

Yo ya sabía cómo era físicamente. Habría sido imposible no saberlo ya que Anne insistía en que viera el programa En el lado salvaje con ella. Es su apartamento, de modo que ella controla el mando de la televisión.

Si formas parte del dos por ciento de la población que ha tenido la suerte de no haberlo visto nunca, deja que cuente: Phin Gibson se dedica a llevar a grupos de gente a los sitios más inhóspitos de la tierra, donde tienen que completar una serie de tareas en las peores condiciones posibles. Y delante de una cámara de televisión.

Según Anne es de visión obligatoria, pero personalmente nunca he entendido por qué hacen programas en los que los participantes tienen que pasarlo fatal. En serio, ¿para qué vas a recorrerte la jungla a pie cuando puedes hacerlo en avión?

Pero mejor no hablamos de los programas de tele-realidad porque es otra cosa que no soporto.

De modo que tenía delante de mí esos extraordinarios ojos azules, el pelo rubio y la famosa sonrisa, pero no había contado con que Phin Gibson fuera mucho más grande y más impresionante de cerca. Verlo en la pequeña pantalla no era lo mismo que el impacto de tenerlo delante.

No sé si puedo explicarlo. Es esa sensación… como cuando un golpe de viento te pilla por sorpresa y te deja un poco sin aire, pero llena de energía. Pues eso exactamente fue lo que sentí la primera vez que vi a Phin Gibson.

Estaba recostado contra el quicio de la puerta, mirándome con expresión burlona. No era que irradiase energía, más bien que todo a su alrededor parecía llenarse de energía con su sola presencia. Uno prácticamente podía ver las moléculas flotando por el aire y el propio Phin parecía estar usando más oxígeno del que era normal, dejándome a mí sin aire.

Aunque yo intentaba disimular.

–Buenos días, señor Gibson –lo saludé, quitándome las gafas que uso para trabajar.

–¿Es posible que tú seas mi ayudante? –preguntó él, estudiándome con una mezcla de burla y admiración.

–Soy Summer Curtis, sí.

Un poco molesta por su cara de sorpresa me levanté de la silla para ofrecerle mi mano. Algunos de nosotros somos profesionales.

Los dedos de Phin se cerraron sobre los míos.

–¿Summer? No puedes llamarte así.

–Me temo que sí –dije yo. No puedo explicarte cuántas veces me hubiera gustado que mi nombre fuese un poco más normal, Sue o Sarah, pero nunca más que en aquel momento, con esos ojos azules tan burlones clavados en mí.

Intenté apartar la mano, pero Phin no la soltaba.

–No puedes llamarte Summer, es imposible. Nunca he conocido a nadie con un nombre que le pegue menos. Aunque una vez conocí a una chica que se llamaba Caridad y de caritativa no tenía nada.

–¿Por qué no me pega el nombre?

Phin Gibson me miró de arriba abajo.

–Seria, reservada, pelo castaño, ojos del color del cielo cuando amenaza tormenta… ¿cómo se le ocurrió a tus padres ponerte un nombre que significa «verano»? Deberías llamarte Otoño.

–Pues no lo sé –suspiré yo, soltando mi mano por fin.

–Tengo que darle las gracias a Lex –sonrió Phin, sentándose sobre mi escritorio–. Me dijo que ya tenía ayudante, pero yo esperaba un dragón.

–Puedo serlo cuando hace falta –le dije–. Y le aseguro que estoy más que capacitada para hacer este trabajo.

–No tengo la menor duda.

Phin había tomado mi lapicero y le daba vueltas distraídamente entre los dedos… es la clase de cosa que me saca de quicio, pero no me atreví a quitárselo.

–¿No me digas que Lex no te ha puesto aquí para vigilarme?

Yo carraspeé, incómoda.

«Eres la persona más sensata que hay por aquí» habían sido las palabras de Lex Gibson cuando me ofreció el puesto. «Necesito a alguien competente para evitar que mi hermano haga alguna idiotez».

Aunque no podía decirle eso a Phin, claro. Yo admiro mucho a Lex, pero me preguntaba si tenía o no razón. Phin no parecía un idiota y tampoco era un crío. No debía ser mucho mayor que yo, treinta y pocos años, pero era un hombre.

–Su hermano ha pensado que le vendría bien una ayudante que conociera bien la empresa. –En otras palabras, que mi hermano piensa que soy un problema y quiere que tú me tengas a raya.

Yo quería un ascenso, aunque eso significara tener que trabajar con el hermano de Lex Gibson. Tal vez debería explicar, para aquéllos que vengan de Marte o de fuera del Reino Unido, que Gibson & Grieve es una histórica cadena de grandes almacenes con fama de buena calidad y mejor servicio que otras empresas envidian. El primero de los grandes almacenes se creó en el centro de Londres, pero ahora tenemos tiendas en la mayoría de las ciudades del Reino Unido. Estamos «dejando nuestra huella en oro», como a Lex le gusta decir.

Los Grieve murieron hace tiempo, pero los Gibson siguen controlando la mayoría de las acciones y Lex Gibson dirige la empresa con mano de hierro. Que yo sepa, Phin jamás ha mostrado el menor interés por la empresa familiar hasta ahora, pero siendo heredero de una parte sustanciosa es automáticamente miembro del consejo de administración. De modo que su ayudante, o sea yo, estaría trabajando al más alto nivel.

Creo que la idea era que Phin fuese durante un año el rostro de Gibson & Grieve, de modo que aunque el puesto no fuera permanente quedaría muy bien en mi currículo. Y el dinero extra también me vendría genial, claro. Si quería comprarme una casa tenía que ahorrar todo lo posible. Además, a mí me gusta hacer planes y este puesto era un escalón más. Puede que no me emocionase la idea de trabajar con Phin Gibson, pero era una oportunidad que no estaba dispuesta a desaprovechar.

Ya no podía soñar con Jonathan, recordé con tristeza, de modo que tendría que comprar un apartamento yo sola. Y no debía poner eso en peligro discutiendo con Phin, por irritante que fuera.

–Soy su ayudante personal –le aseguré–. Mi trabajo es ayudarlo en lo que haga falta.

–¿En serio?

–Claro –había empezado contestando con dignidad, pero al ver el brillo burlón en sus ojos sentí que me ardían las mejillas. En fin, una pena que mi plan incluyese trabajar con alguien que era claramente incapaz de tomarse las cosas en serio–. Dentro de lo razonable, naturalmente.

–Ah, naturalmente –repitió él.

Luego, por suerte, soltó el lapicero y se apartó del escritorio.

–Bueno, si vamos a trabajar juntos será mejor que nos tuteemos. Y que nos presentemos como es debido, ¿no te parece? Vamos a tomar un café.

–Sí, claro –dije yo. Hacer café para el jefe era una de las tareas de una ayudante, por mucho que yo no estuviera de acuerdo–. Voy a hacerlo ahora mismo.

–No quiero que lo hagas tú, quiero que salgamos a tomarlo.

–Pero si acabas de llegar…

–Lo sé, pero ya siento claustrofobia –suspiró él, mirando alrededor sin ningún entusiasmo–. Todo es tan… estéril. ¿No te dan ganas de ponerte a gritar?

Yo intenté disimular una mueca de horror.

–No –contesté.

Gibson & Grieve siempre había tenido unas oficinas muy elegantes, hermosamente decoradas y con lo último en tecnología. Me encantaba que la mía fuese tan espaciosa y, por el momento, libre de los papeles y carpetas que se van acumulando en una oficina.

–Me gustan las cosas ordenadas.

–¿No me digas? –sonrió él, burlón.

Y, de repente, imaginé cómo me veía: tan seria con mi traje gris, el pelo sujeto en un severo moño. Phin en cambio, con vaqueros, camiseta negra y una vieja chaqueta de cuero, tenía un aspecto totalmente informal. Podía ser así como se vestía la gente en televisión, pero no era apropiado para un director ejecutivo de una empresa como Gibson & Grieve, pensé yo.

Aunque era evidente que tampoco él estaba impresionado conmigo. Seguramente me creía inteligente, pero aburrida. Claro que posiblemente todos los hombres pensaban eso cuando me miraban. Jonathan también, al final.

–Podemos salir si lo prefieres… ¿pero no quieres comprobar tus mensajes?

Phin levantó una ceja.

–¿Tengo mensajes?

–Sí, claro. Eres director ejecutivo y miembro del consejo de administración de Gibson & Grieve. Tienes una cuenta de correo electrónico desde la semana pasada y has estado recibiendo mensajes desde entonces. No te preocupes, yo me encargo de filtrar sólo los que puedan interesarte, pero tienes otra cuenta a la que sólo tú podrás acceder.

–Lo del filtrar suena bien –suspiró Phin–. ¿Hay algo importante?

–Todo es importante cuando eres director ejecutivo –contesté yo. No había podido evitar el tono de reproche, pero Phin puso los ojos en blanco.

–Muy bien, ¿hay algo urgente entonces?

–No, la verdad es que no.

–Bueno, pues ya está. Pensé que no me haría falta una ayudante, pero Lex tenía razón, como siempre. Me has ahorrado leer todos esos correos y te mereces un café. Venga, vamos.

Todo iba a ser diferente a partir de aquel momento, pensé, conteniendo un suspiro mientras íbamos hacia el ascensor. Yo estaba acostumbrada a trabajar para Lex Gibson, que apenas apartaba los ojos del ordenador para tomarse el café que Monique, su ayudante, le llevaba al despacho.

A Lex jamás se le ocurriría salir de la oficina para tomar un café o molestarse en conocer a sus secretarias. Y estaba segura de que no sabía nada sobre mi vida privada. Para Lex Gibson la gente iba a la oficina a trabajar, no a hacer amigos, y a mí me parecía bien.

De hecho, no tenía la menor intención de hacer amistad con Phin, pero ahora era mi jefe de modo que no podía negarme.

–¿Hay algún sitio donde sirvan un buen café por aquí? –me preguntó mientras salíamos al frío de enero. Aunque, afortunadamente, aquel día no estaba lloviendo.

–Otto’s está muy bien –respondí, envolviéndome en el abrigo–. Está en la esquina.

–Ah, muy bien, guíame –sonrió Phin–. ¿Tienes frío? ¿Quieres que te preste mi chaqueta?

La idea de ponerme su chaqueta sobre los hombros, aún con el calor de su cuerpo, resultaba extrañamente turbadora… aparte de que quedaría rarísima con mi traje.

–Estoy bien, gracias –murmuré, apretando los dientes para que no me castañetearan.

–Pues entonces vamos, hace frío.

El calorcito, y el olor a bollos recién hechos, nos recibió en cuanto abrimos la puerta de Otto’s. Era un café estrecho y más bien oscuro, con cuatro o cinco mesas a un lado y la barra con taburetes al otro.

El café, los bollos y los sándwiches eran tan buenos que a primera hora de la mañana y durante el almuerzo había cola en la puerta, pero en aquel momento estaba relativamente tranquilo. Phin y yo nos abrimos paso entre un grupo de ejecutivos, un turista alemán y un par de señoras de mediana edad que hablaban sobre la horrible crisis que estaba pasando una amiga común y sobre si una magdalena engordaba más que un cruasán.

Phin tomó una bandeja.

–¿Quieres comer algo? Yo estoy muerto de hambre.

–No, sólo quiero un café.

–¿Seguro? –insistió–. ¿No quieres un trozo de pastel de chocolate? ¿Un bollo de crema? ¿Uno de esos cruasanes de mantequilla? Venga, seguro que sí.

Yo tuve que apretar los dientes.

–No, gracias.

–Bueno, entonces me vas a salir barata. Yo voy a tomar un donut.

Y yo tuve que apretar los labios para no soltar un gemido de pena.

Delante de nosotros, la feroz esposa de Otto, Lucia, estaba haciendo café mientras le gritaba órdenes a su marido. Lucia era famosa por su grosería y todos los clientes le tenían miedo. En serio, he visto a ejecutivos ponerse a temblar si no tenían el cambio correcto. Si el café y los bollos no fuesen tan buenos, o si Lucia no fuera tan eficiente, Otto’s habría cerrado mucho tiempo atrás pero, por el momento, el café y Lucia eran prácticamente una institución en aquella zona de la ciudad.

–¡El siguiente! –gritó.

Al verme sonrió, algo tan raro que los ejecutivos se quedaron mirándome con cara de incredulidad.

–¿Un café, cara? ¿Lo de siempre?

–Sí, gracias.

–Un café americano para mí –dijo Phin, sin dejar de mirarme–. Sin leche –añadió, al ver que Lucia hacía un gesto de impaciencia.

–¿Por qué me miras así? –le pregunté mientras me sentaba frente a una mesa.

–Siento curiosidad.

–¿Curiosidad por qué?

–Tal vez decir que me siento intrigado es más correcto –sonrió Phin–. He evitado a las guerrillas en Sudamérica, me ha atacado un rinoceronte y he estado colgando de una cuerda sobre un barranco de trescientos metros, pero Lucia me da mucho más miedo. Tiene a todo el mundo intimidado, pero a ti te llama cara. ¿Por qué?

–No lo sé. Una vez le escribí una nota, supongo que es por eso.

–¿Qué clase de nota?

–Su padre murió y le envié una nota de condolencia. No fue nada, pero parece que Lucia no lo ha olvidado.

Phin me miró, pensativo.

–Fue un gesto muy considerado por tu parte.

–No fue nada –murmuré yo, tomando un sorbo de café–. Cualquiera puede escribir una nota dándole el pésame a alguien.

–Pero sólo lo hiciste tú –sonrió Phin antes de morder su donut–. ¿Quieres un poco? –me preguntó, tal vez al ver mi gesto de envidia.

–No, gracias.

–¿Seguro? Está muy rico.

Yo sabía que estaba muy rico. Ése era el problema.

–Seguro.

–Como quieras –Phin siguió comiendo su donut y cuanto más lo disfrutaba más me enfadaba yo. ¿Qué clase de jefe era aquél, que me llevaba a un café, intentaba obligarme a comer un donut y luego me torturaba comiéndoselo delante de mí?

–Bueno, Summer Curtis –dijo por fin, limpiándose el azúcar de los dedos con una servilleta–. Cuéntame algo de ti.

Sonaba como si me estuviera haciendo una entrevista, de modo que me erguí en la silla, muy seria.

–Llevo cinco años trabajando en Gibson & Grieve, los últimos tres como ayudante de los directores ejecutivos de…

–No necesito que me cuentes lo lejos que has llegado. Seguro que Lex no te hubiera hecho mi ayudante si no confiara en ti completamente –me interrumpió él–. Si vamos a trabajar juntos, creo que debemos conocernos mejor.

–¿Y qué quieres saber?

Phin se echó un poco hacia atrás, mirándome con expresión pensativa.

–Qué cosas te gustan, qué cosas te irritan.

–¿Cuánto tiempo tenemos? –suspiré yo–. Odio el desorden, la desorganización, a los hombres que se sientan en el metro con las piernas separadas. La impuntualidad, las faltas de ortografía… ¿quieres que siga?

–Me parece que empiezo a entender –sonrió él.

–Soy una perfeccionista.

Me daba cuenta de que Phin intentaba no reírse y empezaba a lamentar haber sido tan sincera.

–Oye, me has preguntado.

–Sí, es verdad. Pero tal vez deberías decirme las cosas que te gustan.

–Mi trabajo.

–¿Ser secretaria?

–Las empresas como Gibson & Grieve no funcionan a menos que tengan un cuerpo administrativo eficiente. Me gusta organizar cosas, comprobar los detalles, ordenarlo todo. Por eso me encanta el archivo –le dije. Phin se quedó callado–. Pues lo siento, pero me gusta. ¿Qué se le va a hacer?

Él sonrió entonces.

–De modo que eres una perfeccionista a quien le molestan las faltas de ortografía y el desorden con una obsesión compulsiva por archivar. Creo que ahora estamos llegando a algún sitio. ¿Qué más debería saber sobre ti?

–Nada.

–¿Nada? Tiene que haber algo más.

Yo me tomé el resto del café, cortada. En realidad, estaba más nerviosa por sus ojos azules, por su sonrisa y por su vitalidad de lo que quería admitir. Había una mesa entre los dos, pero empezaba a costarme trabajo respirar.

–No sé qué más contarte. Tengo veintiséis años, comparto piso con una amiga y mi vida es exactamente lo contrario a la tuya.

–¿Qué quieres decir?

–Tú provienes de una familia rica cuyas tiendas son conocidas por todo el mundo. Trabajas en televisión y haces cosas que los demás sólo podemos soñar. Y cuando no estás esquiando por un glaciar o abriéndote paso a través de una jungla estás en alguna fiesta… normalmente con alguna chica guapa del brazo. Lo más cerca que yo puedo estar de esas fiestas es cuando compro una revista y preferiría arrancarme un brazo antes que ir a la selva. No tenemos nada en común.

–No puedes decir eso –sonrió Phin–. En realidad, no sabes nada sobre mí.

–Mi compañera de piso, Anne, es admiradora tuya y llevo dos años oyéndola hablar de ti, así que tengo la impresión de conocerte bien –suspiré yo, apretando la taza–. Vamos, pregúntame cualquier cosa. ¿Cómo se llama tu última novia?

–Dímelo tú.

–Jewel Stevens. Es actriz y el año pasado fuisteis juntos a una entrega de premios. Ella llevaba un vestido rojo que a mi amiga le daba mucha envidia.

–¿Pero a ti no?

–Yo creo que hubiera sido más elegante en negro.

Phin soltó una carcajada.

–Estoy impresionado. Evidentemente, no tengo que contarte nada sobre mí… aunque debería decir que Jewel no es mi novia. Hemos salido unas cuantas veces, nada más. No hay ninguna relación, digan lo que digan las revistas.

–Se lo contaré a Anne y se llevará un alegrón. Suele fantasear contigo, aunque tiene novio.

–¿Y con qué fantaseas tú, Summer?

Ah, mis fantasías. Siempre eran las mismas: Jonathan se daba cuenta de que había cometido un terrible error y decía que me quería. Jonathan me pedía que me casara con él y nos comprábamos una casa juntos. Como los precios en Londres son prohibitivos seguramente tendríamos que comprarla en las afueras, aunque incluso juntando nuestros ahorros tendríamos suerte de encontrar un pareado. Pero no me importaría. No necesitaba nada lujoso, sólo quería estar con Jonathan.

Sé que un pareado en las afueras no es precisamente un gran sueño para nadie, pero era el sueño que me había ayudado a seguir adelante desde las navidades, cuando Jonathan me dijo que «necesitaba espacio». Según él, era mejor que no nos viéramos más fuera de la oficina. Como soy muy sensata, sabía que lo entendería.

¿Y qué podía decir yo, aparte de que lo entendía? Pero vivía para verlo de vez en cuando por los pasillos y con la esperanza de que cambiase de opinión.

Phin estaba mirándome con una ceja levantada y tuve la sensación de que esos ojos azules podían ver mucho más de lo que deberían. Y más de lo que yo quería contarle.