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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Caroline Anderson

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor verdadero, n.º 1836 - julio 2015

Título original: With This Baby…

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6860-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Otra vez, no!

Patrick colgó el teléfono y se levantó de la silla. Al hacerlo, estuvo a punto de pillarle el rabo al perro que se limitó a moverlo creyendo que lo iban a sacar de paseo.

–Lo siento, Dog, no te toca –murmuró Patrick poniéndose la cazadora.

El perro lo miró con ojos lastimeros, así que Patrick le dio una galleta y se fue. No iba a tardar mucho. No solía tardar mucho la verdad aunque la última vez la chica le había dado pena.

Sacudió la cabeza para apartar los recuerdos de aquella ocasión y fue hacia el ascensor. Si aquella chica creía que iba a ganarle en un juicio por paternidad, ya podía ir dándose cuenta de que tenía más posibilidades de que le tocara la lotería.

Patrick se acordaba perfectamente de todas las mujeres con las que había tenido relaciones sexuales. De hecho, seguía siendo amigo de todas, así que era imposible que una desconocida le hiciera creer que era el padre de su hijo.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Patrick vio a una jovencita con un bebé llorando en brazos.

¿Es que todas empleaban las mismas tácticas? Muy bien, pero no le había dado resultado a la primera y no le iba a servir tampoco a aquella.

–¿El señor Cameron?

Al menos, en eso era diferente. No lo había llamado «Patrick, cariño». Se quedó mirándola unos segundos, fijándose en su pelo rubio recogido en una coleta, en sus ojos claros y decididos, los labios carnosos y desprovistos de maquillaje y la cazadora que marcaba sus voluminosos pechos y su estrecha cintura.

–¿Nos conocemos? –preguntó Patrick sabiendo cuál era la respuesta y sintiéndolo de alguna manera.

Qué estupidez. Aquella chica no era más que otra cazafortunas.

–No… no nos conocemos –contestó arrullando al niño.

A Patrick su voz le pareció dulce, melosa y atractiva.

–Conocía a mi hermana… Amy Franklin. Vino hace unas semanas a verlo.

Ajá.

–Y ya le dije que no la conocía de nada.

–Y yo no lo creo. Tengo pruebas…

–Perdone, pero, ¿es ese su coche?

Ambos se giraron hacia Kate, la recepcionista, que estaba señalando un vehículo que estaba formando un atasco fenomenal y que se estaba llevando la grúa.

–Madre mía –comentó Patrick mirando el dos caballos.

Era rosa con muchas flores y parecía sacado de la época hippy.

–¿Cómo se atreve? –dijo la joven dándole al bebé y yendo a hablar con el conductor de la grúa.

–Madre mía –repitió Patrick entregándole el bebé a las sorprendida recepcionista y siguiendo a la joven.

¿Cuánto le iba a costar aquel episodio? Seguramente, más de lo que costaba el coche.

–Perdone, pero esta joven estaba intentando entrar en nuestro aparcamiento. Lo que ha pasado es que se le ha calado el coche y no ha podido hacerlo –le explicó al conductor de la grúa adelantándose a la chica–. Acababa justo de entrar en el edificio para llamar a una grúa, así que si quiere le pago por las molestias y…

–Lo siento, amigo, pero las normas son las normas –dijo el hombre–. Tengo que llevarme el coche porque está obstruyendo el paso. Tendrá que venir a buscarlo al depósito… aunque no sé si le va a valer la pena porque este coche más que un coche es un cacharro. Si no fuera porque tiene que ir a pagar la multa, yo no iría ni a recogerlo.

Patrick opinaba lo mismo. ¡Menos mal que no era su coche!

–¿Y esa multa de la que habla… de cuánto es? –preguntó la chica dándole a Patrick un codazo en las costillas.

El conductor de la grúa contestó y la chica no pudo evitar exclamar que aquello era un robo, ante lo que el hombre se limitó a encogerse de hombros.

–Haber venido en metro, guapa.

–¡Pero si se me ha parado! –insistió la chica retomando la mentira de Patrick como una actriz profesional–. Ya se lo ha dicho este señor.

–Sí, y los burros vuelan. Mira, guapa, no lo puedo bajar porque ya he hecho el papeleo y me cuesta más que…

–Mi sueldo –dijeron Patrick y ella al unísono.

El hombre los miró enfadado.

–Cómo se nota que hay algunos que no tienen que preocuparse por el dinero.

Patrick suspiró y se pasó los dedos por el pelo, pero la chica siguió hablando.

–¡No me meta a mí en ese saco! Yo claro que me tengo que preocupar por el dinero. ¿Por qué se cree que tengo si no este coche? ¡No se lo puede llevar! Además, tengo todas las cosas del niño dentro y tiene hambre…

–¿Qué niño? –dijo el hombre mirando a su alrededor preocupado.

–Tranquilo, el niño está dentro –le dijo Patrick–, pero es cierto. Todas sus cosas están en el coche.

El conductor suspiró aliviado. Menos mal que el niño no estaba en el interior del coche.

–No debería hacer esto, pero está bien… Le doy un minuto para que saque sus cosas.

–Pero yo lo que quiero es que me dé el coche.

–Haga lo que le dice –intervino Patrick mirando el enorme atasco que se estaba formando detrás de la grúa–. Ya irá a recogerlo luego.

–Querrá decir, cuando tenga dinero –murmuró ella–. Además, ¿cómo me voy a llevar al niño a casa sin coche?

Patrick sintió que el alma se le caía a los pies. Se tocó la cartera y se dijo que no había otra salida.

–No se preocupe por eso ahora. Limítese a recoger sus cosas.

Cinco minutos después, el vestíbulo de su empresa estaba abarrotado de cosas que, en total, debían de valer menos que la calderilla que llevaba en el bolsillo y la chica estaba mirando cómo se llevaban su coche con la multa en la mano.

–¿Y ahora qué? –se preguntó Patrick.

–Voy por una caja –dijo Kate dándola al niño y desapareciendo.

Patrick miró al niño, que resultó ser una niña, y sintió compasión. La pobre no tenía culpa de nada, pero estaba claro que necesitaba un pañal seco y, probablemente, una siesta.

–Démela –dijo la joven tomándola en brazos y arrullándola como si llevara toda la vida haciéndolo.

–Ya, ya, cariño. Ya está, Jess –le dijo.

Patrick se fijó en que se le había caído la multa al suelo, así que la recogió y se la metió en el bolsillo disimuladamente. Ya se encargaría de eso más tarde.

Kate volvió con un par de cajas de cartón y comenzó a recoger los trastos que habían salido del coche. Patrick se agachó para ayudarla y la niña se puso a berrear.

–Si quiere, ya me ocupo yo de esto –dijo la recepcionista mirando al bebé con pena–. ¿Por qué no sube usted con la señorita Franklin a su casa para que pueda cambiarla?

Patrick suspiró resignado y guió a la chica hasta el ascensor.

–Necesito la silla y la bolsa azul –dijo ella.

Patrick obedeció y le dio las gracias a Kate, que seguía recogiendo.

–Te debo una –le dijo–. ¿Le puedes decir a Sally que se ocupe de mis llamadas?

La recepcionista asintió y Patrick se concentró en el problema que se le iba encima.

–Vamos a cambiarla para que podamos hablar –dijo recordándose que aquella chica no era más que una chantajista a pesar de que tenía un cuerpo de escándalo y la voz más bonita que había oído en su vida…

 

 

–Ahora que está dormida, vamos a ver si arreglamos la situación –dijo Patrick decidido a controlar una situación que amenazaba con convertirse en un caos–. Ya le he dicho que no conozco a su hermana. Ya se lo dije a ella cuando vino a verme y lo que no me explico es por qué la ha mandado a usted. Desde que la vi, no ha cambiado nada.

La chica lo miró con sus preciosos ojos grises.

–Se equivoca. Todo ha cambiado. Tres días después de venir a verlo, mi hermana murió de sobredosis, de lo que le hago responsable, por cierto. De eso y de la niña. Como ve, todo ha cambiado.

Patrick sintió que el color le abandonaba el rostro. Recordó a la hermana, delgada y con ojos tristes. Estaba muerta y la señorita Franklin había ido a verlo para pedirle cuentas.

A pesar de lo que ella creía, nada había cambiado. La niña no era hija suya y, el hecho de habérselo dicho a la madre, que lo debía de saber ya, no le hacía responsable de su muerte.

–Siento mucho lo de su hermana –dijo amablemente–. Si pudiera ayudarla lo haría, pero, de verdad, todo esto no tiene nada que ver conmigo.

–Buen intento, pero no me engaña –contestó la chica–. Tengo fotografías.

Patrick sintió que el corazón le dejaba de latir.

–¿Fotografías?

–Sí, fotografías comprometedoras, ya sabe…

Sí, Patrick ya sabía y no pudo evitar estremecerse a pesar de que debían de ser falsas.

–Hoy en día, cualquiera con una cámara digital y un poco de imaginación puede hacer cualquier cosa.

–¿Ah, sí? ¿Aquí? ¿En su casa? ¿En ese sofá de la ventana? ¿En la misma habitación donde he cambiado a Jess? ¿En el jardín de la azotea? ¿Cómo? ¿Alguien de su equipo quizás? Venga, señor Cameron, no puede engañarme. Solo me queda la prueba de ADN y, si no accede a hacérsela por las buenas, se la hará por las malas porque pienso llevarlo a juicio y ganar, se lo aseguro.

A Patrick no le cabía la menor duda.

–Haga que le hagan análisis a la niña. Mi ADN ya está recogido porque no es la primera vez que alguien se intenta aprovechar de mí de esta manera. Su hermana no ha sido la primera a la que se le ocurrió la idea y me temo que no será la última. No se preocupe, le haré llegar la información.

–Muy bien, hágalo porque de lo contrario, en una semana, las fotografías saldrán publicadas en prensa –le dijo sacando una tarjeta doblada de la bolsa azul–. Tenga. Si el lunes que viene no he sabido nada de usted, lo llamará mi abogado. ¿Le importa pedirme un taxi? Vendré a buscar el resto de las cosas uno de estos días.

Patrick estuvo a punto de decirle que se fuera dando un paseo, pero vio a la niña dormida y su ira se evaporó.

La pobrecita no tenía la culpa de todo aquello y además su casa estaba muy lejos. Miró la tarjeta.

Suffolk. Señorita Claire Franklin, Lower Valley Farm, Strugglers Lane, Tuddingfield, Suffolk.

Una dirección muy bonita, pero aquella chica no tenía pinta de ganadera. ¿Por qué vivía en una granja? ¿Trabajaría allí? ¿Sería niñera de los dueños? Desde luego, nada muy bien pagado, a juzgar por su coche y sus comentarios sobre el dinero.

Claire. Bonito nombre. Qué curioso que un nombre que, hasta entonces, le había parecido normal y corriente hubiera adquirido de repente tanta musicalidad.

–¿Cómo va a ir a casa? –le preguntó–. ¿Tiene dinero para el tren?

–Ya me las arreglaré –contestó tras dudar.

Patrick suspiró, abrió la cartera y dejó varios billetes sobre la mesa.

–Tome, con esto supongo que tendrá suficiente para tomar un taxi hasta casa.

Claire miró la cantidad de dinero y enarcó las cejas.

–Se debe usted de sentir muy culpable, señor Cameron.

Patrick consiguió no enfadarse.

–En absoluto, señorita Franklin, tengo la conciencia muy tranquila y así quiero que siga estando. ¿Va a aceptar el dinero como una persona inteligente o va a hacerse la dura y va a conseguir que la niña sufra el largo trayecto de regreso en metro y en tren?

Claire dudó, pero tomó el dinero y se lo metió en el bolsillo del pantalón.

–Se lo devolveré –prometió.

Y, extrañamente, Patrick la creyó.

Se puso el abrigo y se quedó mirándolo.

–Voy a llamar al taxi –dijo Patrick por fin.

Llamó a Kate para que lo hiciera, pero cambió de opinión sobre la marcha.

–Mejor dicho, llama a George. Lo de siempre.

Colgó y escoltó a su visita hasta el ascensor.

–Van a llevarle también sus cosas para que no tenga que volver –le dijo tendiéndole la mano–. Adiós, señorita Franklin.

–Adiós –murmuró ella estrechándosela con gracia y decisión–. Una semana, ya sabe –añadió antes de que las puertas se cerraran–. Luego, el infierno.

Patrick le aguantó la mirada hasta que las puertas se cerraron, se encogió de hombros y entró en su casa. Que hiciera lo que quisiera. Era imposible que la niña, por muy mona que fuera, fuese suya.

Si Will siguiera con vida, le habría echado la culpa a él. No habría sido la primera vez que su hermano lo había metido en un buen lío. Se imaginó a su gemelo recibiendo a mujeres allí, diciéndoles que era Patrick y presumiendo de un dinero que no era suyo.

De pequeños habían vuelto locos a muchos profesores e incluso a alguna novia haciéndose pasar el uno por el otro, pero las cosas habían cambiado.

Habían madurado.

Por lo menos, él.

Will nunca se había parado a pensar en las consecuencias de sus actos. Como, por ejemplo, comprar aquel perro. Le había dado pena verlo en la calle y se lo había llevado a casa, pero poco después se había desentendido de él porque era demasiado trabajo.

Si no hubiera sido por Patrick, Dog habría acabado en la perrera. Él se preocupaba por el perro y lo sacaba a pasear siempre que podía.

¡Aunque todavía no le había puesto nombre!

Llamó al ascensor y, al entrar, vio en el suelo un conejito rosa. Debía de ser de la niña. Maldición. Decidió dárselo a Kate para que se lo hiciera llegar. Parecía que el bebé le había gustado y, además, Sally, su secretaria, le haría demasiadas preguntas.

Al entrar en su despacho, lo metió en un cajón justo cuando entraba Sally.

–¿Todo bien? –preguntó ella con curiosidad.

–Bien –mintió Patrick–. Voy a llevar a Dog un rato al parque –anunció.

Cinco minutos después, estaba en el vestíbulo con el perro y fingió no ver a Kate, que le hacía señas desesperadas mientras hablaba por teléfono. Obviamente, era para él.

Una vez en el parque, en la paz y la serenidad que lo rodeaba, se le ocurrió algo horrible.