{Portada}

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Liz Fielding. Todos los derechos reservados.

UNIÓN IMPOSIBLE, Nº 122 - enero 2012

Título original: Her Wish-List Bridegroom

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

© 2005 Liz Fielding. Todos los derechos reservados.

GANAR EL AMOR, Nº 122 - enero 2012

Título original: A Nanny for Keeps

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Publicados en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-457-6

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: CZALEWSKY/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Liz Fielding

Unión imposible

PRÓLOGO

JULIET, ya es la hora.

Juliet Howard levantó la vista de los documentos que estaba revisando y le dedicó una sonrisa al hombre que la miraba desde el umbral. Paul Graham llevaba el uniforme clásico de un ejecutivo: traje oscuro, camisa blanca y una discreta corbata de rayas, pero en él todo parecía excepcional. Tenía los rasgos ardientes de un actor o de un modelo y Juliet pensaba que en todas las oficinas debía haber algún hombre así.

Por suerte, aquel hombre era suyo, o al menos lo sería a finales de mes, cuando él acabara su periodo de traslado del banco y la norma que Juliet se había impuesto a sí misma, nada de relaciones con compañeros de trabajo, dejara de tener validez. Paul lo había respetado con tan sólo algunas muestras de impaciencia que, por otro lado, resultaban muy halagadoras.

–Te he dicho que no hagas eso en la oficina –le susurró, aun consciente de que su advertencia sería en vano, cuando él se inclinó sobre el escritorio para besarla.

–Te juro que no volveré a hacerlo –dijo él con seriedad.

No era la respuesta que ella hubiera imaginado, pero lo dejó correr.

–Espero que así sea.

Él alargó la mano y le pasó el pulgar por los labios.

–Te he estropeado el maquillaje al besarte. Será mejor que vayas al tocador a arreglarlo antes de venir a la sala de juntas. Nuestro nuevo presidente no aprobará que no estés perfecta.

Su nuevo presidente no ocultaba el hecho de que creía que el sitio de las mujeres estaba en casa, criando hijos y ocupándose de un trabajo demasiado aburrido para los hombres. No le gustaba ella y no hacía nada por ocultarlo, pero por suerte Juliet era muy buena en su trabajo y no tenía excusa para deshacerse de ella. Cuando Juliet presentara su plan para optimizar el transporte en la empresa, tendría que asumir que la vería mucho más a menudo.

–Que mi maquillaje esté perfecto o no será el menor de los problemas de ese pobre diablo a partir de la semana que viene, pero tienes razón, será mejor no darle más preocupaciones.

Juliet sonreía. En realidad, sonreía muy a menudo durante las últimas semanas. Había llegado a Markham & Ridley aferrándose a su licenciatura en Administración de empresas, hacía siete años, con una sola ambición: un puesto en la junta directiva de una de las empresas más conservadoras, controlada por hombres, del país.

La empresa se dedicaba a la extracción de piedra, áridos y sus derivados, y durante años se había contentado con antiguas licencias de explotación que le daban un monopolio virtual en ciertos lugares.

Ella había investigado sobre la compañía antes de pasar a formar parte de ella y se había dado diez años para lograr su objetivo.

Hacía tres meses, John Ridley le había pedido que elaborara un informe sobre recorte de gastos y mejora de los niveles de productividad. Se trataba, evidentemente, del paso previo a la oferta de dirección. El lunes era cuando ella entregaría su informe.

Estaba a punto de conseguir todo aquello con lo que había soñado; el puesto de dirección probaría que era igual a cualquier hombre de la empresa, pero tener a Paul, el hombre más atento y encantador del mundo, probaba que también era muy mujer.

Tenía todo el derecho del mundo a sonreír, pero aquél no era el día más apropiado para llegar tarde.

–Iré a empolvarme la nariz. Pídeme una copa de champán.

Se arregló el conservador peinado, a juego con la empresa, y se pintó los labios. Después se colocó la chaqueta y volvió a sonreír ante el espejo. Había sido una larga etapa de duro trabajo, pero al final tendría su recompensa.

La sala de juntas ya estaba llena de gente cuando ella llegó y no pudo ver a Paul. Tomó una copa de champán de la bandeja antes de hacerse hueco entra la gente. Parecía haber sido la última en llegar y haber pasado más tiempo soñando despierta de lo que creía.

Cuando el director general alzó su copa para ofrecer el brindis al presidente, ella dejó de lado sus pensamientos. Tomó un sorbo de champán y esperó el inevitable discurso.

Fue más corto de lo esperado, pero no lo suficiente.

–Estoy realmente complacido por haber sido honrado de este modo, pero además, voy a tener el placer de darles la noticia que había deseado desde que me convertí en su padrino, hace treinta años –extendió el brazo para colocarlo sobre el hombro del hombre que tenía a su lado.

Juliet se puso de puntillas para poder ver quién era.

Paul.

Se produjo un silencio de expectación y dos o tres personas se giraron para mirarla.

¿Paul era el ahijado de Markham? ¿Por qué no se lo había dicho?

–Todos conocéis a Paul Graham –continuó él–. Se unió a la compañía hace un par de meses y ha aprovechado bien su tiempo. A continuación va a explicarnos cómo podemos hacer mejor las cosas. Se incorporará a la junta con efecto inmediato y asumirá la responsabilidad de poner en marcha su plan para optimizar la organización y recortar en gastos de transporte. Dentro de un año Markham & Ridley será una empresa en plena forma, un verdadero galgo competitivo ante sus oponentes.

La pausa que siguió al anuncio fue demasiado larga, y esa vez nadie la miró. Pero ella no se daba cuenta de nada: sólo tenía ojos para Paul.

¿Su plan? ¿Un galgo? Esa comparación era una copia directa de su propio informe.

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué estaba haciendo Paul en el lugar donde tenía que haber estado ella? ¿Por qué no la miraba? Aquello era una broma… tenía que serlo.

–Os invito a que levantéis vuestras copas y os unáis a mí en el brindis: por Paul y por un futuro brillante para todos nosotros.

No era una broma. Paul era el ahijado de Markham. Mientras levantaba su copa, él la miró con altanería. La sonrisa de superioridad lo decía todo.

Cuando dio un paso al frente, pareció abrirse un camino ante ella entre la multitud y, por primera vez en su vida, Juliet Howard, la chica más cuidadosa del mundo, la que había planeado su vida de arriba abajo, actuó sin pensar en las consecuencias.

En su mente no había sitio para pensar: estaba demasiado ocupada revisando cada momento pasado con Paul, recordando cómo la había alabado, cómo la había hecho sentirse segura sin presionarla. Siempre había estado a su lado desde el día en que ella accedió a su petición de convertirse en su sombra.

Siempre, hasta hacía unos minutos, cuando le había dado aquel último beso de Judas.

Sólo había una palabra para describirlo, y fue la que ella pronunció antes de lanzarle el champán a la cara.

CAPÍTULO 1

ARRIBA, Jools!

Aunque Juliet Howard había oído la voz de su madre, no se movió. Empaquetar sus cosas, o más bien mirar a su madre hacerlo, y el camino hasta casa, en Melchester, en el asiento del acompañante, había acabado con sus últimas fuerzas. Le resultaba imposible levantarse de la cama, y era así desde hacía semanas. Incluso le costaba abrir los ojos.

Las cortinas se abrieron y dejaron entrar la luz a raudales, que le hizo enterrar la cara en la almohada mientras intentaba ignorar el ruido que hacía su madre al sacar algo de ropa del armario para ella.

–He hecho la lista de la compra. No he tenido tiempo de comprar este fin de semana, y si a ti no te importa comer, a mí sí. Muévete y te dejaré en el pueblo de camino al trabajo. Puedes apuntarte a la agencia de trabajo que está cerca de la parada del autobús cuando hayas recogido mi libro de la librería de Prior’s Lane. Dile a Maggie Crawford que la veré en el bingo esta noche.

Su vitalidad resultaba agotadora.

–Tú también deberías venir –añadió la mujer.

–¿Al bingo?

–¡Aleluya! ¡Puede hablar!

Oh, genial. Juliet se dio la vuelta en la cama. Su madre no decía en serio lo del bingo, sólo quería hacerla reaccionar.

–Mamá, no tienes que hacer esto.

–Intenta convencerme. Levántate y date una ducha mientras preparo el café.

–Llegarás tarde al trabajo.

–No, si te das prisa.

–No…

Pero su madre, que no había llegado tarde al trabajo ni una vez en toda su vida, no se entretuvo en discusiones. Nunca lo hacía, no tenía tiempo. Nunca había permitido que el hecho de ser madre soltera la hiciera parecer poco fiable ante un empresario. Nunca se había compadecido de sí misma, al menos si había alguien delante que pudiera verla, pero, ¿cuántas lágrimas habría derramado en soledad por las noches?

Asqueada de sí misma, Juliet se dio la vuelta y permitió que la gravedad condujera sus pies hasta el suelo. Era la misma técnica que había usado de pequeña, cuando ir al colegio le había parecido un purgatorio.

El sol radiante era una afronta a su desgracia y el olor a café le hacía sentir náuseas, pero su madre le había entregado toda su vida, le había dado todo lo que tenía para que tuviera la oportunidad de conseguir algo mejor.

Incluso en aquel momento estaba recogiendo los mil pedacitos en que se había roto Juliet. Había sacado tiempo de donde no lo tenía para ir a Londres y poner el piso de Juliet en manos de una agencia inmobiliaria que lo alquilaría para pagar la hipoteca. De ese modo podría tener dónde volver, pero mientras la llevó a la habitación de su infancia.

En su adolescencia había sido lo suficientemente fuerte como para levantarse cada día y enfrentarse a sus desgracias, pidiendo que los matones del colegio no se fijaran en ella.

En aquella ocasión no fue precisamente la fuerza, sino el sentimiento de culpa, lo que en realidad la empujó hasta la ducha, la ayudó a vestirse y a caminar hasta el coche.

Aunque lucía el sol, aún era marzo y era un día ventoso.

Su madre la dejó en la acera.

–No te olvides de mi libro y compra un ramo de narcisos en el mercado.

Primero fue a la agencia de trabajo. Rellenó el impreso que le dieron y se sentó mientras la mujer del mostrador echaba un vistazo a sus notas universitarias y al progresivo avance de su currículum en la única empresa en la que había trabajado desde la universidad.

–No ha respondido a la pregunta de por qué dejó su último empleo.

–No –ésa era una pregunta complicada–. Lo siento –tomó la hoja, escribió «síndrome de Bridget Jones» y se la pasó.

–¿Se lió con su jefe?

–No. Yo era el jefe, pero ya sabe cómo son los hombres, siempre quieren quedar por encima –no era estrictamente cierto, pero solucionó la respuesta complicada.

Y estaba segura de que Paul se habría sacrificado, si ella no hubiera tenido tantos reparos y miramientos por su carrera…

–Oh, de acuerdo –la miró comprensivamente–. Está excesivamente cualificada para nosotros, para ser sincera. Lo que necesita es acudir a una agencia en Londres.

–Sólo quiero algo temporal hasta que valore mis opciones –era lo que le habían dicho en la última agencia de contratación de ejecutivos que había visitado. No habían necesitado preguntarle si había tenido una crisis; con sólo mirarla habían sacado sus propias conclusiones.

–¿Quién te convenció para que comprases este basurero, Mac?

Gregor McLeod echó un vistazo a su última adquisición con satisfacción. En su día había sido un almacén boyante, pero ahora era poco más que un solar lleno de trastos y una desastrosa oficina. Pero aquellos sitios pequeños no podían competir con las grandes superficies de bricolaje que habían surgido en los polígonos empresariales, en las afueras de la ciudad, y él llevaba mucho tiempo queriendo comprarlo.

–Ha sido por puro sentimentalismo, Neil. Yo trabajé aquí. No estuve mucho tiempo, pero fue una gran experiencia.

Su empleado lo miró.

–No lo sabía.

–Sí, mientras tú estabas en la universidad, yo estaba aquí, sudando para Marty Duke.

–No son recuerdos muy agradables, ¿no?

–No todo fue malo. Había una chica en la oficina: pelo largo y brillante, piernas indescriptibles, voz cálida y aterciopelada como el chocolate suizo y una sonrisa que convertía el venir a trabajar en toda una experiencia.

Neil sacudió la cabeza.

–¿Qué te pasa con las niñas bien, Mac? Ya tenías que haber escarmentado.

–Bueno, en su caso no era yo solo. Ella no era capaz de hacer nada bien a la primera, pero Duke le pagaba un buen sueldo porque los clientes hacían cola para babear mientras ella anotaba sus pedidos.

–¿Porqué me imagino un final terrible para esta historia?

–Porque me conoces. Cuando vi que Duke ponía sus manos donde un jefe no debía ponerlas, no dudé en señalarle que el acoso sexual en el trabajo era algo fuera de lugar. Le pegué un puñetazo y él me despidió cuando aún no había conseguido levantarse.

–Espero que la diosa de voz cálida te lo agradeciese como debía.

–Pues no demasiado. Estaba muy ocupada jugando a las enfermeras con el jefe. Y debió de hacerlo realmente bien, porque él le ofreció un puesto a tiempo completo.

–¿Como secretaria?

–No, como su esposa. Está claro que me equivoqué. Tal vez estuviera dispuesta a tontear detrás del armario del material, pero sus ambiciones iban más allá de estar con un trabajador de diecinueve años sin futuro.

Neil sonrió mientras miraba el desastroso solar.

–Está claro que se equivocó.

–¿Eso crees? Yo no tenía nada que ofrecerle y ella, por otro lado, me hizo un gran favor. Me enseñó que las mujeres, entre los músculos y el dinero, siempre se quedan con el dinero. Y además me enseñó que no estoy hecho para trabajar para nadie.

–Así que por eso compraste un solar que no necesitabas y salvaste a Duke de la ruina… ¿Por gratitud con su mujer? ¿Porque le debes tu fortuna?

–Yo le debo mi fortuna a mi visión para los negocios y a una gran dosis de suerte. Compré el solar por varias razones, pero la mejor de todas, he de admitir, es la de oír a Duke llamarme «señor McLeod».

–¿Y su mujer? ¿Estaba allí?

–Sigue siendo su secretaria, aunque sea difícil de creer.

–Ya te dije que no había sido un movimiento muy inteligente. ¿te dijo algo?

–No, hasta que me acompañó a la puerta –hizo una mueca–. Después dijo: «llámame…»

Juliet salió de la agencia de trabajo con la promesa de que la llamarían si tenían algo apropiado para ella. Había hecho todo lo que había podido, al menos todo lo que podía en aquel momento. Una cosa menos, pensó mientras se dirigía a las tiendas. Cuando antes acabara con las compras, antes iría a casa.

Tomó la cesta de su madre sin mirar el cuadernito en el que estaba anotada la lista de la compra. Su madre anotaba todo lo que tenía que hacer y se sentía mejor cuando iba tachando cosas, y le había inculcado ese hábito. Aquello le demostraría que lograba cosas, incluso algo tan sencillo como recordar comprar el pan.

Al tomar el cuaderno en las manos se dio cuenta de que había sido uno de sus regalos de Navidad. Recordaba sus tapas negras y brillantes y las anillas rojas. Hasta entonces todos sus cuadernos habían tenido dibujitos infantiles y aquél le pareció un cuaderno de persona mayor, así que le había puesto una etiqueta: «Juliet Howard. Plan de vida».

La etiqueta apenas se podía leer ya y el brillo de las tapas había desaparecido por haber estado escondido en el fondo de la mochila, a salvo de los matones del colegio.

Tragó saliva al recordar lo solitaria que había sido su niñez y decidió entrar a una cafetería y pedir un café que no le apetecía sólo para estar un momento tranquila con sus pensamientos.

Recordaba los grandes planes que había hecho en su niñez: ir a una buena universidad, sacar matrículas de honor y llegar a tener tanto éxito en la vida como la mujer que había abierto su propia cadena de tiendas de aromaterapia en la ciudad.

Algunas cosas no cambiaban nunca.

Siguió pasando las cosas del cuaderno mientras el café se le enfriaba. Leyó que sus primeras metas habían sido tener sobresaliente en matemáticas, entregar los trabajos a tiempo y ordenar la habitación. Después venían los sueños: tener el pelo corto para ponérselo de punta con gomina, como las chicas populares del colegio, unas deportivas imposiblemente caras y unas vacaciones en Disney World en París. Todos sus compañeros de clase habían ido y no quería parecer una pobretona a ojos de los demás.

Como muchos otros sueños, aquel tampoco había sido tachado.

Y no había nada que le impidiese agarrar las maletas y volar a París, pero sería muy patético ir a Disney World sin sus hijos. Vio que había planeado tener cuatro, como reflejo de su infancia de hija única, y que incluso había indicado el padre.

Aquél era el último elemento de la lista, justo antes de abandonar el cuaderno. Ése era el problema de hacerse un plan de vida: éste tenía una progresión ascendente, mientras que la vida era como el juego de la escalera: lleno de subidas y bajadas.

Volvió la página. La lista de la compra no estaba escrita en el cuaderno, sino en una hoja adhesiva amarilla. Su madre le había dejado aquel cuaderno para recordarle sutilmente que la vida no había llegado al final simplemente porque el objetivo que se había marcado al principio había pasado de estar a su alcance a ser imposible.

Era cuestión de empezar una lista nueva, escribir un nuevo plan a cinco años. Y los sueños imposibles…

–Poco a poco, mamá –murmuró para sí, dejando el libro en el fondo de la cesta.

No había nada en la lista de la compra que no pudiera esperar, ni siquiera el libro o los narcisos. Estaba segura de que su madre se los había pedido por su alegre color amarillo.

Se arriesgó a comprar narcisos blancos y después se dirigió a la librería. Cuanto antes acabase, antes podría irse a casa. ¿Y después qué? ¿Mirar a las cuatro paredes y compadecerse de sí misma? ¿Se había comportado su madre alguna vez de un modo tan lamentable? ¿Por qué se estaba portando tan bien con ella? ¿Por qué no le decía que lo superase de una vez?

Echó un vistazo al cuaderno en el fondo de la cesta y se dio cuenta de que lo estaba haciendo, o al menos sugiriéndole que era hora de escribir una nueva lista. El primer punto sería fácil: dejar de compadecerse de sí misma. Pero las cosas no eran tan fáciles. Tenían que ser cosas reales que poder tachar, como encontrar un trabajo. Así estaría demasiado ocupada como para lamentarse.

Lamentablemente, nadie en su sano juicio daría trabajo a una ejecutiva que arruinó el gran día del presidente de su compañía tras bañarlos a él y a su protegido en champán.

Aunque hacer una lista mental de las cosas terribles que quería hacerle a lord Markham y a su maldito ahijado tuvo un cierto efecto catártico, eran cosas del todo imposibles de tachar.

Lo bueno consistía en tachar cosas de la lista para sentirse mejor, pero eso parecía imposible a corto plazo.

Se detuvo y miró a su alrededor para ver dónde estaba. Prior’s Lane estaba en el centro medieval de la ciudad, no muy lejos de la catedral y del río, infinitamente alejado del área comercial abierta al tráfico llena de cadenas de tiendas iguales a las de otras muchas ciudades.

En aquella zona las tiendas, mucho más pequeñas, parecían anticuadas y estaba claro que necesitaban una capa de pintura. Se enfadó al pensar que en otras ciudades, barrios como aquél estaban llenos de turistas que contribuían de manera notable a conservar la zona y a mejorar su bienestar.

No todo eran malas noticias. Tal vez fue el ejercicio al que no estaba acostumbrada lo que le provocó una punzada de hambre, o el olor a pan recién hecho. Decidió que después de comprar el pan pasaría por una tienda italiana a comprar unas aceitunas negras y queso cremoso, que a su madre le encantaban, para recompensarla por su esfuerzo.

En la zona de Londres donde vivía antes de arrojar su vida y su carrera por la borda del mismo modo que arrojó el champán a Paul, una tienda como aquélla habría estado llena de fanáticos de la pasta fresca y el aceite de oliva, pero allí todo era diferente.

La campanilla tintineó cuando abrió la puerta de la librería. Estaba tal y como la recordaba, sin concesiones a la modernidad. Encontró sin dificultades el libro de misterio que su madre le había pedido, y eligió otro para ella. Después, como nadie venía a cobrarla, llamó en voz alta:

–¿Hola?

No hubo respuesta, así que decidió dirigirse a la parte trasera de la tienda, donde descubrió con asombro varios sofás y sillones entre estanterías de libros usados.

–¿Señora Crawford? ¿Hay alguien…?

Entonces vio a Maggie Crawford en el suelo. A su lado, la silla volcada, narraba la historia de lo ocurrido. Por un instante Juliet, pálida, pensó que estaba muerta y su primer impulso fue el de salir corriendo y dejar que otra persona la encontrara. Después se impusieron un «No puedo» y un «¿Por qué yo?» y, dejando caer todo lo que tenía en las manos, corrió hacia la mujer.

–¿Señora Crawford? ¿Puede oírme?

Ella abrió los ojos y pareció ligeramente sorprendida.

–Oh, hola, cariño. ¿Eres Juliet, verdad? Tu madre me dijo que vendrías –su voz era débil, pero estaba lúcida–. ¿Qué estoy haciendo en el suelo? –dijo después.

–¡No! –dijo Juliet, impidiendo que se levantara cuando intentó incorporarse–. Quédese aquí. Se ha caído.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo del abrigo antes de quitarse éste último para echárselo a la mujer por encima.

–Se trata de la señora Crawford. La librería de Prior’s Lane.

–Oh, qué molestias te estoy causando.

–No digas tonterías, Maggie –dijo cuando colgó el teléfono. Se arrodilló a su lado y le tomó las manos entre las suyas – enseguida vendrán a ayudarnos. ¿Cuánto tiempo has estado en el suelo?

–No lo sé. Sólo quería poner un trozo de cartón en la ventana –dijo ella–. Para que no entrara el aire. Cuando me levanté, me sentí mareada y…

–Shhh.

–No, no lo entiendes. No puedo dejarlo así.

Juliet levantó la vista y vio un cristal de la ventana roto. Daba la impresión de ser producto de un intento de robo, pero la oficina parecía intacta.

Al ver una estufa eléctrica, fue a encenderla para contrarrestar el frío que entraba por la ventana y le dijo a la mujer:

–No te preocupes, me ocuparé de ello lo mejor que pueda tan pronto como…

En ese momento oyó que se abría la puerta.

–¿Hola? ¿Ha llamado alguien pidiendo ayuda?

–¡Por aquí! –se sintió aliviada al poder dejarlo todo en manos del personal sanitario. Los primeros auxilios nunca habían sido uno de sus puntos fuertes.

La ventana, por otro lado, sí era algo que ella pudiera arreglar. Había una ferretería cerca de allí con un letrero que decía que era una tienda «de las de toda la vida». Desde luego, parecía un museo, y decidió probar si también daban un servicio como el de «toda la vida».

–Necesitarán unos minutos antes de poder moverla, ¿verdad? –preguntó a los médicos–. Quiero que alguien venga a arreglar la ventana.

–Tal vez pueda hacerlo cuando nos hayamos marchado, señorita. Necesitamos unos datos, si no le importa.

–Pero… –estaba claro que alguien tendría que quedarse hasta que arreglaran la ventana, y no había nadie más que ella–. Claro.

Les dio su nombre y respondió a todas las preguntas que le hicieron.

La campanilla de la puerta volvió a sonar. Al ver que no se movía, la persona que le hacía las preguntas le dijo:

–Creo que eso es todo. Puede ir a atender a su cliente.

Estuvo a punto de aclararle que ella era la cliente, pero no dijo nada. Alguien tenía que salir y decir que la tienda estaba cerrada temporalmente y poner el letrero de «Cerrado».

–Lo siento –dijo ella acercándose a una mujer que esperaba junto al mostrador y buscaba algo en su bolso–. Ahora mismo no hay nadie que pueda atenderla.

–No necesito que me atiendan. Sólo he venido a buscar un libro que encargué y dejé pagado –dijo, mostrando el recibo. Después, cuando vio que Juliet estaba perdida, añadió–: Maggie suele guardar los pedidos bajo el mostrador.

–Oh, de acuerdo. ¿Es éste? –dijo, mostrando un grueso romance histórico. Había varias copias más del mismo libro bajo el mostrador–. Parece que es un libro muy popular.

–Es la lectura romántica que ha escogido el grupo de lectura para el mes que viene. Maggie siempre las pide para nosotros.

–Oh, ya veo –dijo, metiendo el libro en una bolsa y dándoselo a la clienta. Después anotó en un cuaderno junto al teléfono el libro que había entregado.

–¿Está bien Maggie? –dijo la mujer, que no parecía tener prisa.

No tenía sentido negar nada. La ambulancia estaba en la puerta de la tienda.

–Ha sufrido una caída.

–Qué pena –dijo, sacudiendo la cabeza–. Ya no es joven y estas cosas hacen que uno pierda la confianza en sí mismo. Si se ha roto algo supongo que será el final de la librería de Prior’s Lane.

–¡Seguro que no!

–¿Quién va a encargarse de ella? Estas tiendas pequeñas no pueden competir. Es más barato comprar en los supermercados, aunque allí sólo tienen bestsellers y sería imposible encontrar libros como éste –dijo, señalando el libro que le había entregado Juliet.

–Imagino que no.

–Señorita Howard, vamos a llevarla al Hospital general de Melchester. Si llama dentro de un par de horas podremos darle alguna noticia sobre su estado –le dijo a Juliet uno de los médicos.

–Oh, pero… –lo dejó correr. Sus propias preocupaciones no importaban–. Maggie, ¿quieres que llame a alguien?

–¿Puedes ocuparte de la ventana? –preguntó, con la mente aparentemente fija en eso–. No paran de romperla.

Le costaba hablar y Juliet no la forzó más. Llamaría a alguien para que la arreglara y seguro que encontraba un número de contacto en la oficina.

–Me ocuparé de todo. Después cerraré e iré a verte al hospital.

–Pobre –dijo su clienta mientras metían a la anciana en la ambulancia–. Sólo tiene un hijo y está trabajando en oriente Medio. Bueno, me marcho. Buena suerte.

–Pero…

Pensó que aquel día había puesto más «peros» que en los últimos siete años: su respuesta habitual solía ser: «No hay problema».

Enfadada consigo mismo por ser tan patética, puso el cartel de «Cerrado» y echó el pestillo.

Realmente no sería tan difícil encontrar un cristalero, alguien que se ocupara de la tienda y convencer a Maggie de que todo iría bien.

Eso era todo, un juego de niños para alguien con su experiencia y habilidad . Se sentó en una banqueta tras el mostrador. Ventana… Cristalero… la ferretería.

Primero tenía que encontrar las llaves de la tienda, no podía salir y dejarla abierta ni dejar que se cerrara si luego no iba a poder entrar.

Cuando por fin las encontró en un cajón del escritorio decidió llamar por teléfono en lugar de ir en persona, por si volvían los ladrones. También tendría que hacer algo con el contenido de la caja registradora: ponerlo a salvo. Tomó un bolígrafo, sacó su cuaderno de la cesta de la compra y empezó a hacer una lista.

–¿Qué vas a hacer con el solar?

Greg miró a las sucias ventanas de la oficina, preguntándose qué habría sido de los hombres que trabajaban allí.

–El acuerdo no sólo incluía la parcela con el solar y la oficina, sino la propiedad vitalicia de algunos edificios y propiedades en la parte vieja de la ciudad.

–Genial: rentas bajas y altos costes de mantenimiento –el teléfono empezó a sonar y, al ver que Greg iba a contestar, Neil dijo–: Déjalo, Duke ha cerrado definitivamente.

–Duke Yard –respondió Greg al teléfono.

–Y, además –continuó Neil con resignación para sí mismo–, es la hora de comer.

–Oh, menos mal. Me han dado su número en la ferretería, pero no estaban seguros de que siguieran… –dijo Juliet al otro lado de la línea.

Greg concentró toda su atención en la voz que salía del teléfono, ignorando a Neil por completo. Algunos días eran más que buenos…

–¿Que siguiéramos qué?

–Que siguieran trabajando –como él ni confirmó ni desmintió, ella continuó–: Debían de estar equivocados. Qué suerte. Mire, es algo urgente. ¿Pueden echarme una mano?

–Pruébeme.

Se produjo una breve pausa.

–Bien. Necesito que me reparen una pequeña ventana rota. ¿Podrían venir hoy a hacerlo?

Algunos días eran perfectos, decidió él.

–¿A qué hora?

–Cuanto antes, mejor. Está en Prior’s Lane, la librería.

–La conozco. ¿Cómo se llama usted?

–Howard.

–¿De verdad? Suena más bien como una Emma, o una Sophie o…

–Juliet Howard.

–O una Juliet.

–Mire, ¿pueden venir hoy?, porque si no pueden…

Parecía estar al límite de su paciencia.

–¿Me puede dar su número de teléfono, Juliet?

–¿Por qué lo necesita?

–Porque, por raro que le parezca, hay mucha gente que llama y nos manda hacer trabajos sólo por fastidiar. Yo le haré una llamada para comprobar que es usted y que está donde dice.

Ella decidió que no tenía opción, porque tras un minuto de silencio le dio su teléfono y él lo anotó con la promesa de estar allí en diez minutos.

–¿En serio? –preguntó ella, que parecía dividida entre el alivio y la incredulidad, con esta última a la cabeza.

Neil sacudió la cabeza con frenesí a la vez que señalaba su reloj: «¡hora de la comida!»

Greg sonrió y le susurró:

–Chocolate suizo –y después le dijo a ella–: ¿Hay algún problema?

–No, estaré aquí –replicó ella, aunque parecía estar pensando que esperaría sentada.

–¿Y bien? –gruñó Neil cuando Greg colgó el teléfono–. Aparte de tener una voz de chocolate suizo, seguro que lleva jersey, chaquetita azul a juego y pendientes de perlas.

–Si tienes razón, habré hecho la buena obra del día, si no… –dijo Greg, encogiéndose de hombros.

–¿Si me equivoco?

Su voz era rica y cálida, con un toque de vulnerabilidad. Irresistible.

–Ya me conoces, Neil. Creo que debo seguir jugando mientras la suerte esté de mi lado.

–¡Suerte! Primero nos colocas este solar caro e inservible y después te escapas de una comida de trabajo por jugar tus cartas con una desconocida con la voz bonita.

–Tranquilo… –replicó él–. Recuerda que soy yo el que ha pagado por este caro solar, no tú.

La respuesta de Neil fue corta y escatológica.

–Vale; digamos que esta zona va a ser incluida en el nuevo plan de desarrollo de la ciudad.

–Tú… Pero… ¿Duke no lo sabía?

–Desde luego, yo no se lo dije. Puesto que tú no vas a ir a comer a costa mía, puedes aprovechar este tiempo para averiguar qué pasó con sus empleados y si no tienen trabajo, entérate de qué podemos hacer por ellos.

–¡Oh, por Dios! –exclamó Juliet tirando sobre la mesa su teléfono móvil.

«Pruébeme»… lo último que necesitaba era un tipo creído que se creyera la respuesta a las oraciones de todas las mujeres del mundo.

Ella tampoco podía permitirse enfadarse; Duke era la última opción de su lista, y aquel caballero andante había sido el único que podía hacer el trabajo aquella misma semana. Pero, a pesar de haberlo dicho, no le había devuelto la llamada.

Si por fin aparecía, esperaba que, si tenía hueco en su agenda. no fuera por ser tan inútil que nadie quería darle trabajo. Menos mal que el trabajo no era del todo complicado. Probablemente incluso pudiera hacerlo ella sola si supiera dónde comprar el cristal, si tuviera las herramientas…

Se dio cuenta de que sus manos temblaban. Había una minúscula cocinita al lado de la oficina, y en ella una cafetera. Empezó a llenarla de agua y después buscó el café.

Estaba sirviéndose una taza cuando oyó una serie de golpes sobre la puerta que ignoraban por completo el letrero de «Cerrado». Tal vez en la librería hiciera frío, tuviera poca luz y le faltase organización, pero no faltaba gente con ganas de entrar en ella.

En aquel momento se dio cuenta de que podía ser el cristalero, por extraño que pareciese, que venía a arreglar la ventana, así que fue a comprobar quién era.

Por precaución, preguntó:

–¿Quién es?

–Caballeros Andantes, Sociedad limitada. Especializados en damiselas en apuros.

Genial. No sólo se creía irresistible, sino también gracioso. Pensó que por lo menos no había respondido con el habitual «romeo», y al abrir la puerta se encontró con un hombre de un metro noventa de alto, de musculosa masculinidad y vestido con una chaqueta de cuero y unos vaqueros que parecían haber sido moldeados sobre su cuerpo. Llevaba el pelo negro demasiado largo, y tenía una sonrisa experta y unos ojos terriblemente azules. El efecto era agresivamente masculino. Arrogante. Y la moto a sus espaldas completaba la foto.

Gregor McLeod, pensó ella, no había cambiado ni un poquito.

CAPÍTULO 2

JULIET se quedó helada, con la mente en blanco. Lo único que podía pensar, desear y pedir era que no la reconociera.

–¿He venido al sitio correcto? –preguntó él, rompiendo un largo silencio. ¿Cómo no había reconocido su voz? Suave, grave y demasiado sexy para ser decente–. ¿llamó para que le arreglasen un cristal?

Todo iba bien. No había mostrado el más leve signo de haberla reconocido.

Juliet no creía que él hubiera sabido nunca cómo se llamaba, por eso la llamaba «princesa», y el resto de compañeros se burlaban de ella sin piedad, aunque nunca en su presencia.

En aquella época ella era una niña flacucha de trece años, vestida con ropa de segunda mano, gafas con montura metálica, antes de que Harry Potter las hiciera populares, y el pelo recogido en una larga trenza. Una niña que seguía a su héroe como si fuera su sombra.

Pero él no era un héroe, porque entonces no habría desaparecido de su vida sin decir una palabra.

–Sí –dijo ella, recomponiéndose, ignorando el pequeño golpe de desilusión que había sufrido al ver que no se acordaba de ella. No quiso lamentarse de no haber puesto más cuidado al arreglarse, de estar sin maquillaje y con el pelo recogido en un moño–. Esto es la librería, pero no necesito caballeros andantes, sino un cristalero, o alguien que se encargue de la ventana. Salió a la callejuela que corría por la parte trasera de las tiendas y le mostró el vidrio roto, agachándose después para recoger un trozo de cristal del suelo y no mirarlo a él. Ya lo había mirado bastante.

–Deje eso –dijo él, tomando el cristal de entre sus dedos. Ella lo miró sorprendida–. Puede cortarse.

–Ah, gracias –no había cambiado mucho; había ganado musculatura y tenía algunas arrugas en la cara que le daban carácter a su rostro, pero era el mismo, y ella sintió que, al mirar su lista de ambiciones y objetivos, lo había conjurado desde el pasado–. Me gustaría que lo hiciera hoy –añadió ella.

–Si lo que quiere decir es que no he llegado en los diez minutos que prometí –replicó él con tono divertido–, piense que si me hubiera abierto la puerta cuando empecé a llamar, habríamos ganado unos treinta segundos.

–¿Oh, era usted? –no recordaba haberle dicho que pasara, pero allí estaba él, dentro de la oficina, haciendo que pareciera mucho más pequeña e incómoda. Al tenerlo tan cerca, sentía cómo se le erizaba el pelo de la nuca–. He supuesto que…

–¿Que al decir diez minutos estaba siendo demasiado optimista?

–Bueno, sí. No, realmente ha sido muy rápido. He creído que sería un cliente.

–¿Y lo ha ignorado? No voy a decirle cómo tiene que llevar su negocio, Juliet, pero de ese modo no va a vender muchos libros.

–Tiene toda la razón –replicó ella–. Pero yo no vendo libros.

–Vale, ahora tiene sentido –dijo él con una amplia sonrisa.

Algunos hombres no podían evitar mirar a las mujeres, aunque no les gustaran, y ella estaba bastante segura de no ser su tipo, al igual que él no era el de ella.

Estaba perdiendo su tiempo con ella. En el duro proceso de subir a lo más alto en un mundo de hombres, ella había aprendido con rapidez que el único modo de tratar con ellos era mantenerse serena y con un tono nada personal, sin mostrar que apreciaba atractivo sexual.

Con eso podía ganarse una reputación de mujer frígida, pero había cosas peores. La estupidez, por ejemplo. Por suerte, los tipos como él no resultaban duros de pelar: en cuanto veían que una no quedaba impresionada por la amplitud de su caja torácica, iban enseguida a mostrársela a otra.

Sin embargo, los hombres tranquilos y con cerebro eran los más peligrosos.

–Estaba esperando a que llamara para confirmar que no era una adolescente bromista.

–Ninguna adolescente puede tener su voz, princesa.

Ella tragó saliva y apretó los dientes ante el ridículo picor que había empezado a sentir en los ojos. Estaba claro que debía de llamar de ese modo a cualquier mujer con que se encontrase, algo mucho más fácil que tener que recordar nombres.

–¿Puede ocuparse del trabajo? –preguntó ella con un tono un poco agresivo–. ¿Puede hacerlo hoy?

–Para eso he venido.

–Bien –dijo ella–. ¿Cuánto tardará?

–Veamos. Voy a medir la ventana, comprar un cristal del tamaño necesario, limpiar esto y colocarlo. Usted puede prepararme un café con leche y dos azucarillos y contarme la historia de su vida.

–¿Cuánto tardará? –repitió ella en el mismo tono.

Él parecía encontrar aquello muy divertido; al menos estaba sonriendo.

–Con una hora debería bastarme. Depende de lo interesante que haya sido su vida hasta ahora.

¡Por favor! Una hora entera de charla y flirteo.

–¿Y cuánto me costará una hora de su tiempo?

–¿Por qué no me invita a comer y con eso lo arreglamos?

¿Y era él el que le reprochaba que no sabía llevar su negocio?

–Puedo comprarle un filete en la carnicería de la esquina. Lo quiere crudo, ¿verdad?

Él sacó una cinta métrica del bolsillo y midió la ventana, sin tener que subirse a una silla.

–¿Sabe? Había quedado para comer. Estaba saliendo cuando usted llamó, pero respondí al teléfono y no le dije que estaba ocupado.

–¿Por qué no lo hizo? –preguntó ella.

–Porque usted parecía necesitar ayuda.

Ella se negó a dejarse seducir por su aparente simpatía.

–Y la necesito. La de un cristalero. No necesito charla, así que ahórrese ese tiempo y llame a la persona con la que había quedado –se negó a sentir un toque de celos–. Debe de llevar media hora esperándolo.

–¿Usted lo habría hecho? –dijo él, mirando hacia atrás por encima del hombro.

Ignorando el modo desconcertante en que empezó a latir su corazón, Juliet dijo:

–No habría quedado nunca con usted.

–Puede considerarlo una pregunta hipotética.

Aquello era culpa suya. Había roto la norma número uno: no tener una relación con alguien del trabajo. Seis meses antes, tres incluso, habría podido controlar perfectamente aquella conversación. Incluso con Gregor McLeod.

Pero su calma permanente había desaparecido por completo por la jugada de Paul, y cada vez que pensaba en ello, la ira explotaba en ella como si fuera un volcán a punto de entrar en erupción. «Calma, calma… puedes mantenerte fría si quieres».

–En caso hipotético, si hubiera quedado para comer con usted y me llamara para decirme que cancela la cita porque está salvando a una damisela en apuros… –se detuvo, segundos después de haber caído en la trampa.

–Continúe –dijo él sin ocultar la diversión que le provocaba.

–Estoy segura de que ya pensará usted algo.

–¿No querrá decir que tengo práctica en inventar excusas?

–No puede evitarlo –dijo ella, viendo que la calma y la frialdad no estaban funcionando y decidiendo probar con algo más espontáneo–. Es un hombre y le viene de serie.

Ella oyó las palabras que salieron de su boca con cierta fascinación horrorizada. Para una mujer que nunca antes se había arriesgado a nada y había mantenido encerradas sus emociones, aquello era todo un cambio.

Por fortuna, su caballero errante estaba ocupado anotando las medidas de la ventana en un cuaderno muy similar al suyo que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta.

–Por favor, acepte mi más profunda gratitud por su sacrificio –dijo ella en un esfuerzo por distraerse.

Aquello provocó una reacción, nada excesiva, consistente en un leve movimiento de ceja que sugería que en algo lo había afectado su declaración de gratitud.

–Sin embargo, le agradecería que acabase pronto el trabajo para que los dos pudiésemos seguir haciendo nuestras cosas –dijo ella–. Supongo que tiene vida propia.

Él levantó la mirada y ella se dio cuenta de que habría sido más fácil si se hubiera ceñido al trabajo.

–La cosa es que a mí me gusta interesarme por mis clientes, crear un vínculo con ellos y conocerlos.

–Muy loable –mejor, más distante–. Le prometo que si necesito que me arreglen un cristal en el futuro, lo llamaré a usted.

–El sarcasmo no es algo atractivo en una mujer, Juliet. Aquello no era sarcasmo.

–Bien, gracias.. –él usaba su nombre para que ella le preguntara por el suyo, y el caso era que había estado a punto de usarlo sin pensar. Si lo hiciera, él querría saber cómo se había enterado y sería un duro trago el recordarle que no se acordaba de ella, pero a Juliet le resultaba más embarazoso que se diera cuenta de que no se había olvidado de él–. Tomo nota.

Eso sí que era un comentario sarcástico, se dijo ella. Pero entonces se dio cuenta de que él tenía razón y que aquello no era atractivo, aunque no le importó.

–¿Qué le ha pasado a Maggie Crawford? –preguntó él–. ¿Se ocupas usted de la tienda?

–No.

–¿Trabaja para ella?

–Tampoco.

–Una pena. A este lugar le vendría bien algo para animarlo.

En eso estaban de acuerdo, pero ella no iba a admitirlo. Y en cuanto a ella animándolo…

–Maggie se ha caído de la silla esta mañana mientras intentaba tapar la ventana con un cartón para que no entrase el viento. Ahora está en el hospital.

–Lo lamento mucho –dijo él de un modo muy convincente–. ¿De qué la conoce? –seguía insistiendo.

–¿No iba a salir a buscar un cristal?

–¿Sabe? Empiezo a sentirme un poco hambriento. Tal vez aún pueda…

–¡No!

–¿No?

–Mire, lo siento, pero ha sido una mañana muy dura. Vine a buscar un libro para mi madre y me encontré a Maggie en el suelo.

–¿Y se ha quedado para arreglar lo de la ventana? –preguntó él, que al volverse se encontró con su mirada–. ¿Por alguien a quien no conoce? –sus ojos azules parecieron más peligrosos que traviesos.

–Ella estaba muy preocupada, y sí la conozco. O más bien, mi madre. Solía venir aquí cuando estaba en el colegio y ella me dejaba sentarme a leer libros que no podía permitirme comprar.

–Ya veo. Lo siento. Acabo de darme cuenta de que tal vez tenga que volver al trabajo.

–No pasa nada. Ahora no estoy trabajando.

–Parece que aquí va a quedar un puesto libre, al menos temporal.

–Bueno, le preguntaré a la señora Crawford qué necesita de mí cuando pueda hablar, pero hasta entonces, no puedo dejar la tienda abierta para los posibles ladrones.

–No creo que esto lo hicieran para intentar entrar aquí, sino más bien en la farmacia de al lado.

–Genial, eso me deja mucho más tranquila.

–Puede poner un letrero en la puerta : «esto es una librería. Si quiere cometer un atraco, diríjase a la farmacia de al lado».

–Seguro que el farmacéutico estará encantado.

–Tendrá un buen sistema de seguridad –se dirigió a la puerta–. Traeré el cristal. ¿Por qué no intenta conseguir un par de bollos de chocolate para tomar con el té, ya que ha cancelado el almuerzo? Ha pasado mucho tiempo desde la hora del desayuno.

–Esto es una librería, no un supermercado… –pero se vio hablando sola a una atmósfera llena de feromonas ambientada por el ruido de la moto alejándose.

Gregor McLeod parecía recién salido de la edad Media, o más bien de las cavernas. ¿Cómo podía haber pensado que era…? Bueno, no importaba lo que ella hubiera pensado. El caso es que parecía saber lo que estaba haciendo y había venido cuando había dicho. Tal vez no debiera haber sido tan dura con él.

Juliet se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada y empezó a buscar la dirección del hijo de Maggie en su agenda, sin suerte. Tampoco encontró nada en los cajones y el bolso de Maggie no estaba allí. Tendría que esperar hasta que fuera al hospital. Tenía que tener algún familiar o amigo que pudiese llevarle sus cosas y ocuparse de la librería.