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Este libro se imprimió

el día en que murió el Duque Blanco.

David Bowie always rules!

In memoriam

Jordi Casals i Merchán

Telecaster Circus

Primera edición: Febrero 2016

© Jordi Casals i Merchán

© de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2015

C./ Virtut 8, baixos - 08012 Barcelona

www.laertes.es /www.laertes.cat

ISBN: 978-84-7584-995-9


Fotocomposición: JSM

Diseño cubierta: Joan Garcia

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«...el mismo pobre palurdo iluso que se creyó que realmente el futuro iba a ser mejor. Si uno trabajaba duro. Si uno aprendía lo suficiente. Si corría lo bastante deprisa. Que todo saldría bien y uno llegaría a ser alguien en la vida.»

Asfixia, Chuck Palahniuk


«En ciertos hoteles de nuestro país, inescrupulosos sujetos están colocando cámaras ocultas en las habitaciones para grabar encuentros íntimos que después son vendidos.»

http://www.panamericana.pe/eldominical/locales/95048El Dominical

Domingo 6 de noviembre del 2011, 08:34 AM


Parte I
Intro: Perro, mando,
Mac y Washboard

DIEGO

«Can your pussy do the dog?»
by The Cramps

Un par de lametazos calientes y pegajosos fueron suficientes para despertarlo. Cuando abrió los ojos se encontró con el hocico del pastor alemán, con sus narices húmedas y con su peca a lo Madonna a escasos centímetros de la cara. El resto del perro le miraba detrás de dos ojos amarillentos de pupilas levemente descentradas. Entre el desenfoque de la mirada y el jadeo con lengua fuera parecía un licántropo con síndrome de Down.

Lo apartó con aparente suavidad para no despertarla. Buscó su ropa entre el amasijo textil desparramado a los pies de la cama, a cuatro patas y a tientas para no abrir la luz. Con qué extraña y tremenda velocidad cambiaban las cosas. Pocas horas antes engatusaba con anécdotas, cuentos zen y mentiras más o menos verosímiles a la cándida chica que yacía desnuda sobre el edredón, en cambio ahora se le ocurrían pocas cosas peores a que se despertara. Que siguiera durmiendo, estaba mejor así, sin los «estuviste muy bien anoche», o los «no, ya no me beses en la boca», o los «¿te puedo llamar un día?», o los «¿aún estás aquí? Anda, lárgate», o los «si quieres café con leche tendrá que ser con leche de soja, porque a mí la lactosa noséquéqué...» Mejor que siguiera durmiendo, sin duda.

La tarde anterior había salido de plató después de un ensayo agotador. Llovía. Los días de tormenta recordaba que a ella no le gustaba la lluvia y le daban unas ganas locas de abrazarla. La echó de menos, así que se fue al Glaciar a beber, sin pasar por casa ni llamar a ningún amigo. No era beber para olvidar sino para regocijarse en los recuerdos con el efecto analgésico del alcohol en el cuerpo como parapeto. Para recrearse en los detalles, en las caricias sutiles, esas que ella le regalaba al pasar por su lado sin detenerse camino de la habitación o de la cocina mientras él tocaba la guitarra en medio del comedor. Para parafrasear conversaciones que si no fueron exactamente así podrían haberlo sido. Para encontrar, como por arte de magia, como si fuera un espejismo o una sinestesia provocada por un tripi, el perfume de ella al hincar la nariz en el vaso de ron con hielo.

Estaba solo en la barra, eran más de las once cuando se le acercó una chica mona, morena, bajita, con una camiseta de los Stones. La cara de Mick Jagger estaba completamente hinchada y deformada por la tirantez que daba a la licra el considerable tamaño de sus tetas. Pensó que así iba a ser la cara del Mick de carne y hueso si se pasaba un poco más con el Botox.

—Hola, perdona. Te llevo mirando un rato. ¿Verdad que eres el guitarrista del programa Nuevas Estrellas? Buf, me chifla el programa, en serio, ¿y sabes?, yo canto un poco, y bueno, que te veo siempre y eso, bueno a ti no, al programa... Bueno a ti también quiero decir, ya me entiendes. Pero que no quiero ser pelma, que sólo quería saludarte y decirte que me encanta tu clase y tus guitarras. Es que yo canto y toco un poco también, ¡ups! creo que eso ya te lo he dicho. Tengo una Telecaster...

La chica hablaba atropelladamente, debía de ser verdad que había estudiado clases de canto para poder tener semejante control de la respiración. Mientras, Mick Jagger miraba a Diego desde la camiseta de la fan del programa, y con sus morros todavía más hinchados por el pseudoBotox parecía decirle: «Vamos hombre, no me jodas. Tu novia te ha dejado. Te ha dejado y ya está. Mira qué peras, mira qué culo, no seas Beast of burden. ¿En serio te vas a quedar aquí llorando por dentro en vez de aceptar este regalo de los dioses? Tío, It’s only Rock and Roll, but I like it».

I like it, I like it, yes I do —canturreó Diego.

—Perdona, ¿qué dices?

—Sí, mira, es que todavía no he cenado. ¿Te vienes a comer un kebab? Va, explica, quién es tu concursante favorito.

—Bueno, pues, a mí me encanta Manu-el, es guapísimo, pero me gustaría cantar como Louie. Es la no va más.

—Mmmm... Louie, es un sol de chavala.

La fan de Nuevas Estrellas resultó llamarse Marina (¿o Martina?, no sé, algo así recordaba Diego) y era bastante más divertida de lo que Mick Jagger hubiera imaginado desde su camiseta en un primer momento. Después del kebab fueron a tomar otra y después otra y después hubieran ido a echar otra si Diego, que ya no tenía ganas de beber y sí de follar, no le hubiera dicho que tenía que irse a la cama porque al día siguiente tenían emisión de programa en directo. Se ofreció a llevarla a casa en taxi, como un gentleman. Al llegar pagó la carrera y bajó del peseto.

—¿Qué haces? Se te ha ido el taxi y por aquí pasan muy pocos —dijo Marina-Martina cuando éste ya se alejaba.

—Bueno, es que había pensado que quizá me invitabas a dormir, y si no, pues me doy un paseo para que se me baje la libido, que entre tú y tu camiseta de los Stones me la habéis puesto por las nubes —respondió Diego rascándose tontamente la cabeza. Por primera vez se besaron y él escudriñó bajo la remera stoniana. If you start me up, if you start me up, I’ll never stop.

—Oye, espera un momento. Es que no vivo sola... Tengo un perro y cada noche lo saco a pasear. Verás, es que si no lo paseo, a las seis de la mañana lo tenemos en la cama dando por saco con la correa en la boca. ¿Te importa que lo saque ahora?

Diego no supo qué responder, descolocado, así que dudó durante un nanosegundo si pirarse o pasear al perro, pero su erección era incontestable.

La esperó abajo fumándose un cigarro. Al cabo de unos minutos apareció con un enorme pastor alemán que, al trote, se le acercó para olisquearlo. Lo pasearon durante un cuarto de hora, tiempo suficiente para que el animal corriera, meara y cagara.

Cuando Martina-Marina recogió las heces del chucho con una bolsita, Diego disminuyó su erección a morcillismo y volvió a sopesar la idea de irse a casa. Tres argumentos sólidos como rocas le hicieron quedarse: el primero, que aquello se arreglaba con un par de besos sucios. El segundo que quién cojones era él para contradecir a Mick Jagger, y el tercero y definitivo fue el darse cuenta de que hacía más de tres horas que no pensaba en Vane. Ni en sus caricias regaladas. Ni en sus conversaciones buenrollistas. Ni en su olor.

No Vane. No dolor. Follar y dormir con aquella chica sería agradable. De modo que la chica, el idiota y el perro montaron juntos en el ascensor que les llevó hasta el piso de ella.

Martina-Marina le dijo señalando al sofá: «ponte cómodo, yo vengo en seguida» y a Diego aquellas palabras le dieron risa. Era la primera vez que se las decían en ese tipo de contexto y le sonaron sobreactuadas. Robadas de mil películas. Ella no era Mia Wallace, él no era Vincent Vega y aquello no era una escena de Pulp Fiction. «Ponte cómodo y sírvete una copa.» Juas. ¿Qué debería haber respondido? «Claro, flaca. Tómate tu tiempo. La noche es joven.» Como si fuera el puto Humphrey vacilando a Lauren Bacall. Juas. Contuvo la carcajada para no ser maleducado. Se mordió el labio para no reír. Sintió dolor. Dolor. Vane.

Comenzaba a arrepentirse de estar allí.

Venía un cambio de humor. Su novia le había dejado porque no había futuro. Y Vane no era punk.

A lo mejor ya no quería estar allí, pero no iba a marcharse. Podía ser muy borde, no quería serlo con Martina-Marina. El cambio de humor estaba a punto de llegar. A veces estaba sobre todo triste; otras, más ácido y de mala leche. Los whiskazos ayudaban siempre a propiciar cambios de humor. Había bebido ron.

Se sentó en el sofá mientras Marina-Martina encerraba al perro en el balcón, encendía unas barritas de incienso y abría dos cervezas de lata. Trajo también la Telecaster —versión barata Made in México. Al menos no era una Squier— y se la dio a Diego para que tocara algo mientras ella liaba un canuto.

Diego improvisaba un solo pasando de pentatónica a mixolidia, con los ojos cerrados.

Martina, que había abierto la puerta del balcón para dejar entrar al chucho, escuchaba con los ojos entornados las melodías de la Tele desenchufada. Con una mano acariciaba la papada del pastor alemán y con la otra se llevaba el canuto a la boca cada pocos segundos. La mezcla de aromas de incienso y chocolate trajo a Diego una frase de Rick, el personaje de The Young Ones: «Fote’t hippie». Pero no la dijo.

Nota mental: no volverse a enrollar con una cría de menos de treinta.

Cuatro horas más tarde, después de haber echado un polvo con el perro de voyeur, sentado cual estatua hortera de cerámica sobre la alfombra —cosa que le había incomodado hasta el punto de pedirle a Marina-Martina que lo sacara de la habitación—, y después de haber sido despertado exactamente a las seis, tal y como ella había vaticinado que ocurriría si no lo paseaban —aún habiéndolo paseado—, ahí estaba, todavía desnudo, a cuatro patas, con medio cuerpo y un brazo debajo de la cama en busca del segundo y definitivo calcetín que completaba su vestimenta, con las dos rodillas flexionadas, el tronco introducido al completo bajo el somier, los dedos de su mano izquierda estirados rozando el calcetín y el culo en pompa. En semejante pose estaba cuando la cola del chucho, que se movía como la mano rumbera de Peret ejecutando la técnica del ventilador, le fustigó piernas y nalgas. Salió con el calcetín en la mano de debajo de la cama y le golpeó con él en el morro. Fue entonces cuando el perro le enseñó los dientes dejando caer de su boca el condón usado, se palpó la cara para comprobar que, efectivamente, no era baba o moco lo que había restregado el perro por su cara para despertarle.

Se vistió y salió dando un portazo. «Que se jodan ella y el perro». Descolocado todavía, pensó que aún tenía tiempo de echar un café y hojear el Marca antes de ir hacia los estudios de Producciones Leónidas.

Puto Mick Jagger y mierda de Stones.

A él siempre le habían gustado mucho más los Who.


«Jealous again»
by The Black Crowes

Era muy temprano. Mucho más de lo que se imaginó mientras bajaba los peldaños de la escalera de tres en tres. Era arriesgado bajarlas así y más en su estado: con mal cuerpo por no haber dormido suficiente, con el desequilibrio de una minúscula resaquilla y con el estómago revuelto por el exceso de picante del kebab. Hoy no se las podría ver con Hussain Bolt, sin duda. Pero Diego necesitó salir de allí huyendo. Asumía el riesgo de la caída. Contra todo pronóstico salió ileso.

En la calle fue en busca de un cortado y el Marca, pero encontró todos los bares cerrados. Era mucho más temprano de lo que había imaginado. Aún tenía tiempo de sobras para irse a casa y dormitar la resaca.

Cuando horas después abrió un ojo en su sofá, notó un peso en la boca del estómago y una sensación de agujetas en el diafragma. Sabía qué significaba eso: Vane. Las conversaciones que tuvieron y las que no, pero que podrían haber tenido y los besos que un día le dio y que hoy le daba a un mongolo hijolagranputa musculado que seguro que escuchaba dubstep. Tratando de huir del doloroso recuerdo que se avecinaba, puso la tele de fondo y cayó en un estado de semiinconsciencia a medio camino del sueño.

En la tele, las motos de 125 disputaban el Gran Premio de Le Mans. Un crío de dieciséis años, Maverick Viñales, adelantaba en la última curva al joven Nico Terol y ganaba su primera carrera mundialista. La alegría gesticulada del chaval poco después de atravesar la línea de meta contrastaba con la tristeza de Diego. Sin poder evitarlo se imaginó a Vane y al imbécil ése practicando todos los juegos de cama que él y Vane se habían inventado durante días de lluvia o tardes de domingo. Los veía como si fuera una peli vieja en Technicolor, pero con sonido Dolby Surround. Las escenas comenzaban con un primer plano que se iba abriendo hasta desembocar en largos planos secuencia. La cámara giraba alrededor de los dos amantes, narrándolo todo con pelos y señales, literalmente con más pelos que señales.

Con el fin de ahuyentar semejante visión apocalíptica de su cabeza, se frotó la cara, se incorporó en el sofá e intentó concentrar toda su atención en la pantalla, donde el chaval ya había bajado de la Aprilia y con el casco en la mano saludaba orgulloso a los mecánicos de su equipo, patrocinado por Paris Hilton. Mientras, en su cabeza, el monitor de gimnasio cogía a una preciosa Vane completamente desnuda por detrás y le susurraba al oído guarradas tópicas de peli porno, manoseándole la boca y el cuello. Una autoridad trajeada acompañada de una azafata de falda corta entregaba los trofeos a los tres primeros clasificados. Vane pasaba sus manos sobre los fibrados abdominales de Bruno, como si tocara una washboard en un pasacalles de New Orleans. Los tres pilotos se quitaban la gorra y adoptaban una pose de recluta en posición de descanso para escuchar el himno con grandes sonrisas en sus caras repletas de acné. Ella se arrodillaba lentamente besándole el torso, el vientre y el pubis, y después comenzaba a obsequiarle con una mamada sin ayudarse de las manos, que había posado sobre sus nalgas. El vencedor era tan joven que en vez de cava le habían dejado bajo el podio una botella de leche. Los pezones toribios de su ex señalaban hacia las rodillas del atlético capullo moviéndose asincopadamente como dos tocinillos de cielo en un ajetreado vagón bar de un tren de larga distancia. Los vencedores correteaban por la tarima detrás de las azafatas de falda corta, salpicándolas con el cava agitado y la leche del campeón. El novio de su ex ejecutaba una mueca de placer sobreactuada mientras se corría sobre ella, que lo recibía con una medio sonrisa pícara.

Diego apagó la tele y lanzó el mando contra la pared. Lloró de pena y de celos y de rabia y de odio. Se tomó un Alka-Seltzer y se dio una larga ducha. Hoy no podía llegar tarde. Mañana tendría que ir a los chinos para comprar otro mando universal.


LOS BROTHAS

«Funk Soul Brother»
by Fatboy Slim

Tomás, con un fino canuto de maría entre los labios y una lata de Pepsi junto al Mac, estaba editando un vídeo de dos turistas italianos. Aún no había cenado, pero el visionado de otra relación homosexual le quitaba el apetito. Como siempre. Tal vez nunca se acostumbraría a ver follar a dos tíos.

Su hermano, en cambio, lo llevaba mejor. A Chiscu el sexo entre hombres no le excitaba en absoluto, pero si tenía que trabajar un vídeo gay no le importaba: «debe hacerse, hágase», que decía siempre doña Mateua.

Tomás se había presentado aquella tarde con la última consola de Sony, un lote de videojuegos de superhéroes y otro pack de Star Wars. El pacto tácito era que podía comprar todo lo que le viniera en gana, eso sí, a sabiendas de que su hermano le impondría el castigo de editar unos cuantos vídeos gays. Le parecía justo, entre otras cosas porque Chiscu, a diferencia de él, casi nunca se daba un capricho. Pero que le pareciera justo no quería decir ni que estuviera de acuerdo ni que no le importara hacerlo. Le daba asco, sin remedio. Se quejó de la penitencia impuesta por su hermano: cinco vídeos gays.

—Joder, Chiscu, sabes que me entran náuseas.

—Seguro que a los operarios de limpieza de fosas sépticas, o a los dentistas que arreglan dientes putrefactos, o a los ginecólogos obligados a hurgar en vaginas de mujeres realmente espantosas, tampoco les gusta lo que ven. Y si te quieres librar, no te gastes la pasta en burradas —argumentó Chiscu.

—Sí, pero los ginecólogos también tocan chochos de tías buenas.

—¡Qué burraco! juas, juas. Y tú también editas vídeos de vikingas tetonas. ¿O no? Pues eso, neng, pros y contras.

—Tú verás; si echo la pota sobre el Mac no te quejes.

—Pobre de ti.

Los italianos, entre caricias, mamadas y penetraciones, habían tardado más de una hora y media en echar el polvo. Según el libro de estilo no escrito de su página, nunca publicaban un vídeo que durara más de veinte minutos. Su hermano Chiscu tenía comprobado que aquellos que superaban ese límite de tiempo recibían menos visitas. Veinte minutos era más que suficiente para que el usuario se regalara un par de pajas o, si eran una pareja, se excitaran lo suficiente antes de enrollarse. Por el contrario, sí que tenían vídeos de duración inferior, algunos de poco más de un par minutos, con gran éxito de visualizaciones. Era un hecho demostrado: esos microrrelatos porno de apenas ciento cincuenta segundos tenían su público. Chiscu, en su particular análisis de mercado, pensó que los eyaculadores precoces también debían conectarse a su página web.

Con estos preceptos se realizaba la edición de los vídeos. Si tenían una grabación larga la debían acotar a los veinte minutos como máximo, eligiendo los mejores momentos, las escenas más excitantes, a veces incluso, como haría un director de verdad durante el montaje, cambiando de orden escenas, colocando siempre al principio las de sexo oral —si las había— y las de penetraciones al final.

Si a media grabación las cámaras dejaban de funcionar, o los amantes salían de plano, o un edredón, calcetín, camiseta, braga... lanzado al azar, reventaba la grabación, Tomás o Chiscu escudriñaban los pocos segundos aprovechables para editar una escena corta.

Cuando tuvo listo el vídeo de los italianos, le puso de fondo una hortera melodía de Kenny G y lo guardó en la carpeta de «vídeos para colgar». Después, como hacía siempre que editaba uno de tíos, previsualizó vídeos heteros y se puso a trabajar uno en el que aparecía una pequeñita castaña con cara simpática, para quitarse el mal sabor de boca.

Hacia las doce, su hermano entró en la habitación que hacía de estudio de audio-vídeo y le propuso salir a dar una vuelta para despejarse. Tomás, que tenía planeado quedarse en casa, montar la Play3 y pasarse la noche jugando a ser un superhéroe o un supervillano, aceptó la propuesta de su hermano. Llevaba demasiadas horas delante de una pantalla y le picaban los ojos.

Se cambió de camiseta, se puso desodorante y unas gotas de colirio en los ojos enrojecidos. Cerró la puerta y cruzó el pasillo hasta el ascensor. Se dio cuenta de que las All Star de loneta negra se le habían manchado de rayas blancas, como si un niño de tres años hubiera jugado con ellas y una tiza. El suelo estaba sucio de polvo de yeso. Los albañiles llevaban dos días instalando el primer jacuzzi y, aunque les habían dicho que eran limpios, lo tenían todo hecho unos zorros. Si cumplían su palabra, el martes ya habrían terminado. Luego sólo faltaría instalar las cámaras, pero de eso se encargaban él y su hermano. En vez de cuatro tendrían que colocar una cámara más sobre la bañera de burbujas para poder grabar a los turistas dentro de ella.

Volvió para cambiarse de calzado y salió junto a su hermano a la calle Hospital en dirección a Les Rambles, con el porte de ser los dos triunfadores del barrio: los dos niños huérfanos que, con tesón y trabajo, habían reflotado la pensión y cabalgaban a lomos del dólar.

De camino hacia la Plaça Reial, unas putas africanas les saludaron con la mano. Tomás les guiñó un ojo y les tendió el paquete de Marlboro abierto, del que ellas estiraron un cigarro cada una y le dieron las gracias con una sonrisa antes de que él continuara andando tras su hermano. Entraron en un local reformado en pub-discoteca cerca del Karma, que estaba a medio aforo.

—Dos gintónics de Larios. Sin pepino, ni menta, ni mierdas de esas, ya sabes —pidió Chiscu.

—Y como te vea tirar la tónica con la ayuda de una cuchara para no sé qué del gas, salto la barra y te meto el vaso de tubo por el culo —sentenció su hermano.


VANE

«Panic (Hang the DJ)»
by The Smiths

Desde hacía ya seis años su amiga Sandra y Jose, su marido, celebraban una barbacoa en la casa unifamiliar que tenían en el barrio de Horta, el culo del mundo para los que se habían criado cerca de la Muralla. Festejaban la cercanía del verano y que Jose había vuelto a nacer tras sufrir un accidente de paracaidismo en Empuriabrava.

Vane estaba sola, empanada, fingiendo que contemplaba la belleza de la buganvilia que trepaba por la pared —le importaban una mierda las flores—. Vane se estaba recordando a sí misma que no estaba pensando en Diego y que no le echaba de menos. Por qué iba a hacerlo si era un completo desastre. No podría estar pasándoselo tan bien en la fiesta si aún estuvieran juntos, así que ¿por qué demonios iba a echarlo de menos?

Era la primera vez que Vane acudía sin Diego. Cada año tenía que arrastrarlo desde el sofá al coche y del coche a la fiesta a la que se negaba a ir, como un niño pequeño un lunes por la mañana llorando porque no quiere ir al cole, argumentando que se iba a aburrir, que total, si sus amigos casi no le dirigían la palabra, que quién coño le iba a echar en falta, que no tendría temas en común, que hablarían de política, o del Ibex 35, o del tiempo, o de Gran Hermano y que sí, que se les veía majos y tal, pero que mejor se quedaba en casa, que ya vería ella qué bien se lo iba a pasar sin él, con sus amigos, que él la esperaría leyendo en la cama, desnudo, para que abusara cuanto le viniera en gana si volvía con ganas de marcha, o con un café con sal si había bebido más de la cuenta, o con una caldereta de pescado si se había quedado con hambre.

Siempre la misma película, la misma canción, el mismo suplicio. Pero no sólo para ir a la fiesta de Sandra y Jose, ocurría con cualquier reunión social: cenas de fiesta mayor, comidas de cumpleaños, tomar café en casa de, bodas, despedidas, inauguraciones, barbacoas... Diego sólo quería salir con gusto si era para quedar con los cafres y borrachos y drogatas y sucios y ordinarios de sus colegotes músicos. Así que, ¿por qué le iba a echar de menos? Si la acechaba la trampa de los recuerdos de gominola sólo tenía que mirar a Bruno, riendo y bromeando con las pinzas de la barbacoa en la mano con el resto de chicos de la fiesta, para escapar de ella. Bruno no era Diego. Sin duda.

—Jolín, Vane, tu nuevo novio está supercañón —le dijo Sandra en un aparte del patio con una enorme piscina Toy, ofreciéndole un botellín de cerveza con limón.

A Sandra y a Vane les pasaba ese extraño fenómeno que les ocurre a algunas amigas que se conocen desde la adolescencia: aunque tenían cerca de treinta años, seguían hablando con el mismo vocabulario, agramaticalidad, entonación y fonética que cuando iban a cuarto de la eso.

—Sí, y además es un sol. No llevamos aquí ni media hora y mira qué buen rollito ha pillado ya con todos.

—Mira, no sé, nos conocemos desde pequeñas y si a ti te estaba bien, a mí me estaba bien, pero... me alegro de que hayas cortado con Diego. No te llegaba ni a la punta del zapato. No te sepa mal, no era mal tío, pero... que eso, que me alegro de que hayas encontrado a alguien tan pronto, y tan guapo.

Vane no contestó, se quedó mirando embobada su cerveza con limón mientras pensaba que sí, que por qué le iba a echar de menos, si Sandra tenía razón. Bruno era un sol, un astro que demostraba que las cosas podían ser más fáciles, más felices, menos complicadas, que una barbacoa para festejar un milagro era algo divertido.

—Oye, hace mucho calor, ¿no? Por qué no le quitas la camiseta y así le veo la tableta Suchard? Va, por fa —le pidió su amiga.

—Qué guarra que eres —rió Vane—. ¿Sabías que es monitor de spinning y aquagym?

—¿Pero no era de profe de gimnasia en un instituto?

—Sí, lo del gimnasio es un más a más. Pero es lo que más pone, ¿a que sí? Y, tía, no digas gimnasia. Es Educación Física. Como te oiga decir gimnasia, se putea mogollón.

Se acercó a Bruno por la espalda y le quitó la camiseta mientras miraba pícara a Vane y le guiñaba un ojo. Con el otro vio cómo se agrandaba la boca de su amiga y se llevaba las dos manos a la cara.

Conoció a Bruno a las dos semanas de haber dado puerta a Diego, una noche del mes de diciembre en la que fue, con gran pereza, a la cena de empresa de la agencia de publicidad en la que trabaja. Sus compañeras no dejaban de rellenarle la copa con vino blanco.

Después de cenar, las más jóvenes, vestidas entre una mezcla de invitada pobre a una boda y de putón de videoclip de Rihanna, la llevaron a una discoteca hortera de la calle Balmes. La música era espantosa: ritmos de bombo a negras con melodías ñoñas y letras de amor desenfrenado, sazonadas con frases del tipo oye mami, la mano arriba, cintura sola, vuélveme loco. Pero contra todo pronóstico, la pista estaba a tope. Llena a reventar de cuerpos treintañeros y cuarentones que, sudados, saltaban y bailaban. Como el culo, eso sí. Desacompasados, desgarbados, asincopados.

Sus amigas lanzaron un grito del tipo «¡Jerónimo!» antes de correr hasta la pista y entrar en consonancia con el resto de bailarines. Sus atuendos de perras en celo con carnes caídas se camuflaron entre aquella vorágine sudada. Las perdió de vista. Quiso encender un cigarrillo, pero no estaba permitido.

Vane pensó en la poca cultura musical del país, recordó el concierto de los Who que fue cancelado por la poca venta de entradas —increíble—, los locales de jazz y funk en los que había visto actuar a Diego o a amigos suyos ante poco más de diez personas, y se medio maravilló y enfadó de que aquel antro de música hortera estuviera lleno.

Los Who, lo que daría en ese momento por escuchar «Love reign o’er me» tendida en la cama con Diego a su lado. Chasqueó la lengua, porque aquello ya no iba a ocurrir, había que pasar página. Pensó cómo se hubiera enfadado él si le hubiera explicado que había estado en aquel tugurio. Pero no se lo iba a explicar. Porque ya no estaban juntos y cuando llegara a casa iba a encontrar la cama vacía, con todavía algún resquicio del olor de él impregnado en la almohada...

Vane se acercó a la barra para pedir un whiskazo, tomárselo rápido y largarse a casa. Entonces se le acercó un chico alto, guapo, moreno, con una ceñida camiseta blanca nuclear coronada por dos áureas de sudor alrededor de las axilas. Tenía los rasgos duros, pero la mirada era de Teletubbie.

—Hola, ¿te puedo invitar a una copa?

Era realmente guapo y la hizo reír, con un humor muy diferente al de Diego, claro. Humor directo, menos rebuscado, más fácil. La vida tenía que ser y podía ser mucho más fácil. Cuando la miró a los ojos y le dijo que era la chica más guapa que había visto en mucho tiempo ella le creyó, y un subidón de adrenalina le recorrió todo el cuerpo. Media hora después estaba agarrada a su cintura bailando en medio de la pista ante las caras de envidia de sus compañeras de trabajo. Desmelenada, se dejaba llevar por la percusión barroca. Él se acercó a su oreja y le susurró la letra de la canción que estaba sonando:

—Oye mami, vuélveme loco —después la besó en el cuello.

—Vente papito, deshazme poco a poco —no pudo contener una risita vergonzosa antes de mirar a lado y lado, como para comprobar que nadie la veía y besarle en la boca.

Pasaron la noche juntos. Fue algo extraño. Hacía muchos años que no estaba con otro hombre que no fuera Diego y se sintió exiliada en un cuerpo fuerte y fibrado, con otros ritmos, otros jadeos, otras dulzuras, otros aromas, otros recodos, otras caricias y un orgasmo masculino mucho más rápido de lo que estaba acostumbrada. A ella no le dio tiempo a acabar, pero aunque hubiera durado toda la noche, tampoco lo hubiera conseguido. Eran demasiadas nuevas emociones, como si estuviera redescubriendo su propio cuerpo. Como si su feminidad estuviera en la popa de un trasatlántico agitando un pañuelo mientras en el muelle, empequeñeciéndose, estuviera Diego con la mano extendida, en señal de adiós.

Por la mañana abrió los ojos con pánico escénico en una casa que no era la suya. Cubrió su cuerpo desnudo con el edredón hasta la barbilla, buscó a ambos lados de la cama, pero Bruno ya no estaba. Le escuchó moverse fuera de la habitación. Se puso un albornoz que había en el cuarto de baño y salió al comedor nerviosa. Por intuición llegó a la cocina. No sabía qué era lo que iba a ocurrir. Se encontró una mesa dispuesta para desayunar, con zumo de naranja, tostadas, café, croissants y un ramillete de flores secas que Bruno guardaba en el cajón para ocasiones especiales, aunque claro, esto ella no lo sabía. En el mármol había botes de pastillas para muscularse y cajas de complementos energéticos.

—Buenos días, princesa, ¿has dormido bien? —Bruno se acercó y la besó con mucha suavidad en los labios—. Menos mal que te has despertado, temía que se enfriara el café.

De eso hacía ya cinco meses, pero lo había tenido escondido durante todo ese tiempo. Él se moría de ganas de conocer a sus amigos y a su familia y de irse a vivir juntos. Pero había esperado con heroicidad x-meniana a que ella estuviera preparada para dar el salto. Ahora él y sus abdominales eran presentados en sociedad.

—¿Bruno, Vane, nos damos un bañito en la Toy? —les preguntó Sandra.

—Ostras, perfecto, que aquí delante de la barbacoa me voy a derretir. ¿Tú también te apuntas, Jose? —dijo el fibrado y encantador licenciado en inef.

Vane se acercó a Sandra y le dio un cachete en el culo.

—Mira la mosquita muerta... ¡tú lo que quieres es ver cómo está de dotado! ¿A que sí?

—Cómo lo sabes, niña, es que está riquísimo. Qué suerte tienes, nena.

Vane se quitó el vestido quedándose en biquini con una sonrisa en la cara: «claro que no —pensó—, ¿por qué debería echar de menos a Diego?».


Silence Raval I

«Silence Raval»
by Che Sudaka

Paseaban por el barrio con la seguridad de Bruce Wayne y Dick Grayson vestidos de calle. Caminaban desplazando su centro de gravedad, apoyándose algo más en la rodilla izquierda, lo que provocaba un vacile horterilla —parecido al paso de los Bee Gees en el videoclip de Stayin’ Alive—, que a ellos les parecía supermolón.

La gente del Raval los conocía —y no me refiero a esos forasteros que habían llegado hacía poco, que se habían instalado en pisos reformados por dentro, que lucían gafas de pasta negra y viajaban en scooters retro—. La gente de toda la vida los conocía y se enorgullecía de ellos. No sólo porque les fueran bien los negocios y fueran buenos vecinos, había algo más difícil de explicar.

Chiscu se había labrado una buena imagen en el barrio de la que se sentía orgulloso y que, de rebote, iluminaba a su hermano. Había entrado en la Associació de Veïns con el peso de ser el hijo de la Mateua. Después de solventar satisfactoriamente para las dos partes una disputa entre un taxista y un motorista que siempre se las tenían por una plaza de aparcamiento, comenzó a ejercer como Juez de Paz. Medió entre tenderos, yonquis, clanes raciales o familias ancestralmente enfrentadas. Su faceta de líder vecinal le llevó a participar como mediador en trazados de planos urbanísticos y recibió su primera oferta para entrar en las listas del psc al Ayuntamiento. Declinó la propuesta y comenzó a jugar al falso rol de hombre discreto.

Pero cuando realmente desempeñó un papel relevante, protagonista, como representante del barrio, fue durante la redacción del Pla Estratègic para regular los usos turísticos y durante la lucha con la que finalmente consiguió que se aprobara el primer Pla d’Usos en el 2010.

Barcelona se estaba convirtiendo en un destino turístico que atraía a más guiris de los que la ciudad podía drenar. Las calles de Ciutat Vella estaban infestadas por riadas desbocadas de turistas que seguían a sus guías, abanderados con paraguas o pancartas en alto. Comenzaba ya a dar vergüenza ajena pasear por Les Rambles. Uno ya no se podía tomar unas bravas en la Plaça Reial. Ni ir a hacer la compra en el Mercat de la Boqueria. Ni comprarse unas tortugas enanas en las desaparecidas paradas de animales.

La vida en el barrio estaba cambiando a un ritmo vertiginoso. Ciutat Vella se estaba convirtiendo en un parque temático para turistas que dejaban millones de euros y dólares al día en la ciudad.

Muchas de las tiendas de toda la vida —zapaterías, pescaderías, relojerías, imprentas, guarderías...— habían cerrado y habían vuelto a abrir como franquicias de fast-food o tiendas de souvenirs típicos barceloneses: camisetas del fcb, minitoros Mihura, muñequitas bailaoras y sombreros mexicanos.

La vida en el barrio ya nunca volvería a ser igual. Los vecinos no estaban en contra de los turistas —o eso decían—. Estaban en contra de la masificación y el monocultivo empresarial.

Pero no iba a ser nada fácil conseguir conciliar la vida de barrio con el negocio turístico. Porque había mucha pasta en juego.

Los empresarios moderados del sector sabían que había una cantidad indecente de pasta en juego.

Los empresarios agresivos del sector turístico hotelero sabían que había demasiada pasta en juego.

La mafia empresarial del sector turístico hotelero sabía que era un negocio con un volumen de ingresos demasiado elevado como para dejarlo en manos de vecinos del lumpen y de regidoras con almas de hippie-piesnegrista.

Putos hippies. El Pla d’Usos limitaría el número de plazas hoteleras, de apartamentos turísticos, de tiendas de tonterías para guiris. ¿Es que nadie se daba cuenta de que no se podía frenar la compra de edificios viejos para reformarlos en flamantes aparthoteles? ¿Alguien había calculado la cantidad de dinero que se iba a perder con la aprobación del puto Pla? Putos hippies. Evidentemente, un sector del empresariado estaría dispuesto a casi cualquier cosa para evitar que semejante majadería fuera aprobada. Que semejante cantidad de billetes fueran tirados por la boca del desagüe. Porque ellos eran los prohombres catalanes. Los herederos de los hombres de la Lliga, de los pioneros de la Mancomunitat. Los catalanes de seny y visión de negocio. De qué se quejaban ésos de Ciutat Vella. Si todo el mundo sabe que allí sólo vivían putas, yonquis y gentes del lumpen. Putos hippies.

Chiscu, en cambio, amaba el barrio donde se había criado, pero también era un pequeño empresario que había heredado la pensión de sus padres en el Carrer Hospital. Entre el aumento de la clientela, el cambió de perfil del cliente y la página web, los dos hermanos habían reformado —con gusto discutible— la «Pensió Mateua» en el «Love BCN Inn».

Sus actuaciones parecían altruistas, su defensa de la necesidad del Pla d’Usos, comprometida. Y en parte era así. Pero no sólo defendía el barrio: si evitaba la proliferación de apartamentos turísticos, si evitaba la proliferación de hoteles, si el Pla d’Usos salía adelante, menos trozo del pastel a repartir. Con el Pla conseguiría que el barrio fuera un lugar algo más apacible; conseguiría aumentar su prestigio vecinal; conseguiría quitarse de encima competencia hotelera.

Chiscu luchó codo con codo junto a otros líderes vecinales, asociaciones culturales y regidores valientes. No aceptó chantajes, ni sobornos, ni amenazas.

Si antes del Pla d’Usos era un referente vecinal gracias a sus dotes mediadoras, la lucha contra el monocultivo turístico le convirtió casi en un héroe. En definitiva un jovencísimo patriarca que no alcanzaba los cuarenta.

Su papel era algo así como el de Jefe de barrio de peli de Scorsese, pero sin aplicar violencia, extorsión o miedo. Si eras además vecino de pedigrí podías pedirle prestado dinero a interés cero. Algunas abuelas decían de él que era un santo. Pero el párroco de la iglesia de la Plaça Sant Agustí, con el que Chiscu coordinaba un pequeño banco de alimentos, se choteaba en su cara de que le llamaran «santo». Era el único al que no le levantaba del todo la camisa —de hecho la sotana.

Para no perder su buena imagen, ni él ni su hermano jamás pillaban farlopa en el barrio y cuando querían echar un polvo se iban bien lejos, a los enormes clubs de Castelldefels.

Paseaban juntos muy a menudo. Y por cómo les trataba la gente del barrio, a veces daba la impresión de que eran Bruce Wayne y Dick Grayson vestidos de calle, esperando a que llegara la noche para enfundarse en sus trajes de Batman y Robin. Si en vez del barrio hubiera sido un pueblo del Far West, seguro que lucirían las chapas de sheriff en la pechera.



Parte II
El guitarrista bonsái

«La Revolución no será televisada»
by Chocadelia Internacional

El plató estaba situado en un polígono industrial de San Just Desvern, al lado de aparentes naves industriales que en realidad eran estudios de otras cadenas o productoras. En la recepción había una pirámide, como las que disponen en los supermercados, construida con tetrabriks de Caldo Timanfaya, patrocinador del programa, para que el público asistente dispusiera a su voluntad. Diego pensó en el olor del caldo y le vino una arcada.

Lo estaba esperando Bea, la ayudante de producción junior que se encargaba de los músicos y de las bailarinas y que, como todas las ayudantes de producción, era muy joven, muy simpática y muy tiabuena. Aunque él conocía el camino de sobras, ella le acompañó casi de la mano, como si fuera un niño de p3, hasta el camerino donde ya estaban Anz, calentando muñecas con las baquetas en la mano, y Polo afinando el bajo —¿para qué, para un playback?—. Antes de despedirse les dijo que vendría en un rato para explicarles la escaleta y los horarios. No tardaron en llegar, tronchándose de risa, Silvio y Sergi, al que llamaban Serji, pronunciado con el fonema [X]. Vaya, como se pronunciaría en castellano Sergio, pero sin la letra «o».

—Está como una campana: ¡lleva el saxo barítono repleto de tetrabriks de caldo de pescado!

—Y qué quieres, con la mierda que nos pagan. Total, el público tampoco se lo va a llevar todo —respondió Serji—. Esos gilipollas, porque para venir de público a esta mierda de programa hay que ser gilipollas, con el bocata que les dan y la bolsita con cuatro zumos, dos batidos y la camiseta se van supercontentos. Seguro que mañana se lo cuentan a la de la farmacia del barrio, a la peluquera y a la familia del pueblo.

Silvio explicó con voz entrecortada y lágrimas en los ojos cómo Serji, después de haber venido todo el trayecto maldiciendo lo mal pagada que estaba la profesión de músico en este país, la cantidad de deudas que acumulaba y el vacío eterno digno de la zona negativa que se expandía por su tísica nevera, había desenfundado el barítono al bajar del coche, se lo había colgado y había escondido en la campana de su saxo tres tetrabriks de caldo al pasar por la recepción.

—No te burles, que será el fumet que le echaré a la próxima paella. ¿A que te quedas sin? So imbécil.

—¿Y no le ha visto nadie? —preguntó Anz con una enorme sonrisa en la cara.

—Sí, tío, le ha visto Bea. Pero de pleno, nens, le ha pillado de pleno. Y va Serji y le dice: «¿Se puede, verdad?». Y la tía «Sí, claro», ha sonreído y se ha largado, sin ni siquiera acompañarnos al camerino, como hace siempre. Y mientras se alejaba va y le suelta éste: «Oye, Bea, que yo con esto hago unos arroces que lo flipas, el día que quieras te cocino uno». Pero ni se ha girado —la boca de Silvio estaba completamente abierta formando un irregular número cero, al que un hilillo de baba que le caía desde el labio superior hasta el inferior cruzaba por la mitad. Parecía el símbolo de conjunto vacío bailando en una cabeza echada hacia atrás mientras su prominente nuez subía y bajaba al ritmo de su carcajada—. Lo siento, neng, pero seguro que si tenía algún interés por ti, lo ha perdido por completo.

—Como se lo cuente a Juanfer, te pone en la puta calle —le avisó Polo de algo que ya todos habían pensado.

—Cabrones, que sois unos cabrones. ¿En serio pensáis que a Juanfer le importan unos caldos de mierda?

—De mierda no, de pescado —apuntilló Silvio mientras con dos papeles en forma de letra L preparaba un canuto de la paz—. Va, Serji, no te chines, que lo vas a petar tú.

El plató era el reino de Juanfer, un tipo excesivamente delgado, perpetuamente bañado en sudor, tocado a modo de corona con una ladeada gorra Kangool por la que asomaba una corta coletilla. Recorría veloz todo su dominio de punta a punta, dando indicaciones que recibía por los auriculares desde la cabina de realización, el Olimpo, en la que habitaban los Dioses: Realizador y Director.

attrezzoplaybackesmucWe are only in it for the money

Cuando al final de la actuación de Louie por poco le abrasa el fogonazo pirotécnico del que nadie le avisó, Diego se solidarizó emocionalmente con Serji y decidió que al final de la noche también robaría unos cuantos tetrabriks, aunque luego los tirara en el primer contenedor camino de casa. Televisión. Dámelo todo... Tócate los cojones.