cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.

RESCATE EN LA NIEVE, N.º 2254 - Agosto 2013

Título original: The Secret Casella Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3498-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Al volante de su exclusivo deportivo plateado, Luiz Casella pisó un poco el acelerador y sintió la suave respuesta del vehículo al avanzar por el estrecho camino comarcal. Era una locura; no debería estar allí, en el corazón de la invernal y desierta campiña de Yorkshire. A un lado, campos interminables cubiertos de nieve que se fundían con un horizonte a punto de ser consumido por la oscuridad. En el otro, el terreno se elevaba en una masa helada de implacable roca que destrozaría su coche si cometía el error de acercarse demasiado.

Lo sabía. También sabía que debía hacer eso, expulsar de algún modo de su cuerpo ese insano y enloquecedor dolor, y no se le ocurría una manera mejor que coquetear con la muerte a un millón de kilómetros de la organizada y aséptica cordura de su ático londinense.

Había pasado casi un año desde la muerte de su padre. Mario Casella, un hombre atlético y audaz de sesenta y pocos años. Un día había irradiado vitalidad, fortaleza y entusiasmo, insistiéndole en que ya era hora de sentar la cabeza a la vez que lo amenazaba con abandonar Brasil para viajar a Londres con el fin de convencerlo; y, al siguiente, un cuerpo marchito y sin vida, apenas reconocible entre los escombros del ligero aeroplano cuyo manejo había decidido dominar.

Había recibido la llamada de su llorosa madre y de inmediato había regresado a Brasil. Como hijo único, había pasado a ser el cabeza de familia. Se encargó de todo, desde los preparativos fúnebres hasta la crisis súbita que la muerte de su padre había causado en la empresa de este, mientras desde la distancia se ocupaba de la dirección de sus propias empresas.

Era la roca firme a la que su madre, sus tres hermanas, diversos parientes y cierto número de asociados empresariales habían recurrido. No había permitido que ningún asomo de debilidad socavara su determinación implacable y firme de hacer lo que sabía que debía hacerse. Había designado a la gente necesaria para dirigir la empresa de su padre y se había cerciorado de que les quedara claro que un simple desliz bastaría para que respondieran ante él. Se había encargado de que se vendiera la mansión familiar, ya que su madre no toleraba la idea de vivir allí sin su padre. Había encontrado un sitio de igual lujo, pero mucho más pequeño, en la exclusiva zona residencial donde vivía una de sus hermanas. Había depositado algunos de los recuerdos más sentimentales en un guardamuebles donde permanecerían hasta que su madre tuviera la serenidad suficiente para volver a mirarlos. Y en todo ese proceso no había derramado ni una lágrima.

Meses más tarde, regresó a Londres para volver a dirigir su imperio personal. Se sumió en una rutina de trabajo que habría destrozado a cualquier ser humano normal. Inició un agresivo programa de adquisiciones que multiplicó por diez su fortuna personal.

La última, una débil empresa de electrónica situada en Durham, le había brindado la primera oportunidad de la que había dispuesto para liberar parte de la energía intensa que lo había estado consumiendo desde la muerte de su padre. La había aprovechado y había organizado que su coche lo esperara en el aeropuerto, permitiéndose así unas pocas horas de respiro de su ardua agenda laboral.

El desafío de esos caminos helados, pequeños y vacíos había sido irresistible. Había desconectado el GPS y ahí estaba.

En la luz menguante pudo ver los primeros copos de nieve y tuvo que activar el limpiaparabrisas. También había apagado el teléfono móvil y la radio, y lo único que podía oír era el profundo y sepulcral silencio del invierno luchando contra el rugido bajo de su potente coche.

¿Habría sentido algún dolor al morir? ¿Habría sabido que la muerte era inminente cuando el aeroplano comenzó a caer en picado, como un pájaro con las alas rotas? ¿En qué habría pensado?

¿Ningún remordimiento? Su padre había sido un magnífico ejemplo de lo que podía alcanzar un hombre con energía e imaginación ilimitadas. Había abandonado un pasado de pobreza y progresado con determinación hasta que al fin había podido residir en ese enrarecido lugar donde el dinero no era un objetivo. Se había casado con el amor de su infancia, la mujer que había estado con él durante cada paso del camino, y habían tenido cuatro hijos. Sin duda que en ese apartado no habría tenido ningún remordimiento.

Le gustaba pensar que de ahí se podía extraer un consuelo, pero ninguna acrobacia mental podía refrenar el dolor de las preguntas sin respuesta, o saber que el único hombre al que de verdad había admirado había desaparecido para siempre de su vida.

Apretó las manos sobre el volante. Una angustia ardiente comenzó a desplegarse desde la boca de su estómago. Cerró la mandíbula con fuerza, pisó más fuerte el acelerador y en un abrir y cerrar de ojos esa implacable cara rocosa fue directamente hacia él.

Reaccionó en una fracción de segundo, dio un volantazo y sintió el roce en el costado del coche con el aullido del metal contra la piedra inamovible, luego su coche giró fuera de control y atravesó el camino ya a oscuras en dirección a los campos.

El impacto lo dejó momentáneamente aturdido, pero el airbag había cumplido con su función y la robustez del vehículo había sobrellevado el choque bastante bien. Aunque seguía sin aire y maltrecho mientras bajaba del coche y se arrastraba lo más lejos que podía. Llevaba el depósito lleno y existía la posibilidad de que se pusiera a arder.

Sin embargo, caminar iba a ser un problema. Con cuidado se tanteó la pierna y el corte que la recorría. Estaba sin abrigo, en medio de ninguna parte y no se veía ni una sola luz. Para empeorar las cosas, la nieve había decidido caer con más fuerza. Los copos gordos se asentaban en su pelo, en los inservibles pantalones, hechos a medida e ideales para el trabajo, aunque totalmente inapropiados para la nieve, en el jersey de marca que quedaría empapado en media hora y en los campos que se extendían hasta donde llegaba la vista.

Con los dientes apretados, comenzó a regresar despacio al camino. Tenía el teléfono móvil y, aunque la cobertura en esas partes dejaba mucho que desear, tarde o temprano podría captar una señal.

Su cara aristocrática esbozó una sonrisa sombría. El lado bueno de la situación era que el dolor físico, después de tantos meses de contener el dolor mucho más desagradable de sus emociones, casi era bienvenido...

 

 

A menos de tres kilómetros, mientras Holly George realizaba una comprobación rutinaria de su refugio para animales, oyó el lejano sonido del choque y al instante se quedó quieta y ladeó la cabeza para escuchar con más atención.

Había crecido en esos parajes espectaculares que conocía casi al dedillo. En especial, sus sonidos, que en mitad de febrero solían ser un silencio inagotable.

Cerró la cancela de Buster, el burro, la última incorporación, y entró con rapidez en la cabaña de piedra mientras se quitaba el gorro de lana y dejaba que un cabello ondulado del color de la vainilla cayera sobre sus hombros y espalda.

«Alguien se ha salido del camino».

No había ninguna duda. Durante unos segundos pensó en llamar a Andy, el socio que tenía en el refugio, pero de inmediato descartó la idea. Se había ido pronto para asistir a un curso de cocina en la ciudad que daba su cocinero favorito y que esperaba desde hacía tres semanas. No iba a estropearle ese acontecimiento para arrastrarlo a una misión de búsqueda y rescate.

Ben Firth habría reunido encantado a sus chicos para salir con los vehículos de bomberos, y Abe, el médico local, habría sacado la ambulancia, pero ¿adónde irían? Lo peculiar del sonido en esa zona era que los ecos podrían haberse originado literalmente en cualquier parte. Sin embargo, ella conocía el lugar como la palma de su mano. Podría localizar el punto del accidente y llegar más deprisa que los otros, situados entre veinte y veinticinco kilómetros de distancia.

Holly George solo tenía veintiséis años, pero era sensata, pragmática y estaba habituada a los inviernos duros de la lejana Yorkshire. A veces pensaba que no tenía unos rasgos muy femeninos, lo que podría haber explicado la falta de hombres llamando a su puerta para pedirle una cita. Pero siempre que pensaba en abandonar su amado refugio para animales y trasladarse a una gran ciudad, con las luces, bares y demás cosas que sus amigos le decían que necesitaba, se ponía enferma.

Su padre había sido granjero y ella siempre había vivido rodeada de animales. Su reloj biológico estaba programado para madrugar y la llegada de la primavera siempre era un recordatorio de las maravillas de la cría de corderos. Su padre había muerto años atrás, poco después de que Holly hubiera cumplido los dieciocho años y a regañadientes había vendido la granja, sabiendo que quedaba descartado ocuparse de los acres de tierra cultivable, incluso con mucha ayuda. A cambio, había invertido lo obtenido con la venta en el refugio para animales que en ese momento ocupaba su tiempo. Después de pagar las facturas apenas le había quedado dinero, pero tenía su cabaña, con el quejumbroso sistema de calefacción y las tuberías excéntricas, aunque no debía un céntimo de ella. La había comprado al contado.

Pero la sensación de que el tiempo la dejaba atrás mientras sus amigos lo vivían e intentaban sacarla de allí era el esporádico lunar en una existencia por lo demás sencilla. Solo una vez había tenido un novio serio. James estudiaba veterinaria y se habían conocido en uno de los muchos cursos a los que le encantaba asistir para entender mejor cómo cuidar de los animales que rescataba. Él había dado la conferencia como parte del currículum académico y el nerviosismo que había mostrado la había enternecido de inmediato. Luego se habían puesto a charlar y cuando un año y medio después la relación había terminado, habían seguido siendo buenos amigos.

A él lo habían trasladado al sur y no había sido capaz de tolerar la distancia física. A menudo se preguntaba si debería haberse esforzado más, ya que el tiempo transcurría y...

Se detuvo ante la puerta para recoger las llaves de su viejo todoterreno y miró su reflejo en el pequeño espejo con marco de latón del que colgaban las llaves.

Llegó a la conclusión de que esa cara jamás encajaría con las luces de una gran ciudad, ni tampoco su cuerpo. Carecía de los ángulos físicos de moda y nunca había llegado a dominar el arte del maquillaje. Los brillantes ojos azules que la miraron prácticamente nunca lucían rímel ni delineador y su rostro era demasiado suave, gentil y femenino como para ser sexy.

Abrió sin pensar más en sus desventajas físicas.

Fuera, la nieve caía con más fuerza y supo que no había tiempo para dudas. En cuanto arrancó su vehículo robusto, el motor emitió el habitual y tranquilizador ruido sordo.

Había varios caminos que podía seguir, pero eligió el correcto. Y el más peligroso. En los últimos cuatro años, tres accidentes habían tenido lugar en una de las curvas que giraba a la izquierda sin previo aviso. Si ese no era el lugar del accidente, no tendría dificultad en escoger otro sendero.

Al avanzar entre la nieve, divisó el coche en cuanto el camino estrecho le permitió una vista clara en línea recta. Estaba ladeado en el campo en un ángulo que la impulsó a acelerar. La nieve ya se acumulaba sobre él. Con ojos entrecerrados trataba de captar los detalles a la luz de sus faros y a punto estuvo de pasar por alto a la figura que había en el arcén, que, de pie a duras penas, le indicaba que parara.

Mientras aparcaba a un lado, lo más que pudo distinguir fue a un hombre solo con ropa inadecuada para ese clima.

–¿Hay alguien más? –preguntó Holly al ir a su lado y pasarle el brazo por la cintura. A pesar de hallarse encorvado, fue consciente de la firmeza muscular y del peso de alguien mucho más alto que ella.

–Solo yo –apretó los dientes para contener la agonía de su pierna mientras cojeaban hasta un vehículo que parecía una reliquia de otro siglo.

–Tu coche...

–Siniestro total.

–Me ocuparé de que alguien venga a recogerlo.

–Olvídalo. No podría importarme menos.

Holly se preguntó a quién no le importaría algo tan caro como un coche. Abrió la puerta del acompañante y sintió el roce de su cuerpo mientras él ocupaba el asiento con una mueca de dolor.

En su cabeza bullían mil preguntas. La ruta más corta al hospital. La gravedad que podría tener la herida. Si había algún familiar a quien debiera llamar.

Alzó la cabeza para hacer una de las preguntas que ya se formaba en sus labios cuando se quedó quieta por el atractivo espectacular que hizo que quisiera mirarlo todo el día. Tenía ojos profundos y oscuros y la nieve brillaba en un pelo negro y corto y una cara delgada y de pómulos marcados, de una masculinidad inequívoca y arrebatadora. Proyectaba un aire exótico de otro país y la piel era de un dorado bruñido. Su corazón marcó un ritmo que le era tan ajeno que sintió que un color intenso invadía sus mejillas.

–¿Estás cómodo? –logró preguntar con una voz que le sonó distinta a su tono habitual de serenidad y pausa.

–Tanto como lo puedo estar con una herida abierta en la pierna.

Holly salió de su embelesamiento el tiempo suficiente para mirar los pantalones ensangrentados y emitir una exclamación de horror.

–Hay que ir al hospital –arrancó, pero como nevaba con más fuerza, tardó un poco en poder salir al asfalto del camino.

–¿A qué distancia está?

–Lejos. No eres de por aquí, ¿verdad?

–¿Tanto se nota? –apoyó la cabeza contra la ventanilla y miró el perfil de ella. Experimentó la sensación extraña de que después del accidente, había muerto e ido al cielo, porque era la cosa más angelical que había visto en la vida. La piel parecía suave como el satén, los ojos enormes eran de un azul puro como la azulina, el cabello rubio le caía en cascada por la espalda y los hombros en un desorden natural. El dolor en su pierna se convirtió en un palpitar regular bajo los pantalones.

–Llevas la ropa equivocada. Nadie se atrevería a salir con este tiempo sin ir más abrigado. Mira, va a ser imposible llevarte al hospital, pero puedo llamar y preguntar si pueden enviar un helicóptero de rescate.

Luiz pensó en la falta de cautela que lo había metido en ese lío y su expresión se volvió lúgubre.

–Puedo ocuparme yo de ello. No hace falta un helicóptero de rescate.

–Bromeas.

Al sonreír, se le formaban hoyuelos en las mejillas. Nunca había visto algo así.

–No me he presentado –añadió ella con timidez–. Soy Holly George.

–Bien, Holly George –murmuró Luiz–, ¿qué hacías en un camino comarcal con un tiempo como este? ¿Tus padres no se estarán preguntando adónde has ido?

–Vivo sola. De hecho, no muy lejos de aquí. Oí tu accidente y salí a investigar. Iba a alertar a Ben y a Abe, pero ellos habrían tardado mucho en llegar. Es el problema de vivir en un sitio tan remoto; como tengas problemas en pleno invierno, tienes que cruzar los dedos para poder aguantar unas horas.

–¿Quiénes son Ben y Abe?

–Ben es el jefe del parque de bomberos y el viejo Abe es el médico local.

–Todo suena muy acogedor.

–¿Y qué hacías tú por aquí?

–Desterrar a algunos de mis demonios.

Lo miró al oír esa respuesta desconcertante, pero tenía los ojos velados e instintivamente supo que no era un hombre que fuera a darle detalles si le hacía una pregunta directa.

–Esas luces que hay delante... –dejó el camino principal–. Ahí tengo mi cabaña. Yo di... dirijo un refugio para animales.

–¿Qué?

–Dirijo un refugio para animales. Puedes divisar la estructura ahí; tiene calefacción y está techada. Hay unos cincuenta animales. Perros, gatos, dos caballos, un burro... El año pasado incluso tuvimos un par de llamas, pero por suerte las adoptó una granja infantil.

Luiz pensó que había entrado en otro mundo. Ese se hallaba tan lejos de su campo de comprensión como si estuviera charlando con alguien de otro planeta.

–¿Qué haces? –inquirió Holly–. Me refiero a qué te dedicas.

–Mi trabajo...

Se detenían ante una cabaña de piedra bien iluminada. Ella se volvió hacia él y durante un segundo Luiz contuvo el aliento al ver su rostro abierto y sonriente en forma de corazón. Notó detalles que habían escapado a su atención. Unas pestañas de una extensión inverosímil y una boca plena y bellamente definida. Las manos eran finas, suaves y sin anillos. De hecho, no lucía ninguna joya. Llevaba una ropa práctica, pasada de moda... vaqueros, un jersey, sobre el cual se había puesto un impermeable de color verde oliva, botas de goma y un gorro de lana con un motivo navideño. Era la persona menos artificial que recordaba haber visto en mucho tiempo.

–¿Y cómo te llamas tú? Aguanta, que iré a tu lado y te ayudaré a bajar. Luego le echaremos un vistazo a esa herida y decidiremos qué hacer. Tengo muchos productos de primeros auxilios y, si es superficial, probablemente pueda tratártela.

Holly descubrió que estaba tensa como la cuerda de un violín cuando ese cuerpo tan masculino volvió a apoyarse en ella. Como siempre que estaba nerviosa, no dejó de hablar mientras caminaban despacio por la nieve en dirección a la entrada. Una vez dentro, fueron a la cocina, donde él se dejó caer pesadamente sobre una de las sillas de pino.

Era el tipo de decoración que Luiz odiaba. Abundancia de toques rústicos y una de esas cocinas enormes que, en su opinión, solo ocupaban espacio útil. Las baldosas del suelo estaban viejas, tanto como la alfombra ajada que había debajo de la mesa de pino. Contra una cocina, una cómoda exhibía platos de diversos motivos que compartían el espacio reducido con fotos enmarcadas y chucherías inútiles que harían que cualquier diseñador de interiores apretara los dientes con frustración.

Y, sin embargo...

La observó sacar el botiquín de uno de los armarios, sin mirarlo directamente mientras se concentraba en el corte.

–Tendrás que ayudarme a quitarme los pantalones –murmuró él y con celeridad ella descartó la idea con un movimiento de la mano.