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El Círculo

Dorado

La Torre del Cuervo

Fernando Osorio

I. El Círculo Dorado

El chico contuvo el aliento. Allí arriba, en lo alto de la escalera, acechaba algo, algo a lo que durante unos segundos había logrado verle la cara (si cara podía considerarse aquel rostro de pesadilla) pero que su sentido común rechazaba como una alucinación o un espejismo.

«¡Venga hombre!», intentó razonar en medio del horror que parecía haberle paralizado cuerpo y cerebro impidiéndole pensar con claridad. ¿Una bruja?, o sea, ¿un ser de ficción en pleno siglo XXI en un pequeño y tranquilo pueblo de Madrid?

«¡¡¡Imposible!!!», concluyó tranquilizadora la voz del sentido común, y de no haber sido por lo delicado y peligroso situación en la que se encontraba le hubiesen dado ganas de echarse a reír por haber llegado a ocurrírsele semejante estupidez.

Aquello que acababa de ver, pensó Diego intentando a duras penas envalentonarse con sus improvisadas deducciones y argumentos, tenía que ser por narices una alucinación bien motivada por el calor de aquella noche de verano, por su imaginación o simplemente por los nervios que tanto él como sus compañeros experimentaban desde que habían comenzado a investigar aquel misterioso caso.

Pero, por otro lado, se dijo, limpiándose la frente de las gotas de sudor frío que la perlaban como en mitad de una pesadilla, estaba seguro de lo que había visto y ocultar lo evidente no solo era de insensatos sino que no lo ayudaría a salir a salvo de la peligrosa ratonera en la que se había metido.

Así que, adoptando un repentino cambio de opinión en su acalorado y silencioso debate interno, Diego cambió el «veredicto» al que había llegado hacía tan solo unos segundos, aceptando la innegable realidad (por muy descabellada que pareciese la idea) de que por desgracia su enemigo, el ser que acechaba y estaba a punto de atacarlo en lo alto de la escalera de piedra, no podía ser otra cosa que un personaje horrible y maligno igualito a los que salían en los cuentos de su infancia, o lo que es lo mismo, a aquellos que en su casa siempre le habían jurado y requetejurado que eran seres de ficción y por tanto inexistentes.

«Duerme tranquilo hijo, las brujas no existen», recordaba que solía decirle su padre con una sonrisa aquellas noches en las que, cuando era pequeño y a la hora de apagar la luz, el miedo hacía acto de presencia.

«Son solo cosas de cuentos, Diego, invenciones de algún escritor que disfruta haciendo pasar miedo a los niños», corroboraba su abuela apoyando la versión paterna.

¡Y una porra!, pensaba en esos momentos el chaval un tanto mosqueado con aquellos repentinos recuerdos, «así que no existen, ¿eh?, que todo eran cuentos e imaginaciones de algún escritor sin nada mejor que hacer ¿no?…»

¡Pues vaya porquería de información le había dado su querida familia!

No lo entendía. La cosa hubiese sido tan simple como contarle la verdad por muy dura que fuese, algo así como: «Sí, hijo, las brujas son reales y están entre nosotros. Y no solo ellas, también los fantasmas, los vampiros, los zombis, los hombres-lobo y demás seres espantosos sobre los que habéis leído u oído algo en algún momento de vuestras vidas. Así que ya sabéis, no andeis haciendo el tonto por lugares solitarios con fama de estar encantados y jugad a cosas normales como el resto de los niños». Ya está. Solo esa frase y ahora no se encontraría en aquel lugar abandonado del mundo y muerto de miedo. Pero, en fin, esto no debería tomarle por sorpresa ya que, después de todo, ¿quién entiende a los adultos?

Las voces de Sandra y Borja lo sacaron rápidamente de sus pensamientos:

–¡Diego, corre, te va a atacar! –le gritaron con toda la fuerza de sus pulmones. Y como la palabra de los amigos va a misa y si le avisaban de aquella manera tan desesperada era porque la situación así lo requería, el muchacho se precipitó escaleras abajo sin pensárselo dos veces sintiendo como el maligno ser se lanzaba tras él con una ligereza inimaginable para alguien de aquella envergadura...

Pero… un momento, ¡stop!, queridos lectores. Vaya educación la mía metiéndoos en una historia como esta sin poneros en antecedentes y, lo que es más importante, sin haber hecho las presentaciones de rigor.

Supongo que a estas alturas os estaréis preguntando, con toda la razón, que de qué va todo esto, que qué pintan historias de monstruos, brujas y castillos abandonados en nuestros tiempos, que quiénes son este grupo de chicos y chicas, etc. Y, ¿sabéis una cosa? ¡Pues que tenéis toda la razón del mundo!

Una buena historia hay que saborearla con placer y muy despacio, como una crujiente tableta de chocolate o un vaso de vuestro refresco favorito, sin prisas y, desde luego, comenzando desde el principio, que es siempre el mejor sitio desde donde empezar las cosas.

Así que vamos a tomárnoslo con calma, retroceder un poco en el tiempo y construir la casa desde los cimientos yendo como primer paso hasta el lugar donde arranca esta aventura: un bonito pueblo muy cerca de Madrid llamado Fuentevieja, porque es precisamente ahí, en Fuentevieja, donde vive una pandilla muy especial, un grupo de siete chicos y chicas que a partir de este momento serán también vuestros amigos y compañeros de aventuras.

Diego, al que ya conocéis un poquito, es un chico de trece años y en cierta manera el cabecilla del grupo. Su mente, poblada de sueños y una gran imaginación, está siempre ocupada con alguna idea, plan o aventura que poner en práctica junto al resto de sus amigos, lo que de vez en cuando ocasiona que todos acaben metidos en líos como el que se encuentran en estos momentos.

Su estatura, que va aumentando mágicamente a golpe de esos estirones tan típicos de su edad, es similar a la del resto de sus compañeros de clase, lo cual no quita que, medio en serio medio en broma, compitan entre ellos como si fuesen aspirantes a jugar en la NBA y todos se consideren los más altos y los más fuertes, especialmente cuando hay alguna chica delante.

Respecto a su constitución podríamos decir que hay alguna que otra discrepancia ya que si bien él la considera «atlética», su abuela la tacha siempre de delgada, circunstancia que la buena mujer intenta cambiar inútilmente a base de enormes platos de alubias, lentejas, empanadas caseras, tartas y todo el arsenal de la mejor comida tradicional que solo las abuelas saben preparar.

Diego es rubio y mira el mundo con unos ojos de un azul intenso que, aunque el chaval no lo sepa, empiezan ya a llamar la atención entre alguna que otra «admiradora» de Fuentevieja.

El color de su pelo y sus ojos son la única herencia que conserva de su madre, a la que perdió cuando tenía tan solo dos años.

Su padre le habla a menudo de ella, de lo bella e inteligente que era y de cómo se enamoró al instante reconociéndola como la mujer con la que quería pasar el resto de su vida.

Como el flechazo fue mutuo, la conquista no fue excesivamente complicada, por lo que tras un corto noviazgo se casaron con toda la ilusión y el amor que puede caber en un par de corazones.

Diego no tardó en llegar a este mundo. Iba a ser el primero de una larga lista, ya que Guillermo (que es como se llama su padre) le había confesado que a la pareja les encantaban los niños y que sus planes de futuro pasaban por formar una gran familia.

Pero una grave enfermedad se interpuso entre el feliz matrimonio y sus planes de futuro, e Irina, la madre de Diego, los dejó a él y a su marido cuando más la necesitaban.

Como es lógico, el golpe había sido terrible y a menudo el chaval pensaba en lo que habría tenido que luchar su pobre padre para lograr sacarlo adelante en medio de aquella tragedia. Con los años iba siendo más consciente de todo ello y admiraba como a nadie a aquel hombre que, a pesar de todo, había logrado darle una infancia plena y feliz.

La madre de Guillermo, su querida abuela, ya viuda cuando la desgracia los había sacudido, se convirtió en una pieza importantísima en la vida del chaval y le proporcionó ese amor femenino y único que su madre no pudo darle.

La auténtica pasión de Diego son los caballos, una fiebre benigna e incurable de esas que se apoderan de tu corazón y tus pensamientos y que en muchas ocasiones acaban marcando tu destino.

Para Diego, al contrario de lo que les sucede a otras personas, la equitación no empieza y acaba con el acto de subirse a un caballo para disfrutar de las sensaciones que este puede ofrecernos. Nuestro amigo vive la hípica como un arte o una filosofía de vida que pasa por el aprendizaje, el trabajo diario, y sobre todo por el respeto, que, al igual que el resto de seres vivos, se merece este precioso e inteligente animal que tan importante ha sido en la historia del ser humano.

Por eso, el objetivo diario de Diego cada vez que acude a Los Alazanes (el club hípico de Fuentevieja) es intentar absorber todos los conocimientos que pueda ya que sabe sin lugar a dudas que el día de mañana, de una manera u otra, su vida discurrirá por el camino ecuestre.

En este tema siempre ha sido constante, por lo que sus fantasías y planes de futuro, que en otros niños van variando con los años, tuvieron desde siempre en su cabeza la misma forma: la de en un día poder convertir su vocación en profesión.

Por lo demás, Diego es un estudiante al que podríamos clasificar como «normal y corriente». Ni destaca por sus notas ni es un desastre ya que desde un primer momento su padre se lo dejó muy claro: tiene vía libre para montar a caballo, aprender y entrenar todo lo que pueda; pero, eso sí, a su edad lo primero es el colegio, por lo que si descuida los estudios tendrá que decir adiós a la equitación.

Este pequeño «trato» (como el hábil papá lo denominó desde un principio) resultó ser todo un éxito y el joven jinete saca tiempo de donde haga falta para cumplir con su parte, aplicándose al máximo en cada evaluación, consciente de lo que hay en juego.

Combinar las labores ecuestres con los deberes y demás tareas escolares no es nada sencillo, pero como la intención, las ganas y el interés abren todas las puertas, el chaval consigue evaluación tras evaluación compaginar ambos mundos satisfactoriamente.

Sus profesores lo aprecian. El muchacho es bueno, educado y trabajador y todos son conscientes tanto de su difícil pasado como de sus ambiciones y planes de futuro, que cuentan con la simpatía y el beneplácito general. Lo que sí lamentan es que Diego, que podría ser un estudiante realmente brillante, tenga sus pensamientos más cerca de los caballos que de los asuntos escolares y que siempre esté ansioso de oír sonar el timbre para salir como un tiro hacia Los Alazanes.

Afortunadamente, las distancias que debe recorrer a diario (y que el muchacho realiza en bici con la rapidez y la precisión de todo un profesional) no son excesivamente grandes, por lo que a contrarreloj logra encontrar siempre el tiempo necesario para poder combinar estudios y equitación.

En su casa el dinero no sobra por lo que Diego paga sus clases de equitación ayudando el fin de semana en cualquiera de los mil quehaceres cotidianos que nunca faltan en unas cuadras. Es un trato justo ya que Diego es un buen trabajador que realiza sus labores con esmero e interés, por lo que los responsables del club no ponen ningún inconveniente a este pequeño arreglo económico.

La atracción del chaval por los caballos es toda una incógnita para su padre ya que no hay ningún miembro de la familia (por ninguna de las dos ramas) que comparta sus inquietudes. Lo que sí es cierto es que la pasión del niño por estos animales es casi de nacimiento y así lo corroboran los primeros dibujos infantiles del crío, que su padre guarda como un tesoro y en los que, para sorpresa de todos, ya representaba de manera monotemática la figura de algún caballito adornado con colores inverosímiles y en todo de tipo de escenarios y posiciones.

Tal era su atracción por todo lo ecuestre, que su padre, en cualquiera de aquellos cuentos que le leía de pequeño, debía incluir en el argumento (alterando, si era necesario, el guión original) cualquier tipo de caballo o poni si no quería escuchar las protestas del niño, a quien el resto de personajes, como hadas, príncipes, héroes o villanos, le traían sin cuidado.

Como es lógico, lo que más desea Diego en este mundo es tener un caballo propio, pero es consciente de que su familia no puede permitirse el lujo de complacerlo. No pasa nada. Nuestro amigo es paciente y sabe que con el tiempo todo llega. Además, el hecho de no ser propietario no supone ningún inconveniente para su aprendizaje ya que, al igual que sucede en muchos clubes hípicos, Los Alazanes pone a disposición de sus alumnos un nutrido grupo de caballos de alquiler para poder recibir clases en todos los niveles.

Para Diego sus amigos son su segunda familia, una parte importantísima de su vida, ya que con ellos comparte tiempo, risas, grandes momentos y, sobre todo, una pasión incondicional por los animales en general y los caballos en particular.

La pandilla está unida por un montón de lazos comunes que los hicieron conectar desde el principio. Uno de los más importantes es que todos albergan la misma idea de respeto hacia su «compañero de equipo» y el rechazo total hacia aquellos que maltratan a los caballos o a cualquier ser vivo e indefenso. Todos ellos saben que por desgracia esta es una práctica bastante extendida, pero es algo contra lo que se han propuesto luchar con todas sus fuerzas.

Además de su amor por los animales y su compromiso para defenderlos, los chavales también comparten el significado más sagrado de la equitación, que no es otro que respetar al caballo, quererlo, cuidarlo y aceptar la enorme responsabilidad que representa el hecho de que dependa de nosotros para su bienestar.

La violencia y el maltrato jamás están justificados. jamás. Esta idea, arraigada en cada uno de ellos como una parte inseparable de su corazón, los llevó en su día a formar una sociedad secreta, un exclusivo grupo dispuesto a luchar contra la crueldad y los malos tratos, y a la que bautizaron como el Círculo Dorado.

Los «socios fundadores» fueron Diego y Borja, su mejor amigo.

La idea surgió tras ver juntos un programa de televisión en el que entrevistaban a un famoso activista internacional que había dedicado gran parte de su vida a defender el bienestar y los derechos de los animales. De las muchas cosas que dijo aquel hombre hubo una que los impactó especialmente: «Decir frases como ‘no hay derecho’, ‘qué pena’ o ‘que alguien haga algo’, no vale de nada. TÚ eres alguien. ¡¡ACTÚA!!» Cuando escucharon aquellas palabras, los dos amigos conectaron al unísono con una de esas miradas en las que sobran las palabras: ambos habían pillado el mensaje a la perfección.

Y es que, ¡qué razón tenía aquel hombre! La mayoría de la gente camina por la vida pendiente de sus asuntos, tratando de evitar meterse en líos o problemas, aunque esto conlleve pasar por alto la injusticia o el sufrimiento ajeno.

Los cambios en el mundo (tan difíciles de conseguir) deben empezar con una educación que priorice la solidaridad, la empatía, la compasión y todos los valores de un corazón puro que nos hagan conscientes de las necesidades y el sufrimiento ajeno; adoptar una filosofía de vida que comience por el respeto hacia uno mismo, continúe con el resto de seres humanos y se extienda a todas las criaturas con las que compartimos nuestro planeta.

Diego y Borja habían presenciado en más de una ocasión escenas protagonizadas por algún que otro de esos cobardes que utilizan la violencia con sus caballos, tanto en el entrenamiento diario como por no lograr los resultados esperados en un concurso o por cualquier otra razón siempre injustificable. ¡Cuántas veces habían llegado incluso a marcharse a casa llorando tras ser testigos de alguno de estos lamentables actos ante los cuales, por desgracia, no habían podido hacer nada! Después de todo, aún eran tan solo unos críos y eran conscientes de que la gente habría pasado de ellos y de sus justificadas protestas. Así y todo no habían olvidado: todas y cada una de aquellas escenas los habían marcado para siempre.

Aquella tarde ya lejana, Borja y Diego apagaron la tele, se dieron la mano y sellaron de esa manera un acuerdo que mantendrían de por vida: ¡jamás volver a mirar para otro lado!

Diego le había estado dando vueltas y más vueltas en su cabeza a todo el asunto y, al día siguiente, en cuanto vio a su amigo le propuso la idea de crear un grupo secreto que luchase contra todas las injusticias que sucediesen a su alrededor. A los dos les encantaban la acción, las aventuras y los cómics de superhéroes, por lo que la imaginación de ambos no tardó en dispararse.

–Como los X-Men pero en Fuentevieja –había concluido Diego tras exponer la idea a su compinche.

–De momento sin nave, supongo –había respondido su amigo, que siempre estaba de broma.

–Todo llegará, Borja… todo llegará –contestó Diego, tras lo cual los dos chavales se echaron a reír, que era la manera en la que casi siempre acababan sus conversaciones.

Lo primero que necesitaban era un nombre, una tarea que, si bien parecía fácil, les llevó más tiempo de lo esperado, hasta que un buen día la inspiración hizo por fin acto de presencia.

–Oye, ¿escuchaste lo que explicaron hoy en clase de mates? –le dijo Borja a su amigo a la salida del cole.

–Mmmm, supongo –contestó Diego–, lo que me parece raro es que lo hayas escuchado tú.

–¡Jajajá! –rió Borja de buena gana ya que las matemáticas no eran lo suyo y a menudo se pasaba la clase en las nubes o haciendo dibujos de prototipos de coches, que eran su otra gran pasión.

–¿A qué te refieres exactamente? –preguntó Diego.

–Pues a eso de que el círculo es una figura de gran perfección y belleza. Según dijo el profe, todos sus radios son iguales y están a la misma distancia del centro.

–Bien... –contestó Diego un poco confundido sin saber a dónde quería llegar su amigo–, muy bonito, pero eso tiene que ver con nuestro grupo exactamente ¿en qué?

–Pues en que cuando lo hayamos formado (ya que como es lógico no vamos a ser tú y yo solos), la figura de un círculo puede ser un buen emblema. Representaría la idea de que todos los miembros seremos iguales. Sin jefes, directores, enchufes o privilegios.

Diego se quedó parado en el sitio y miró fijamente a su amigo con verdadera admiración.

–A veces me alucinas, Borja. ¿Eso se te ha ocurrido a ti solo?

–Pues claro –respondió su colega ofendido– ¿qué crees, que solo pienso en chorradas?

–Hombre, el 99% de las veces… –Borja cortó la intervención de Diego con una colleja amistosa ocultando la risa a duras penas.

–Entonces qué, ¿te gusta?

–Claro que me gusta, Borja. Es una idea muy buena. Pero hay que añadir algo más.

–Mmmm, tienes razón –contestó el muchacho frunciendo el ceño pensativo–, el Círculo a secas queda un poco soso.

–No te preocupes, es un buen comienzo. Ya se nos ocurrirá algo.

Y así fue. Aquella misma noche, Diego, que no podía dormir dándole vueltas al asunto, dio con la parte que faltaba para completar el nombre.

Sin saber cómo, al chaval se le vinieron a la cabeza las historias con las que desde muy pequeño su padre había alimentado su imaginación; relatos sobre caballeros andantes, espadas mágicas, torneos y muchas otras cosas que le mantenían en vilo hasta que el sueño lo vencía. Diego recordaba que su padre le había contado que a los caballeros más valientes, tras realizar alguna hazaña especialmente heroica, el rey les otorgaba como premio unas espuelas de oro, todo un honor que muy pocos conseguían. El oro representaba el valor, la pureza y la distinción de aquellos que habían logrado algo en lo que el resto fracasa o ni siquiera intenta.

Los ojos de Diego se iluminaron y no pudo reprimir un pequeño grito de alegría. Tenía el nombre perfecto para poner su proyecto en marcha.

«¡Sí señor!», exclamó satisfecho, incorporándose en la cama y propinándole un golpe de alegría al colchón de su cama. La hermandad de jinetes y defensores del caballo había nacido, y aunque quedase mucho por hacer, al menos ya tenía un nombre con el que pasar a la Historia: el Círculo Dorado.

A Borja le encantó la idea, por lo que tras ser aprobada la propuesta, los futuros caballeros-superhéroes se enfrentaron a la siguiente (y tal vez más importante) parte del plan: seleccionar un pequeño y selecto grupo, que no solo compartiese sus ideales, sino que estuviese también dispuesto a embarcarse en las fantásticas aventuras con las que ambos ya soñaban.

Llegados a este punto los dos amigos tuvieron una inesperada discrepancia que necesitaban solucionar de inmediato para poder arrancar: ¿sería un grupo mixto o estaría formado solo por chicos? Diego y Borja tenían ideas diferentes al respecto.

A Diego no le importaba que alguna chica entrase en su hermandad de Caballería pero Borja se mostraba un tanto reticente ante la idea de incorporar personal femenino.

–Solo nos traerán problemas, Diego –argumentaba el muchacho con cabezonería.

–¿Y eso?

–Pues, para empezar, no tienen nuestra fuerza física ni nuestra resistencia, y además no hay quien las entienda.

–Hombre, Borja, eso suena un poco machista ¿no crees?

–¿Ah, sí?, ¿oíste hablar alguna vez de alguna «caballera andante»? ¿eh?, ¿eh? –Borja se acaloraba enseguida en las discusiones, aunque por supuesto la sangre nunca llegaba al río y mucho menos con su mejor amigo.

–Pues no, no oí hablar de ninguna, pero aquellos, afortunadamente, eran tiempos muy lejanos y diferentes a los nuestros. Además, esto va a ser también un grupo de superhéroes ¿no?

–¡Por supuesto! –concedió su amigo rotundamente.

–Pues te recuerdo que en los X-men, en los Vengadores o en los Cuatro Fantásticos hay mujeres, por no hablar de Wonder Woman, Supergirl, etc.

–Mmmm –gruñó Borja, a quien no le gustaba mucho dar su brazo a torcer–, está bien, sé que las mujeres pueden hacer las cosas igual de bien que nosotros y que en los cómics existen un montón de excelentes superheroínas. Vale. No me había dado cuenta y tienes razón. Pero por los menos reconoce que no hay quien las entienda –y en ese punto Diego guardó un prudente silencio pues ahí sí que estaba de acuerdo con su amigo.

Afortunadamente y por cosas del destino, que a veces depara sorpresas muy gratas, una nueva alumna de Los Alazanes llamada Sandra entró en sus vidas y los dos chavales se dieron cuenta enseguida de lo absurdo que había sido todo aquel debate. Sandra les demostró con creces que las chicas podían hacer las mismas cosas que los hombres y que, además, sin ellas posiblemente todos sus planes resultarían muy aburridos.

Sandra era diferente a todas las niñas que habían conocido hasta el momento: era simpática, sabía mucho sobre caballos y además montaba muy bien. Y no es que el resto de las que conocían no tuviesen también alguna (o todas) de estas cualidades, pero ella era especial.

Todo esto, unido a su valor y ganas de emprender cualquier tipo de aventura, acabaron convirtiéndola en el primer miembro femenino del Círculo Dorado. Tras ella llegarían Mercedes y Elisa, a las que conoceréis dentro de muy poco.

El último en incorporarse a la pandilla fue un chaval de trece años recién cumplidos llamado Juan Ramón, que se convertiría en el benjamín del grupo y que no tardaría en ganárselos a todos gracias a su permanente sonrisa, a su predisposición y, sobretodo, a un grandísimo corazón siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitase. Con él, las puertas quedaban definitivamente cerradas, ya que tanto Diego como Borja no querían que el Círculo creciese en exceso pues esto comprometería seriamente las posibilidades de mantener el anonimato. Además, como dijo Sandra en un momento de inspiración, con la incorporación de Juan Ramón el equipo estaría formado por tres hombres y tres mujeres, con lo que la relación de poder quedaba perfectamente equilibrada haciendo bueno el espíritu de su nombre y emblema.

Siguiendo el plan original de los dos socios fundadores, el grupo había sido seleccionado cuidadosamente y todos los elegidos habían aceptado entusiasmados. Pero, claro, con decir «sí» no bastaba. Eso, en opinión de Diego hubiese sido demasiado simple y aburrido (o «cutre», en palabras de Borja), por lo que el convertirse en miembro de pleno derecho del Círculo Dorado pasaba por un último pero importante detalle: prestar un solemne juramento que los uniría a él de por vida. Todos lo habían realizado, y tal vez debido a su teatral escenificación se había convertido en uno de esos momentos mágicos y emocionantes que jamás se olvidan.

El juramento, escrito en un pergamino y sellado con una gota de sangre del nuevo miembro, decía y dice así:

«Yo (a continuación el aspirante deberá pronunciar su nombre de manera solemne) juro lealtad a mis compañeros, ayudándolos y apoyándolos en todo lo que necesiten, así como mantener en secreto mi pertenencia al Círculo Dorado.

Juro proteger a los animales, denunciando y enfrentándome, si es necesario, a aquellos que no lo hagan allí donde se encuentren.

Juro tratar a mi caballo igual que a un amigo, atendiéndolo y cuidándolo como se merece.

Juro no mirar nunca para otro lado, porque todos somos alguien y YO soy alguien.

Que este juramento haga más fuerte al Círculo Dorado y que la calavera venga a buscarme si falto a mi palabra…»

Lo sé. No hace falta que digáis nada. Sé que a estas alturas os estaréis preguntando qué significa eso de «la calavera». Pues bien, no le deis muchas vueltas al tema ya que no es ningún acertijo con un significado oculto para que os rompáis la cabeza o un misterio accesible solamente a los integrantes del grupo. No. La famosa calavera no es ni más ni menos que lo que su nombre indica: ¡una calavera! Tan sencillo como eso, o sea, un antiguo y auténtico cráneo humano donado generosamente por la hermana mayor de Sandra (que estudiaba Medicina y siempre tenía la casa llena de cráneos, huesos y otras porquerías que su madre a menudo amenazaba con arrojar por la ventana) que se convirtió en una pieza fundamental en el ritual de la ceremonia de entrada al tener que realizarse el juramento con una mano puesta sobre ella.

Lo cierto es que todos le tenían un poco de respeto a aquella reliquia que de alguna extraña manera parecía observarlos atentamente con sus ojos vacíos e infinitos. Pero ese toque un tanto macabro era precisamente lo que le daba su valor: el de ser un complemento indispensable para ambientar a la perfección la ceremonia de iniciación con un aire de solemnidad.

La importancia de la calavera como símbolo llegó a ser tal que acabó cediendo su nombre al lugar secreto elegido por la pandilla como punto de encuentro: «la Cueva de la Calavera», un rincón alejado del pueblo y perfectamente escondido entre los peñascos de una garganta situada a escasos metros del río Negro; un paraje de difícil acceso al que, tal vez por esa razón, los turistas y el progreso no habían contaminado aún con su presencia.

La cueva había sido descubierta casualmente por Juan Ramón una tarde de verano cuando, tras uno de aquellos largos paseos en bici que tanto le gustaban, se había alejado en exceso llegando hasta la misma orilla del río. El chaval se había comprado la tarde anterior una nueva cometa que prometía grandes emociones y, una vez allí, consideró que aquel lugar era tan bueno como cualquier otro para hacerle una primera prueba. Así que, ni corto ni perezoso, extrajo de la mochila su nueva adquisición dispuesto a demostrarle al mundo sus dotes de piloto acrobático.

Pero con lo que J.R. no contaba era con que aquel día el viento soplaba demasiado fuerte y así, antes de darse cuenta, el artefacto de tela se le escapó de las manos, volando sin control y haciendo todo tipo de cabriolas para acabar estrellándose después de unos minutos entre los matojos de una de las cercanas colinas.

El muchacho, cuyo amor propio era una de sus grandes cualidades, no estaba dispuesto a volver al pueblo con las manos vacías exponiéndose a las burlas de sus amigos, por lo que, tras permanecer boquiabierto los instantes de rigor que siempre conlleva un desastre de esa magnitud, analizó la situación fríamente optando por la única solución que tenía si quería recuperar su cometa: echarle ganas y valor, y escalar la empinada pared de roca que se erguía desafiante ante él.

La hazaña resultó ser más asequible de lo que parecía y así, tras unos minutos de ascensión, se encontraba ya a escasos metros de su preciado objetivo.

Fue en ese momento cuando el escalador hizo un sorprendente descubrimiento: completamente invisible desde abajo discurría una especie de senda que conducía hasta lo alto de la colina.

Juan, con el ánimo de un intrépido explorador, no se lo pensó dos veces y decidió recorrer el camino oculto dispuesto a comprobar si realmente llegaba hasta la cima. Y como el azar es a menudo padrino de los grandes eventos, nuestro amigo acabó encontrándose fortuitamente con algo que marcaría para siempre el futuro del Círculo y sus actividades.

Y es que, con la cometa bien aprisionada bajo el brazo para que no volviese a jugársela y la mirada puesta en su objetivo (que en su mente era equiparable a una ascensión al Everest o al K2), el chaval se distrajo y quitó por un momento la vista del camino pisando en el lugar equivocado. Sin tan siquiera poder pensar en lo que estaba sucediendo el suelo se hundió literalmente bajo sus pies siendo engullido por la montaña.

J.R., que no había visto el estrecho agujero que parecía haber estado aguardándolo camuflado como un depredador entre los claros y sombras que lo acompañaban en su escalada, no tuvo ni tiempo de procesar la información de lo que había sucedido y en un abrir y cerrar de ojos se encontró sentado (y un tanto magullado) en una galería que, a primera vista y tras recuperarse del aturdimiento producido por el golpe, parecía conducir al interior de la montaña.

Tras comprobar que no estaba herido y que la salida de aquella pequeña trampa no presentaba mayor problema (solo tenía que subir un par de metros por una especie de escalera natural) decidió encender la linterna que siempre llevaba en la mochila e investigar a dónde conducía aquel pasadizo.

La respuesta fue más rápida de lo que esperaba ya que, tan solo a unos metros de donde se hallaba, el camino acababa muriendo en una cueva de unos cincuenta metros cuadrados.

El lugar no parecía presentar ninguna clase de peligro y el techo, que Juan iluminó con su linterna en busca de murciélagos o cualquier sorpresa desagradable, era lo suficientemente alto como para que la sensación no fuese agobiante o claustrofóbica.

Con la situación bajo control Juan Ramón no pudo evitar un grito de alegría ante el fortuito descubrimiento porque aunque así, a bote pronto, no podía pensar en ninguna utilidad práctica para su hallazgo, algo le decía en su interior que el lugar que contemplaba con el orgullo de un improvisado Indiana Jones de una u otra manera, iba a ser de gran provecho para los intereses del Círculo Dorado.

Tras disimular bien la entrada con ramas y arbustos J.R. voló hacia el pueblo como alma que lleva el diablo dispuesto a contar a sus amigos el fenomenal descubrimiento. Albergaba la esperanza de que la noticia, de ser tomada en serio, se convertiría en un gran punto a su favor como nuevo miembro pudiendo incluso ayudarlo a deshacerse de una vez por todas del apodo de «novato» con el que a veces sus compañeros lo provocaban cariñosamente.

Afortunadamente para Juan, la reacción de sus amigos superó con creces las expectativas. Tal fue el revuelo causado por la noticia que al día siguiente la pandilla al completo contemplaba con ojos de asombro lo que a partir de ese momento se convertiría en su guarida secreta. Aquella cueva, cuya existencia posiblemente nadie conocía, era el lugar idóneo como base de operaciones por lo que, por unanimidad y con gran alboroto de vítores y aplausos, fue aceptada de inmediato como tal.

Como es lógico, la desbordada ilusión y la impaciencia generalizadas exigían que el lugar entrase en funcionamiento cuanto antes. A partir de aquel día se volcaron en cuerpo y alma, no solo en hacerla habitable, sino en lograr que el aspecto de su flamante «sede» fuese lo más acogedor posible.

Borja, que era el «manitas» del grupo, llevó sus herramientas hasta la cueva y allí, con unas vigas de madera que compraron entre todos, construyó unos rudimentarios bancos que colocaron alrededor de una mesa plegable que adquirieron en una tienda de bricolaje. Llevaron mantas, sacos de dormir, chucherías, sus cómics y revistas favoritos y, como último adorno, la calavera donada por la hermana de Sandra que al fin tendría un lugar digno desde el que vigilar las actividades del grupo.

La iluminación de la cueva fue lo que más guerra les dio. Después de escuchar todas las sugerencias y planes (algunos verdaderamente imaginativos pero poco prácticos) acabaron solucionándolo echando de nuevo mano de sus ahorros y comprando unas cuantas lámparas de gas que, situadas en lugares estratégicos, conseguían un resultado más que aceptable.

Había, así y todo, un último e importantísimo detalle que de no ser por Mercedes a nadie se le hubiese ocurrido. Alguien, al igual que le sucediera a Juan Ramón, podía dar con la entrada de manera fortuita (o sea, cayéndose dentro) acabando para siempre con su lugar secreto. Aquella idea causó una gran conmoción entre los miembros del Círculo que comenzaron a imaginarse a toda una legión de extraños invadiendo su «base de operaciones» de un momento a otro.

Antes de que cundiese el pánico, Mer anunció con una divertida sonrisa que ya tenía pensada una solución para solventar aquel problema de seguridad.

El ingenioso plan (aprobado por todos con gran alborozo) consistía en colocar unos tablones de madera sobre la grieta de entrada cada vez que abandonasen la cueva. Sobre ellos esparcirían ramas y arbustos hasta cubrirlos por completo. De esta manera, si algún excursionista despistado pasaba por allí y pisaba el punto de acceso, en ningún momento se daría cuenta de lo que se encontraba bajo sus pies.

La Cueva de la Calavera se convirtió a partir de aquel momento en sede oficial y secreta del Círculo Dorado y lugar de reunión en el pasarían un montón de horas de diversión y planearían minuciosamente cada una de sus aventuras.