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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Kristi Goldberg

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Noche de loca pasión, n.º 1010 - agosto 2019

Título original: Doctor for Keeps

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-427-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El sonido grave de un saxofón llegó hasta Miranda Brooks como la caricia de un amante, mientras la brisa fresca de la noche le llevaba el olor de la hierba fresca, llenándola de euforia.

Cerró los ojos y se hundió un poco más sobre la cómoda tumbona para que la música la transportara a un mundo de fantasía y erotismo. Un lugar donde pudiera imaginarse al amante perfecto en el lugar perfecto y a la hora perfecta…

–¡Deja de hacer ese maldito ruido! –gritó alguien desde el apartamento superior.

De pronto, la música cesó. Miranda abrió los ojos y se incorporó sobre los codos. Observó la piscina y el jardín, que seguían desiertos. Justamente por eso había ido ella allí. Pero, al parecer, no estaba sola y la música no salía de ningún aparato electrónico, como había creído en un principio, sino que alguien estaba dándole un concierto, intencionadamente o no.

Miró hacia las barras de metal que rodeaban la piscina, buscando al misterioso músico.

Entonces lo vio.

Estaba a unos pocos metros, sentado en la entrada de una de las casas. La luz del interior silueteaba su cuerpo, dándole un aspecto irreal. Parecía estar mirándola, aunque ella no podía verle los ojos. Pero sí que notaba su mirada acariciándola como momentos antes la música.

El hombre se levantó con el saxofón en una mano. Miranda lo observó con el corazón latiéndole a toda velocidad. No parecía muy alto, pero algo en él llamaba la atención poderosamente. Pero, a menos que se acercase, no podría verle los rasgos. Y eso no era probable que ocurriera, por mucho que a ella le apeteciese.

Miranda se volvió a tumbar, pensando en que quizá debería marcharse. Pero no podía hacerlo. No por el momento. Antes tenía que verlo de cerca, aunque fuera solo brevemente. Después de eso, se iría.

De repente, se oyeron pasos y cómo se abría la puerta de hierro de la entrada al jardín. Miranda cerró los ojos y se quedó inmóvil, nerviosa ante la posibilidad de verlo de cerca.

–¿Está usted bien? –preguntó el hombre con una voz profunda y grave.

Miranda abrió despacio los ojos para encontrarse con una mirada tan oscura como la noche y un rostro increíblemente atractivo. Tenía el cabello fuerte y sensualmente despeinado, como si acabara de dejar los brazos de una amante. El aro de oro que colgaba del lóbulo de su oreja izquierda brillaba como una estrella. Llevaba pantalones negros y una camisa blanca arremangada con los dos botones superiores desabrochados.

Era una fantasía hecha realidad.

Aquel hombre era peligrosamente atractivo.

Miranda se incorporó y, al hacerlo, se bajó un poco la falda.

–Estoy bien. ¿Por qué lo pregunta?

Para sorpresa de Miranda, el hombre agarró una tumbona cercana y, como si lo hubiera invitado, se sentó en ella con el saxo apoyado sobre una pierna.

–No sé, estaba muy quieta y como está vestida con ropa normal, pensé que quizá hubiera tomado usted demasiado sol.

–¿Qué sol?

El hombre esbozó una sonrisa oscura y miró hacia el cielo. La luna brillaba sobre ellos con menos luz que aquella sonrisa.

–Tiene razón. Parece que el sol ya se ha marchado. Entonces, ¿es que ha tomado demasiado tequila?

Ella trató de poner una expresión indignada, una tarea difícil ante aquella sonrisa luminosa.

–¿Tengo aspecto de estar borracha?

–No, pero las apariencias engañan. Incluso los ángeles de vez en cuando se portan mal.

Miranda notó que le ardía el rostro.

–Le aseguro que estoy totalmente sobria, señor…

–Puedes llamarme Rick –dijo, extendiendo la mano.

Después de un momento de vacilación, ella tomó su mano, que como había sospechado, era dura y tenía alguna callosidad. Pero las imperfecciones en un hombre resultaban condenadamente sexys, mientras que en una mujer…

Miranda se negó a entristecerse con quejas.

–Encantada de conocerte, Rick. Yo me llamo Randi –añadió, presentándose con el diminutivo con el que la llamaban de pequeña. Algo que no solía hacer con extraños.

–Encantado, Randi –el hombre soltó su mano y se frotó la mandíbula–. Rick y Randi. Suena bien.

–Sí, estupendamente –dijo ella.

A juzgar por su sonrisa, no pareció importarle el sarcasmo.

–Entonces, «Randi observadora de la luna», ¿qué haces aquí en mitad de la noche?

–Bien, «Rick el del saxo», son solo las diez, así que no estamos en mitad de la noche, y estaba tratando de encontrar algo de paz.

La sonrisa de él desapareció.

–Y estabas disfrutando de esa paz hasta que me puse yo a tocar.

–La verdad es que me estaba gustando la música. Pensé que era el hilo musical.

–Es un halago –Rick señaló hacia uno de los balcones del edificio–. Parece que el que vive arriba no tiene la misma opinión.

Miranda miró hacia el lugar donde él indicaba, el apartamento que estaba sobre el de ella.

–Me imagino que no –volvió a mirar a Rick–. ¿Lo haces a menudo?

–¿Hablar con mujeres desconocidas?

–Tocar aquí –contestó ella, mirando hacia el techo.

–Normalmente no. No vivo aquí.

–¿No vives aquí? –Miranda no sabía si alarmarse o enfadarse.

–Estoy cuidando el apartamento de unos amigos que están de vacaciones. Además, he aprovechado para hacer ciertas reformas en mi casa.

–Ah.

Pero, ¿y si era un secuestrador o un asesino en serie?, pensó ella.

–Oye, no te preocupes, que soy inofensivo.

Aquel hombre era todo menos inofensivo. Aunque no fuera un criminal, tenía un gran poder de seducción. Y lo cierto era que a ella no le importaría que la sedujera.

–Hoy en día una mujer nunca es lo suficientemente precavida.

–Es cierto.

–Hablen dentro. Hay gente que está intentando dormir.

Rick miró hacia donde salía la voz.

–Menudo patán.

–Sí, estoy segura de que lleva faja y desayuna con cerveza.

Rick volvió a esbozar aquella sonrisa irresistible y se levantó.

–Bueno, ¿vamos?

–¿Adónde?

–¿Vamos dentro?

Miranda pasó las piernas por encima de la tumbona y se sentó, resignada a que la conversación se acabara.

–Sí, creo que será lo mejor. De todos modos, me tengo que ir a la cama.

El hombre se frotó la barbilla pensativo.

–Quizá deberías acompañarme a mi apartamento por si me abordan.

Ella fingió indiferencia, pero en realidad se lo estaba pensando.

–Me parece que puedes recorrer solo la corta distancia que hay hasta tu apartamento.

–Estás decidida a ponérmelo difícil, ¿verdad?

Ella lo miró con una expresión inocente, que enfatizó llevándose la mano al pecho.

–No sé de qué me está hablando, señor.

El hombre se agachó y apoyó el saxofón sobre las rodillas. El olor que emanaba de él envolvió a Miranda.

–Creí que a lo mejor te apetecía tomar algo en mi apartamento. Solo para charlar un poco.

Miranda sabía que debía negarse y marcharse a la cama en seguida, que lo mejor sería despedirse en ese momento y no tentar a la suerte. Pero lo que sabía y lo que deseaba eran en ese momento dos cosas totalmente diferentes. Un hombre fascinante la estaba invitando a tomar una copa. Y ese atractivo desconocido era el hombre ideal para imaginar todo tipo de fantasías.

–¿Qué tienes?

–Leche, zumo de naranja, lo que quieras…

–¿Tienes tequila?

Él soltó una carcajada suave y sexy.

–Yo no bebo esas cosas. Si te descuidas, te matan.

Eso era un punto a su favor. Por lo menos, no era un bebedor, o a ella no se lo parecía. Pero eso no quería decir nada.

–Te agradezco la invitación, pero no te conozco de nada.

–¿Qué te parece si te doy el teléfono de mi madre y la llamas para pedir referencias?

–No sería suficiente. Las madres nunca admiten los defectos de los hijos.

Algo brilló en sus ojos oscuros, una mezcla de tristeza y arrepentimiento, pero desapareció en seguida.

–Creo que tienes razón.

Volvió a sentarse y colocó el saxo sobre la otra pierna.

–De acuerdo, si no quieres venir a mi apartamento, ¿por qué no nos sentamos en el porche? Así estaremos en el jardín y cada palabra que digamos se la tragará la piscina. No nos oirá ningún patán y podrás correr si tienes que hacerlo.

–¿Eso quiere decir que me vas a dar algún motivo para ello?

–¿Te parezco tan peligroso? –preguntó él, frunciendo el ceño.

Sí, se lo parecía por la manera en que iba vestido y por el modo en que ella se sentía en esos momentos.

–Quizá.

El hombre se echó hacia delante, brindando de nuevo a Miranda la posibilidad de aspirar el olor de su colonia y de perderse en sus ojos oscuros. La luz de la luna brillaba en su cabello. Su piel aceitunada parecía suave y sedosa, a pesar de la sombra que oscurecía su mandíbula. Miranda tuvo un deseo enorme de sentir esa piel contra la suya. Sus manos se crisparon ante la idea y tuvo que entrelazarlas para calmarse.

–Si aceptas venir conmigo –le aseguró–, te prometo mantener una distancia prudencial. Me apetece tener compañía. Además, es una noche preciosa como para irse a dormir.

Miranda casi creía que iba a añadir «solo», pero como no lo hizo, pensó de nuevo en la invitación. ¿Qué había de malo en tomar una copa en un porche? ¿En correr una pequeña aventura? Su corazón le dijo que debía darse una oportunidad. Después de todo, esa había sido su intención al mudarse allí después de aceptar su nuevo trabajo. Estaba decidida a empezar una nueva vida. Había construido una burbuja a su alrededor durante veinticinco años y ya era hora de romperla.

–De acuerdo, una copa. Pero solo una. Tengo que levantarme temprano.

–Bien –replicó él, sonriendo.

Cuando Rick extendió la mano libre, Miranda la miró durante unos segundos. Finalmente, la tomó y se dejó ayudar a levantarse. Una vez que estuvo de pie, él la soltó y, por alguna extraña razón, se sintió decepcionada.

Luego, una vez en el porche, esperó a que él saliera con dos cómodos sillones y sin el saxofón.

–¿Qué te apetece tomar, leche o zumo de naranja? También tengo cerveza.

–Me tomaré una cerveza –contestó ella.

¡Pero si ni siquiera le gustaba!

–Muy bien, vuelvo en seguida –dijo, desapareciendo dentro.

Miranda colocó su silla alejada de la puerta del apartamento y al lado de la salida. Por si acaso.

Hizo un movimiento de cabeza como tratando de aclarar sus ideas. Debía estar loca por aceptar una invitación así. Por muy guapo que fuera, ese hombre era un desconocido. Pero tenía que admitir que sentía curiosidad por él. Por ejemplo, ¿por qué la invitaba a ella cuando seguro que tenía la posibilidad de elegir entre otras muchas mujeres?

De acuerdo, el edificio no estaría lleno de chicas rubias un domingo por la noche a esas horas. Por eso invitaba a una fea, delgaducha y morena, porque no había nadie más.

–Toma.

El hombre salió en ese momento y le ofreció una botella de color ámbar que ella aceptó al tiempo que miraba el vello oscuro de sus brazos y sus largos dedos. Tenía unas manos increíbles. Todo en él era fascinante.

Miranda fue hacia la luz y leyó el nombre de la botella.

–No conocía esta marca. ¿Es importada?

–No, de aquí –contestó él, sentándose–. Es una pequeña fábrica que hay en Hill Country. Es la cerveza favorita de mi amigo. Si no te gusta, te traeré otra cosa.

–No, está bien.

Miranda no era aficionada a la cerveza, así que le daba igual que estuviera hecha con el agua de las Montañas Rocosas o del río Amarillo. Pero no quería ser maleducada.

Él dio un trago a su cerveza.

–¿Cuánto tiempo llevas viviendo en la urbanización? –preguntó él.

Ella se quedó un rato pensativa. Las dos semanas anteriores habían transcurrido en un remolino de hacer maletas y deshacerlas. Habían sido sus primeros pasos hacia la independencia.

–Quince días, casi dieciséis.

Él estiró las piernas e hizo una mueca.

–¿Eres de por aquí?

–No –afirmó, contemplando el cielo brillante de Dallas, tan distinto del de su hogar–. Soy de un pequeño pueblo cercano a la frontera de Louisiana, al Este de Texas.

–Entonces estás muy lejos.

Miranda observó el movimiento de la nuez de Rick al beber. Luego, se fijó en la cadena dorada que llevaba al cuello y en el vello oscuro que le salía por la camisa abierta.

Apartó la vista y trató de concentrarse en la conversación.

–¿Y tú? ¿De dónde eres?

–De San Antonio.

Ella había estado allí dos veces y, aunque no había ido con ningún hombre, le había encantado su ambiente romántico.

–Es un lugar precioso.

–Apuesto a que te gusta la zona del centro, con el Álamo y el paseo del río.

–¿Cómo lo has adivinado?

–Es fácil. Tienes ojos de romántica.

–¿Por qué lo dices?

Rick la miró fijamente, con el rostro un poco inclinado.

–Porque pareces profunda e inteligente, como si hubieras visto más cosas que la mayoría de la gente a tu edad.

Miranda no había viajado mucho, ni siquiera había salido de Texas para conseguir su diploma de enfermera, pero había sufrido mucho. Más de lo que le gustaría admitir. Y de alguna manera, él parecía saberlo. A lo mejor era un agente del FBI o un psicólogo.

«Quizá necesites controlar un poco tu imaginación, Miranda Jane», se dijo.

Esbozó una sonrisa nerviosa.

–Solo soy una chica de pueblo que se ha mudado a la ciudad.

–¿En qué trabajas?

–Soy enfermera.

Rick metió las piernas bajo la silla y se echó hacia delante, interesado por la revelación.

–¿No me engañas? ¿En un hospital o en la consulta de un médico?

–Trabajo para un grupo de médicos –declaró, recordando por qué tenía que irse a la cama.

Pero su apartamento no le resultaba tan atractivo como el hombre que estaba sentado a su lado.

El hombre sonrió, pero sus ojos permanecieron serios.

–Es una profesión dura. ¿Por qué la elegiste?

A Miranda le costó un gran esfuerzo disimular su sorpresa ante la intuición de aquel hombre.

–¿Tiene que haber un motivo?

–He descubierto que la mayoría de las personas que se dedican a cuidar de la salud de los demás lo hacen motivados por alguna experiencia vivida.

Ella tenía una razón de peso, pero no quería hablar de ello con un perfecto desconocido, por muy atractivo que fuera.

–A veces me pregunto por qué lo hice. La mayoría de los doctores no me caen nada bien.

–Eres directa, ¿verdad? –dijo él, echándose hacia atrás y soltando un silbido.

–No tengo por qué disimular. Son muy dominantes y ególatras.

Él se echó de nuevo hacia delante y colocó la cerveza entre sus rodillas.

–No se puede generalizar.

–Quizá no, pero he conocido a bastantes que se creen dioses.

Rick soltó una carcajada. Un sonido profundo y rico que llegó directamente al corazón de Miranda.

–No voy a discutir eso.

–Parece que hablas por experiencia.

–Algunos de mis mejores amigos son médicos. Como el dueño del apartamento donde estoy.

–Lo siento, no quería insultarlo –declaró ella inmediatamente.

Él pareció más sorprendido que ofendido.

–No lo has insultado. Mi amigo puede llegar a ser… bastante fastidioso.

Ella se echó hacia atrás. Se iba sintiendo cada vez más relajada.

–¿Qué especialidad estudió tu amigo?

–Es cirujano de tórax.

A Miranda no la sorprendió. La urbanización estaba llena de médicos debido a lo cerca que estaba de un hospital y al bajo alquiler. Por eso la había elegido ella también.

Rick se dio una palmada en el cuello.

–Malditos mosquitos.

–Creo que es hora de irse a dormir –dijo, sin estar convencida.

Él señaló su botella, casi llena.

–No te has terminado la cerveza.

Ella examinó la botella, preguntándose si debía o no quedarse. En su opinión, solo había una cosa peor que la cerveza, que era la cerveza caliente. Y solo una peor que la indecisión, que era el hacer la elección equivocada.

–La verdad es que no me gusta mucho la cerveza –confesó.

–Entonces, te traeré otra cosa.

–De verdad que me tengo que ir.

Rick dejó su botella en el suelo y acercó su silla a la de Miranda.

–Solo unos minutos más, ¿de acuerdo?

–Toma –dijo, levantándose y dándole la botella–. Acábatela tú.

Rick se levantó y agarró la botella. Sus manos se rozaron y un escalofrío recorrió la espalda de Miranda.

–No te vayas todavía, Randi –suplicó él, mirándola como si conociera su secreto deseo de quedarse.

Ella todavía tenía la mano caliente donde él la había rozado.

–No lo sé…

–Solo un rato –insistió él.

Con gesto ausente, Rick comenzó a girar la botella y a acariciar con un dedo la parte superior, que antes había tocado la boca de ella. Miranda casi sintió ese dedo sobre sus labios, que se abrieron sorprendidos.

En ese momento, no se le ocurría ningún otro lugar donde quisiera estar. Desde luego, en su casa sola, como casi siempre había estado, no. Quizá era hora de que se diera una oportunidad.

–¿Sigue en pie la invitación?

–¿Qué invitación?

–La de entrar a tu apartamento.

–¿Estás segura?

No lo estaba, pero no iba a dar marcha atrás.

–Estoy segura. Aquí empiezan a molestar los insectos.

Rick, por su parte, parecía indeciso.

–De acuerdo, dejaré la puerta abierta si quieres, pero te prometo que no muerdo. Eso lo dejo para los mosquitos –su voz ronca llenaba a Miranda de fantasías.

¿Cómo sería esa voz cuando tratara de seducirla, cuando gimiera, cuando hiciera el amor?

El pulso de Miranda se alteró. No debería pensar siquiera en la posibilidad de entrar con él en su apartamento. Y no solo eso, se le ocurrían otras cosas en las que no debería pensar. No sabía por qué motivo, él parecía tener interés en ella.

Quizá notara su soledad o, sencillamente, quería ser cortés con ella.

–Quizá sería mejor que tomáramos algo otro día… –dijo indecisa.

–No te lo habría pedido si no me apeteciera. Pero antes tengo que confesarte algo.

Considerando su sonrisa, que era puro pecado, probablemente tendría que hacerle más de una confesión.

–Adelante.

Amor secreto

Miranda pensó que era muy bonito que tocara para su madre su canción favorita. Y no solo eso, pensó que era maravilloso que tuviera madre. Miranda apartó los recuerdos. No podía dejar que la tristeza, que la había acompañado la mayor parte de su vida, arruinara su buen humor también aquella noche.

Mientras bebía el agua mineral, él continuó buscando entre los compactos.

–Si no encuentras nada, puedes tocar tú.

–Aquí está –dijo él, introduciendo el compacto en el reproductor.

Entonces, comenzó a sonar música folk por los altavoces. Miranda estaba tan poco acostumbrada a escuchar ese tipo de música, como a entrar en el apartamento de un desconocido. Y ambas cosas le parecieron extrañamente atractivas.

–¿Quién es?

–Se llama Mannie Marquez –contestó Rick, acercándose adonde estaba ella–. Ha empezado hace poco, pero estoy seguro de que llegará a ser una estrella.

Miranda cerró los ojos unos instantes para disfrutar de la melodía y, cuando los abrió de nuevo, se fijó en que Rick la estaba mirando.

–Me gusta –comentó.

–Sí, es muy bueno –él le apartó un mechón de pelo de la cara.

–Oye, Rick. ¿Te gustaría bailar? –preguntó Miranda, sorprendiéndose a sí misma por su atrevimiento.

–¿Cómo? ¿Que si bailamos ahora?

–Claro.

–Está bien –dijo él, agarrando la bebida de ella y dejándola sobre la mesa. Luego, le ofreció su mano.

Miranda se arrepintió de inmediato de haber sugerido aquello. Su última pareja de baile había sido su padre antes de que desapareciera de su vida diez años atrás, dejándola un vacío que nunca había conseguido volver a llenar. De pronto, se echó a reír para tratar de disimular sus emociones.

–Espero que no te hagas demasiadas ilusiones.

Él la agarró, mirándola de un modo intenso.

–No te preocupes, Randi. Te lo prometo.

Ella quiso aclarar que se refería a sus cualidades para el baile, pero de pronto sintió que no hacía falta decir nada y se dejó llevar por él.