Cubierta

JORGE E. SALTOR

REFORMULACIÓN FILOSÓFICA DE LA UNIVERSIDAD

Editorial Biblos

Sabido es que cualquier arte es un impulso dinámico hacia un objeto que realizar, que es el fin de este arte. No hay arte sin finalidad. La educación es un arte, y un arte particularmente difícil. El primer error filosófico en esta cuestión es el olvido o ignorancia de los fines. La supremacía de los medios sobre el fin y la ausencia que de ahí se sigue de toda finalidad concreta y de toda eficacia real parecen ser el principal reproche que se pueda hacer a la educación contemporánea. Sus medios no son malos; al contrario, son generalmente mejores que los de la antigua pedagogía. La desgracia es que son tan buenos que hacen que se pierda de vista el fin.

Jacques Maritain, La educación en este momento crucial

 

 

Lucha por la verdad hasta la muerte.

Eclesiástico, 4, 33

 

REFORMULACIÓN FILOSÓFICA DE LA UNIVERSIDAD

Jorge E. Saltor estudia la universidad desde un punto de vista estrictamente filosófico, con el propósito de promover la reflexión acerca de esta institución occidental que ha sido, en el último milenio, una de las fuentes principales del conocimiento y del progreso. Así, en este libro el autor se ocupa de los fines de la universidad, la racionalidad como el modo de lograr la consecución de estos fines, la primacía de la investigación y de la docencia creativa, en lugar de la titulación profesional, y, por último, la vigencia del diálogo cooperativo entre profesores y alumnos. La preocupación del autor por el tema universitario surge de su propia y larga experiencia docente; también, de sus lecturas de filósofos que han defendido con vigor las pretensiones académicas del conocimiento justificado en razones, no en meras opiniones ni en propósitos extrauniversitarios.

Jorge E. Saltor. Profesor y doctor en Filosofía. Ha sido titular de Lógica, Filosofía de la Ciencia, Gnoseología y Filosofía del Arte, en las universidades nacionales de Tucumán, Jujuy y en la UNSTA. En calidad de profesor visitante, dictó cursos de lógica en la Universidad de Catamarca. Creó el Instituto de Epistemología en la UNT y la Academia de Ciencias Morales, Políticas y Jurídicas de Tucumán. Ha publicado 15 libros y 150 artículos en revistas del país y del extranjero. Ya jubilado, sigue investigando en filosofía de la ciencia y en filosofía de la religión; además, continúa su tarea docente en el nivel de posgrado.

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3. Hacia el principio de razón suficiente

1. Leibniz y el principio de razón suficiente

He aquí un párrafo de Jacques Derrida, muy ilustrativo, sobre la esencia de la universidad:

 

Que yo sepa, jamás se ha fundado un proyecto de universidad contra la razón. Se puede, por consiguiente, pensar adecuadamente que la razón de ser de la universidad siempre fue la razón misma, así como una cierta relación esencial de la razón con el ser. Ahora bien, lo que se denomina el principio de razón no es simplemente la razón. Aquí no podemos internarnos en la historia de la razón, de sus palabras y de sus conceptos, en la enigmática transformación que se ha desplazado desde logos a ratio, raison, reason, Grund, ground, Vernunft, etc. Lo que, desde hace tres siglos, se denomina el principio de razón fue pensado y formulado por Leibniz en varias ocasiones. Su enunciado más frecuentemente citado es Nihil est sine ratione seu nullus effectus sine causa (Nada es sin razón o ningún efecto sin causa). La fórmula que Leibniz, según Heidegger, considera como auténtica y rigurosa, la única que constituye una justificación para el pensar, la hallamos en un ensayo tardío (Specimen inventorum) y dice así: Duo sunt principia omnium ratiocinationum, principium nempe contradictionis […] y principium reddendae rationis (“Dos son los principios de todo razonamiento, el de no contradicción y el que da razón de algo”). Este segundo principio dice que omnis veritatis reddi ratio potest: de toda verdad (entiéndase de toda proposición verdadera) puede rendirse o darse razón.1

 

Toda la filosofía y la ciencia, como asimismo la institución universitaria, pueden edificarse sobre estas sencillas, aunque profundas, fórmulas de Leibniz. Aclaro que las ideas de Derrida sobre la relación esencial entre la universidad y el principio de razón suficiente son una paráfrasis de las ideas de Heidegger sobre el mismo tema, que expuso en su libro Der Satz vom Grund.2

Recuerdo, además, que la amplitud del principio de razón está muy bien expuesta en la tesis doctoral de Arthur Schopenhauer De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, rendida y aprobada en la Universidad de Jena en 1813. La presencia doctrinaria de Aristóteles, Leibniz y Wolff en esta temprana obra de Schopenhauer es notoria. La idea central de estas cuatro modalidades de la razón es la de necesidad. No solo hay necesidad en las relaciones entre los fenómenos (principium fiendi), sino también entre las premisas y la conclusión de una argumentación válida (principium cognoscendi). Además, hay necesidad esencial (principium essendi) entre los conceptos que aparecen en las definiciones formales de las ciencias y de la filosofía, como también hay necesidad moral entre el sentido personal de la vida y los comportamientos particulares (principium operandi). A lo largo de esta investigación sobre la universidad aparecerá, de un modo o de otro, esta cuádruple raíz; sobre todo habrá de interesar la necesidad de la definición formal de la institución universitaria, donde la verdad, la razón suficiente, la subordinación de los conocimientos y las condiciones óptimas de su funcionamiento aparecerán enlazadas de un modo necesario, es decir, no se pueden pensar estas nociones aisladamente y sin conexión.3

2. Verdad y razón

Llegados a este punto, es preciso poner de manifiesto que la tradición clásica –en especial la griega– también tenía bastante claridad sobre el principio de razón. Quiero analizar esta tradición tomando como hilo conductor algunas ideas de Aristóteles y sus proyecciones en el pensamiento escolástico medieval. Tal análisis nos llevará a la conclusión de que Leibniz perfeccionó ideas anteriores, las sistematizó mejor y las amplió al campo del método científico-experimental y al de la naturaleza de la ciencia moderna que, en su época, iniciaba su sorprendente desarrollo.

Aristóteles tiene el mérito de haber formulado con precisión el tema de la analogía, según el cual las grandes palabras de la filosofía deben ser consideradas como “análogas”, no como “equívocas” o “unívocas”; la univocidad de las palabras queda circunscripta al dominio de las ciencias formales, esto es, al de los entes ideales matemáticos y lógicos. La presencia de la analogía implica metodológicamente que la clarificación del significado de los términos debe ser la primera tarea de cualquier investigación. La que estoy realizando ahora concierne a la “universidad” y, por ello, debe intentarse una definición mínima de lo que se entiende por ella, pues de lo contrario todo habrá de reducirse a una molesta e infecunda discusión verbal. La teoría aristotélica de la analogía implica, además, el reconocimiento del “contexto” histórico-cultural y del “campo semántico” de una palabra, pues la distinción entre términos unívocos, equívocos y análogos se hace en función del contexto y del campo significativo. En consecuencia, si la noción de universidad está asociada a la palabra logos, razón, debemos tener en cuenta que su definición debe ser lo bastante flexible como para dar cabida a la analogía de este importante concepto de la metafísica. Y, como consecuencia de esto último, la definición a la que se llegue debe ser válida para cualquier universidad del pasado, del presente o del porvenir, a pesar de las naturales diferencias que haya entre ellas.

Un camino para llegar a cierta clarificación del principio de razón suficiente es el que ahora expongo y probablemente el que más interesaba a Leibniz. No voy a utilizar el término “razón” como lo hace Kant, es decir, como la doble operación del entendimiento, operación que algunas veces es de índole teórica y otras de índole práctica (o moral). Tampoco voy a utilizarlo, por el momento, como sinónimo de inferencia deductiva o demostrativa, que es central en la metodología del pensamiento científico. Menos aún lo usaré en el significado que los matemáticos le dan cuando, por ejemplo, afirman que “todo número entero es igual a la razón entre él y la unidad”.

En cambio, usaré el término “razón” como definición específica de algún suceso, ente, acontecimiento o hecho. De tal manera, pues, la razón de la universidad habrá de ser la definición formal de ella; a la vez, tendrá que ser “suficiente” para distinguirla de cualquier otra institución histórica, como un Parlamento o una comunidad religiosa –que también son racionales en alguna medida–. Asimismo, lo usaré como una cierta vinculación con la causalidad eficiente y final, es decir, con los propósitos que llevaron a la creación de esta peculiar institución occidental y, además, con los objetivos que ella persigue. Pero es menester, finalmente, tener en cuenta que, una vez establecida determinada definición formal, podrán inferirse de ella, deductivamente, ciertas proposiciones que son algo así como los corolarios de un axioma geométrico.

Y ahora entra a jugar una función esencial en la idea de Leibniz sobre el principium reddendae rationis, vale decir, sobre la permanente reflexión crítica de los universitarios sobre los objetivos, adecuaciones, funcionamiento, economía y logística de su propia institución y, por supuesto, de todas las teorías que en ella se enseñan y de todas las investigaciones que también en ella se ejecutan. Aclaro que la palabra “economía”, que acabo de usar, significa aquí la ordenación jerárquica de los diversos medios que la universidad tiene para cumplir sus fines; y, desde luego, entre esos medios están también los relacionados con su financiamiento.

Ahora bien, desde un comienzo la universidad tuvo un objetivo muy concreto, que era y es el conocimiento de la verdad en los diversos dominios del ser. La universidad es, pues, una función de la verdad. Pero, como lo mostrara muy bien Platón en el diálogo Teeteto, la verdad para llegar al esplendor de su evidencia necesita siempre una justificación, una explicación, salvo en el caso de aquellas proposiciones analíticas que son intrínsecamente evidentes, tales como algunos principios de la inteligencia, de la lógica, de la aritmética de los enteros positivos e, inclusive, de la moral. Los conceptos de universidad (un hecho sociohistórico), de razón (una definición formal del ser de esta institución), de justificación permanente de las verdades que en ella se tratan y de la autoconciencia de sus propios fines constituyen por completo “las pupilas de la universidad”, vale decir, la instauración filosófica del principio de razón suficiente en esta comunidad peculiar. He aquí, pues, los criterios que elijo para la definición de la institución universitaria, sin perjuicio de que más adelante los explicite con mayores detalles. Esta relación entre la razón y la verdad es una herencia del mundo antiguo; Plutarco, por ejemplo, afirmó con claridad y énfasis: “Ni Dios puede dar ni el hombre recibir nada más excelente que la verdad” (De Iside, I, 351c). Más adelante se verá que esta idea, clave en los Evangelios, es el lema de algunas de las más famosas universidades del mundo.4

3. Universitas studiorum

Es preciso detenernos en una consideración de la palabra universitas para que lo anteriormente afirmado sea aún más claro. Pero antes de mostrar los significados actuales de este término, conviene recordar la famosa definición de Alfonso el Sabio en su libro Las siete partidas (c. 1255): “Universitat es el ayuntamiento de maestros et desciplos con la voluntad de fazer los saberes”.5 La palabra “ayuntamiento” puede leerse como “gremio” o “corporación”, expresiones que aluden a una creación sociolaboral propia de la Edad Media. El ayuntamiento universitario estaba constituido solo por dos tipos de integrantes: los maestros y los alumnos, cuyo único propósito era alcanzar el saber. A pesar de los varios siglos que nos separan de esta definición, creo, sin embargo, que coincide exactamente con lo que pretende mi Reformulación filosófica, es decir, mostrar que la universidad tiene un único fin –“fazer los saberes”– y que, para ello, libremente se han reunido unos para enseñar y otros para aprender. En este ayuntamiento ¿hay otros integrantes? Decididamente, no. De manera, pues, que los que tienen otra finalidad (gremial, política, económica, etc.) no pueden pertenecer a la universidad.

Volvamos a los actuales significados de la palabra universitas. En primer lugar, puede designar el lugar físico (y ahora también virtual) donde se aprende la totalidad de las ciencias y de las prácticas humanas. No estoy de acuerdo con esta definición, pues, si se la acepta, la totalidad del “mundo de la vida” –die Lebenswelt, en la expresión de Husserl– se confundiría y equivaldría a una universidad, en la medida en que siempre estamos aprendiendo algo, incluso cuando hacemos las cosas más triviales, como caminar por una ciudad o cuidar de nuestro aseo. Pero la palabra universitas fue entendida de un modo diferente desde el siglo XII en adelante, como también lo fue en aquellas instituciones griegas, en parte religiosas y en parte sapienciales, que fueron antecedentes de las universidades europeas. Efectivamente, hay actividades y conocimientos que se aprenden en la familia, en la escuela primaria, en la escuela media, en la comunidad donde cada individuo humano desarrolla su vida, en las iglesias, en los medios masivos de comunicación, etc. De acuerdo con esto, la universidad no puede ocuparse de todo, no puede confundirse pura y simplemente con el complejo total de los conocimientos teóricos y prácticos; no es lo mismo que “mundo circundante y cotidiano”. Se infiere, así, que la universidad no es el “sitio” para aprender cosas tales como conducir automóviles, preparar comidas regionales, formar punteros políticos, realizar encuestas telefónicas, etc. Luego se verá que la mayor parte de las llamadas tecnicaturas, especializaciones, oficios y artes domésticas tienen su propio lugar de aprendizaje, que es lo que en nuestro país se llama “nivel terciario”.

Cabe recordar asimismo que hubo una etapa, en la historia de la Europa continental sobre todo, en la que la universidad no cumplió una función rectora en el desarrollo de la ciencia y de la filosofía. Esta etapa abarca los siglos XVII, XVIII y XIX. René Descartes y Johannes Kepler no participaron de la vida universitaria; Galileo Galilei tuvo que abandonar las universidades de Pisa y de Padua por la oposición de los aristotélicos decadentes, decididamente anticopernicanos; ni Jean-Jacques Rousseau, ni Voltaire, ni Auguste Comte, ni Karl Marx, fueron profesores universitarios; la relación de Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche con las universidades fue muy coyuntural; Gregor Mendel, a pesar de haber estudiado en la Universidad de Viena, vivió desde su segunda juventud en un monasterio agustino, como monje y sacerdote; Charles Darwin incluso realizó toda su inmensa labor fuera de las universidades inglesas. De modo, pues, que no es impensable que la crítica, justificación y expansión del conocimiento puedan realizarse fuera de la universidad, en otras instituciones o en la vida privada.

En segundo lugar, la expresión universitas studiorum se refirió, a partir del siglo XII, a la corporación de alumnos y profesores que conjuntamente estaban entregados a la investigación teológica y filosófica. Poco a poco, tal expresión latina fue cambiando de significación y la universitas studiorum pasó a referirse a aquel lugar donde se trataban y discutían todos los saberes, es decir, el conjunto de las opiniones o creencias que se expresan en alguna de las diversas formas lingüísticas. Pero no toda opinión interesa al propósito de un saber compartido por una comunidad superior, sino únicamente aquella que pueda convertirse en un conocimiento que tenga validez universal, es decir, aquella que pueda integrarse de una manera sistemática en una teoría. Los conocimientos de validez universal son las leyes o principios o hipótesis generales; y, además, las normas de cumplimiento obligatorio. Este significado es mucho mejor que el primero respecto de una definición formal de la universidad. Sin embargo, requiere algunas precisiones adicionales importantes.

Efectivamente, también en la escuela primaria y secundaria se aprenden leyes y normas universales, por ejemplo, las operaciones elementales de la aritmética, las reglas de la gramática y de la sintaxis, las formas admitidas de comportamiento social, las taxonomías de animales y plantas, las técnicas de estudio más exitosas… Pero lo que en estas instituciones se aprende no es puesto en tela de juicio, salvo en raras ocasiones. En efecto, no sería sensato, en el momento de estudiar los números naturales en la escuela primaria, que el maestro trajera a colación el tema de la axiomática de Giuseppe Peano con su afirmación de que el primer axioma de la aritmética establece que “el cero es un número natural”; sutilezas como esta hay que dejarlas para un nivel superior de docencia y reflexión.

En síntesis, en las instituciones educativas preuniversitarias también se aprenden verdades universales, pero no se las discute: se las admite como si fueran verdaderas. Es justamente en la universidad cuando entra a jugar un papel esencial del principio de razón suficiente, esto es, el principium reddendae rationis, pues este es el lugar propio para repensar lo anteriormente aprendido, para discutirlo, para justificarlo o invalidarlo, para argumentar de acuerdo con los algoritmos de la lógica y del método hipotético-deductivo-experimental, para “ir más al fondo de las cuestiones” como se dice vulgarmente, y, desde luego, para aplicar las teorías mediante prácticas racionales y útiles. La universidad, efectivamente, es el lugar propio donde todos los conocimientos están siempre “rindiendo examen” (reddendae rationis) acerca de su verdad. Si esto es así, se comprende la fundamental importancia de la discusión, de la disputatio, en las universidades medievales; y se comprende asimismo la insistencia de la epistemología actual en la importancia que concede a la crítica y a los diversos modos de llevarla a cabo. Las instituciones universitarias, pues, son las encargadas de realizar el ideal del conocimiento organizado en teorías, con todas las implicaciones que estas requieren, y que se pueden advertir sin mucha dificultad en la lectura de los diálogos de Platón, en las cuestiones disputadas de Tomás de Aquino y en los diálogos de Galileo.6

Respecto de la discusión (disputatio), valgan estas afirmaciones de un célebre pensador español:

 

Libertad en el seno de la universidad significa apertura de la universidad, disponibilidad de la universidad para el diálogo. Diálogo que, en la universidad, ha de ser un diálogo intelectual. Pero es un error fundamental la carga del acento emotivo, la división de las teorías no en verdaderas o falsas, sino en salvíficas o diabólicas, en mesiánicas o execrables y perversas. El diálogo sereno, riguroso, intelectual, constituye no solo la misión, sino el sentido mismo de la universidad: diálogo entre los profesores, diálogo entre los profesores y los alumnos, diálogo entre las distintas secciones y facultades, diálogo entre los estudiantes españoles [o argentinos] y los extranjeros… Finalmente, diálogo intelectual con la realidad: oír lo que las cosas –y las personas– dicen de verdad, destruyendo críticamente las imágenes falsas que se interponen, viendo lo que las cosas son.7

 

La universidad es, pues, el ámbito espiritual donde se toma en serio la búsqueda de la verdad y de sus exigencias que, por cierto, son difíciles de cumplir, puesto que se requiere justificar, siempre que sea necesario, las leyes y las normas con mejores argumentos y con la mayor precisión posible. En consecuencia, es también el ámbito donde se aprende que la verdad es un ideal regulador de la vida, inalcanzable en su totalidad, pero que exige ser siempre buscada. En fin, como todo esto es una práctica humana, debe existir el propósito explícito de renunciar a los antivalores que siempre están al acecho, antivalores que se resumen en la palabra “errancia”, entendida como un vagar permanente en el dominio de las opiniones. La mera universitas se transforma, así, en la universitas studiorum que, a su vez, concluye por ser la universitas veritatis generalis, es decir, el claustro donde se discurre sobre las ideas y teorías de validez presuntamente universal.

Sobre la base de todas estas ideas debe formularse la siguiente consideración. Las actividades humanas son desde luego varias. Si alguien desea adorar a Dios o darle gracias o impetrar una ayuda, acude a un templo o al interior de su alma; si, en cambio, necesita una revisación médica, acude a un hospital o a un sanatorio; si tiene que resolver un litigio de la naturaleza que fuere, acude a un abogado, por medio del cual entra a litigar en el complejo sistema jurídico; si resuelve practicar un deporte, no acudirá a un templo o a un sanatorio o a los tribunales, sino que se inscribirá en un club o se reunirá con un grupo de amigos para jugar al fútbol, por ejemplo. Y si quiere dedicarse al cultivo de una ciencia, ¿adónde acudirá? Naturalmente, a una institución universitaria, pues es allí donde se aprenden las verdades y se efectúa la tarea de la necesaria fundamentación de ellas. Esto implica que la universidad no es el lugar para impetrar o agradecer a Dios los favores recibidos; tampoco es el lugar para curarse de una gripe prolongada, ni para pleitear contra un vecino; menos aún para dedicarse al deporte profesional o para iniciar una carrera política que lo conduzca a una legislatura o a un ministerio. Si una sociedad no respeta la división del trabajo y de las actividades inherentes a ella, tal sociedad se descalabra, se arruina a sí misma y arruina a los que han elegido mal. Por lo tanto, la universidad debe asumir la ingrata tarea de rechazar a los que pretenden usarla para fines distintos de los que constituyen su “sentido”, en especial debe rechazar a los que buscan politizarla y a los que pretenden lucrar con ella. Volveré más adelante sobre este tema, con motivo del estudio sobre la Reforma Universitaria de 1918.

Todo esto está bien expresado por Karl Jaspers, uno de los grandes filósofos alemanes del siglo XX:

 

La lucha de la razón por su realización, en la medida en que es posible prepararla por el conocimiento, debe tener lugar en las universidades. Todo lo que es accesible a la investigación científica se torna en ellas objeto. Allí la vida científica se realiza íntegramente gracias al intercambio de ideas y a las discusiones que se plantean entre los investigadores. Allí la filosofía y la teología tienen su lugar para alcanzar el máximo de autoconciencia racional en el conjunto de las ciencias. Esta es la idea occidental.8

4. Las ideas de Laurent Lafforgue sobre la verdad

Recientemente, un célebre matemático francés, Laurent Lafforgue, ganador de la medalla Field en 2002, pronunció una notable conferencia al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Notre Dame, Indiana. Tal conferencia se titula “El sentido de la investigación básica” y en ella se refiere fundamentalmente a la universidad. A propósito de lo que venimos diciendo afirma con total claridad: “La primera razón de la universidad, como de todas las tradiciones de investigación y transmisión del conocimiento y de las instituciones que han encarado estas tradiciones, es el deseo de la verdad”.9 Otra manera similar de expresar la esencia de la universidad es la elegida por el cardenal Newman: “[E]l saber debe ser su propio fin”. Esta expresión se encuentra ya en Cicerón; de todos modos, Newman anticipa que la profesionalización y una certificación prematuras para ingresar en el mundo del trabajo no forman parte de la teleología básica de la universidad.10 En consecuencia, debemos tener alguna claridad sobre lo que es la verdad y el principio de razón, si se pretende una reformulación satisfactoria, objetiva y filosófica, de la institución universitaria.

Lafforgue, en su conferencia, no solamente indica que la razón de ser de la universidad es la búsqueda y el encuentro con la verdad, sino también que la palabra “verdad”, en la tradición filosófica y religiosa occidental, no tiene un único significado, no es unívoca, sino que es un conjunto de significaciones que se complementan entre sí. En efecto, no es lo mismo la verdad matemática que la verdad empírica que se da en el dominio de la ciencia y del lenguaje cotidiano; asimismo, la significación del término “verdadero”, en el plano de las normas morales, jurídicas, políticas, etc., adquiere matices diferentes de la coherencia de los argumentos lógico-matemáticos y de la correspondencia con los hechos en las ciencias fácticas. No obstante, esta pluralidad o analogía de la verdad no debe desconcertar, sino, por el contrario, mostrar la unidad del conocimiento humano, pues lo analógico tiene siempre un residuo común. “Distinguir para unir”, decían los filósofos medievales.

Además, Lafforgue se aventura con muy buen tino en el territorio propiamente metafísico cuando afirma que la verdad no es solo un enunciado justificado o una teoría satisfactoriamente convalidada, sino que también puede ser una “presencia”, es decir, el descubrimiento del valor de las personas, de las obras de arte, de las efectuaciones útiles de la tecnociencia y, sobre todo, de aquel que dijo “Yo soy la verdad”. George Steiner, a quien ya aludí, escribió un libro notable, Presencias reales, que da una pista para adentrarnos en el territorio de las verdades más profundas, más vitales.11

El propio Laurent Lafforgue resume sus ideas de este modo:

 

Todas las cosas merecen ser estudiadas con el cuidado más escrupuloso de exactitud, con el cuidado de verlas tal cual son, poniéndose a la escucha de su delicada verdad, estando siempre dispuestos a cuestionar las representaciones que tenemos de ellas para descifrar con la mayor fidelidad su mudo lenguaje, porque todas, habiendo sido creadas por Dios, dicen algo de su Creador que es infinitamente más grande que nosotros y no nos engaña. Porque todas las cosas son creadas por la Palabra de Dios, por su Verbo, todas las cosas son palabras de Dios, palabras del Verbo, palabras de la Palabra.12

 

Lo que aquí afirma este matemático francés no es novedoso; los que se han dedicado al estudio de la historia del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII, han encontrado las mismas ideas en los genios que crearon la ciencia experimental. Este tema es ciertamente apasionante, pero no tiene cabida en mis actuales intereses.13 Con todo, no puedo dejar de mencionar el gran amor que Descartes, Galileo, Kepler, Boyle, Newton, entre otros, depositaron en aquellas regiones del ser que les interesaron intelectualmente; el conocimiento humano, pues, es una función del amor por las cosas, y en esto tiene toda la razón santo Tomás cuando, en su comentario al libro de las Sentencias (3, d 35) de Pedro Lombardo, escribió lo siguiente: “Ubi amor, ibi oculus”, es decir, allí donde depositaste tu amor depositaste también el ojo de la contemplación. De acuerdo con esto, la vida universitaria debería ser no la exclusiva ambición por un título profesional, sino sobre todo un amor fruitivo, gozoso, por la verdad.14

5. Elogio del asombro

Me interesa concluir este esquemático capítulo sobre la razón y la verdad con una consideración sobre los orígenes históricos y metafísicos del nacimiento de la filosofía. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la palabra “filosofía” significó, hasta no hace muchos siglos, todo lo concerniente al conocimiento humano, incluso lo que hoy es la ciencia experimental; basta recordar el título de la obra cumbre de la física, el libro de Newton Philosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de filosofía natural), publicado en 1687; y también el de Jean-Baptiste Lamarck Philosophie Zoologique, publicado en 1809, donde anticipa la teoría de la evolución. De manera, pues, que en el texto que citaré un poco después, “filosofía” se refiere al conjunto total de las ciencias, teóricas y prácticas.

En segundo lugar, tanto Platón como Aristóteles sostuvieron que la filosofía nace del asombro y de la admiración que provocan ciertas realidades, por ejemplo, el estrellado cielo nocturno, los diversos tipos de amor que se gestan entre las personas humanas, la inteligibilidad de la naturaleza, el temprano descubrimiento de los dioses, la vivencia emocionante del arte, etc. Hechas estas salvedades, vayamos al texto que me interesa:

 

El asombro no es simplemente el principio de la filosofía en el sentido de initium, comienzo, primer estadio, primer escalón, sino en el de principium, origen permanente e interiormente constante del filosofar. No es como si el que filosofa [el que hace ciencia] viniese “desde el asombro”; justamente no sale nunca del asombro, a no ser que deje de filosofar de verdad. La forma interna del filosofar es idéntica a la del asombrarse.15

 

De acuerdo con este hermoso texto, el universitario auténtico jamás sale de ese estado, en cierta medida “místico”, que consiste en vivir siempre en la admiración que le provoca la condición humana y el todo del universo. Solo la muerte detiene esta permanente búsqueda de la verdad, es decir, del asombro del mundo. Los que han leído la extensa correspondencia entre Einstein y su mejor amigo, Michele Besso, pueden comprobar hasta qué punto el gran físico teórico jamás dejó de plantearse problemas, de tratar de resolverlos y de mejorar sus respuestas; hasta el momento de su muerte no cesó de vivir en la admiración. Otro ejemplo es el de Beethoven: ahora que se conocen los borradores de muchas de sus obras, se advierte la obsesión casi neurótica por descubrir inéditas formas musicales, corregir siempre las partituras, no rendirse jamás al esfuerzo de la esquiva perfección; a pesar de su progresiva sordera, continuó embelesado por esas formas musicales que tradujo en sus últimos cuartetos para cuerdas y en sus últimas sonatas para piano.

Como bien dice Josef Pieper, el filósofo, esto es, el universitario en sentido amplio (un físico, un biólogo, un músico, un pintor, un tecnólogo, etc.), “jamás sale del asombro”. En fin, el lema medieval omnia admirabilia sunt delectabilia (lo admirable produce a la vez deleite) es ciertamente verdadero, y, en el orden de la acción, debería ser el precepto regulador del universitario en cuanto universitario.

 

1. Jacques Derrida, “Las pupilas de la universidad. El principio de razón y la idea de la Universidad”, p. 122.

2. Cf. Martin Heidegger, Der Satz vom Grund, Pfullingen, Neske, 1957 (conozco una versión castellana: El principio de razón, que es una traducción parcial del libro de Heidegger, realizada por Bruno Piccione y Alicia Piccione). Hay otras obras de Heidegger que interesan para el tema universitario: ¿Qué es metafísica? (1929) y también su discurso inaugural del Rectorado de Friburgo: La autoafirmación de la universidad alemana (1933).

3. No es este el lugar para el tratamiento filosófico de la noción de necesidad. La consulta de cualquier diccionario o enciclopedia filosófica puede orientar a su correcta comprensión, que no es sencilla. Cf. Curt J. Ducasse, “Causation and the types of necessity”, Journal of Philosophy, vol. 21, Nº 24, 1924; Jean Laporte, L’idée de nécessité, París, PUF, 1941; Nicolai Hartmann, Zur Grundlegung der Ontologie, Berlín, De Gruyter, 1935, etcétera.

4. Sería una insensatez dar una bibliografía sobre el tema de la verdad, pues no creo que exista algún libro de filosofía y de ciencia que, directa o indirectamente, no trate este tema. No obstante, para los propósitos de esta investigación sobre la universidad, me permito señalar dos trabajos: Jorge A. Roetti, Cuestiones de fundamento, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, 2014 (el capítulo 1: “Acerca de la verdad”, es una excelente síntesis del estado de la cuestión hoy por hoy) y Jorge Saltor, Verdad y conocimiento en Russell, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, 2008. En las casi trescientas páginas de este último libro expongo las ideas del filósofo inglés que tocó todos los temas concernientes a la verdad; sus detalladas explicaciones son un prodigio de análisis lógico del lenguaje de la ciencia.

5. Hay numerosas divergencias acerca del autor de este libro; por otra parte, la redacción de las varias ediciones no es coincidente, aunque sí coinciden en el contenido. El breve texto de Alfonso el Sabio me fue sugerido por Pedro Luis Barcia.

6. Respecto de la función crítica, propia de la universidad, cf. Karl Popper y Konrad Lorenz, El porvenir está abierto, Barcelona, Tusquets, 1992. El racionalismo crítico de Popper es necesario para una comprensión lógico-lingüística de los fundamentos de todas mis propuestas sobre la universidad.

7. José Luis Aranguren, El problema universitario, Barcelona, Nova Terra, 1968, p. 19. Esta cuestión del diálogo, que consiste en la buena fe y en saber escuchar al otro, es también central en el pensamiento de Derrida (“Las pupilas de la universidad. El principio de razón y la idea de la universidad”, p. 118): “Con un pequeño juego, diré que hay que saber cerrar los ojos para escuchar mejor. La abeja sabe muchas cosas puesto que ve, pero no sabe aprender puesto que forma parte de los animales que no poseen la facultad de oír”. Más adelante, en el próximo capítulo, trataré el tema del “diálogo cooperativo”, que está esencialmente vinculado con el ideal de la “vida universitaria”.

8. Karl Jaspers, La razón y sus enemigos en nuestro tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 1957, pp. 92-93.

9. Laurent Lafforgue, “El sentido de la investigación básica”, Communio, año XX, N° 2, 2013, p. 15.

10. Cf. Jean-Robert Armoghate, “La idea de universidad. Newman revisitado”, Communio, año XX, N° 2, pp. 49-58.

11. Cf. George Steiner, Presencias reales, Barcelona, Destino, 1991. También su libro Lecciones de los maestros, México, FCE-Siruela, 2004, está vinculado con estos temas. He tratado con minuciosidad la cuestión inagotable de la verdad en mi libro Verdad y conocimiento en Russell, ya citado. Cf. también Jorge Saltor (autor y compilador), Reflexiones en torno a la verdad, Tucumán, UNT-Instituto de Epistemología, 2005.

12. Laurent Lafforgue, “El sentido de la investigación básica”, p. 18. Esto me recuerda la famosa contestación de Einstein a un científico que le objetaba su interpretación del experimento de Albert Michelson y Edward Morley: “El Señor es sutil. Y no hace trampas”. De modo, pues, que también para el realismo científico de Einstein, la verdad es el descubrimiento del ser de las cosas creadas por Alguien que no hace trampas.

13. Cf. el libro de Edwin Burtt, Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1960, passim.

14. Aparece aquí la palabra “contemplación”. Es preciso aceptar que esta palabra no solo está vinculada a la experiencia religiosa, sino también a la experiencia de la verdad natural. Un muy buen estudio de este tema es el de Josef Pieper, “Felicidad y contemplación”, en El ocio y la vida intelectual, Madrid, Rialp, 1974, passim.

15. Joseph Pieper, El ocio y la vida intelectual, p. 133.

2. Mis elementos de trabajo

Haré uso de tres libros y un artículo, todos del siglo XX, que me parecen particularmente atractivos para el estudio de la universidad. El primero de ellos es la novela de Burrhus Frederic Skinner Walden Dos, prácticamente desconocida entre nosotros, pero que en el mundo anglosajón ha generado y sigue generando numerosas controversias. El segundo es el ensayo de Robert Hutchins La universidad de Utopía. El tercero es el conjunto de unas ampliaciones de José Ortega y Gasset a una conferencia suya dictada, a pedido de la Federación Universitaria Escolar de Madrid, en octubre de 1930; conferencia, ampliaciones y otros artículos posteriores fueron reunidos por el autor con el título Misión de la universidad. El cuarto trabajo es una conferencia que Jacques Derrida pronunciara en 1983 en la Universidad Cornell, en Ithaca, estado de Nueva York, y que se titula “Las pupilas de la universidad. El principio de razón y la idea de la universidad”.1 Por supuesto, tomaré en cuenta otros libros, pero los mencionados en este párrafo merecerán especial atención.

Antes de continuar, es conveniente decir algo sobre estos autores con el objeto de desvanecer cualquier sospecha ideológica sobre mi elección. Burrhus Frederic Skinner (1904-1990) fue uno de los psicólogos más importantes del conductismo norteamericano y, en su ambigua novela, describe la vida de un falansterio contemporáneo, es decir, de una de esas comunidades que el socialismo utópico inauguró hacia 1850 en Estados Unidos, siguiendo los lineamientos generales de las que ya existían en Europa, constituidas sobre la base de las ideas de Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen y Auguste Comte. Ello explica el título de la novela. En efecto, hacia 1845, Henry Thoreau (uno de los grandes pensadores y escritores de la época, la de Emerson y Melville) escribió un libro titulado Walden, donde narra dos años de su vida en los bosques del modo como lo haría un ermitaño.2 Skinner retoma la idea de Thoreau e imagina una comunidad educativa –Walden Dos– totalmente diagramada sobre la base de los postulados conductistas y empiristas, y con la explícita finalidad de mostrar que el contacto con la naturaleza, el trabajo manual libre y permanente, la disminución de las necesidades superfluas, la comunidad de bienes, la sólida célula social de la familia y el estudio sistemático pueden instaurar una sociedad educativa feliz.

A su vez, Robert Maynard Hutchins (1899-1977), en las antípodas filosóficas del conductismo, escribe su ensayo La universidad de Utopía siguiendo los criterios que Tomás Moro estableciera en su célebre obra, es decir, un marcado intelectualismo, un humanismo operante, una autosuficiencia económica y una no menos enfática defensa de la tolerancia religiosa e ideológica. Hutchins ha sido uno de los grandes educadores norteamericanos y durante más de veinte años estuvo vinculado a la Universidad de Chicago, primero como su presidente (1929-1945) y luego como su canciller (1945-1951). En el período de su presidencia, acogió en esa universidad a varios positivistas lógicos, sobre todo al más importante de ellos: Rudolf Carnap, y a varios más como Charles Morris y Alfred Ayer. Recuérdese que tanto los neopositivistas vieneses como los neomarxistas de Frankfurt y los miembros de la Escuela Económica de Viena huyeron de Europa hacia Estados Unidos en razón de la caída del régimen de Weimar y del surgimiento del nacionalsocialismo o socialismo nacional, como prefieren algunos; encontraron en las universidades norteamericanas, sobre todo en la de Chicago y en la de Nueva York, el refugio y las condiciones aptas para continuar con su tarea. A pesar de su cristianismo militante, Hutchins, cuya vida religiosa se inició en el presbiterianismo calvinista, no dudó un instante en acoger en la universidad a quienes, desde el punto de vista filosófico, no comulgaban con sus ideas (de orientación aristotélica y escolástica), pero que exponían teorías novedosas y fecundas, dentro de un marco riguroso y argumentativamente sólido. En consecuencia, hay que tener en cuenta, por lo que se dirá más adelante, el pluralismo científico, pedagógico y filosófico, y, además, la obsesión de Hutchins por la búsqueda de la verdad dentro de los cánones más rigurosos y exigentes.3

Me detengo en este pensador norteamericano a raíz de las opiniones de George Steiner, sin lugar a dudas uno de los más importantes humanistas de estos últimos cincuenta años; quizá, el mayor.4

 

Lo que muy probablemente decidió mi vida y mi trabajo fue el puro genio de exaltación intelectual y la apasionada electricidad espiritual que habían hecho de la Universidad de Chicago, bajo la dirección de Hutchins, la mejor que había. Quien no haya experimentado dicho vibrato formidable, quien no haya sido testigo de primera mano de la medida en la cual el personaje legendario de Hutchins, sus dictados, su embriaguez con la excelencia, que inflamaban cada aspecto de la vida cotidiana de un estudiante, no puede captar la grandeza de ese hombre.

 

Y Steiner concluye su artículo con esta categórica afirmación:

 

Para terminar con una nota personal: debido a Hutchins he conocido intelectualmente y en carne propia lo que puede y debería ser una universidad. Se trata de un don invalorable.

 

José Ortega y Gasset (1883-1955), autor muy leído y querido por los argentinos, es, según mi juicio, el más importante e influyente filósofo español del siglo XX. Sus libros, su Revista de Occidente, la editorial homónima que fundara, el grupo de discípulos que se benefició de sus ideas (Manuel García Morente, Julián Marías, Xavier Zubiri, María Zambrano, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, José Ferrater Mora, entre otros) fueron faros de ilustración y germinación filosóficas en el momento más crítico de la historia de España, justo antes y durante la cruel guerra civil de la década de 1930. Los temas educativos no escaparon a su reflexiva perspicacia, como tendremos ocasión de ver en varios de los capítulos de este libro.

Jacques Derrida (1930-2004), finalmente, en la segunda parte del siglo XX, influyó decisivamente en casi todos los temas del paradigma fenomenológico vigente en el pensamiento europeo. Me resulta gratificante que Derrida, en el artículo antes mencionado, exponga de manera brillante el papel que el principio de razón suficiente tiene en la vida universitaria. ¿Por qué utilizo la palabra “gratificante”? Porque Derrida, ya por esos años, estaba orientándose hacia una corriente filosófica irracionalista, escéptica, anticientífica, superficial, que ha recibido el vago título de “posmodernismo” o “deconstructivismo”.

Nos enfrentamos, pues, a cuatro autores filosóficamente diferentes: Skinner es un conductista ortodoxo; Hutchins, un intelectualista liberal; Ortega y Gasset, un defensor del raciovitalismo y precursor del posterior existencialismo europeo; Derrida, un fenomenólogo crítico, que luego se constituyó, paradójicamente, en uno de los principales promotores de la deconstrucción de la racionalidad ilustrada, del estructuralismo en especial. Y, sin embargo, en cuestiones sustanciales respecto del conocimiento y de la universidad, los cuatro tienen algunas coincidencias notables.

Hay algo más. Tanto Skinner como Hutchins y Derrida se valen de ficciones y alegorías para mostrarnos sus propias ideas acerca de la universidad. El primero imagina un falansterio moderno y científico; el segundo se remonta a la isla de Utopía para tratar de ver cómo sus habitantes habrían organizado una universidad; el tercero hace un curioso recorrido por la topología que rodea el campus de la Universidad Cornell, con un abismo que la separa de la ciudad de Ithaca. Nótese, en consecuencia, que los tres apelan a metáforas para comprender el fenómeno universitario y, de este modo, prolongan una tradición que inaugurara Platón, en la antigüedad griega. Pero, ¡cuidado!, este recurso a la imaginación tiene un sentido profundo: cuando el lenguaje discursivo y los conceptos se enfrentan con una realidad especialmente difícil, cabe el recurso retórico de la metáfora o de la alegoría para ilustrar mejor a los lectores. Más adelante nos encontraremos con un concepto: el de “vida universitaria”, que quizá requiera la ayuda de esta retórica. Lo mismo sucede incluso con la ciencia. En un artículo de hace ya algunos años, recordé las metáforas que Arthur Eddington, Otto Neurath y Karl Popper dedicaron a la ciencia.5 Esta, como la universidad, tiene necesidad de algún apoyo en imágenes sensibles y recursos ficcionales para apuntalar mejor el orden conceptual. Renunciemos entonces a la pretensión de querer comprender o explicar todo por medio de la pura razón especulativa; concedámosle a la imaginación alguna función clarificadora.