Cubierta

INDIRA CÓRDOBA ALBERCA

HECATOMBES

Editorial Biblos

A Mariel, que me acompañó en las hecatombes y me vio hacerlas cuento.

INDIRA CÓRDOBA ALBERCA
(Quito, 1975). Actualmente reside en Argentina, en la ciudad de Corrientes. Publicó los libros de cuentos Diosas en el fuego (2007) y Ruleta rusa y otros giros de fortuna (2013). Sus textos han aparecido en medios de Ecuador, Argentina y México. Imparte talleres literarios. Su trabajo ha sido reconocido con premios, antologías y menciones en Ecuador, Argentina, México, Estados Unidos, España, Colombia y Canadá.

HECATOMBES

Hecatombes no es solo la historia de una mujer intoxicada de realidad, es sobre todo una sucesión de vidas en la que cualquiera podría reconocer la suya. Una mujer aprende desde el horror que le está negada la posibilidad de ser madre, un juego de poderes desata el crimen pasional que impulsa la carrera de un inexperto periodista, un incidente cotidiano revela realidades insospechadas entre vecinos, la desesperación por conseguir un premio lleva a un joven pintor a trabajar con recursos nada convencionales, el estudiante que gana una batalla en la miseria y un femicidio son algunas de las catorce historias enlazadas por el amor, la desgracia y los sacrificios que forman parte de este libro.

La narrativa de Indira Córdoba Alberca es efectiva y perturbadora en la medida en que los temas, personajes y acciones que aparecen en sus relatos revelan un mundo que trastoca el orden social establecido; lo sobrevuela y, en ocasiones, muestra otra cara de lo real. El ruido en la cabeza del lector se apaga mucho después de vivir estas ficciones breves, crueles y hermosas.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

A las 7 a.m. en el 101

Él tiene impresa en la mente su mirada de hielo y en el rostro, la bofetada seca que ella estampó sin decir nada. Tal vez poco tenía que ver con eso el día nublado y el frío departamento al que llegaba agotado por las tardes después de trabajar. El bofetón seguro no había sido resultado de sus retrasos por las horas extra en la oficina, ni porque aún no dejaba el cigarrillo. Tampoco estaría relacionado con los sábados de fútbol ni las impertinencias de su madre cada vez que los visitaba, y en un suspiro dejaba caer cuánto se lamentaba por el “nene” convertido en empleaducho mediocre, mal atendido por la mujer. “Exageradita la vieja”, masculló su esposa con fastidio la última vez. El desconcierto de él y la rabia con la que ella le pegó tampoco estarían ligados al sobrepeso después del embarazo, ni a los estudios interrumpidos, ni a la burla de la familia, o a la desaparición de los amigos.

Ese golpe, más allá de ser un código roto, una falta de respeto, fue el despertar del empleado somnoliento que esa mañana iba en colectivo a su trabajo, el padre que se levantó tres veces en la madrugada para atender al bebé atacado por los gases. No dejó que su mujer se levantara porque ella pasaba todo el tiempo trajinando con los chicos. Con el cuerpo pesado y en cámara lenta, Mario había dejado la calidez de su cama para vestirse con desgano y salir a ver un sol que no le interesaba ni mucho menos lo motivaba. Al contrario, el resplandor hirió sus ojos sensibles de desvelo. La noche anterior soñó que volvía a creer en Dios; reconoció con tristeza que fue hermoso.

Ese zombi en traje de oficina se tambaleaba de pie al vaivén del colectivo, saltaba en cada bache y escapaba de golpearse en los frenazos. Hacía mucho que la escena mañanera era la misma y anticipaba lo que sería ese nuevo día: los chismes de pasillo, el sueldo miserable, la oficina oscura y estrecha con olor a transpiración de burocracia, los problemas para llegar a fin de mes entre los gastos del pequeñito preescolar y del bebé, los almuerzos baratos y tristes, mal llamado ejecutivos, y finalmente, el tránsito pesado que soportaba cada tarde al volver a casa cuando no sabía si le darían las fuerzas para terminar el día.

El bofetón fue para él que a las siete de la mañana, para no llegar tarde a la oficina, subió al colectivo 101, pese a que estaba a reventar. Para aquel que esa mañana se evadía en las escenas lejanas de una adolescencia loquísima, de juegos pirotécnicos y carreras de motocross, cuando estudiaba turismo, farreaba de domingo a domingo, se echaba tragos y fumaba porros. A veces le dan ganas de ir a buscar a ese que fue y rescatar lo rescatable. Era la época en que la vida se mostraba tan obvia, pero un día abrió los ojos y estuvo más perdido: ¿todo para qué? Para acabar en este fin de mundo convertido en burócrata triste, hippie en ruinas. Hoy que está tan lejos de sí mismo y se extraña más que nunca, quisiera romper esa telaraña y correr. No soporta el traje y las corbatas, cada mañana se viste como quien debe ponerse un disfraz. Viaja con sus recuerdos porque es la única forma de volar y sonreír. Pero entre ellos aparece un accidente: después de una fiesta fueron borrachos a la playa, no aguantó manejando las seis horas y volcó antes de llegar. Él salió ileso, ella casi ni lo cuenta.

“Ya no hago motocross, nada de embarrarme en el lodo, ni deportes extremos, a lo mucho salgo en bici los domingos con mis hijos. Todo el mundo dice que no hacemos buena pareja con la Cris, ella es grandota y corpulenta, que hasta parece mi mamá dicen los muchachos. No estaba enamorado cuando me casé, estaba asustado, no quería fallarle otra vez a Cris. Gracias a Dios volvió a caminar después de que casi la mato en el accidente y encima quedó embarazada. Tuve que mantenernos, cambiar mis sueños, fijarme metas que no logro alcanzar. No, yo no ambicionaba esto para mí, no era el futuro que imaginé, es la vida que me toca vivir, aquí estoy para hacerle frente. A Cris no la podía querer, no tuve ningún motivo para quererla, a las otras me unía la complicidad, la identificación, las ganas tal vez. Con Cris ni eso, ella simplemente era nadie, hasta que me ató la culpa. ¿A quién le importa si soy feliz? Uno no se equivoca por hobby. Antes los matrimonios eran arreglados y les iba bien. Para cambiar la historia se necesita valor y fuerza, si no las tienes, es mejor no pensar en eso. De pronto te das cuenta de que no importa si quieres o si sientes que no puedes, simplemente debes seguir tu camino. Y la vida pasa, como ya no te interesa, pasa nomás”.

Los padres de su esposa exigieron un matrimonio civil y eclesiástico. Consiguieron un cura amigo para que se confesara e hiciera la primera comunión y confirmación. A él, que con suerte había sido bautizado, el cura le preguntó si estaba dispuesto a ir a misa todos los domingos, si entendía que faltar a misa era pecado, si pensaba confesarse regularmente para comulgar y si iba a tener un matrimonio verdaderamente cristiano que rechazara los anticonceptivos. “¡Noooooooooooooo! ¿Cómo me va a decir eso! ¡Yo no soy así, solo necesito hacer la comunión y confirmarme porque me tengo que casar!” Le preguntó si deseaba casarse, contestó que no. El sábado siguiente lo casó.

Aquella mañana no entendió las bromas y risitas de jefes y compañeros de trabajo. “¡De zorro muerto a casanova!”, le dijo con desprecio la doña encargada de los sueldos. “¡Encima de pillo, descarado! ¡Lávese la cara por lo menos para que no se note tanto la nochecita que pasó!”, le dijo una secretaria. A ese, como a todos los comentarios, lo olvidó tan pronto se sumió en la labor del día a día. Durante su jornada de ocho horas no había tenido ocasión de reparar en la mancha roja de labial que una desconocida imprimió en su pecho, justo bajo el cuello de la camisa. Chocaron cuando el colectivo frenó en su parada y él tuvo que dejar de recordar.

 

Acá todo anda bien

Levanto el rostro; frente a mí, sobre la pared blanca, detrás de una silla, está la réplica de Los girasoles de Van Gogh que habías puesto en el comedor. Me pierdo en ese cuadro para escapar de las palabras, de los consejos de los amigos y del ideal de vida perfecta que muestra la televisión, que siento como un reproche a todo lo que he hecho y he sido. Kiko se pone nervioso y ladra, como si supiera lo que pasa cuando pierdo la mirada en ese cuadro, da vueltas a mi alrededor, tira de mis pantuflas con sus dientes y se pone panza arriba frente a mí para evitar que la tristeza de esas flores me contagie. Sin embargo, son los girasoles de otros tiempos y otra la tristeza que me lleva lejos en aquel recuerdo. Ahí están las estrellas y los gritos de la noche, el viento frío que trajo el miedo, el regreso, la risa, los careos con las fobias, la osadía, los moldes rotos, la fuerza del amor incondicional y los que sobran. Resulta que soy la única que lo recuerda todo; lo que para mí pasó ayer, para muchos fue hace milenios.

Habíamos adquirido la costumbre de plantar girasoles para que broten cada primavera. El amplio jardín delantero, la casa sobre una pequeña elevación detrás de él. Sus paredes blancas y grandes se notan desde la carretera. Aquel inicio de verano fue uno de los más hermosos que puedo recordar junto a ti: te levantabas temprano a preparar ese café fuerte, cuyo aroma me hacía saltar de la cama por el puro placer de besarte. Tus besos y el café me despertaban, me motivaban. Eso me hizo embellecer el jardín, tomarlo en serio, aprender sobre girasoles, sobre suelos, sobre el clima, y todo lo que fuese necesario para la casa de girasoles que no planeamos tener, pero que estaba y se hacía más famosa en los alrededores con el tiempo. Cada planta florecida me arrancaba una sonrisa. La satisfacción de mi vida junto a ti, cuando éramos cómplices y creíamos que la felicidad no era un invento, no pensábamos en lo que lastimaba porque en esos momentos no existía. Sí estaba el aroma de ajo y especias en la cocina, el sabor del vino y la risa, porque el mañana estaba lejos y me creía la ilusión que a la vida la habían hecho a mi medida.

Kiko aún te recuerda entre los girasoles, te busca, pasea por el jardín del mismo modo y a la misma hora en que lo hacía contigo. Suele rondar tus espacios y no permite que nadie excepto yo se acerque a ellos. De lo contrario ladra feroz y amenazante, si yo no lo conociera tanto me preocuparía, pero sé que solo protege tu recuerdo, tal vez porque no pudo protegerte a ti. Kiko me acompaña por las noches, sé que está ahí tras la puerta, pendiente de mi respiración, de mis gemidos y mi llanto. Sabe cuando me derrumbo en la desesperación de no tenerte, entonces me sigue en silencio, arrima su cabeza sobre mis rodillas y me mira mientras mis lágrimas caen una tras otra, segundo tras segundo.

Se venía la noche cuando yo llegaba de pasear a Kiko, volvíamos llenos de energía, agitados y acalorados porque el paseo había tomado más tiempo de lo habitual. El verano empezaba a sentirse y por alguna razón inexplicable Kiko se mostró inquieto tres cuadras antes. Pensé que era el calor, debí traer más agua, me dije, pero él, indómito como siempre, corría delante de mí. Me tiraba hacia casa, al principio creí que jugaba, después pensé que eran las ganas de hacer sus necesidades cuando dudó en avanzar. Yo empezaba a perder la paciencia y lo regañé por no ir a mi ritmo. Su actitud y su expresión no eran normales, lo desconocí y me preocupé. De lejos vi en la calle un movimiento inusual, había personas alrededor de nuestra casa, y conforme me fui acercando, gente a la que yo nunca presté atención y con la que ni cambié un saludo me miraba con descaro. Un policía me preguntó si era yo la señora de esa casa. Noté la desgracia de inmediato y sin contestarle, presa del terror de perderte, me lancé hacia la puerta, pero el hombre me detuvo y se apresuró a decirme que la policía estaba adentro y que habían ordenado que todo el mundo quedara fuera hasta que la situación se normalizara. ¿Qué situación? ¿Se puede normalizar la destrucción y la muerte? ¡Es mi casa! ¡Voy a entrar ya! ¿Qué hace ahí la policía? El hombre no dijo más nada y se limitó a forcejear conmigo para impedirme entrar.