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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

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© 2020, Violeta Boyd

© 2020, de esta edición: Nova Casa Editorial


Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Noelia Navarro

Corrección

Noelia Navarro

Diseño de cubierta

Valentina García y Vasco Lopes

Maquetación

Vasco Lopes

Primera edición en libro electrónico: Marzo 2020

ISBN: 978-84-18013-32-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).



Índice




Inminente

Cofre

Batman

Sonrisa

Venganza

Club

Silencio

Pizzas

Cine

Infiltración

Explosiva

Nuevos

Intenciones

Incepción

Regalo

Synapses

Ancianos

Historia

Contención

Carlotte

Festival

Cerrados

Abeja

Helados

Descubierto

Chiste

Fangirl

Declaración

Estrellas

Preguntas

C

Dolor

Caída

Hipo

Complicidad

Chocolate

Oscuridad

Tormenta

Reemplazo

Graduados

Discurso

Colados

Consecuencia

Viaje

Visita

Actuación

Verdad

Regreso

Petición

Lluvia


Inminente





La lluvia se intensificaba a cada segundo. Lo que en la mañana era una simple llovizna se había convertido en una lluvia casi torrencial propia del invierno. Las copiosas gotas se estrellaban contra el suelo del parque y los charcos comenzaban a agrandarse entre las baldosas mal colocadas del camino. Los árboles se despedían de sus hojas que caían de lleno por la intensidad y la fuerza del clima. El aroma a tierra mojada se acentuaba. Cada tanto, algunas parejas pasaban por el sendero esquivando las pozas de agua y las ramas crecientes de los árboles con paraguas en mano, mientras se acurrucaban del frío. También aparecía algún que otro perro que buscaba refugio.

La lluvia provocaba un efecto de huida en todos, pero para mí era el escenario digno de una nueva decepción amorosa.

Hacía cuatro minutos y treinta segundos que Wladimir Huff había decidido terminar con nuestra relación, lo que conllevó la pérdida inmediata de todo impulso motivacional en mí. El clima no importó mucho, ni lo empapada que estaba dentro de ese tiempo perfectamente calculado. Todo lo que transitaba por mi cabeza eran las frías palabras con las que acuchilló mi corazón. Bastó una simple oración para que me quedara inmóvil.

Una linda imagen que representaba con detalle a una chica desahuciada.

Podría atribuir a Wladimir mi devastadora situación, pero no tenía la culpa del todo. Claro que no. Si bien él sentenció a muerte nuestra relación, mi maldición para enamorarme con facilidad condujo mi vida al desastre con diversos resultados fatales, no solo bajo la lluvia, sino de otras formas particulares que al recordar me dejaban un sabor muy amargo.

Creo que algunos tenemos la habilidad de fijarnos en las personas menos indicadas. Ese fue mi caso: sola, sin paraguas, lágrimas que se mezclaban con la lluvia, con principio de hipotermia y el corazón hecho añicos, mientras comparaba las gotas con puñaladas, hasta que llegó ese momento en que no sentí más que el lejano sonido de la lluvia adormeciéndome.

De pronto, un ángel guardián se apiadó de mí y me cedió su paraguas.

Se marchó sin mirar atrás.

En mi asombro pude ver su abrigo de un singular color marrón que se perdía en la profundidad del camino, pero su gesto quedó tallado en mis retinas y bien preservado en mi corazón.

Entonces, como por arte de magia, una luz divina se vislumbró entre las oscuras nubes del cielo, lo que me dio un ápice tibio de esperanza y me hizo consciente de la realidad: la vida continuaba.

La lluvia cesó.

Nunca fui supersticiosa, todo lo contrario, pero bastó esa maravillosa coincidencia para que creyera en las tretas del inminente destino que se avecinaba.

Y con esa idea me marché a mi trabajo.

Crucé la puerta de la florería provocando que sonase la campanilla que colgaba de ella. Sarah, la hermana de mamá, se asomó por detrás del cajero despeinada, con el pintalabios corrido que dejaba entrever sus labios hinchados, la camisa blanca (con la que se la acostumbraba a ver) algo desabrochada y los ojos bien abiertos. A su lado, Mark, su novio, estaba igual de desaliñado. Hice una mueca de espanto cuando deduje —dentro de mi ingenua mente— que se encontraban haciendo cochinadas en plena tienda. Tras volver del shock adopté la expresión seria.

—Buenos días —saludé tajante, tal cual lo haría papá en mi situación.

—¡Floyd! —exclamó mi tía, procediendo a abrochar su camisa y arreglarse el cabello—. Creí que estarías en una cita con Waldi… Waldo… eh…, tu novio de nombre raro. ¿Qué te pasó? ¡Estás empapada!

—Es una larga historia —hablé con un trago amargo de realidad y el paraguas mojado en mis manos.

Si bien me había propuesto no estancarme en una relación, que me acabaran de dejar no me daba muchos ánimos, menos cuando había sido en la mismísima florería donde Wladimir me había propuesto ser novios. Mis pensamientos de buena fortuna se hicieron añicos con cada paso que daba al interior de la tienda. La esperanza de verlo entrar por la puerta se convirtió tontamente en un deseo que murmuré con los ojos cerrados una vez me encerré en el baño y encendí el secador. Al abrirlos, me di cuenta de lo ridícula que me veía deseando algo que no llegaría. Los ojos de Wladimir eran tan seguros, acorde a sus palabras pronunciadas, que me marchité al instante.

Gruñí apagando el secador y salí en dirección a la tienda para ocuparme de los clientes o lo que fuese necesario para distraerme. Existían cosas más importantes, como retener mis estornudos a causa del polen, por ejemplo.

Afuera, divisé un sol radiante y el novio de Sarah se percató de ello.

—Adiós a la última lluvia —dijo en un tono nostálgico—. Dicen que no lloverá hasta el próximo año, pero veo que tú la gozaste al máximo, Flo.

—¿Todavía crees a los sujetos del tiempo, Mark? —interrogó mi tía con algo de mofa. Una leve risa burlona se me contagió, a la que su novio respondió con un mal gesto de dedos.

Entre el reclamo que Mark le hacía a tía Sarah, escuché tintinear la campanilla de la puerta. Me volteé en esa dirección para encontrar a un chico de cabello oscuro, cejas gruesas, piel aceitunada y llena de lunares, una sonrisa feliz y un abrigo de color marrón.

Pegué un grito imaginario.

Mi yo interior se hizo una maraña incontrolable de sensaciones físicas y emocionales, pensamientos incongruentes e hipótesis rebuscadas, entre otras cosas. ¿Realmente era el chico del paraguas? ¿Cuál era la probabilidad de que lo fuese? Palidecí al ver que le hablaba a Mark y seguí sus movimientos con los ojos sin parpadear los dos minutos y trece segundos que estuvo allí. Compró un ramo de lirios rosados y rosas rojas, luego se marchó.

En medio de la tienda me recriminé mi incredulidad.

Había estado en presencia de una persona con un extraño abrigo marrón ¡y no hice más que estar inmóvil como las plantas que tanto cuidaba en la florería! De hecho, hasta esas plantas bien cuidadas tenían más movimiento que una petrificada Floyd. Pude haberle preguntado si el paraguas que había dejado bien guardado en el baño era suyo, pero todo lo que hice fue la imitación perfecta de una estatua.

Estornudé a causa de las flores, llamando la atención de Sarah.

—Flo, querida, ¿por qué no vas a casa a cambiarte de ropa y vuelves mañana? No queremos que pilles un resfriado.

Entrecerré los ojos sospechando que su sugerencia contenía un mensaje con doble sentido bien resguardado dentro de su tono amable. A pesar de ello, asentí como respuesta.


***


Volví a casa poniendo la mejor de mis caras. Cutro, el gato que papá había traído a casa hacía unos años, se apresuró en llegar a mi encuentro para pasearse entre mis piernas; gesto por el cual siempre lo reprendí, pero no le importaba en absoluto escucharme decir que no me gustaban los gatos, sino los perros.

Se paseó de lado a lado hasta que me animé a correrlo con el pie.

—¡Ya llegué!

Completo silencio.

Siempre tuve la manía de anunciar mi llegada y encontrar a alguno de mis padres recibiéndome con su «Hola, Hurón» de siempre. No obstante, aquel día desastroso no obtuve respuesta, lo que conllevó una búsqueda de mamá o papá por la casa, seguida por el gato más masoquista que hubiera conocido.

—¡Mamá!

Grité de nuevo al no encontrarla en el primer piso. Subía las escaleras cuando la voz lejana de mi santa madre emergió de forma terrorífica. Estornudé por el pasillo largo con las puertas de las habitaciones y en unos segundos encontré a mamá barriendo la habitación de invitados.

«Extraño»

—¿Por qué barres?

—Los Frederick se quedarán aquí hasta que arreglen el techo y la inundación en su casa. ¿Los recuerdas? —Asentí de mala gana.

Recordaba a la familia, bastante bien para ser sincera. Mamá, papá y los Frederick iban al mismo colegio, Jackson de Hazentown, hasta que mis padres decidieron formar una vida en Los Ángeles, ciudad en la que pronto fueron a vivir ellos. Habiendo sido amigos en la adolescencia, todos los fines de semana ambas familias se reunían para comidas, celebraciones y charlas de adultos, así que tuve la oportunidad de conocer a los Frederick y también de fastidiar a su hijo, a quien siempre inmiscuía en mis problemas. Pero esta unión familiar solo duró unos años, papá decidió armar una editorial y volver a Hazentown, mamá estuvo de acuerdo y yo… siendo una niña, no tuve mucha importancia en la decisión. A mis casi nueve años empecé una nueva vida aquí. ¿Quién diría que, después de tanto tiempo, ambas familias se volverían a unir? Pues yo no, menos en tan importante año.

Mamá dejó de barrer y me recorrió de pies a cabeza.

—¿Qué te pasó, Huroncito?

Sentí un nudo en la garganta.

—Es una larga historia, ma. —Decidí desviar el tema—. ¡Rayos! Si los Frederick se quedarán aquí, significa que tendré que andar decente por la casa.

Mamá se echó a reír negando con la cabeza.

—Hazlo, así nos haces un favor a todos.

—Ja, ja. No eres graciosa. —Le saqué la lengua en un gesto infantil—. Iré a cambiarme.

En cuanto terminé de hablar, tres leves golpes se escucharon en la puerta principal. Nos miramos con mamá, armábamos una disputa silenciosa para decidir quién de las dos bajaba a abrir la puerta. Sin embargo, nuestra batalla quedó inconclusa cuando papá salió de su despacho y pasó por fuera de mi habitación.

—Yo iré a abrir, debe ser Chase.

Mi sentido curioso llevó a la necesidad de pronunciarme con el fin de ver el reencuentro. Pero las cosas no podían darse de forma tan simple. Antes de atreverme a asomar un pelo por la escalera, me cambié de ropa y amarré mi cabello para verme un poco más «normal». Jugué con mis dedos antes de poner el pie en el primer peldaño dispuesta a bajar la escalera. Una divertida discusión entre el amigo de papá y su mujer se escuchó desde la sala.

Bajé las escaleras y caminé con paso temeroso hasta la entrada de la sala de estar, donde estaban papá y sus amigos. Asomé mi cabeza por el umbral para visualizarlos; ambos estaban igual a como los recordaba, con la excepción de que les había crecido un poco la panza; más a ella, que se encontraba a la espera de un nuevo miembro en su familia.

Fue entonces cuando sentí una inquietante presencia a mi espalda. Pegué un grito ahogado y me giré; me encontré mi más ni menos que a Felix Frederick con un singular abrigo marrón.

«No. Puede. Ser.»

Admiré las magníficas dotes físicas que se presentaron ante mis curiosos ojos, deleitándome con cada curvatura de aquel rostro serio que plasmó. Bueno, creí que me veía en la necesidad de calmar un tanto los aires, puesto que el mal humor venidero que traería consigo esa sombra llamada «Felix» dejaría de lado su físico para centrarme en su aparente personalidad. Siendo sincera, primero me vi envuelta en la inmensidad de posibilidades para confirmar que él era el chico del paraguas gracias a su abrigo. Sin embargo, me sentí tentada a ver más allá de aquel icónico gesto para hipnotizarme con su fría expresión.

Mi susto de muerte provocó el silencio total en la sala donde hablaban nuestros padres. Y la curiosidad se hizo un hueco dentro de mi cabeza para situarse allí durante el resto del día.

—Allí están. ¡Qué maravilloso reencuentro!, ¿no? —habló tía Michi, dando un respingo en su lado del sofá.

Su aviso hizo que los demás giraran en nuestra dirección para prestarnos atención. Sentí una necesidad incontrolable de hacer ese gesto (no tan) inconsciente de mecerme hacia los lados cuando me vi observada por los mayores, pero controlé mis impulsos.

—¿Hace cuánto que no se veían? —curioseó mamá y buscó una respuesta en papá. Él achicó los ojos, calculando el tiempo y respondió dirigiéndose a su amigo:

—¿Unos diez años tal vez? —preguntó.

—No llevo la cuenta, solo recuerdo que solían jugar todo el tiempo cuando vivíamos en Los Ángeles.

—Sí, sí —añadió su esposa—. Tengo muchas fotos de ellos. —Miró a su hijo a la espera de una respuesta. Felix caminó hacia el sofá con el rostro serio y sin ningún ápice de amabilidad para sentarse junto a su padre. Se encogió de hombros ante el silencio que surgió mientras lo observábamos e inspiró.

—No lo sé —respondió—, no recuerdo.

Y yo que esperaba una respuesta más interesante. Un nefasto reencuentro, la verdad, sobre todo porque nuestros padres hablaban como cotorras y nosotros estábamos de compañía nada más. Hice un esfuerzo para lograr obtener un hueco en el sofá, pero todo lo que conseguí fue sentarme en el apoyabrazos del sillón donde estaba papá. Desde el rincón donde nos encontrábamos pude examinar con detalle la fisonomía de Felix. Observé primero su cabello castaño oscuro y desordenado, mucho más largo de arriba que por los lados; bajé hasta sus ojos marrones y redondos, luego a su nariz respingona; me embobé mirando el movimiento de sus labios ni muy gruesos ni muy finos, pero que parecían bailar con cada gesto que formaban; lo siguiente en llamar mi atención fueron sus dientes blancos y las dos paletas frontales que se asomaban como si fuese un conejo, las cuales ya tenía antes de mudarnos; me detuve para observar los hoyuelos que se marcaban cada vez que decía algo con «M» al responderle a su madre; bajé hasta su quijada bien marcada; y por último, me detuve en la parte de su tatuaje en el cuello que ocultaba una camisa a cuadros roja. No valía la pena analizar el tatuaje tan a fondo cuando las comparaciones serían mínimas conforme a la borrosa imagen del chico con el paraguas.

De todas formas, la curiosidad y la esperanza de que fuese él no la perdí.

Coloqué mis dedos en la barbilla para ver los puntos fuertes que confirmaran mi hipótesis, pero todo fue en vano; en ese momento sus ojos se posaron en mí. Y yo, como adolescente que no sabe reaccionar frente a diversas situaciones de la vida que involucran a un chico, giré la cabeza en otra dirección sintiendo todo mi cuerpo consumirse en calor. Quise morir de vergüenza allí mismo por no tener la mínima decencia de... no sé, ¿quizás examinarlo con más disimulo?

Qué desdicha e infortunio el mío por sacar ese lado de mi madre, porque, de lo contrario, seguro que no habría apartado la mirada ni hubiese sido la viva imagen de un tomate respirando.

Decidí volver a mirarlo y para mi buena fortuna, él miraba a papá prestándole suma atención.

—Por cierto, Felix irá a Jackson también —comentó su madre—. ¿Qué tal las clases? ¿Cómo está Jackson?

—Están bien, muchas pruebas, trabajos innecesarios… lo de siempre —me apronté a responder—. Oh, y la verdad no ha cambiado mucho.

—Tiene muchas cosas nuevas —agregó mamá.

Me perdí de la charla tras caer en cuenta de la fatídica realidad: tendría que encontrarme con Wladimir.

Ya lo digo yo. El amor es como una función de fuegos artificiales. Comienza con un sentimiento de ansiedad que te hace querer apreciarlos, te dan curiosidad. Se dispara de forma impredecible, sube y estalla. Enseña sus formas y colores, te transmite una inquietud casi adictiva, luego, se va apagando lentamente. Supongo que así pasó con Wladimir y con los otros dos chicos con los que salí.

—Por cierto, Hurón. —Volví a la realidad. Papá se giró en mi dirección con expresión interrogante—. ¿No habías salido con esa comadreja de tu curso? —inquirió con tono despectivo.

¡Bam! Directo al corazón. No bastaba con recordar por mis medios a quien hacía unas horas me había roto en mil pedazos, sino que también debía hacerlo papá. Eso no era lo peor, puesto que, si le contaba que me había terminado bajo la lluvia en pleno parque, seguro que Wladimir tenía los minutos contados. No quería que la casi demanda por amenaza y la orden de alejamiento que mi antiguo ex le colocó a papá se repitiera, así que preferí mentir.

—Se murió su tatarabuela, pa.

Hipé.

—¿Su tatarabuela? —curioseó mamá.

—Sí, tenía un problema en el testículo izquierdo. —Volví a hipar.

—Las mujeres no tienen testículos. Y dudo mucho que su tatarabuela viviese tanto —espetó Felix.

Me atreví a mirarlo dos segundos recelosa y volví a hipar. Él estaba con una expresión de seriedad, cruzado de brazos. Sus ojos estaban puestos sobre una de las fotografías que mamá había enmarcado. En ella una niña sin los dientes delanteros le sonreía a la cámara.

Hipé otra vez, así como para enfatizar más mi tonta mentira.

—Luego hablaremos de eso —sentenció papá señalándome con su dedo. Tragué saliva y del puro susto dejé de hipar—. Eres tan mala mentirosa como lo fue ella. —Apuntó a la madre de Felix. Al darse cuenta de su ofensa, colocó su mano con dramatismo sobre su pecho y abrió sus labios con sorpresa, formando una enorme «O». A su lado, tío Chase le dio la razón con una carcajada y asintiendo con la cabeza. Su mujer lo hizo callar dándole un codazo en la costilla y él empezó a jadear del dolor.

—Ups, se me fue el brazo.

La conversación se convirtió en una rememoración de vivencias en su juventud y luego en el ofrecimiento para ver sus habitaciones. Todos tuvimos que ayudar a la embarazada a subir las empinadas escaleras cuando insistió en conocer el nuevo cuarto provisorio para su hijo, mientras el padre de este nos comentaba a todos que su mujer había heredado la hipocondría de su suegra. Claro, eso lo dijo cuando ella estaba distraída con mamá mirando por la ventana hacia el patio.

Felix por su parte no demostró muchos ánimos por el cuarto. Ni por nada. El chico parecía una estatua —y no lo digo por lo pálido—, inexpresiva e inmóvil. Ni siquiera se unió a las conversaciones o hizo algún comentario sobre algo, sino que parecía observarlo todo en completo silencio. Supuse que estaba en ese periodo de la adolescencia donde todos actuamos como si guardásemos misterios y apegados al enrevesado mundo creado por nuestras cabezas —el cual, por cierto, yo no pasé porque estar callada no es lo mío—, pero él no actuaba pensativo ni mucho menos como un idiota. Se comportaba como un analista profesional.

O eso creí, hasta que preguntó lo que yo y muchos preguntaríamos:

—¿Cuál es la clave de su Internet?


***


El resto de la tarde me la pasé mirando mi celular a la espera de alguna llamada o mensaje de Wladimir diciendo que estaba arrepentido y que quería volver, a lo que gustosamente respondería que sí. No obstante, cuando el sol comenzó a esconderse y el crepúsculo se alzó, desistí de observar la pantalla del celular para hacerlo a un lado. Estaba tan aburrida como un chicle pegado bajo la mesa, con la diferencia de que yo estaba bajo las mantas dentro de la cama, oculta del mundo. De pronto, un estado depresivo se avecinó, quise empezar un concierto de sollozos y… escuché la voz autoritaria de Felix.

Me levanté de la pura curiosidad, me asomé por el umbral de la puerta hacia el pasillo y vi a un asustado Felix contra la pared, con los brazos que buscaban dónde aferrarse, sostenido de un pie y levantando el otro para que el pequeño Cutro no lograse tocarlo con sus patas.

—Sal de aquí, feo animal.

Cutro se sentó frente a un asustado Felix, que comenzó a buscar una forma de escapar hasta que sus ojos dieron conmigo. Algo mágico ocurrió entonces, pues toda pose de chico asustado cambió a la de un ser lleno de seguridad. Se llevó un puño a la boca y tosió.

—¿Podrías sacar al gato del camino?

—¿Por qué? —interrogué, saliendo de la habitación.

—Soy alérgico.

Caminé por el pasillo y tomé la bola de pelos. Este se revolvió entre mis brazos provocando que Felix se pegara otra vez contra la pared y pestañeara con nerviosismo. Sonreí cuando una brillante idea se cruzó por mi cabeza. Agarré al gato por debajo de sus patas delanteras y lo acerqué al asustado chico esperando alguna reacción alérgica. En vez de estornudar él, lo hice yo.

—No le tienes alergia, ¡le tienes miedo!

—¿Tú qué sabes?

Dejé al gato en el piso, Felix de nuevo se espantó y buscó consuelo en la pared; suerte para él que Cutro ya no tenía interés. Felix, al ver que el gato se marchaba corriendo hacia las escaleras, pasó por mi lado cambiando drásticamente su expresión a la desinteresada y seria de antes, sin esperar una respuesta a cambio. Pensé en exigirle un agradecimiento por su parte, pero dudé de que me hiciera caso, así que decidí abrir mi bocota para resolver el interrogante principal.

—¿Eres el chico del paraguas? —Y se hizo el silencio. Se volvió en mi dirección sin ninguna expresión. Capté que necesitaba especificar más mi pregunta para que entendiera—. En el parque un chico con el mismo abrigo que tú me cedió su paraguas cuando llovía, ¿eras tú? Si lo eres, de verdad necesito decirte que...

—¿Por qué darle el paraguas a alguien que apenas recuerdo? ¿Y en qué momento? Lo siento, McFly, no estoy para acciones caritativas. Por la única persona que siento compasión es por mí en esta nueva ciudad.

Su respuesta me pareció demasiado a la defensiva, pero su expresión... su expresión fue como una advertencia que me sugería no hablarle más. Aunque se me hizo agua la boca por preguntar más, decidí buscar respuestas por mis medios. Bien denominada «curiosa por naturaleza» cuando algo queda tan misteriosamente expuesto, no puedo dejarlo escapar. Quizás debí ofenderme por la pronta respuesta, pero me coloqué unos segundos en sus zapatos e intenté empatizar con el recién llegado; de todas formas, yo también había sido nueva en la ciudad.

—Oh, bien, yo solo quería agradecérselo. Hoy en día faltan personas que hagan pequeños gestos que devuelvan la esperanza en la humanidad.

—Yo no me adelantaría a decir eso, ni siquiera lo conoces —dijo—. Un gesto amable no define a una persona.

Directo y frío, dos palabras que definían bien a Felix Frederick.


Cofre





Al día siguiente de ser pateada1 por Wladimir y recibir la excelente noticia de que los Frederick se quedarían por un tiempo en casa, desperté con la esperanza de ver el mundo con otros ojos. Quizás desde una perspectiva más animosa, pero claramente una decepción amorosa no se supera con facilidad, mucho menos el término de una relación.

Todavía somnolienta, busqué bajo mi almohadón el celular y deslicé la pantalla para ver el motivo de mi desvelada cuando me percaté de la hora: faltaban cinco minutos para ir al colegio. Me giré y quedé bocarriba, con el celular en mis manos y comprobé que un nuevo capítulo de la historia que tanto ansiaba leer, de mi autor favorito, había sido publicado.

Dentro de Wattpad, hay una variedad inmensa de novelas y escritores, pero ninguno me hacía querer arrancarme los pelos de la cabeza por la espera como Synapses. Tenía una habilidad casi celestial para captar la atención del lector; sus historias siempre tenían ese toque de humor, buena ortografía, giros inesperados, personajes sobresalientes y memorables. Como admiradora, siempre leía todo lo que escribía y comentaba siempre que podía.

Synapses fue mi inspiración para pasar de una lectora fantasma a escribir mis propias novelas.

—¡El desayuno está listo!

El llamado fue dado.

Me aventuré a salir por la puerta, pero recordé que mi pijama de polar rosa con dibujos de osos sería tan humillante como la pregunta que le había hecho a Felix el día anterior, así que tuve que buscar ropa y vestirme. No obstante, cuando puse un pie fuera del cuarto, me vi a mí misma con las horribles ojeras por llorar a moco tendido bajo las sábanas. Como un fantasma, busqué entre mis cosas algún corrector de ojeras y ¡no había nada! Opté por hacer el ridículo de todas formas; me coloqué unos lentes de sol.

Con toda la personalidad que un McFly puede tener, bajé las escaleras y me dirigí a la cocina, donde mamá y los Frederick estaban ya sentados. Los dos puestos vacíos eran de papá y Felix, que todavía no habían llegado.

—¿Olvidé decirle a su padre que apagara la luz solar de la casa? —preguntó mamá con mofa. Blanqueé los ojos detrás de mis lentes de sol y me senté junto a ella.

—Buenos días.

Saludé a los dos Frederick y ellos me saludaron con expresiones confusas, como si dudaran de mi salud mental, cosa que, siendo sincera, debía hacerlo yo por ellos. Nunca había visto una pareja que tuviese tantas discusiones y se contentara tan rápido como ambos. Además, no me explicaba de dónde habían sacado a su primogénito cuando no tenía la personalidad de ninguno de los dos.

Dejé mis dudas para otra ocasión, mis tripas rugían por el hambre y no quería crear una banda sonora. Además, tenía que inventar alguna excusa buena para faltar a clases; quizás atrasar mi encuentro con Wladimir.

Fue fácil decirle a mamá que no me sentía bien; ella captó, con ese instinto de madre espectacular, que algo había pasado, problemas amorosos, y me permitió faltar a clase. Ya cuando mi boca estaba demasiado llena como para que mis padres cambiasen mi apodo de «hurón» a «ardilla», papá apareció en compañía de Felix. Ambos parecían estar charlando, lo que me fue de extrema sospecha. Achiqué los ojos y visualicé a mi posible enemigo. Papá nunca fue amante de los niños o adolescentes; por eso siempre me sentí privilegiada. ¡Pero entonces aparece eso y me aloca la única neurona funcional que tengo por la mañana!

Tragué con fuerza siguiendo cada movimiento que papá hacía hasta sentarse, luego miré a Felix, quien ni siquiera saludó. Sentado frente a mi nariz, masticaba pan como si nada le importase y bebía café ignorando por completo mi presencia. Desistí de mi batalla interna para clavar mis ojos en su tatuaje. Vestía una camiseta azul desteñida, por lo que su tatuaje misterioso ya podía verse casi completo. Era la figura de un cuervo negro sobre un corazón rojo.

Continué comiendo y, entonces, la peor sugerencia que alguien podía proponer sobre la mesa provocó que tragara todo de golpe.

—Floyd podría enseñarle la ciudad a Felix —habló mamá—, en vista de que faltará a clase.

Golpeé la mesa —mentalmente— al escucharlo. Seis ojos se pusieron sobre mí y luego se sumaron dos más.

«No, no, definitiva y rotundamente no», chillé internamente en lo que digería la propuesta. Finalmente, tras cinco segundos eternos, asentí con una sonrisa cínica.

Mi dichosa tarde ya había sido arruinada. Después del almuerzo, Felix y yo nos preparamos para salir a dar un paseo por la ciudad. Resultó que, de estudiante y ayudante en la florería, pasé a guía turística. Los giros que daba la vida...

Juro que intenté verle el lado positivo a nuestra salida mientras nos colocábamos el abrigo. Prometo que intenté pensar positivo y actuar lo más amable posible con Felix. Sin embargo, cuanto más hablaba, más loca parecía. Hablarle a Felix era como hablar con la pared... o con un poste de luz con patas.

Como buena guía turística, fui señalando cada uno de los lugares memorables, mientras contaba historias y anécdotas, le nombraba datos curiosos para hacer de la ciudad un lugar más interesante. Pero fue en vano.

—...y en ese sitio hubo un incendio, pero no fue nada grave. ¿Ya te estás ubicando?

¿Qué te parece la ciudad?

Ladeé la cabeza y lo miré esperando su respuesta. Mi boca estaba casi seca de tanto hablar, como un loro bien entrenado, y esbocé la mejor de mis sonrisas para observar su apacible expresión. Él captó que lo observaba y acentuó su rostro en mi dirección, llevó las manos hacia los oídos y se sacó los audífonos bien ocultos bajo la capucha del polerón2 que vestía bajo su abrigo marrón.

—¿Decías algo? —preguntó serio.

Me eché a reír por sí fuera una broma. Lamentablemente no lo era.

—He estado todo el camino hablándote y enseñándote la ciudad, ¿es en serio? —espeté, deteniéndome.

Él se detuvo a pasos de mí y volteó. Hizo un gesto desinteresando y se colocó los audífonos otra vez.

—Creo que es más interesante observar que escuchar.

Dicho y hecho, se giró para luego continuar su travesía por la húmeda vereda de la ciudad. Ya casi llegábamos al centro, donde la aglomeración de personas se metía en sus asuntos sin importarle mucho lo que sucedía alrededor. Todos siempre andaban con las narices puestas en sus celulares sin notar al resto y viendo lo que les convenía.

Apresuré el paso y llegué a su lado para volver a hablar.

—¿Pero así cómo vas a conocer la ciudad, guiarte o algo? —pregunté, esquivando a las personas que caminaban de lado contrario.

—No te escucho —entonó al notar que seguía hablando.

Gruñí como un perro rabioso y apreté los puños despojándome de la idea atrevida de quitarle los audífonos y lanzarlos a la basura.

¿Felix siempre había sido así? Podía no recordarme, pero yo tenía vagos recuerdos sobre él cuando vivíamos en Los Ángeles. De niño lo recordaba más animoso, algo introvertido y callado, pero dispuesto a jugar o ayudar, solía correr por todos lados y escuchar con atención mis peticiones para investigar «sectores oscuros», llenos de «supuestos espíritus malignos» y, sobre todo, odiaba escuchar mis sobrenombres. La ampolleta invisible sobre mi cabeza se iluminó.

—¿Por qué me ignoras? —insistí—. Eres un infelix... «In-Felix», ¿entiendes?

Resoplé al obtener como respuesta un gesto interrogante de su parte. Mis mejillas se inflaron de la rabia y sentí una comezón en el cuello, como si se tratase de un bichito que me impulsaba a clavarle las garras en toda la cara.

—Olvídalo, de nada sirve esforzarme cuando eres un poste, alto y muy callado. Hablar conmigo misma es la mejor opción, aunque las personas que caminan crean que soy una loca. ¿Qué más da? Mejor hablar con una misma que ser ignorada...

—Hija del escritor —me llamó—, ¿quiénes son ellos?

De la pura sorpresa volví a exaltarme. Todavía no entiendo si fue porque me habló o porque me llamó «hija del escritor», manera tan poco familiar aun conociendo mi nombre. Un efímero pensamiento por señalarle que mi nombre era Floyd se cruzó por mis pensamientos. Preferí seguir el rastro de su mirada altiva puesta al frente. Al ver en su misma dirección me detuve. Una pareja hacía señas. Recuerdo abrir mis labios levemente, como si quisiera decir algo, pero el impacto de verlos me detuvo. Sentí temblar la barbilla y en los ojos, ese fastidioso picor.

Ya a una distancia prudente, coloqué la mejor de mis sonrisas y me predispuse a saludarlos.

—Hola, ¿cómo va todo? —Les di un vistazo rápido, mientras unas maletas envueltas en bolsas transparentes fueron lo que llamó mi atención.

—Floyd, ¡mira qué grande estás!

Miré al señor Smith y luego a la señora Smith, ambos estaban igual que hacía un tiempo.

Llegué a Hazentown sin conocer a nadie que no fuese de la familia; no obstante, tenía enormes deseos de integrarme. La mayor parte del tiempo había muchos niños con quienes jugar, ocho niños que nos juntábamos religiosamente. Entre ellos estaba Lena Smith.

Con Lena las tardes se me hacían mucho más divertidas, tomábamos helado sentadas en las veredas y nos escapábamos de vez en cuando a un minimarket cerca de la carretera para contar los autos; yo contaba los rojos y ella, los blancos. Se volvió mi mejor amiga, una hermana, casi familia, hasta que, un día, no despertó más. Existía un veintidós por ciento de que despertara, probabilidad que no se cumplió. Los Smith con el tiempo se mudaron y perdí contacto con ellos.

¿Quién diría que después de años coincidentemente me los toparía cuando sacaba a pasear un poste?

—¿Y esas maletas? —curioseé.

No se me daba muy bien ocultar mis dudas, ni ser alguien respetuosa con los mayores. Yo y mi curiosidad íbamos directo al punto.

—Este… nos vamos de la ciudad —respondió la señora Smith, mirando su maleta fucsia con algo de inquietud y melancolía—. Creemos que es tiempo de hacer un cambio en nuestras vidas.

—¿Se mudarán? Pero Lena...

—Lo sabemos —intervino el señor Smith—. Amamos a Lena y lo haremos siempre, pero no podemos estancarnos aquí, Floyd.

Ambos miraron a Felix, a quien por una milésima de segundo había olvidado.

—Antes de irnos queríamos pasar a dejarte algo —comentó la madre de Lena, disolviendo el silencio pretencioso que surgió.

—¿Qué cosa?

—El cofre que tenían de niñas; estoy seguro de que a ella le habría encantado que lo tuvieras.

Perder a un conocido se siente mal, perder a un ser querido se siente horrible. Tantos recuerdos, tantas charlas, tantas vivencias... Hubiese deseado fotografiarlas todas, tenerlas para siempre, pues la memoria humana a veces es vaga e impredecible.

Agradecí que los padres de Lena me dejaran su cofre, así que cuando me propusieron llevarme a su casa para buscarlo, no me negué. Arrastré al Poste con Patas conmigo. Él seguía sumido en su mundo infinito de «quién sabe qué» y escuchando música a todo volumen.

Ya con el cofre en mis manos, pude transportarme a esos días donde guardábamos cualquier cosa que nos parecía interesante. Lo examiné por fuera intentando descifrar los extraños dibujos que hacíamos por entonces, observé las calcomanías ya gastadas de la tapa y el olor a guardado que expelía.

Cerré los ojos y apretujé el cofre contra el pecho.

—¿Qué haces? —preguntó Felix.

Mantuve los ojos cerrados, abrazando con menos intensidad el cofre. El Poste con Patas había arruinado la emotividad del momento.

—Recuerdo cosas.

—¿Con los ojos cerrados? ¿Cómo vas a ver cuando llegue el bus?

Entre divagues y recuerdos ni siquiera me había percatado de que mis pies me habían guiado hacia el paradero más cercano para volver a casa. Arrugué la nariz para suprimir un estornudo y abrí los ojos. Felix me miraba de manera escalofriante.

—¿Qué tiene de especial ese cofre, McFly?

«¿Que no prestó atención? ¿Y qué pasa con ese McFly? ¡Floyd, me llamo Floyd!»

—Es el cofre que teníamos con Lena. Aquí guardábamos lo que nos parecía especial.

Lució como si meditara la respuesta, aunque su rostro impasible no me lo confirmó del todo.

«¡Si no usaras esos audífonos, probablemente lo sabrías!»

—¿Y quién es esa?

—Ah... Lena es... era... —Mi lengua se trabó, así como todo mi cerebro. Respiré hondo para centrarme; finalmente respondí—: Es mi mejor amiga.

Fue el bus que nos dejaría en casa lo que hizo ponernos en movimiento. Con mi tarjeta de transporte pagué ambos pasajes y nos sentamos en los penúltimos asientos. Puse el cofre sobre mis piernas, mientras quería arrancar cada uno de mis pelos por abrirlo. Llegar a casa iba a tomar más de una hora y mis manos locas deseaban mover la pequeña cerradura que protegía las cosas del interior. Una de mis piernas se movió con frenesí. La ansiedad se apoderó de mí y cuando menos lo esperaba, el cofre estaba abierto.

Felix lo había abierto.

—Si no puedes abrirlo, solo dilo —manifestó sin cambiar su aburrida expresión.

Omití el tener que reprochar su acción; de todas formas, nada me aseguraba ser escuchada, así que me limité a examinar las cosas del interior. Recortes de revista, fotografías sobre objetos, conchas marinas, lazos de colores, mechones de cabello envueltos en bolsas, un diente de leche y una hoja de cuaderno doblada. Miré hacia los lados antes de tomar la hoja. Por algún motivo extraño sentí que abrirla era un delito que se castigaba con cadena perpetua. Cerré el cofre para que los movimientos bruscos del bus no desparramaran los demás objetos y me preparé para desdoblar la hoja.

«Lista de deseos por cumplir antes de morir», leí sintiendo los ojos llenarse de lágrimas.


1 . Patear: término para hacer referencia a la acción de terminar una relación unilateralmente.

2 . Sudadera.


Batman





—¿Estás llorando?

Una pregunta inoportuna viniendo de Felix.

«No, baboso, me sudan los ojos», quise decirle. Me contuve.

Guardé la lista en el cofre y sequé las lágrimas que osaban escurrirse de mis ojos y viajar por mis enrojecidas mejillas. Apretaba mis labios para que mi barbilla dejara de temblar, lo que pronosticaba un mar de sollozos. No quería que el Poste con Patas me viese así de vulnerable. A decir verdad, nunca me gustó que alguien me viese lloriquear, solo lo hacía frente a personas muy queridas... o en casos muy puntuales, como cuando el papanatas de Wladimir me dejó, pero allí estaba lloviendo y prácticamente a nadie le interesó verme a la cara si huían de la lluvia.

—No, es que soy alérgica al papel, así como tú lo eres hacia los gatos.

Miré hacia la ventana una vez más consumida por mis recuerdos; por suerte debido a que en el próximo paradero bajábamos.

De pequeña tenía la manía de contar cosas, llevaba una cuenta exacta de cuantos pasos había desde la parada de autobús hasta mi casa. Solía contarlos siempre después de una aburrida tarde en la florería y, como costumbre, pensé en hacerlo dado que mi compañero no parecía interesado en continuar nuestra dinámica charla en el bus; opción denegada; cuando mis pies pisaron tierra y el bus nos envolvió en una nubecilla de humo negro que salía del tubo de escape, el cofre me fue arrebatado de las manos. Tardé unos… ¿tres segundos en percatarme de que ya no estaba en mis manos? y dos en ver al culpable.

Un sujeto con un abrigo negro corría por la calle a toda velocidad como perseguido por perros rabiosos.

—¡Eh! —grité a todo pulmón, sintiendo que mi garganta se desgarraba. Ni siquiera miré a Felix cuando salí en persecución del sujeto. Corrí lo más rápido que mi mal estado físico me permitía.

Para compensar mi mala suerte, mi afinidad por usar vestidos poco ayudó, no porque temiera que algún depravado me viese las bragas, sino porque se me enredaba en las piernas y dificultaba cada paso.

Recordé todas las películas y series donde ocurría un robo y decidí hacer caso a los hechos, volví a gritar:

—¡Ayuda, ese sujeto me robó!

No vi si alguien respondió a mi pedido, pero seguro que mi grito llamó más la atención de los transeúntes que la del mismísimo Felix. Veía ya todo difuso en el instante espectacular en que, del cielo, cayó Batman. Literalmente, Batman.

Un chico con disfraz aterrizó de la rama de un enorme árbol junto a la vereda, justo encima del ladrón, lo que provocó que este cayera al suelo y el cofre quedara a unos centímetros de sus dedos. Fue algo casi sacado de una película. El chico disfrazado se sentó sobre la espalda del ladrón y con sus manos le retuvo los brazos para que no forcejeara.

—Así que tú eres el ladrón que le roba a los que bajan del bus, ¿eh? —le habló cerca del rostro con un tono amenazante. El ladrón, por su parte, no hacía más que forcejear intentado escaparse.

Tomé el cofre sin despegar mis ojos de la insólita escena. El chico disfrazado sacó de sus calzoncillos negros un celular y marcó a la policía, mientras yo procesaba lo que mis ojos plasmaban. En cuarenta y cinco segundos el chico terminó la llamada para dirigirse una vez más al ladrón.

—De esta no te salvas. —Con tanto forcejeo y el chico que cabalgaba sobre la espalda del ladrón, me vi envuelta en un juego de montar un toro mecánico muy bizarro, donde era una más de los espectadores. Recién asimilaba la escena en el momento en que el Chico Batman posó sus ojos en mí—. ¿Estás bien?

Me sobresalté y al mismo tiempo sentí una enorme curiosidad por saber quién era el chico tras la desteñida máscara.

—Sí. —Asentí con nerviosismo—. Muchas gracias. ¿Te debo algo?

—Claro que no —se echó a reír unos segundos—. Mi pago es haberte devuelto el cofre.

Con una radiante sonrisa finalizó su frase.

¿Cuántas personas eran ayudadas por un chico disfrazado de Batman? Supuse que pocas; quizás formaba parte del uno por ciento que tenía ese extraño privilegio. Me prometí no olvidar nunca aquel gesto, ni la sonrisa de aquel intento de Batman.

Y así, después de mi extraño día —y algunos días de relax—, llegó el apodado «Lunes Desastroso», con Historia como primera clase.

Odiaba esta materia desde el fondo de mi corazón, porque, aunque amaba contar, memorizar nombres raros y fechas era un reto igual de grande que aprender chino mandarín. Si bien mis notas no eran un fiasco, siempre estaba bajo del promedio en Historia. Además, parecía que la profesora Mittler gozaba de verme sufrir preguntándome siempre cosas que no entendía. Quiero creer que su interés por hostigarme se debía a que el gran Mika había asistido al colegio y no le tenía mucho aprecio, pero decidí comprobar mi teoría ahora que Felix Frederick asistiría también.

Como buen Lunes Desastroso, aquella mañana resultó un caos total. Parecía que alguien había ocultado las cosas convenientemente ese día para que todos los habitantes de la casa se desesperaran y el malhumor religioso de los lunes se potenciara por mil. Gritos de un lado a otro, consultas sobre la hora, tía Michi que quería tomarnos una fotografía para recordar el primer día en que su hijo asistiría a Jackson, yo que posaba sin darme cuenta de que la parte trasera de mi vestido estaba dentro de mis calzones, papá que me obligaba a cambiarme de ropa, más consultas sobre la hora, el tío Chase que se atoraba con el pan, papá que manchaba sus hojas con café, entre otras cosas. No hubo un minuto de silencio hasta que mi nuevo compañero de clase y yo salimos de la casa.

Con sus audífonos puestos y su inexpresivo rostro, Felix me siguió hasta la parada del autobús. Él vestía su abrigo marrón característico y en sus manos unos guantes rojos. Su nariz estaba roja, lo que me hizo dudar sobre mi apodo hacia su persona. Poste con Patas no le pegaba mucho, sino que Rodolfo, el reno, le pegaba a la perfección, después de todo hasta su abrigo combinaba.

—¿Siempre has tenido la extraña manía de quedarte observando a las personas sin disimulo alguno o solo ocurre conmigo?

—Pasa con todos. —Hipé.

La maldición del hipo no me dejaba mentir. Desde niña pasaba que cada vez que mentía me daba hipo, así que el gusto por decir mentiras no era lo mío. Sabía a la perfección que siempre era mejor decir la verdad, pero había veces donde lo conveniente era no hacerlo, pero Floyd McFly no podía mentirle ni a un niño pequeño, porque su diafragma lo arruinaba todo. ¡Genial!

Felix alzó una ceja y luego miró por sobre mi hombro.

—¿Siempre hipeas cuando mientes? De todas formas, eres pésima haciéndolo. Es fácil leerte, eres una persona predecible.

—¿En serio?

—Sí. Por ejemplo, justo ahora tienes unas enormes ganas de preguntar sobre mi tatuaje.

No había pensado en el tatuaje, pero sí que me moría de ganas por saber sobre él.

—¿Qué significa tu tatuaje?

No me resistí.

Felix frunció el ceño. Sí, lo frunció. Después de todo este tiempo no me lo creo, hacer un gesto tan natural no parecía ser obra de su rostro, pero lo hizo. Creo que haberlo visto hacer eso fue mucho más emocionante que saber el significado de su tatuaje.

—Te daré una pista —pronunció, tornando sus ojos en mi dirección—: Edgar Allan Poe.

Abrí mis labios para responder aquella pista, pero mi frase se quedó en la punta de la lengua. El nombre me parecía extremadamente familiar, tanto así que, por un vano esfuerzo para que mi cerebro recordara quién era el tal Edgar Allan Poe, el autobús escolar casi no paró. Fue el mismo Felix quien pasó de mi inexistente respuesta a extender su brazo y parar el bus. El Poste con Patas, siempre tan amable y respetuoso, no hizo ni ánimos de saludar al chofer, simplemente pasó de él y se sentó en el tercer asiento junto a una chica gótica.

Ni siquiera tuve tiempo de despotricar su indiferencia cuando mi nombre se alzó dentro del bus; al fondo, cuatro chicas se encontraban sentadas charlando sobre la vida. Con cierta gracia, papá las había apodado «las gallinas de Jackson», pero yo prefería llamarlas por sus nombres.

—Hola, hermosa —saludó Nora—. ¿Qué hace una niña tan divina como tú tan solita en este pasillo?

—Ven con nosotras, te estábamos reservando este caliente asiento —le siguió Fabiola, palpando el asiento junto a ella.

Miré a las dos gemelas con horror; solía olvidar que ambas eran unas pervertidas sin ton ni son, siempre diciendo frases con doble sentido y aconsejando sobre sexualidad, tema que tanto a mí como a Eli nos espantaba escuchar.

—Eso es demasiado perturbador para un lunes por la mañana —comenté, sentándome en el asiento del medio, entre las dos gemelas.

—No tanto como el Poste con Patas del que nos hablaste —pronunció Sherlyn sin quitar la vista de su celular.

Suspiré mirando en dirección a Felix.

The X files

El autobús se detuvo para subir a otros estudiantes más con dirección a Jackson. Mientras el gallinero armaba sus teorías sobre lo que posiblemente ocurriría entre Felix y yo, vi en cámara lenta cómo mi lunes se partía en pequeños trozos con la llegada de Wladimir. La noche anterior había practicado mil formas para reaccionar cuando lo viese, pero todas quedaron en el olvido al ver que no subía solo, que ya tenía una novia nueva. Un silencio se alzó en el gallinero y los ojos de mis cuatro amigas se posaron sobre mí. Apreté con fuerza mi falda sin quitarle la vista al patán que me había dejado una mañana de lluvia y tragué saliva, escuchando a Sherlyn susurrar:

—Floyd: a setenta y cinco por ciento de estallar. —La miré de reojo y negué con la cabeza.

Al llegar a Jackson, Felix se perdió de la faz de la Tierra apenas bajamos del bus; el gallinero y yo intentamos dar con su paradero sin resultados.

En la sala de Historia la arrugada profesora Mittler nos esperaba sentada en su respectivo escritorio frente a toda la clase. En el primer banco, sentado con su cabeza apoyada sobre sus brazos en la mesa, estaba Felix. Un enorme peso de responsabilidad se apoderó de mí; después de todo nos conocíamos y mi lado empático no permitiría que el inexpresivo chico anduviese solo, sin amigos en su primer día de colegio. Les hice una seña a las chicas para que se fuesen a sentar y así yo me sentaría junto a Felix, pero Martha Pratt se adelantó a mis movimientos y tomó el lugar.

Desde el fondo de la sala pude escuchar las carcajadas burlonas de mis amigas. Les saqué la lengua en cuanto vi sus caras y procedí a sentarme en el último asiento en las mesas del medio. Un pasillo largo me separaba del gallinero. Junto a mí no tardó en llegar mi nuevo compañero de banco, un chico despeinado con muchos lunares y un abrigo marrón, al que pude reconocer enseguida de la florería.

Verlo a mi lado fue de espanto, pero no tanto cuando sus pardos ojos fueron iluminados por una luz casi celestial y una familiar sonrisa trazó su rostro.

—¡Eres la chica del cofre! —exclamó con sorpresa—. ¡Soy yo! ¡Batman!