Dejó atrás las chabolas de James Town y echó a correr, paralelo a la playa, en dirección al centro de la metrópolis. El cielo se cubría amenazante. La época de lluvias alcanzaba su punto más álgido. La semana anterior, se desbordó la presa que abastece Accra, la capital de Ghana, y toda el área colindante, provocando graves inundaciones y cortes de luz de más de veinte horas. Sirhan miró al cielo y aceleró la zancada larga, poderosa. El viento cada vez soplaba con más ira. Sirhan y su hermana menor, Lewa, solían adquirir los medicamentos para su madre en la farmacia cercana al mercado Makola, punto de peregrinaje obligado de turistas. Si les faltaba dinero, el dueño, un hombre bizco y amable, aceptaba a cambio pescado fresco. La nueva medicación para la diabetes tipo 1 recetada en el hospital costaba ochenta y seis cedis, un importe imposible de asumir para la familia. Sirhan reunía la cantidad de dinero que podía, a veces con suerte cincuenta o sesenta cedis y lo aderezaba con buen pescado fresco para el dependiente de la farmacia. Los autóctonos raramente comían pescado del día. La mayoría de la población no disponía de luz eléctrica ni neveras y en todo caso el dumsor, cortes persistentes en el flujo eléctrico, dificultaba la conservación de alimentos. En Ghana el lujo del pescado fresco quedaba reservado a los más pudientes y sobre todo a los turistas.
Al principio, la enfermedad estaba controlada a base de diuréticos que apenas costaban unos céntimos y no suponían un contratiempo para la precaria economía familiar. De repente, unas semanas atrás, todo se descontroló. Selina sufrió un pico de hipertensión. Aquella madrugada, Sirhan y sus hermanos temieron por la vida de su madre. El ataque empezó con un dolor de cabeza muy agudo, combinado con visión borrosa y parálisis facial. Aterrados, los cuatro chiquillos pidieron socorro a los vecinos y recorrieron la ciudad con su madre a cuestas. En el hospital aguardaron más de tres horas a que los atendiesen. No estaban obligados a hacerlo. Al igual que el setenta por ciento de la población, Selina y sus hijos no gozaban del sistema sanitario, y algunos medicamentos quedaban fuera de su alcance. En los últimos años Ghana estaba dando grandes pasos en la mejora del sistema sanitario público; por desgracia esas mejoras tenían una incidencia mínima en millones de personas abocadas a una pobreza endémica. El llanto de los niños en la sala de espera del hospital ablandó a una joven doctora que se ofreció a visitar a una Selina al borde de la muerte. Los cuidados médicos le hicieron bien. A las pocas horas estaba de nuevo en su hogar, bastante recuperada, aunque le costaba acarrear con la pesada carga del pescado, cubas y paquetes de hasta cincuenta kilos hincados sobre el hombro o la cabeza. Lewa tomó la resolución de obligar a su madre a descansar, y ocuparse de ahumar y vender la pesca en el mercado. Sirhan estaba intranquilo, era demasiado trabajo para Lewa, incluso con la ayuda de las dos primas que ahumaban durante horas a las puertas de la chabola. Solamente tenía once años, dos menos que él. Todavía era pequeña, aunque en James Town todo el mundo crecía a marchas forzadas. No le gustaba que anduviera sola por la ciudad, pero si ella no se encargaba de llevar la mercancía al mercado, se echaría a perder y se morirían de hambre.
Después de faenar desde el alba hasta el atardecer, Sirhan boxeó durante dos horas con los chicos del barrio. Le pesaban los brazos y las piernas y le dolía el pómulo hinchado. Soñaba con ser boxeador profesional y honrar las enseñanzas de su difunto padre.
La farmacia olía a menta y a desinfectante.
—Hola. —Sonrió Sirhan.
El hombre que lo miraba, sin sonrisa alguna, desde detrás del mostrador era mucho más joven que el amable dependiente habitual, no bizqueaba y parecía de mal talante.
—¿Qué quieres?
—El señor... —no recordaba el nombre. Lewa y él siempre le llamaban “El bizco”.
—¿Te refieres a Mamadou?
—Sí, eso.
—Ya no trabaja aquí. Soy su sobrino, Keita.
—Ah. Es que... verás... necesito el medicamento de la diabetes. Es para mi madre.
—¿Qué toma?
—Edarbi.
Keita entró en el almacén. Sirhan lo escuchó abrir varios cajones. Regresó con la medicina
—Son ochenta y seis cedis.
—Tengo cincuenta y ocho.
—¿Dispones de la tarjeta del Sistema Nacional de Salud?
—No, señor.
—Pues lo siento. Tendrás que venir otro día. Cuando tengas el dinero suficiente. No puedo ir regalando medicinas. Mi familia y yo tenemos que comer.
—Lo entiendo, de verdad. No quiero que me lo regales. A veces, tu tío... si me faltaban unos cedis, me daba las medicinas a cambio de pescado. Mira. —Depositó la bolsa en el mostrador—. Lo traigo aquí. Es fresco. Recién pescado. Te lo dejo mucho más barato que en el mercado.
—Saca esa bolsa apestosa de mi mostrador ahora mismo y lárgate.
—Pero... —los ojos de Sirhan se llenaron de lágrimas—. Por favor... la doctora dijo que sin la medicina mamá sufriría otro pico de hipertensión y que podría...
—No me cuentes tu vida, chico. Que te vayas o aviso a la policía.
Salió del establecimiento hirviendo de ira. Estaba oscureciendo. La lluvia se hizo torrencial. El centro de la ciudad se vació mágicamente. En pocos minutos la violencia del diluvio obstruiría los drenajes, las acequias rebosarían y las calles de Accra se anegarían.
Sirhan permaneció unos segundos bajo el agua, con los ojos cerrados, sin saber qué hacer, mientras la lluvia se mezclaba con sus lágrimas.
* * *
A primera hora de la tarde Sam condujo hasta la residencia con la estimulante compañía de Roberta Flack, y el sol bañando los cristales del coche. Nunca se acostumbraría a recorrer aquellos cuarenta y cinco kilómetros para verlo.
La carretera a su infierno particular.
Un infierno que no tenía fin.
Néstor dormitaba en la silla, encarado al sol, como a él le gustaba. Era friolero. Lo habían vestido con una camiseta verde de manga larga que Sam le trajo de un viaje a Dinamarca y unos vaqueros claros con los bajos deshilados. Su melena castaña y bien cuidada le daba un aspecto juvenil. Por un momento, antes de que la enfermera volteara la silla, lo visualizó como era antes, lleno de vida y de encanto: la sonrisa de pillo, los brazos torneados, el guiño de ojos que tanto le gustaba.
Aquel Néstor ya no existía, ni volvería a existir jamás.
El hombre que quedaba no estaba del todo muerto ni completamente vivo, sobrevivía atrapado en el limbo, reducido a la sombra de lo que un día fue con tan solo treinta y siete años. Una brutal paliza lo postró para siempre, doce años atrás. La enfermera los dejó a solas. Sam se sentó junto a él, lo besó en los labios y la cara y acarició sus manos huesudas. Los tres días sin verlo se le habían hecho muy largos.
—Hola, cariño mío. ¿Vamos a dar una vuelta? Hace un día precioso.
Néstor parpadeó y movió ligeramente la mano.
—¿Quieres la pizarra? Vale.
Con delicadeza, colocó en su regazo la pizarra y el rotulador. Néstor escribió con trazos inseguros.
“Triste.”
—¿Yo? No, cariño. No estoy triste. —Sonrió y se puso en cuclillas frente a él—. Estoy bien.
Salieron al jardín, un oasis de tranquilidad y espacios verdes tan artificiales como la alegría de los parientes que se tragaban el llanto y afinaban las sonrisas.
El paraíso de los lisiados y los corazones rotos.
Sam odiaba con todas sus fuerzas los setos primorosamente recortados, la amabilidad empalagosa de las enfermeras, las colchas de flores rosas, la certeza ineludible que los condenaba a verse para siempre entre aquellos muros asépticos y asfixiantes. Empujó la silla hasta una zona alejada de miradas curiosas.
—Bueno, sí que estoy un poco triste —admitió— es que ha muerto Donna Summer.
Néstor escribió
“Noooo.”
—Sí. Qué putada. Primero Amy, luego Witney, ahora Donna. Se van todas las buenas. Hagamos nuestro particular homenaje a Donna, ¿te parece?
Buscó la canción en el móvil y puso el altavoz. Los primeros acordes de I feel love empezaron a sonar. Se levantó del banco y arrancó a bailar, cogiendo de las manos a Néstor que sonreía y movía la cabeza al son de la música. Después del baile, pasearon un rato. Antes de marcharse pasó a ver al doctor. Era un ritual que cumplía una vez a la semana puntualmente.
—Hola, Sam. Siéntate, por favor. ¿Qué tal todo?
Villegas era el sueño de toda mujer heterosexual; bien parecido, amable y atento. Sam estaba segura de que tendría algún defecto horrible o manías deleznables, pero en el tiempo que llevaba tratándolo, no los había detectado.