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Sinopsis y biografía

Samanta y Hugo, amigos desde la infancia en las duras calles de Ciudad Meridiana, en el extrarradio barcelonés, trabajan juntos en la empresa de seguridad propiedad de Hugo. Sam necesita dinero, mucho más dinero del que gana como escolta privada, para procurarle un tratamiento a su novio que padece una grave lesión medular desde hace doce años. Su amigo y jefe le propone un trabajo ilegal y muy bien pagado que los arrastrará a ambos al oscuro mundo del tráfico de medicamentos en un espiral de violencia y traiciones. “Los miércoles salvajes” nos lleva desde las chabolas de Accra, en Ghana, donde Sirhan y Lewa luchan por conseguir medicinas que traten la diabetes tipo1 que aqueja a su madre, a los entresijos del tráfico ilegal de medicinas comandado por María y Joao, dos hermanos portugueses, y al frío y hermético universo de la industria farmacéutica.

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Susana Hernández (Barcelona) ha estudiado Imagen y Sonido, Integración Social, Investigación Privada y Psicología. Ha colaborado en diversos medios de comunicación ejerciendo como crítico musical, redactora de deportes, y locutora de radio. Ha publicado las novelas: La casa roja, La puta que leía a Jack Kerouac, Curvas peligrosas, Contra las cuerdas, Cuentas pendientes (ganadora del premio a la mejor novela negra en en el Festival Cubelles Noir 2016), Males decisions (Premio Cubelles Noir a la mejor novela negra en catalán 2018) y La reina del punk. Ha participado en las antologías: Elles també maten, Fundido en negro, Diez negritos, nuevas voces del género negro, Obscena, Lecciones de asesinos expertos, Hnegra y Barcelona, viatge a la perifèria criminal. Es autora de diversas piezas de teatro breve. En su haber cuenta con diversos premios de relato, novela y poesía. Imparte talleres literarios desde 2011.

Portada

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Créditos

emilenio.tif

es una colección de libros digitales de Editorial Milenio

Director de la colección: Sebastià Bennasar

© del texto: Susana Hernández Marcet, 2018

Autora representada por Vega & Sevilla literary and film agency

© de esta edición: Milenio Publicaciones, S L, 2019

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida

editorial@edmilenio.com

www.edmilenio.com

Primera edición: enero de 2019

ISBN: 978-84-9743-856-8

DL: L 20-2019

Impreso en Arts Gràfiques Bobalà, SL

www.bobala.cat

Printed in Spain

© de la edición digital: Milenio Publicaciones, S L, 2020

Primera edición digital: abril de 2020

ISBN epub: 978-84-9743-906-0

Conversión digital: Arts Gràfiques Bobalà, S L

www.bobala.cat

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PARTE I: AMBICIÓN

La sangre sirve solo para lavar las manos de la ambición.

Lord Byron

Mayo de 2012. Track 0: María, la portuguesa

Track 0: María, la portuguesa

El ciclomotor destartalado de su hermano se ahogaba en las pendientes. Fali rodeó el puerto y enlazó la cuesta con una carretera secundaria y polvorienta. El cortijo de los portugueses, oculto de miradas curiosas, se levantaba al final de un sendero sin asfaltar. Los baches hacían peligrar la estabilidad del ciclomotor.

—Cago en la puta. Cacharro de mierda.

Se incorporó para compensar el desequilibrio. Las tejas rojizas de la casa ya se adivinaban entre los arbustos. Aceleró. El levante se arremolinó y zarandeó brutalmente el ciclomotor. Fali se agarró con todas sus fuerzas al manillar. Apenas pesaba cincuenta y cinco kilos, si el viento acuciaba, lo derribaría. A doscientos metros del cortijo, derrapó, dejó el vehículo en el suelo seco y echó a correr.

—¡João! ¡María!

Los perros respondieron a los gritos y al ulular del viento con una retahíla de ladridos amenazadores. Dos pitbulls y un labrador cruzado babeaban amarrados a una cadena.

¡João! ¡Soy Fali! ¡Los picoletos van pa el laboratorio!

—¡Callaros!

El rugido rasposo de María silenció a los perros. A su voz, incluso el más osado de los hombres agachaba la vista y tragaba saliva. Todos sabían que si bien João daba la cara en las negociaciones; las órdenes las impartía su hermana, la Coja. Y nadie las discutía, ni tan siquiera los chuchos furibundos.

—¿Qué pasa? ¿Qué dices del laboratorio?

Fali frenó su carrera enloquecida. El sudor empapaba la camisa abierta. Le temblaban hasta las pestañas. La coja lo amedrentaba. Su sola estampa, toda vestida de negro como una viuda de los años cincuenta, con mantilla incluida, moño alto y tenso y el rictus seco como un bofetón, bastaban para que se le descompusiera el cuerpo.

—Señora María... —Rebufó en busca del aire caliente y salado—. Los picole...

—Los picoletos, sí. Arranca, idiota, que se nos hace de noche. ¿Qué coño pasa? Me has fastidiado la siesta.

Fali obvió comentar que eran casi las ocho y media, hora poco propicia para la siesta.

—Sí, sí, eso... van... —Se dobló sobre sí mismo. El flato se le clavaba en el costado—. Van pa allá.

—¿Al laboratorio?

—Sí.

—¿Dónde está João?

—No sé...

—Llévame allí. Vamos, no te quedes ahí parado como un lelo. Coge uno de los coches del garaje. Date prisa, carallo, qué poca sangre. ¡Felipe! bramó.

La mano derecha de María subió a otro coche y los siguió.

El laboratorio, ubicado en las antiguas caballerizas de un cortijo a diecisiete kilómetros de Cádiz, producía toneladas de anabolizantes, falsa viagra, antibióticos falsificados y pastillas que en teoría combatían el estrés, entre otros muchos productos.

Los fármacos destinados a uso estético y a mejorar artificialmente el rendimiento deportivo se comercializaban casi en exclusiva en España y diversos países europeos. Los antibióticos, ansiolíticos y medicamentos de uso común adulterados se distribuían en México y Latinoamérica, China y países africanos principalmente.

La red se organizaba alrededor de diferentes células repartidas por la geografía española y portuguesa encargadas cada una de un segmento del negocio; servir de pantalla para recibir los principios activos provenientes del extranjero; elaborar los medicamentos; enviarlos a los diferentes países. Para ello, contaban con colaboradores en puestos directivos de empresas de sectores tales como telefonía móvil, mensajería urgente o inmobiliarias que facilitaban sobremanera el almacenaje y la distribución, embalaje y puesta a la venta por medio de diversos canales, en Europa a través de internet; en los países en vías de desarrollo por medio de clínicas, farmacias y particulares que mercadeaban con la salud de las personas. El negocio de los medicamentos falsificados funcionaba como un reloj y resultaba bastante menos arriesgado que el tráfico de estupefacientes, muchísimo más lucrativo y en el peor de los casos, las penas de cárcel, gracias a la laxitud de las leyes y las lagunas jurídicas existentes en la mayoría de países, menos severas. El laboratorio de Cádiz era el pulmón estratégico, el único en el que se fabricaban productos propios. Estaba en marcha las veinticuatro horas del día, capitaneado por dos químicos, uno de día y otro de noche, y seis ayudantes por turno.

Los otros centros estaban desperdigados por España y Portugal.

El trayecto desde el cortijo al laboratorio sirvió para que María contactara con su hermano, diseñara en su mente el plan de acción y tomara las medidas necesarias.

—¿Cómo te has enterado de la batida, Fali?

—Lo escuché en un bar del puerto. Lo hablaban dos picoletos, señora.

—¿Y ellos cómo supieron dónde está el laboratorio?

—Eso no lo sé.

Las manos le temblaban en el volante. Trabajar para los portugueses supuso para Fali un cambio de vida. Pasó de jugarse el físico en las lanchas, transportando hachís desde Marruecos a la costa gaditana, a tener un horario fijo, a diez minutos de casa y un sueldo mucho mejor con el que mantener a los suyos. Se le revolvían las tripas al pensar en volver a las noches interminables en alta mar y a las persecuciones suicidas huyendo de las fuerzas de seguridad. Pretendía, algún día, montar un restaurante en el Puerto de Santa María. Algo con clase y actuaciones de flamenco en directo.

El deportivo rojo de João, su nuevo y carísimo juguete, relucía en la puerta del laboratorio. María se mordió el labio, irritada. Desaprobaba los gustos llamativos de su hermano. El muy cretino se paseaba por los garitos de la bahía con aires de play boy hortera, mostrando alegremente puñados de billetes, relojes de lujo y cadenas de oro macizo. Su imprudencia les costaría cara un día no muy lejano. María no cesaba de repetírselo. Felipe aparcó junto al coche de João. Era la sombra de María. Donde estaba ella, allá iba él.

—Hay que deshacerse de todo esto ya, João. Los picoletos no tardarán en llegar.

—Vamos dentro. Entre todos lo haremos más rápido.

—No me has entendido. —Lo agarró del brazo y bajó la voz—. Hay que volar el laboratorio.

—Hay gente trabajando. Nuestra gente, María —cuchicheó. El color se había esfumado de su rostro.

—No seas tan sentimental. Solo son empleados. Si les aprietan, hablarán. Uno de ellos ya lo ha hecho. Por eso estamos en esta situación, porque alguien se ha ido de la lengua. Ahora no tengo tiempo de averiguar quién ha sido y darle su merecido. Esto será un escarmiento colectivo. Haz lo que te digo y hazlo ahora.

—¿Y el chaval? —João miró de reojo a Fali, apoyado en el coche, a la espera de órdenes.

—Lo mismo que los demás.

—Que lo haga Felipe.

—Lo harás tú y no se hable más.

—María... —suplicó— no...

—No me hagas perder la paciencia, João. Si lo haces tú, será rápido. Si se lo pido a Felipe, primero los torturará y luego los matará.

—¡Dios mío! Está bien —resopló—. ¡Fali, espérame dentro! No digas nada —rodeó al chico por el hombro—. No es bueno que cunda el pánico. Yo hablaré con la gente. Es importante mantener la calma. En seguida voy.

—Lo que usted diga, João.

Fali sonrió más tranquilo. Todo se arreglaría.

El portugués se afanó en dirección a la construcción adyacente, donde almacenaban productos químicos altamente inflamables. Salió cargado con dos barriles. Roció generosamente las paredes del laboratorio. Le temblaba el pulso. Había hecho cosas terribles en su vida, pero un asesinato masivo de su propia gente superaba con creces cualquier fechoría cometida. María vigilaba el camino con ojos de rapaz. Tal vez había llegado el momento de desbancarla de la poltrona. Sus métodos crueles y deshumanizados empezaban a ser excesivos incluso para su hermano. João pronunció una oración y prendió fuego. El levante desatado de aquella tarde primaveral se encargó del resto.

Los gritos desgarrados de las ocho personas atrapadas entre las llamas los acompañaron mientras abandonaban el cortijo. João se secó las lágrimas disimuladamente. María, al teléfono, buscaba alternativas para paliar aquel desastre y cumplir con los encargos.

Track 1: Intrusos en el paraíso

Sam se detuvo en un área de servicio de la autopista que cruza la Costa Azul, bajo un cielo azul marino, casi arañando el negro, ansiosa por desembarazarse del traje de escolta y cambiarlo por unos vaqueros, camiseta, cazadora tejana y unas cómodas botas sin apenas tacón. Setenta y dos horas custodiando a una famosa modelo durante su estancia en la Riviera con motivo de un reportaje para la revista Elle, bastaban para socavar la paciencia de un santo, y Sam estaba a años luz de la santidad.

La modelo, rebosante de seguridad y exuberancia en las portadas y las pasarelas, se mostró en la distancia corta como una niña irascible y malcriada. Proteger a una top model no era un hecho aislado ni inusual. Las clientas femeninas de Sam oscilaban entre el glamur y las chequeras rebosantes y un historial de palizas, vejaciones, tortura psicológica y órdenes de alejamiento impunemente transgredidas. El desgaste emocional en este tipo de trabajos a menudo era difícil de sobrellevar. Por ese motivo, de vez en cuando, agradecía proteger a una modelo, un actor o una actriz con dificultades para digerir una fama repentina y abusiva, o un deportista de primera línea.

Los políticos, por lo general, preferían hombres escoltas.

Pisó el acelerador. Poniendo a ciento ochenta su viejo Renault Megane descapotable, estaría en Barcelona a primera hora de la mañana. Disfrutaba conduciendo en plena noche, cobijada en la complicidad de la calma y la carretera desierta, arrullada por música negra como la noche y los murmullos de los sueños anónimos. Se sentía como una serpiente sigilosa que atraviesa la jungla. La oscuridad y el lento tránsito hacia el amanecer alimentaban la ilusión de que el nuevo día concediera alguna oportunidad para Néstor y para ella, un milagroso pasaporte a los años perdidos.

Estiró los brazos y movió las cervicales. El familiar bajón de adrenalina anunciaba su llegada. Bebió más cola. Siempre le sucedía lo mismo. Después de cada trabajo, la tensión se desvanecía, y el organismo le reclamaba una dosis de azúcar para recobrar el estado de normalidad. Supuso que esta secuencia de acontecimientos tantas veces repetida tendría algún nombre.

El pitido de un mensaje sonó entre los acordes finales de Rescue me.

“¿Ha ido bien, Sam?”

Tecleó con una mano, sin apartar la vista del asfalto.

“Por supuesto, boss.”

Hugo le recordaba que alguien en el mundo se preocupaba por ella, aunque no era tan ingenua como para perder de vista la cuota de interés en su relación. Además de su mejor amigo, era su jefe. La única persona en la que podía confiar. El hermano que no tuvo. Su familia biológica, la que viene de serie sin posibilidad de devolución en caso de tara, nunca fue precisamente estable ni convencional ni le brindó el cariño necesario. Hugo, en cambio, siempre estuvo a su lado. En los buenos y en los malos momentos. Muy especialmente, en los malos.

“Recuerda, el domingo cumple de los gemelos. Barbacoa a las 14 h. Te esperamos.”

“No faltaré. Descansa, nene.”

Pisó el acelerador y coreó a Diana Ross y las Supremes en Did Our Love Go.

* * *

Era la primera vez que Asier se aventuraba a pasear por Zúrich pasada la medianoche y le sorprendió la animación reinante. Los suizos, gente de costumbres fijas y espartanas, llevaban ya horas durmiendo. Los trasnochadores que cruzaban en taxi o a pie los elegantes puentes sobre el río Limmat, eran en su mayoría extranjeros: estudiantes de Erasmus que regresaban de fiesta en el casco antiguo camino a las residencias o pisos compartidos en la zona de Unterstrass-Oberstrass y algunos ejecutivos en viaje de negocios buscando diversión o tomando la penúltima copa en los locales de moda. A sus espaldas, las majestuosas iglesias iluminadas de Grossmünster, Fraumünster, Peterskirche y Los Alpes, cuyas cimas imponentes conservaban restos de la nieve invernal.

Se encontraba en Zúrich invitado como ponente al Congreso Mundial sobre Patentes y Propiedad Intelectual. Aquella tarde, siguiendo un impulso repentino, acudió como espectador a una conferencia que no estaba en su agenda y escuchó a varios miembros de Médicos sin Fronteras y otras ONG poner el grito en el cielo contra la política de patentes de los grandes laboratorios. La activista que se sentaba a su lado, una pelirroja con acento francés, resumió el sentir de casi todos los presentes cuando se levantó durante el turno de preguntas.

—O se está en el bando de las personas o en el bando de esos cabrones desalmados.

Asier, aunque tuvo buen cuidado de proclamarlo públicamente, militaba en el bando de los cabrones desalmados.

Los distintos ponentes que intervinieron en la conferencia exigieron un mayor rigor para determinar cuándo existe novedad y utilidad concreta en los productos a patentar. Reprobaban la flexibilidad con la que se estaban concediendo patentes de medicamentos en los países en vías de desarrollo, aportando únicamente elementos irrelevantes para justificar “nuevos” usos de compuestos ya existentes.

Ese era el quid de la cuestión.

Como experto en el tema no podía negar que había mucho de cierto en esas acusaciones. Y lo peor de todo era que él formaba parte de esa mentira, de un engranaje perfectamente tramado para seguir engrosando los dividendos de las empresas farmacéuticas. De hecho, su labor de los últimos meses estaba a punto de culminar con la renovación de una patente cuya fórmula renovada apenas aportaba ningún aspecto novedoso o significativo y cuya finalidad real era alargar la vigencia de la patente durante otros veinte años más y evitar de ese modo que el producto pasara a fabricarse por un laboratorio genérico. Lo que en resumen significaba más dinero para la multinacional y más gasto para los usuarios.

Asier habría querido levantarse y señalar a los presentes la importancia de las patentes para el desarrollo farmacéutico y biomédico, explicar que la liberación de patentes en los últimos años acuciaba la salud financiera y la capacidad de investigación de muchas empresas. Habría sido justo recordar que desarrollar un nuevo fármaco requiere una media de quince a dieciocho años mínimo. ¿No era lícito que las farmacéuticas intentaran sacar el máximo rendimiento económico como contrapartida a la inversión realizada?

Por supuesto no se levantó ni abrió la boca. Salió de la conferencia con acidez en el estómago y deambuló sin rumbo por la ciudad.

* * *

Gema y los gemelos dormían plácidamente. Hugo se levantó con cuidado y salió a la terraza del dormitorio en bóxer y el torso desnudo. La noche era templada, suave y tranquila como debe ser en las urbanizaciones de alto nivel. El precio pagado por el nuevo estatus incluía el goce de aquellas vistas privilegiadas y el confort y la seguridad de su familia.

Ya casi era uno de ellos. Casi.

Pocos intuían que en realidad era un intruso en el paraíso, un gato sabiamente camuflado en el palomar. El perfume caro, los trajes elegantes, los restaurantes exquisitos y los coches lujosos constituían la seña de identidad del nuevo Hugo, sin lograr eclipsar del todo al chaval ambicioso de Ciudad Meridiana. El viejo Hugo nunca dejaba de acechar, como un recordatorio de todo lo que había hecho para llegar hasta allí.

Pero incluso las noches perfectas en el paraíso corren peligro de descarrilar.

Las dudas mordían los tobillos de Hugo. El encargo cerrado unas horas antes, en el interior de un coche con cristales tintados, podría calificarse de muy temerario tirando a kamikaze. El cliente en cuestión ofrecía una cantidad indecente de dinero a cambio de un servicio peligroso y totalmente ilegal.

Se apoyó en la barandilla de la terraza. La urbanización se extendía a sus pies, y algo más al sur, la ciudad brillaba lujuriosa.

El riesgo merecía la pena. El oscuro negocio aseguraría definitivamente el futuro de sus hijos.

La suerte siempre se acuesta con los que arriesgan.

Track 2: Necesidades vitales

Dejó atrás las chabolas de James Town y echó a correr, paralelo a la playa, en dirección al centro de la metrópolis. El cielo se cubría amenazante. La época de lluvias alcanzaba su punto más álgido. La semana anterior, se desbordó la presa que abastece Accra, la capital de Ghana, y toda el área colindante, provocando graves inundaciones y cortes de luz de más de veinte horas. Sirhan miró al cielo y aceleró la zancada larga, poderosa. El viento cada vez soplaba con más ira. Sirhan y su hermana menor, Lewa, solían adquirir los medicamentos para su madre en la farmacia cercana al mercado Makola, punto de peregrinaje obligado de turistas. Si les faltaba dinero, el dueño, un hombre bizco y amable, aceptaba a cambio pescado fresco. La nueva medicación para la diabetes tipo 1 recetada en el hospital costaba ochenta y seis cedis, un importe imposible de asumir para la familia. Sirhan reunía la cantidad de dinero que podía, a veces con suerte cincuenta o sesenta cedis y lo aderezaba con buen pescado fresco para el dependiente de la farmacia. Los autóctonos raramente comían pescado del día. La mayoría de la población no disponía de luz eléctrica ni neveras y en todo caso el dumsor, cortes persistentes en el flujo eléctrico, dificultaba la conservación de alimentos. En Ghana el lujo del pescado fresco quedaba reservado a los más pudientes y sobre todo a los turistas.

Al principio, la enfermedad estaba controlada a base de diuréticos que apenas costaban unos céntimos y no suponían un contratiempo para la precaria economía familiar. De repente, unas semanas atrás, todo se descontroló. Selina sufrió un pico de hipertensión. Aquella madrugada, Sirhan y sus hermanos temieron por la vida de su madre. El ataque empezó con un dolor de cabeza muy agudo, combinado con visión borrosa y parálisis facial. Aterrados, los cuatro chiquillos pidieron socorro a los vecinos y recorrieron la ciudad con su madre a cuestas. En el hospital aguardaron más de tres horas a que los atendiesen. No estaban obligados a hacerlo. Al igual que el setenta por ciento de la población, Selina y sus hijos no gozaban del sistema sanitario, y algunos medicamentos quedaban fuera de su alcance. En los últimos años Ghana estaba dando grandes pasos en la mejora del sistema sanitario público; por desgracia esas mejoras tenían una incidencia mínima en millones de personas abocadas a una pobreza endémica. El llanto de los niños en la sala de espera del hospital ablandó a una joven doctora que se ofreció a visitar a una Selina al borde de la muerte. Los cuidados médicos le hicieron bien. A las pocas horas estaba de nuevo en su hogar, bastante recuperada, aunque le costaba acarrear con la pesada carga del pescado, cubas y paquetes de hasta cincuenta kilos hincados sobre el hombro o la cabeza. Lewa tomó la resolución de obligar a su madre a descansar, y ocuparse de ahumar y vender la pesca en el mercado. Sirhan estaba intranquilo, era demasiado trabajo para Lewa, incluso con la ayuda de las dos primas que ahumaban durante horas a las puertas de la chabola. Solamente tenía once años, dos menos que él. Todavía era pequeña, aunque en James Town todo el mundo crecía a marchas forzadas. No le gustaba que anduviera sola por la ciudad, pero si ella no se encargaba de llevar la mercancía al mercado, se echaría a perder y se morirían de hambre.

Después de faenar desde el alba hasta el atardecer, Sirhan boxeó durante dos horas con los chicos del barrio. Le pesaban los brazos y las piernas y le dolía el pómulo hinchado. Soñaba con ser boxeador profesional y honrar las enseñanzas de su difunto padre.

La farmacia olía a menta y a desinfectante.

—Hola. —Sonrió Sirhan.

El hombre que lo miraba, sin sonrisa alguna, desde detrás del mostrador era mucho más joven que el amable dependiente habitual, no bizqueaba y parecía de mal talante.

—¿Qué quieres?

—El señor... —no recordaba el nombre. Lewa y él siempre le llamaban “El bizco”.

—¿Te refieres a Mamadou?

—Sí, eso.

—Ya no trabaja aquí. Soy su sobrino, Keita.

—Ah. Es que... verás... necesito el medicamento de la diabetes. Es para mi madre.

—¿Qué toma?

—Edarbi.

Keita entró en el almacén. Sirhan lo escuchó abrir varios cajones. Regresó con la medicina

—Son ochenta y seis cedis.

—Tengo cincuenta y ocho.

—¿Dispones de la tarjeta del Sistema Nacional de Salud?

—No, señor.

—Pues lo siento. Tendrás que venir otro día. Cuando tengas el dinero suficiente. No puedo ir regalando medicinas. Mi familia y yo tenemos que comer.

—Lo entiendo, de verdad. No quiero que me lo regales. A veces, tu tío... si me faltaban unos cedis, me daba las medicinas a cambio de pescado. Mira. —Depositó la bolsa en el mostrador—. Lo traigo aquí. Es fresco. Recién pescado. Te lo dejo mucho más barato que en el mercado.

—Saca esa bolsa apestosa de mi mostrador ahora mismo y lárgate.

—Pero... —los ojos de Sirhan se llenaron de lágrimas—. Por favor... la doctora dijo que sin la medicina mamá sufriría otro pico de hipertensión y que podría...

—No me cuentes tu vida, chico. Que te vayas o aviso a la policía.

Salió del establecimiento hirviendo de ira. Estaba oscureciendo. La lluvia se hizo torrencial. El centro de la ciudad se vació mágicamente. En pocos minutos la violencia del diluvio obstruiría los drenajes, las acequias rebosarían y las calles de Accra se anegarían.

Sirhan permaneció unos segundos bajo el agua, con los ojos cerrados, sin saber qué hacer, mientras la lluvia se mezclaba con sus lágrimas.

* * *

A primera hora de la tarde Sam condujo hasta la residencia con la estimulante compañía de Roberta Flack, y el sol bañando los cristales del coche. Nunca se acostumbraría a recorrer aquellos cuarenta y cinco kilómetros para verlo.

La carretera a su infierno particular.

Un infierno que no tenía fin.

Néstor dormitaba en la silla, encarado al sol, como a él le gustaba. Era friolero. Lo habían vestido con una camiseta verde de manga larga que Sam le trajo de un viaje a Dinamarca y unos vaqueros claros con los bajos deshilados. Su melena castaña y bien cuidada le daba un aspecto juvenil. Por un momento, antes de que la enfermera volteara la silla, lo visualizó como era antes, lleno de vida y de encanto: la sonrisa de pillo, los brazos torneados, el guiño de ojos que tanto le gustaba.

Aquel Néstor ya no existía, ni volvería a existir jamás.

El hombre que quedaba no estaba del todo muerto ni completamente vivo, sobrevivía atrapado en el limbo, reducido a la sombra de lo que un día fue con tan solo treinta y siete años. Una brutal paliza lo postró para siempre, doce años atrás. La enfermera los dejó a solas. Sam se sentó junto a él, lo besó en los labios y la cara y acarició sus manos huesudas. Los tres días sin verlo se le habían hecho muy largos.

—Hola, cariño mío. ¿Vamos a dar una vuelta? Hace un día precioso.

Néstor parpadeó y movió ligeramente la mano.

—¿Quieres la pizarra? Vale.

Con delicadeza, colocó en su regazo la pizarra y el rotulador. Néstor escribió con trazos inseguros.

“Triste.”

—¿Yo? No, cariño. No estoy triste. —Sonrió y se puso en cuclillas frente a él—. Estoy bien.

Salieron al jardín, un oasis de tranquilidad y espacios verdes tan artificiales como la alegría de los parientes que se tragaban el llanto y afinaban las sonrisas.

El paraíso de los lisiados y los corazones rotos.

Sam odiaba con todas sus fuerzas los setos primorosamente recortados, la amabilidad empalagosa de las enfermeras, las colchas de flores rosas, la certeza ineludible que los condenaba a verse para siempre entre aquellos muros asépticos y asfixiantes. Empujó la silla hasta una zona alejada de miradas curiosas.

—Bueno, sí que estoy un poco triste —admitió— es que ha muerto Donna Summer.

Néstor escribió

“Noooo.”

—Sí. Qué putada. Primero Amy, luego Witney, ahora Donna. Se van todas las buenas. Hagamos nuestro particular homenaje a Donna, ¿te parece?

Buscó la canción en el móvil y puso el altavoz. Los primeros acordes de I feel love empezaron a sonar. Se levantó del banco y arrancó a bailar, cogiendo de las manos a Néstor que sonreía y movía la cabeza al son de la música. Después del baile, pasearon un rato. Antes de marcharse pasó a ver al doctor. Era un ritual que cumplía una vez a la semana puntualmente.

—Hola, Sam. Siéntate, por favor. ¿Qué tal todo?

Villegas era el sueño de toda mujer heterosexual; bien parecido, amable y atento. Sam estaba segura de que tendría algún defecto horrible o manías deleznables, pero en el tiempo que llevaba tratándolo, no los había detectado.