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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cathy Williams

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Proposición de conveniencia, n.º 1276 - junio 2016

Título original: The Boss’s Proposal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8233-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Ah, sí, la señorita Lockhart! –la saludó, sonriente, una mujer de mediana edad y aspecto muy cuidado, procedente de las puertas de cristales ahumados que daban al impresionante vestíbulo de Paxus PLC–. Me llamo Gerardine Hogg, y soy la encargada del grupo de mecanógrafas –se presentó, estrechando la mano de Vicky con fuerza–. Aquí tengo su solicitud de empleo, querida –le dijo, mostrándole unos documentos grapados–, y se va a llevar una sorpresa.

Al oír aquello, a Vicky le dio un vuelco el corazón. No le gustaban las sorpresas, y no se había pasado media hora luchando con los atascos de la hora punta para tener que enfrentarse a una. Se había presentado al puesto de mecanógrafa en Paxus PLC porque el sueldo que le ofrecían era magnífico, y aunque no ofrecía ninguna perspectiva de futuro, al menos era el tipo de trabajo de confianza que le permitiría poner su casa en orden, sin ningún tipo de presión.

–Y ahora querida, ¿por qué no viene a mi despacho para que le explique todos los detalles? –le dijo Geraldine Hogg, con la típica voz afectada de alguien educado en colegio privado. Hablaba con firmeza, sin resultar agresiva, y Vicky tuvo la sensación de que podría trabajar bien con ella–. Debo decir que me parece demasiado cualificada para el trabajo que ha solicitado –le dijo mientras caminaban por un pasillo enmoquetado con despachos a ambos lados, y Vicky intentó reprimir un suspiro de decepción.

–Soy una trabajadora muy tenaz, señorita Hogg –dijo Vicky mientras se esforzaba por seguir el paso acelerado de la otra mujer. De repente, se dio cuenta de que se le estaban escapando unos mechones del recogido con el que pretendía tener bajo control sus rizados cabellos. Aquel trabajo le interesaba mucho y no quería dar una mala impresión, aunque le resultaba casi imposible parecer una mujer madura y sofisticada con aquel pelo de color dorado rojizo tan rebelde y la cara llena de pecas.

–¡Ya hemos llegado! –Geraldine Hogg se detuvo bruscamente a la puerta de una de las oficinas, y Vicky estuvo a punto de caer sobre su espalda–. Mis mecanógrafas trabajan ahí –le dijo, al tiempo que le señalaba una amplia sala frente a su despacho.

Vicky echó un vistazo a su interior, imaginándose cómo sería trabajar allí.

Su último trabajo en Australia no había tenido nada que ver con aquello. Había sido una de las secretarias personales del director de una empresa muy importante.

–Pase, pase. ¿Té? ¿Café? –le indicó una silla, delante de su mesa, y esperó a que Vicky se sentara antes de llamar a una jovencita para que les llevara algo de beber–. Le recomiendo el café, querida. No es instantáneo.

–Sí, gracias. Me tomaré una taza –le dijo Vicky, desfallecida por la velocidad a la que su futura jefa la había llevado hasta su despacho–. Con leche y sin azúcar. Gracias.

–Y ahora, le voy a hablar de la pequeña sorpresa que le tengo reservada –le dijo Geraldine. Tenía los codos apoyados sobre la mesa, las manos cruzadas, y miraba a Vicky fijamente con la cabeza ladeada–. Primero déjeme decirle que me ha impresionado mucho su currículum. ¡Tiene usted muchas titulaciones! –enumeró alguna de ellas, como para que Vicky se diera cuenta de que estaba demasiado preparada para el trabajo que había solicitado–.¡La empresa para la que trabajó anteriormente debe de haber estado encantada con usted!

–Me gustaría pensar que ha sido así –empezó a decir Vicky con una sonrisa, encantada de que entrara la chica con los cafés.

–¿Por qué decidió marcharse de Australia? –le preguntó Geraldine con ojos inquisidores, pero, antes de que Vicky pudiera responderle, dijo–: ¡No! ¡No hace falta que me responda! Le informaré del trabajo que tendría que hacer en nuestra empresa. Para empezar, debo decirle que pensamos que estaría desaprovechada trabajando como mecanógrafa…

–¡Ah! –Vicky luchó por contener las lágrimas. Desde que había llegado de Australia, la habían rechazado en dos trabajos por la misma razón que estaba exponiéndole Geraldine en aquel momento, y a no ser que consiguiera un trabajo estable, pronto se encontraría con serios problemas económicos.

–Pero, por suerte –continuó Geraldine con satisfacción–, tenemos algo mejor que ofrecerle, así que no tiene por qué poner esa cara de decepción. Nuestro director general necesita una secretaria personal y, aunque usted es un poco joven para el puesto, está sobradamente cualificada, por lo que me he permitido presentar su candidatura para el puesto. El salario que recibiría sería el doble del puesto en el que solicita ser admitida.

–¿Trabajar para el director general?

Aquello le pareció a Vicky demasiado bueno como para ser cierto.

–La llevaré a verlo ahora. No le garantizo que vaya a conseguir el trabajo, pero su experiencia laboral jugará en su favor.

Vicky pensó que todo aquello debía de ser un sueño, y de un momento a otro se despertaría. Al ver el anuncio en el periódico, le había sonado el nombre. Shaun, en una de las tantas veces que le había gustado darse importancia, la había mencionado como una de las muchas empresas que poseía su familia. Le había costado mucho responder al anuncio, porque guardaba un pésimo recuerdo de su relación con Shaun, pero la curiosidad de ver una de las empresas que conformaban la dinastía de los Forbes y el espléndido salario que ofrecía acabaron por decidirla.

Miró a su alrededor con curiosidad al llegar al tercer piso. La decoración era lujosa y cuidada con mimo. Las plantas artificiales, habituales en las empresas importantes, habían sido sustituidas allí por orquídeas y rosas naturales que no debían de ser fáciles de mantener.

–Espero que no le haya importado subir por las escaleras –le dijo Geraldine–, pero es que no puedo soportar los ascensores. Además un poco de ejercicio nunca viene mal.

Vicky asintió mientras seguía mirando a su alrededor. Le costaba imaginarse a Shaun en un entorno tan eficiente y bien organizado como aquel. Trató de no pensar en él, y concentrarse en la conversación de Geraldine, que parecía centrada en elogiar los logros del imperio Forbes, del cual Paxus PLC no era más que una empresa satélite, aunque estaba creciendo a muy buen ritmo. Se preguntó si mencionaría a Shaun o al hermano que vivía en Nueva York, pero no lo hizo. Se limitó a seguir hablando de la buena trayectoria de la compañía.

–Llevo trabajando veinte años para la empresa. En principio, pensé dedicarme a la enseñanza, pero me lo pensé mejor, y nunca me he arrepentido de trabajar aquí –le confió. Vicky pensó que la conversación iba a empezar a ser más personal pero, de repente, se detuvo ante una puerta, y llamó con seguridad.

–¡Sí!

Como por arte de magia, el rostro inexpresivo de Geraldine se tornó de color rosáceo, y cuando abrió la puerta, y asomó un poco la cabeza, su voz sonó aflautada.

–La señorita Lockhart está aquí, señor.

–¿Quién?

–La señorita Lockhart.

–¿Ahora?

Vicky miró azorada al cuadro abstracto que estaba colgado en la pared frente a ella, y se preguntó si aquel trabajo «sorpresa» también sería una sorpresa para el hombre en cuestión, o los directores generales eran unos maleducados.

–Le informé la semana pasada –dijo Geraldine con su voz habitual.

–Hazla pasar, Gerry, hazla pasar –al oír estas palabras, Geraldine abrió por completo la puerta, y se hizo a un lado para dejar pasar a Vicky.

El hombre estaba sentado ante una enorme mesa, en un sillón giratorio de piel, que había apartado un poco para poder estirar las piernas a gusto.

Por encima del los latidos de su corazón, Vicky consiguió oír la puerta cerrarse tras de ella, y se encontró en medio de aquel enorme despacho igual que un pez al que hubieran abandonado en medio del desierto. Le costaba respirar, y no se atrevía a mover un músculo, porque si lo hacía, se temía que las piernas pudieran fallarle.

Lo que vio delante de ella le pareció una pesadilla: aquel pelo negro, el rostro anguloso, aquellos ojos grises, tan peculiares.

–¿Se encuentra usted bien, señorita Lockhart? –le preguntó él con impaciencia, sin mostrar la más mínima preocupación–. Parece como si estuviera a punto de desmayarse, y la verdad es que no tengo tiempo de ocuparme de una secretaria desmayada.

–Estoy bien, gracias –le respondió, pensando que no mentía, porque bastante bien estaba para la impresión tan fuerte que se había llevado. Por lo menos era capaz de mantenerse en pie.

–Entonces, siéntese –le señaló una silla que había frente a él–. Me temo que se me pasó por completo que iba usted a venir hoy… Su solicitud está por aquí… perdone un momento…

–No pasa nada –dijo Vicky, que por fin parecía haber encontrado la voz–. De hecho, no merece la pena que malgaste su tiempo entrevistándome. No creo ser la persona adecuada para este tipo de trabajo.

Lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible. El pulso le latía precipitadamente, y se notaba la cara ardiendo.

Aquel hombre no le respondió de inmediato. Dejó de buscar un momento el currículum y la observó con curiosidad.

–¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? –se puso de pie, y apoyó su cuerpo musculoso contra la ventana que había tras la silla, para observarla mejor.

Vicky trató con todas sus fuerzas de encontrar una excusa válida para haber ido a una empresa a solicitar un trabajo y, de repente, querer marcharse a toda prisa, pero no se le ocurrió nada.

–Parece usted un poco nerviosa –le dijo mientras la observaba como un depredador a su presa–. ¿No será una de esas personas neuróticas?

–Sí –se apresuró a responder Vicky, agarrándose a aquello como a un salvavidas–. Muy neurótica. No le serviría para nada a un hombre como usted.

–¿Un hombre como yo? ¿Y qué tipo de hombre es ese? –Vicky se limitó a bajar los ojos. La respuesta que le hubiera dado no le habría gustado–. Siéntese, por favor. Está usted empezando a interesarme, señorita Lockhart –esperó hasta que se hubo sentado, y después se quedó observándola un rato, como intentando averiguar lo que se le estaba pasando por la cabeza–. Ahora, cuénteme. Estoy empezando a pensar que aquí sucede algo de lo que no tengo ni idea.

–No sé lo que quiere decir.

–Bueno, lo dejaré pasar de momento –le dijo con condescendencia, advirtiéndola de que no iba a olvidar el asunto.

Vicky recordó, entonces, las palabras de Shaun diciéndole que su hermano Max se creía Dios, y que siempre se había considerado con el derecho de dirigir su vida. Se había referido a él cómo a un monstruo de egoísmo, que solo quería pisar a la gente, empezando por su propio hermano, al que había desacreditado tanto, que hasta el padre de ambos le había dado la espalda.

Cuando solicitó el trabajo, nunca habría imaginado que el destino la iba a hacer conocer a Max Forbes, porque sabía que llevaba años viviendo en Nueva York. Shaun podía haber sido una pesadilla, pero las pesadillas no nacían, se hacían, y el hombre que la estaba observando en aquel momento con frialdad seguramente había colaborado a que Shaun fuera así, lo que le hacía tal vez aún peor persona que él.

–Así que se declara usted neurótica pero, sin embargo –sacó una hoja de entre varias–, tuvo un empleo bastante importante en una empresa australiana, que dejó con muy buenas recomendaciones. Un poco extraño, ¿no le parece? ¿O tal vez sus neurosis estaban bajo control en aquel entonces? –Vicky no hizo ningún comentario, y observó los edificios de ladrillo rojo que se veían por la ventana–. ¿Le ha dicho Geraldine por qué está disponible este puesto de trabajo?

–No con detalle –respondió Vicky–, pero sinceramente no hay ninguna necesidad de que me dé explicaciones, porque ya he tomado la decisión de trabajar como mecanógrafa…

–Por supuesto, comprendo que no quiera comprometer su indudable talento consiguiendo un trabajo con excelentes perspectivas de futuro –ironizó.

Vicky lo miró desconcertada por el sarcasmo que notaba en su voz.

–En este momento tengo muchos asuntos que resolver –le dijo con vaguedad–, y no me gustaría aceptar un trabajo con grandes responsabilidades sin saber si voy a poder asumirlas.

–¿Cómo?

–¿Disculpe?

–¿A qué tipo de asuntos se refiere? –Max repasó el currículum de Vicky, y luego la miró.

–Bu… bueno –tartamudeó Vicky, sorprendida por lo directo de la pregunta–, acabo de regresar de Australia, y tengo que resolver muchos asuntos concernientes a… mi casa y en general a establecerme aquí…

–¿Por qué decidió marcharse a Australia?

–Mi madre… falleció… Pensé que el cambio me vendría bien… y la verdad es que conseguí trabajo en una empresa muy buena enseguida, y en seis meses me habían ascendido, así que al final me quedé más tiempo del que pensaba en un principio. Era más sencillo que regresar aquí y…

–¿Y afrontar su pérdida?

Vicky se asustó al intuir que aquel hombre había percibido algo. Shaun siempre le había parecido muy intuitivo. Tal vez fuera una cosa de familia.

–Le agradecería que termináramos esta entrevista ahora –se levantó y empezó estirarse el traje, cualquier cosa antes de mirar aquellos inquietantes ojos grises–. Siento haberle hecho perder el tiempo. Sé que usted es un hombre muy ocupado y su tiempo es oro. De haber conocido la situación, habría llamado para cancelar la cita. Como ya le he dicho, no me interesa aceptar ningún trabajo que pueda monopolizar mi tiempo libre.

–Las referencias –le dijo Max con frialdad, haciendo caso omiso del deseo de Vicky de abandonar el despacho– que le ha dado la empresa australiana son fabulosas –dijo a Vicky, que permanecía en pie, sin saber qué hacer–. Impresionantes de verdad, y más viniendo de parte de James Houghton, al que conozco muy bien.

–¿Lo conoce? –al oír aquello, Vicky presintió que varias catástrofes se le venían encima, y volvió a sentarse. No quería que Max Forbes llamara a su antiguo jefe en Australia. Allí había dejado demasiados secretos que no tenía la menor intención de revelar.

–Fuimos al colegio juntos, hace un millón de años –se levantó de su asiento, y se puso a pasear por el despacho, saliéndose a veces del campo de visión de Vicky. Esta pensó que, si lo estaba haciendo para desconcertarla, lo estaba consiguiendo–. Es un buen hombre de negocios, así que una recomendación suya cuenta mucho para mí –se quedó callado un momento detrás de ella, y Vicky sintió que se le ponía la carne de gallina–. ¿Dónde vivía?

–En Sidney. Mi tía tiene allí un apartamento.

–¿Y hacía mucha vida social?

–¿Con quién? –le preguntó con cautela. Hubiera preferido tenerlo en su campo de visión para ver la expresión de su cara.

–Con la gente de su trabajo –le preguntó, ya a su lado.

Por el rabillo del ojo, podía verlo apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia un lado, esperando con curiosidad sus respuestas, grabándolas en su cabeza para utilizarlas después contra ella. De repente, recordó que no habría un después porque, por poderoso que fuera, no podía obligarla a trabajar en su empresa. La idea de que pronto se habría marchado de allí la tranquilizó un poco, e incluso consiguió sonreír.

–A veces. Tenía muchos amigos en Sidney. La verdad es que los australianos son muy abiertos.

–Eso me han dicho. Desde luego mi hermano lo pensaba.

–¿Tenía un hermano allí? –preguntó Vicky, sintiendo que empezaba sudar de nerviosismo.

–Shaun Forbes. Mi hermano gemelo.

Vicky se sorprendió al oír aquello. Había estado con él casi un año y medio, y nunca le había dicho que el hermano que tanto detestaba era gemelo suyo. De repente, se dio cuenta de lo que tenía que haber sido para Shaun no haber alcanzado el éxito que había logrado su hermano gemelo.

Ver a Max Forbes le había causado una gran impresión. Era lo bastante parecido a Shaun cómo traerle un montón de recuerdos dolorosos.

–Creo que salía mucho, y era muy conocido en la sociedad de Sidney –le dijo, mientras se volvía a sentar a su mesa.

–Pues no me suena el nombre –acertó a decir Vicky.

Tuvo la sensación de que el diablo estaba jugando con ella. Desde su llegada a Inglaterra, no había tenido más que problemas. Los últimos inquilinos que habían vivido en casa de su madre la habían dejado muy deteriorada, y la agencia a través de la que se la había alquilado no quería hacerse responsable, así que además de encontrar trabajo, tenía que reformar la casa por completo.

Y además estaba Chloe.

Vicky cerró los ojos, y sintió náuseas.

–Me sorprende, porque James pasaba mucho tiempo en su compañía. Lo lógico es que hubiera coincidido alguna vez con él en la empresa –Vicky, incapaz de hablar, se limitó a negar con la cabeza–. ¿No? –dijo Max y volvió a mirar el currículum de Vicky–. Bueno, tal vez no. De todas formas, no creo que Shaun se hubiera fijado en usted.

Aquel comentario pareció aclarar las ideas de Vicky. Seguramente, no había querido insultarla, pero lo había hecho. Lo que él no sabía era que su hermano la había perseguido durante meses con flores y adulaciones, hasta que la convenció de que estaba destinada a salvarlo, a hacer de él una persona mejor, pero no había tardado mucho en caérsele la máscara, y dejarle ver la verdadera cara desagradable de aquel hombre.

–Muchas gracias –le dijo con frialdad.

–¿Por qué decidió irse de Australia, si tenía un trabajo tan bueno, y una vida social tan intensa?

Vicky sintió una punzada de miedo.

–Nunca tuve la intención de quedarme allí para siempre, así que hubo un momento en que decidí que era hora de regresar a Inglaterra.

Chloe. Todo había estado centrado en ella.

–¿Y solo ha tenido trabajos temporales desde que regresó? Pues tendrá que convenir conmigo en que el salario es muy bajo.

–Me las arreglo.

–¿Y está viviendo…? –dejó de mirarla y leyó en su currículum–… en las afueras de Warwick. ¿Está de alquiler?

–Mi madre me dejó la casa al morir, pero la he tenido alquilada durante los años que he pasado fuera.