Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.

EL HEREDERO ESCONDIDO, N.º 2181 - septiembre 2012

Título original: The Secret Sinclair

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0793-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

INTENTANDO no hacer ruido, Raoul se apoyó en un codo para mirar a la mujer que dormía a su lado. A través de la ventana abierta, el sofocante aire africano era apenas respirable e incluso con el ventilador moviéndose letárgicamente sobre la cómoda seguía siendo húmedo y sofocante. La mosquitera colocada sobre la cama era una protección optimista contra los insectos y cuando uno aterrizó en su muñeca, Raoul lo apartó de un manotazo.

Sarah abrió los ojos, adormilada, y de inmediato esbozó una sonrisa.

Era tan hermoso, pensó. Nunca habría imaginado que un hombre pudiera ser tan apuesto como Raoul Sinclair. Desde el momento en que lo conoció tres meses antes se había quedado sin habla… y el efecto aún no había pasado del todo.

Raoul le sacaba una cabeza a los demás chicos del grupo, pero era mucho más que eso. Era su exótica belleza lo que la tenía hipnotizada; el tono bronceado de su piel, su vibrante pelo negro, largo, casi rozando sus hombros, su musculoso cuerpo. Aunque solo tenía unos años más que los demás, era un hombre entre niños.

Sarah alargó una mano para acariciar su espalda.

–Mosquitos –Raoul sonrió, sus oscuros ojos deslizándose por los dorados hombros hasta llegar a sus pechos. Aunque habían hecho el amor solo unas horas antes, sintió que se excitaba de nuevo–. Esta mosquitera no vale de nada, pero ya que los dos estamos despiertos…

Dejando escapar un suspiro de placer, Sarah le echó los brazos al cuello, tirando de él para buscar su boca.

Era virgen cuando lo conoció, pero Raoul la había liberado, cada caricia despertando nuevas sensaciones…

Él apartó la fina sábana, lo único que podían soportar allí.

Tenía los pechos más hermosos que había visto nunca y sintió una repentina punzada de pesar al reconocer que iba a echar de menos su cuerpo. No, mucho más que eso, iba a echarla de menos a ella.

Era algo que no había esperado cuando decidió tomarse tres meses de vacaciones para trabajar como voluntario en Mozambique. Entonces le había parecido un lógico interludio entre la conclusión de su carrera universitaria, dos títulos en Económicas y Matemáticas que se había ganado a pulso, y el principio del resto de su vida. Antes de lanzarse a conquistar el mundo y matar sus demonios personales, se dedicaría a ayudar a los demás, gente tan desgraciada como lo había sido él, aunque de una manera completamente diferente.

Conocer a una mujer y acostarse con ella no había entrado en sus planes. Su libido, como todo lo demás en su vida, era algo que había aprendido a controlar con mano de hierro.

Además, Sarah Scott, con su ondulado pelo rubio y su rostro inocente no era la clase de mujer por la que solía sentirse atraído. En general, le gustaban las mujeres más experimentadas, mujeres con evidentes encantos y tan dispuestas como él a tener una aventura apasionada, pero breve. Mujeres que eran barcos que pasaban en la noche, pero que jamás echaban el ancla y, sobre todo, no esperaban que él lo hiciera.

Sabía que Sarah era una chica que querría echar el ancla, pero eso no había sido suficiente para que se echase atrás. Además, se habían unido en circunstancias tan diferentes a su vida normal que era casi como vivir en una burbuja. Durante un par de semanas la había observado por el rabillo del ojo, comprobando que también ella lo miraba, y a finales de la tercera semana había ocurrido lo inevitable.

Las paredes de la casa que compartían con otros seis compañeros eran tan finas como el papel y se veían obligados a hacer el amor despacio, casi en silencio.

–Muy bien –susurró Raoul–. ¿Hasta dónde puedo llegar antes de que tengas que contener un grito?

Sarah sonrió.

–Tú sabes lo difícil que es para mí…

–Y eso es lo que me gusta de ti. Un simple roce y te derrites –Raoul deslizó un dedo entre sus generosos pechos, haciendo círculos alrededor de los prominentes pezones hasta que Sarah empezó a jadear.

Mientras lamía delicadamente la punta de un pezón puso automáticamente una mano sobre su boca y sonrió al verla esconder sus gemidos.

Solo un par de veces habían tomado el viejo Land Rover para escapar a una de las solitarias playas de la zona, donde habían hecho el amor sin contenerse. Pero cuando estaban en la casa tenían que contentarse con hacerlo de una manera tan refinada y silenciosa como un baile.

Sarah abrió los ojos para admirar el contraste entre su pálida piel y el oscuro bronce del cuerpo masculino, de músculos poderosos y marcados.

Aunque era más de medianoche, la luna estaba alta en el cielo, su luz plateada creando sombras en las paredes e iluminando el rostro de Raoul mientras besaba la cara interna de sus muslos.

Sinceramente, en momentos como aquel Sarah pensaba que estaba en el cielo. Y jamás dejaba de asombrarla que sus sentimientos por aquel hombre pudieran ser tan abrumadores después de tres meses. Era como si hubiera estado reservándose para él…

A medida que el encuentro se volvía más urgente, el caos de pensamientos que daban vueltas en su cabeza se convirtió en una sensación de puro placer mientras Raoul entraba en ella a un ritmo cada vez más rápido, hasta que Sarah sintió que iba hacia el orgasmo y se abrazó a él con fuerza, sus cuerpos convirtiéndose en uno solo. En la habitación solo se escuchaban sus jadeos, aunque le gustaría gritar de gozo.

Pero mientras volvía a la tierra después del clímax, con la luz de la luna iluminando las maletas de Raoul frente al viejo armario, de nuevo volvieron los inquietantes pensamientos.

Él se tumbó a su lado, agotado, y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. La sábana había terminado hecha un bulto a los pies de la cama y se preguntó cuánto tardarían los mosquitos en darse cuenta de que había una nueva entrada.

–¿Podemos hablar? –le preguntó Sarah entonces.

Raoul se puso tenso. La experiencia le había enseñado que cuando alguien decía eso, invariablemente quería decir cosas que él no quería escuchar.

–Sé que no quieres hablar, pero creo que deberíamos hacerlo –insistió Sarah–. Te marchas dentro de dos días y… no sé qué va ser de nosotros.

Raoul se tumbó de espaldas, mirando al techo durante unos segundos. Por supuesto, sabía que todo iba a terminar allí, pero había decidido ignorarlo convenientemente porque Sarah lo tenía embrujado. Cada vez que iba a darle uno de sus ensayados discursos de despedida miraba sus ojos verdes y el discurso desaparecía de su cabeza.

Con desgana, volvió la cabeza para mirarla, apartando el pelo de su cara.

–Sé que tenemos que hablar –admitió.

–Pero no quieres hacerlo.

–No sé dónde va a llevarnos.

Eso fue como un jarro de agua fría, pero Sarah siguió adelante porque, sencillamente, no podía creer que no fueran a volver a verse. Habían hecho mil cosas juntos, más que la mayoría de la gente en toda una vida, y se negaba a aceptar que todo eso iba a quedarse en nada.

–Yo no quería mantener una relación con nadie mientras estaba en Mozambique –le confesó Raoul abruptamente. Le fallaba su habitual elocuencia porque no estaba acostumbrado a tener conversaciones de ese tipo. Pero allí estaba Sarah, mirándolo con esos enormes ojos verdes… esperando.

–Yo tampoco –dijo ella–. Solo quería vivir esta experiencia, hacer algo diferente antes de empezar la universidad. ¿Cuántas veces te he dicho que…?

Estuvo a punto de decir: «Me he enamorado de ti», pero un innato instinto de supervivencia la detuvo. Raoul no le había dicho nunca lo que sentía; ella lo había deducido por cómo la miraba, cómo la tocaba.

–Tú sabes que conocer a alguien no entraba en mis planes. Ha sido algo inesperado.

A él no solían ocurrirle cosas inesperadas. Había soportado una infancia llena de incidentes inesperados, todos ellos malos y lo primero en su lista era evitar lo inesperado. Pero Sarah tenía razón, lo que había ocurrido entre ellos era una sorpresa.

Raoul la atrajo hacia él, buscando las palabras adecuadas para explicarle que el futuro era algo con lo que tendrían que enfrentarse cada uno por su lado.

–No debería haberme dejado llevar.

–¿Qué quieres decir?

–Tú lo sabes.

–Por favor, no digas eso –susurró ella–. ¿Estás diciendo que ha sido un error? Lo hemos pasado tan bien… no tienes que ser tan intenso todo el tiempo.

Raoul tomó su mano para besar sus dedos uno por uno hasta que Sarah volvió a sonreír.

–Ha sido divertido –asintió, con la horrible sensación de estar a punto de lanzar un golpe a una víctima inocente–. Pero esto no es la realidad, Sarah, son unas vacaciones. Tú misma lo has dicho muchas veces. En tu caso, la realidad son cuatro años de universidad, en el mío… –comerse el mundo y nada más– un trabajo. Esperaba que no tuviéramos que mantener esta conversación, que tú vieras lo que está tan claro para mí. Ha sido estupendo, pero solo es… un romance de vacaciones.

–¿Un romance de vacaciones? –repitió ella.

Raoul suspiró, pasándose una mano por el pelo, que se cortaría en cuanto volviese a la civilización.

–No me hagas parecer un ogro. No estoy diciendo que no haya sido increíble. Lo ha sido. De hecho, han sido los tres meses más increíbles de mi vida –le confesó. Su pasado era algo de lo que no hablaba con nadie y menos con una mujer, pero el deseo de seguir era abrumador–. Nadie me había hecho sentir como tú, pero supongo que ya lo sabes.

–¿Cómo voy a saberlo si no me lo dices?

–No se me da bien hablar de sentimientos. He sufrido muchos dramas en mi vida y…

–¿Qué quieres decir? –Sarah conocía solo lo más básico sobre su pasado, aunque Raoul lo sabía todo sobre ella. Le había hablado sobre su infancia, feliz y normal, como única hija de unos padres convencidos de que nunca formarían una familia hasta que su madre quedó embarazada por sorpresa cuando tenía cuarenta y un años.

Él, sin embargo, solo le había contado que no tenía padres. Raoul prefería concentrarse en el futuro, aunque jamás la había mencionado a ella en ese futuro.

–Crecí en una casa de acogida, Sarah. Era uno de esos niños sobre los que lees en los periódicos y a los que cuidan los Servicios Sociales porque sus padres no pueden cuidar de ellos.

Ella se sentó en la cama, sorprendida.

–¿Tus padres no pudieron cuidar de ti?

–Solo tenía a mi madre pero, desgraciadamente, su adicción a las drogas la mató cuando yo tenía cinco años –no estaba en su naturaleza contar cosas personales y Raoul elegía sus palabras con cuidado para quitarles importancia; un truco que había aprendido tiempo atrás–. Y mi padre… ¿quién sabe? Podría haber sido cualquiera.

–No tenía ni idea –murmuró Sarah–. Pobrecito…

–Yo prefiero pensar que mi pasado me ha hecho lo que soy. Y la casa de acogida en la que viví no estaba tan mal. Lo que quiero decir con esto es… –Raoul tuvo que recordarse a sí mismo dónde iba con esa explicación– que no estoy buscando una relación. Ni ahora ni probablemente nunca. No era mi intención engañarte, Sarah, pero estar aquí, en medio de ninguna parte, alejados del mundo…

–¿Quieres decir que no habría ocurrido nada entre nosotros de no haber estado en Mozambique? –Sarah notó que estaba levantando la voz y decidió controlarse porque no quería despertar a nadie.

–Esa es una pregunta hipotética.

–¡Pero podrías intentar responderla!

–No lo sé –respondió Raoul. Sabía que le estaba haciendo daño, pero no podía hacer nada. ¿Cómo iba a prometerle algo que no podría cumplir?, se preguntó, frustrado y enfadado consigo mismo.

Debería haber sabido que Sarah no era una de esas mujeres con las que podía pasar un buen rato. ¿Dónde estaba su preciado autocontrol cuando más lo necesitaba? Una sola mirada y el sentido común lo había desertado por completo.

¿Y cuando había descubierto que era virgen? ¿Eso lo había detenido? No, al contrario. Se había emocionado al saber que era el primero y, en lugar de dar marcha atrás, se había lanzado a una de esas relaciones románticas que antes había desdeñado.

No había habido flores, bombones o joyas porque no podía permitírselo, pero sí largas conversaciones, muchas risas… incluso le había hecho la cena en más de una ocasión, cuando el resto del equipo se iba al campamento de la playa a pasar el fin de semana, dejándolos solos.

–¿No lo sabes? ¿Es porque no soy tu tipo?

Raoul vaciló el tiempo suficiente como para que supiera la respuesta.

–No lo soy, ¿verdad? –Sarah saltó de la cama y apartó la mosquitera.

–¿Dónde vas?

–No quiero seguir hablando contigo –respondió ella, buscando su ropa en la oscuridad–. Necesito un poco de aire fresco.

Raoul saltó de la cama para ponerse los vaqueros mientras la veía salir de la habitación, enfurecida, y masculló una palabrota cuando tropezó con un zapato. No debería seguirla. Había dicho lo que tenía que decir y prolongar la conversación invitaría a un debate que no llevaría a ningún sitio, pero no podía evitarlo.

La casa era un bloque cuadrado de cemento a la que se accedía por unos escalones que evitaban que se inundase en la época de los ciclones y llegó a su lado cuando estaba en el último escalón.

–Sarah…

–¿Cuál es tu tipo? –le espetó ella, en jarras.

–¿De qué estás hablando?

–¿Qué tipo de mujer te gusta?

–Eso es irrelevante.

–¡Para mí no lo es! –replicó ella, temblando como una hoja. No sabía por qué insistía en ese detalle, Raoul tenía razón, era irrelevante. ¿Qué más daba que le gustasen las morenas altas y ella fuese una rubia bajita? Lo que importaba era que iba a dejarla como si fuera alguien sin importancia cuando Raoul lo era todo para ella.

No quería ni imaginar que unos días más tarde despertaría sola en la cama, sabiendo que no volvería a verlo. ¿Cómo iba a superar eso?

–Tienes que calmarte –dijo Raoul, pasándose una mano por el pelo.

Fuera de la casa era un horno, tanto que podía sentir el sudor corriendo por su espalda.

–Estoy calmada –dijo ella–. ¡Solo quiero saber si lo has pasado bien utilizándome durante estos tres meses!

Sarah se dio la vuelta para dirigirse al claro donde estaban las cabañas circulares de tejados puntiagudos que usaban como colegio para los veinte niños del poblado. Raoul no daba clases; él y dos chicos más hacían un brutal trabajo manual plantando y recolectando.

–¿Qué has hecho, aprovechar la situación? ¿Acostarte conmigo porque no había nadie de tu gusto?

–No digas tonterías –Raoul la agarró del brazo.

–Sé que no soy la mujer más bella del mundo y seguramente tú estarás acostumbrado a modelos –Sarah se mordió los labios, enfadada–. Me pareció raro desde el principio que te fijaras en mí, pero como somos los únicos ingleses, supongo que te venía muy bien.

–No hagas esto, Sarah –dijo Raoul, luchando contra el impulso de cortar la conversación con un beso–. Si quieres saber qué tipo de mujeres me gustan, te lo diré: siempre me han gustado las mujeres que no querían nada de mí. No digo que eso sea bueno, pero es la verdad. Mujeres guapas, pero no como tú…

–¿Qué significa eso? –le preguntó Sarah.

–Que eres joven, inocente, llena de alegría… –Raoul empezó a acariciar su brazo–. Por eso debería haber salido corriendo en cuanto me miraste con esos ojazos verdes, pero no pude hacerlo. Eras todo lo que yo no estaba buscando, pero no me pude resistir.

–No tenías que hacerlo –Sarah soltó su brazo para dirigirse al claro y sentarse sobre un tronco caído que utilizaban como banco.

Su corazón latía como loco y le costaba tanto respirar que no lo miró mientras se sentaba a su lado.

La noche parecía viva con el sonido de los insectos y el croar de las ranas, pero se estaba más fresco allí que en el sofocante dormitorio.

–No te estoy pidiendo que te cases conmigo –empezó a decir, aunque en realidad eso era lo que le gustaría–. Pero tampoco me parece normal que no volvamos a saber nada el uno del otro. Podemos seguir en contacto… para eso están los móviles, el correo electrónico, las redes sociales.

–¿Cuántas veces hemos hablado sobre el desastre de hacer pública tu vida privada?

–Eres un dinosaurio, Raoul –dijo ella, sin poder evitar una sonrisa. Discutían sobre tantas cosas; discusiones divertidas, llenas de risas. Cuando él emitía una opinión era imposible convencerlo de la contraria y Sarah solía tomarle el pelo sobre lo implacable que era. Nunca había conocido a nadie así.

–¿Tú querrías hacer eso?

Si Sarah fuera la clase de chica que se contentaba con ese tipo de comunicación intermitente, no estarían sentados allí, teniendo esa conversación, porque entonces también sería la clase de chica que después de tres meses de relación se despediría sin lágrimas.

Por un momento, se preguntó cómo sería llevarla con él, pero descartó la idea en cuanto se formó en su cerebro. Él era un producto de su pasado y había cosas que no se podían cambiar.

Privado de estabilidad, había aprendido a cuidar de sí mismo desde que era muy pequeño. Ni siquiera recordaba cuándo tomó la decisión de que el mundo no decidiría su destino. Él lo controlaría y la única manera de hacerlo sería usando el cerebro. Vivir en una casa de acogida le había enseñado a ser ambicioso y, sobre todo, a depender solo de sí mismo.

Mientras otros niños lloraban por padres que no se ocupaban de ellos, Raoul había enterrado la cabeza en los libros, aprendiendo a estudiar en medio del caos. Bendecido con una inteligencia fabulosa, había aprobado todo con buenas notas y en cuanto pudo escapar de las restricciones de la casa de acogida había trabajado sin descanso para pagarse la universidad.

Empezando de cero, había tenido que hacer algo más que ser inteligente. Un título universitario no contaba para nada cuando competías con gente que tenía contactos, de modo que había conseguido dos títulos que pensaba usar para llegar donde quería.

¿Y qué sitio podía ocupar Sarah en ese futuro suyo? Él no quería cuidar de nadie y Sarah era la clase de persona que siempre necesitaría que alguien cuidase de ella.

Cuando hablaba de seguir en contacto, lo que en realidad quería era mantener una relación y sería irresponsable por su parte aceptar.

Raoul se levantó abruptamente, poniendo cierta distancia entre ellos porque estar sentado a su lado lo afectaba más de lo que debería.

–¿Y bien? –le preguntó, haciendo un esfuerzo para no tomarla entre sus brazos–. No has respondido a mi pregunta. ¿Te conformarías con seguir en contacto conmigo a través de algún correo ocasional? ¿De verdad puedes pensar que estos tres meses han sido una simple experiencia?

–¿Cómo puedes ser tan cruel? –susurró Sarah.

Raoul no la amaba y no la amaría nunca. ¿Por qué iba a perder el tiempo lamentando la situación? Tenía razón, seguir en contacto solo prolongaría su agonía. Lo que necesitaba era apartarlo de su vida para siempre.

–No estoy siendo cruel, Sarah. Pero tampoco quiero darte falsas esperanzas. Eres muy joven y…

–Tú no eres un viejo exactamente.

–En términos de experiencia, lo soy. Y no soy el hombre que buscas. No serías feliz conmigo…

–Eso es lo que dice un cobarde para escapar de una situación que no le interesa –lo interrumpió ella.

–En este caso, es la verdad. Tú necesitas a alguien que cuide de ti y esa persona no soy yo –Raoul la observó atentamente, preguntándose si volvería a estar en una situación en la que tuviera que justificarse como lo estaba haciendo en ese momento. «Sigue solo», se decía a sí mismo, «y no terminarás en una situación como esta»–. Yo no quiero las mismas cosas que tú.

A Sarah le habría gustado negarlo, pero sabía que era cierto. Ella quería un romance de cuento de hadas y Raoul lo sabía. De hecho, parecía conocerla mejor que nadie.

–No estoy hecho para formar una familia.

–Sí, lo sé –asintió ella–. Pero yo sí quiero todo eso, así que será mejor olvidarme de ti. Tal vez así podré encontrar a alguien que no tenga miedo de comprometerse –añadió, levantándose con piernas temblorosas–. Sería horrible pensar que estoy perdiendo el tiempo queriéndote cuando tú no quieres saber nada del amor.

Raoul apretó los dientes, pero no había nada que decir a eso.

–Dejaré tu ropa fuera del dormitorio porque esta noche voy a dormir sola. ¿Quieres tu preciosa libertad? Pues enhorabuena, la has conseguido.