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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.

LA VERDAD DE SUS CARICIAS, N.º 2218 - marzo 2013

Título original: The Truth Behind His Touch

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2677-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Caroline se abanicó con la guía que agarraba como un talismán desde que había desembarcado en el aeropuerto de Malpensa, en Milán, y miró a su alrededor. En algún lugar, entre los edificios históricos y las elegantes plazas, estaba lo que buscaba. Sabía que debería dirigirse allí sin ceder a la tentación de tomarse una bebida fría y un dulce, pero tenía calor y estaba cansada y hambrienta.

–No tardarás nada –le había dicho Alberto–. Es un vuelo corto, un trayecto en taxi y un corto paseo hasta hallar las oficinas. Pero ¡qué vista tendrás! ¡Espectacular! Hace muchos años que no voy a Milán, pero aún recuerdo el esplendor de la Galería Vittorio.

Caroline lo había mirado con escepticismo y el anciano se había sonrojado, porque aquel viaje no era un paseo turístico. De hecho, tenía que estar de vuelta dos días después.

Debía localizar a Giancarlo de Vito y conseguir que volviera con ella al lago Como.

–Iría yo, querida –había murmurado Alberto–, pero me lo impide mi estado de salud. El médico me ha dicho que descanse todo lo que pueda a causa de mi corazón.

Caroline se volvió a preguntar cómo se había dejado convencer para cumplir aquella misión. La verdad era que el éxito o el fracaso de aquel viaje no era asunto suyo. Ella solo era el mensajero. Le concernía a Alberto; ella era únicamente su ayudante, encargada de realizar una extraña tarea.

Consultó el mapa y echó a andar hacia la calle que había marcado en naranja.

No iba adecuadamente vestida. En el lago hacía más fresco. En Milán, los pantalones se le pegaban a las piernas. Y deseaba haberse puesto una prenda sin mangas en vez de la blusa que llevaba. Y debería haberse recogido el cabello.

Incómoda como se hallaba por el calor y por lo que la esperaba, apenas se fijó en la hermosa catedral al pasar apresuradamente a su lado mientras arrastraba la maleta.

Otra persona de temperamento menos alegre hubiera estado tentada de maldecir a su anciano jefe por haberle encomendado una tarea que sobrepasaba con mucho sus deberes. Pero Caroline era optimista y creía que podría conseguir lo que se esperaba de ella. Tenía una enorme fe en al naturaleza humana. Alberto, por el contrario era el colmo del pesimismo.

Al llegar a su destino observó la antigua fachada de piedra de un edificio de tres plantas, adornada con preciosas esculturas.

Pensó que Giancarlo no podía ser una persona muy difícil si trabajaba en un sitio tan hermoso.

–No puedo decirte nada sobre Giancarlo –le había dicho Alberto cuando ella lo había presionado para que le diera detalles de lo que la esperaba–. Hace muchos años que no lo veo. Podría enseñarte fotos, pero son muy antiguas. Habrá cambiado en todos estos años. Si tuviera un ordenador... Pero un anciano como yo, ¿cómo va a aprender a manejarlo?

–Puedo subir a por mi portátil –le había propuesto ella, pero él lo había rechazado.

–No, no me gustan esos cacharros. Para mí, la tecnología se acaba en la televisión y el teléfono.

Caroline coincidía con él. Utilizaba el ordenador solo para mandar y recibir correos electrónicos.

Así que carecía de detalles sobre Giancarlo, aunque imaginaba que era rico porque Alberto le había dicho que había llegado a ser alguien. Sus sospechas cristalizaron cuando entró en el portal ultramoderno de las oficinas. Si la fachada parecía salida de una guía de edificios medievales, el interior pertenecía al siglo XXI.

No la esperaban, por supuesto. El efecto sorpresa era fundamental, según Alberto, porque, si no, se negaría a recibirla.

Tardó más de media hora en convencer a la elegante recepcionista, que hablaba muy deprisa para que Caroline pudiera seguirla, de que no la echara.

–¿A qué ha venido? ¿La esperan?

–No exactamente.

–¿Se da cuenta de que el señor De Vito es un hombre muy importante?

Caroline, en un titubeante italiano, le presentó varios documentos que la recepcionista estudió en silencio. Las cosas comenzaron a moverse.

Pero tuvo que seguir esperando.

Tres pisos más arriba, Giancarlo, que se hallaba reunido, fue interrumpido por su secretaria, que le susurró algo al oído. Él se quedó inmóvil y cerró los ojos, oscuros y fríos.

–¿Estás segura? –le preguntó. Elena Carli rara vez se equivocaba, por eso llevaba cinco años y medio trabajando para él. Cuando ella asintió, Giancarlo se disculpó y dio la reunión por terminada. Después se dirigió a la ventana.

Así que el pasado, que pensaba haber dejado atrás, volvía. El sentido común le indicaba que rechazara esa intrusión en su vida. Sin embargo, le picaba la curiosidad. En su mundo de riqueza inimaginable y enorme poder, la curiosidad no surgía muy a menudo.

Giancarlo de Vito había conseguido llegar adonde se hallaba gracias a su feroz determinación y a su despiadada ambición. No había podido elegir. Alguien tenía que mantener a su madre y, tras una serie de amantes, el único que había quedado para hacerlo había sido él.

Después de acabar la carrera entró en el mundo de las altas finanzas con tanta habilidad que pronto se le abrieron varias puertas. Al cabo de tres años, ya pudo elegir para quién trabajar. Al cabo de cinco, ya no necesitó trabajar para nadie, sino que otros trabajaban para él. En aquel momento, con poco más de treinta años, era multimillonario, superaba a sus competidores en cada nueva fusión o adquisición y estaba a punto de conseguir una reputación que lo haría intocable.

Su madre había muerto seis años antes en el asiento del copiloto del coche de su joven amante. Como hijo único, debería haberla llorado más, pero su madre había sido una mujer difícil, a quien le gustaba gastar dinero y que resultaba difícil de complacer. A él le desagradaba que pasara de un amante a otro, pero nunca la había criticado.

Giancarlo dejó de recordar con un gesto de impaciencia. Con los pensamientos de nuevo en orden, pidió que hicieran subir a la mujer que lo esperaba.

–Puede subir –la recepcionista hizo una señal a Caroline, que, si por ella hubiera sido, habría seguido sentada en el vestíbulo, con el aire acondicionado, después de las horas de calor sofocante que había pasado–. La señora Carli la esperará cuando salga del ascensor y la conducirá al despacho del señor De Vito.

Caroline se puso un poco nerviosa ante lo que la esperaba. No quería volver con las manos vacías. Alberto no se encontraba bien de salud y el médico le había recomendado mucha tranquilidad.

Caroline siguió a la secretaria, y atravesaron oficinas llenas de ejecutivos que trabajaban y que apenas alzaron la vista cuando pasaron.

Todos iban muy bien vestidos. Las mujeres eran guapas y delgadas, con el pelo recogido y caros trajes de chaqueta.

En comparación, Caroline se sintió gorda, baja y poco arreglada. Nunca había sido muy delgada, ni siquiera de niña. Cuando inspiraba frente al espejo mirándose de lado, casi se convencía de que tenía curvas y era voluptuosa, ilusión que desaparecía cuando se observaba detenidamente. Tampoco tenía el cabello dócil. Nunca lo llevaba como quería. Solo conseguía domarlo un poco cuando estaba mojado. En aquel momento, el calor había hecho que se le rizara aún más, y los mechones se le escapaban de la coleta que se había hecho de cualquier manera.

Elena abrió la puerta de un despacho tan bonito que, durante unos segundos, Caroline no se fijó en el hombre que, junto a la ventana, se volvía lentamente para mirarla.

Lo único que vio fue la antigua y enorme alfombra persa que cubría el suelo de mármol; el papel pintado de seda de las paredes; la librería que ocupaba toda una pared; los cuadros antiguos en las paredes, cuadros no de formas y líneas absurdas e indescifrables, sino de hermosos paisajes.

–¡Vaya! –exclamó impresionada mientras seguía mirando a su alrededor de forma descarada.

Al final, su mirada se posó en el hombre que la observaba, y sintió un mareo al contemplar la imposible belleza de su rostro. El pelo negro, ligeramente largo y peinado hacia atrás, enmarcaba un rostro de sorprendente perfección, de rasgos clásicos y sensuales. Tenía los ojos oscuros e impenetrables. Unos pantalones caros, hechos a medida, le cubrían las largas piernas. Se había arremangado la camisa hasta los codos; tenía los brazos fuertes y bronceados.

Caroline se dio cuenta de que estaba ante el hombre más espectacular que había visto en su vida. Tardó algo más en percatarse de que lo miraba con la boca abierta. Carraspeó mientras trataba de recuperar el control.

El silencio se prolongó hasta que él se presentó y la invitó a sentarse. Su voz correspondía a su aspecto. Era profunda y aterciopelada, y muy fría.

Caroline comenzó a pensar que no parecía un hombre al que se le pudiera convencer de hacer algo que no deseara.

–Así pues... –Giancarlo se sentó y la miró–. ¿Cómo se le ha ocurrido que puede presentarse sin más ni más en mi despacho, señorita...?

–Rossi, Caroline Rossi.

–Estaba en una reunión.

–Lo siento mucho, no quería interrumpirlo. Habría esperado gustosamente hasta que hubiera acabado –sonrió levemente–. De hecho, se está muy fresco en el vestíbulo y me ha venido bien descansar un poco. Llevaba horas caminando y fuera hace un calor sofocante –al ver que él seguía en silencio, se pasó la lengua por los labios, nerviosa.

Él siguió callado.

–A propósito, este edificio es fantástico.

–Vamos a dejarnos de cumplidos, señorita Rossi. ¿Qué hace aquí?

–Me envía su padre.

–Ya lo sé, y por eso está sentada en mi despacho. Lo que le pregunto es por qué. Llevo más de quince años sin tener ninguna relación con mi padre, por lo que me gustaría saber por qué ha enviado de pronto a un esbirro para ponerse en contacto conmigo.

Caroline se sintió invadida por una ira inusual mientras trataba de relacionar a aquel frío desconocido con el anciano por el que sentía un gran afecto. Pero enfadarse no iba a llevarla a ningún sitio.

–¿Y quién es usted? Mi padre no es ningún jovenzuelo. No me diga que ha encontrado una esposa joven para que lo cuide en la vejez –se recostó en la silla y juntó la punta de los dedos–. No muy bonita, desde luego –murmuró mientras la examinaba con insolencia–. Una esposa joven y hermosa no es una buena idea para un anciano, ni siquiera para un anciano rico.

–¿Cómo se atreve?

Giancarlo se echó a reír con frialdad.

–Se presenta aquí sin avisar, con un mensaje de un padre al que hace años borré de mi vida. Sinceramente, tengo todo el derecho del mundo a decir lo que me plazca.

–No estoy casada con su padre.

–Pues la alternativa es incluso más desagradable, y totalmente estúpida. ¿Cómo se ha liado con alguien que le triplica la edad, a no ser que sea por dinero? No me diga que el sexo con él es estupendo.

–¡Es increíble que diga eso! –Caroline se preguntó cómo había podido quedarse boquiabierta por su aspecto cuando era evidente que se trataba de un tipo despreciable–. Mi relación con su padre solo es profesional.

–¿En serio? ¿Y qué hace una joven como usted en una vieja casona junto a un lago, en compañía de un anciano?

Caroline lo fulminó con la mirada. Aún le dolía la forma en la que la había examinado y la había calificado de «no muy bonita». Sabía que no era guapa, pero oírselo decir a un desconocido le había resultado grosero, sobre todo cuando era tan atractivo como el hombre sentado frente a ella.

Tuvo que apretar los dientes para resistir la tentación de agarrar la maleta y salir corriendo.

–¿Y bien? Soy todo oídos.

–No hace falta que sea tan desagradable conmigo. Siento haberle estropeado la reunión, pero no estoy aquí por voluntad propia.

Giancarlo creyó haber oído mal. Nadie se atrevía a acusarlo de ser desagradable. Por descontado que lo pensarían, pero le resultaba chocante oírlo decir, sobre todo tratándose de una mujer. Estaba acostumbrado a que las mujeres se desvivieran por complacerlo.

La examinó detenidamente. No era, ciertamente, una de esas bellezas anémicas que elogiaban las revistas. Y aunque tratara de no demostrarlo, era evidente que el último sitio donde deseaba estar era en su despacho y sometida a un interrogatorio.

Una lástima.

–Supongo que mi padre la ha manipulado para hacer lo que él desee. ¿Es su ama de llaves? ¿Por qué contrataría a un ama de llaves inglesa?

–Soy su secretaria –reconoció Caroline de mala gana–. Conoce a mi padre. El suyo estuvo un año destinado en Inglaterra como profesor universitario; mi padre fue uno de sus alumnos. El suyo fue su mentor y mantuvieron el contacto cuando regresó a Italia. Mi padre es italiano –señaló ella–. No fui a la universidad, pero mis padres pensaron que estaría bien que aprendiera italiano, ya que era la lengua materna de mi padre. Este le preguntó a Alberto si podía ayudarme a encontrar un empleo en Italia para unos meses. Así que estoy ayudando a su padre con sus memorias y también me encargo de la administración de sus asuntos. ¿No quiere saber cómo está? Hace mucho que no se ven.

–Si hubiera querido verlo, ¿no cree que me habría puesto en contacto con él?

–Sí, pero a veces el orgullo nos impide hacer lo que deseamos.

–Si pretende jugar a los psicólogos, ahí tiene la puerta.

–No estoy jugando a los psicólogos –insistió ella–. Solo me parece que... Bueno, sé que cuando sus padres se divorciaron, la situación para usted no debió de ser muy agradable. Alberto no habla mucho de ello, pero sé que cuando su madre se marchó llevándoselo con ella, usted solo tenía doce años.

–¡Es increíble lo que oigo! –celoso de su intimidad, Giancarlo, se negaba a creer que alguien le estuviera hablando de un pasado que había guardado en un armario para después tirar la llave.

–¿Cómo, si no, voy a enfrentarme a esta situación? –preguntó Caroline, desconcertada.

–¡No suelo hablar de mi pasado!

–Pues no es culpa mía. ¿No le parece que es saludable hablar de lo que nos preocupa? ¿Nunca piensa en su padre?

Sonó el teléfono y él le dijo a la secretaria que no le pasara las llamadas. De pronto, lleno de una energía que no parecía poder controlar, se levantó y se dirigió a mirar por la ventana. Después se volvió hacia ella.

Parecía una mosquita muerta: muy joven e inocente. Y parecía que lo compadecía, lo cual lo irritó sobremanera.

–Ha sufrido un infarto –le comunicó ella bruscamente mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Había tenido que llevarlo al hospital y se había enfrentado sola a aquella horrible situación–. Un infarto muy grave. Ha estado al borde de la muerte –abrió el bolso para sacar un pañuelo de papel, pero él le ofreció uno de tela, de inmaculada blancura.

–Perdone –susurró ella–, pero no sé cómo puede quedarse ahí de pie, como una estatua, sin sentir nada.

Lo miró con sus grandes ojos castaños de forma acusadora y Giancarlo se sonrojó, lo cual le molestó porque no tenía motivo alguno para sentirse culpable. No tenía relación con su padre. De hecho, los recuerdos de su vida en la casona junto al lago eran de peleas constantes entre padre e hijo.

Alberto se había casado con Adriana, su joven y bella esposa, cuando estaba a punto de cumplir los cincuenta. Era veinticinco años mayor que ella.

El matrimonio se había prolongado contra todo pronóstico, pero había sido terriblemente difícil para su exigente esposa.

La madre de Giancarlo no se había reprimido a la hora de contarle todo lo que no funcionaba en la relación, en cuanto el niño fue lo suficientemente mayor para apreciar los detalles morbosos.

Alberto era egoísta, frío, mezquino, desdeñoso y probablemente, según su madre, hubiera tenido a otras mujeres si no careciera de las habilidades sociales necesarias para relacionarse con el sexo opuesto. Los había dejado, a ella y a su hijo, sin un céntimo, por lo que ¿era de extrañar que ella necesitara, de vez en cuando, un poco de alcohol y de otras sustancias para animarse?

Había tantas cosas que Giancarlo no podía perdonar a su padre...

Este se había mantenido al margen mientras su delicada madre, sin ningún tipo de preparación académica y con la única baza de su belleza, se había ido degradando de amante en amante en busca de alguno que la quisiera y se quedara con ella. Cuando murió era una sombra de sí misma.

–No tiene ni idea de cómo era mi vida ni de cómo era mi madre –dijo Giancarlo en un tono glacial–. Puede que mi padre se haya ablandado a causa de su mala salud. Pero no me interesa tender puentes. ¿Por eso la ha enviado, porque es un anciano y quiere que lo perdone antes de morir? –se echó a reír con desprecio–. Pues no voy a hacerlo.