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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Penny Jordan

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Venganza, n.º 1297 - septiembre 2016

Título original: The Marriage Demand

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8727-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

DE verdad pensabas que no iba a reconocerte?

Faith se quedó mirando a Nash sin poder dar crédito a sus ojos, impresionada por la desagradable sorpresa que le había causado su inesperada aparición. No entendía cómo podía estar allí, si se suponía que vivía en Los Estados Unidos, donde dirigía el multimillonario imperio que había creado, según había leído en la prensa financiera. Pero no cabía duda de que el hombre que, durante la última década había protagonizado todas sus pesadillas, estaba delante de ella con su impresionante estatura, y exhalando masculinidad por todos los poros de su piel.

–Faith, todavía no conoces a nuestro benefactor, ¿verdad?

Faith no podía creer lo que oía. Lo único que sabía era que aquella impresionante mansión del siglo diecinueve, que le traía tan buenos recuerdos, había sido donada a la institución benéfica para la que trabajaba por sus fideicomisarios. De haber sospechado siquiera que Nash… Faith tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para controlar el temblor que se había apoderado de su cuerpo, y amenazaba con dar al traste con su profesionalidad.

La fundación Ferndown, creada por el difunto abuelo de Robert Ferndown, su jefe, proporcionaba techo a las familias que estaban pasando por dificultades económicas, y poseía varias casas de acogida distribuidas por diferentes partes del país. Cuando Faith vio en la prensa que se necesitaba un arquitecto que trabajara directamente bajo las órdenes del director, deseó con todas sus fuerzas conseguir el trabajo. Su propia infancia difícil le hacía querer ser solidaria con los niños necesitados.

–Faith y yo ya nos conocemos.

Al oír a Nash, Faith se puso muy tensa. Una oleada de miedo y rabia la invadió de inmediato. Temía lo que podía llegar a decir, y sabía que Nash era consciente de ello, y estaba disfrutando de saber que podía hacerle mucho daño. Sin embargo, según acababa de decir su jefe, era el hombre que había donado aquella espléndida mansión a la fundación para la que trabajaba. A Faith le costaba creer que Nash hubiera podido ser capaz de semejante acto de generosidad.

Se dio cuenta de que Robert la estaba mirando, posiblemente esperando que respondiera al comentario de Nash. Sin embargo, no era eso lo que la estaba reduciendo a un manojo de nervios, sino el recuerdo de las penurias a las que había sobrevivido, de lo que había conseguido, y de todo lo que debía a la maravillosa gente que la había apoyado.

Una de esas personas había sido su difunta madre, y la otra… Miró a su alrededor, y le pareció ver en el despacho el rostro amable del hombre que tanto había hecho por ella, y casi pudo ver también… Invadida por una mezcla de pena y culpabilidad, cerró los ojos un instante, y al abrirlos se negó a mirar a Nash, porque estaba segura de que estaba esperando a que lo hiciera para poder herirla con su hostilidad.

–Fue hace mucho tiempo –respondió a Robert con voz ronca–. Unos diez años.

Faith pudo sentir correr el miedo por sus venas, como si se tratara de un veneno mortal que la inmovilizaba, haciendo que se sintiera incapaz de protegerse a sí misma mientras esperaba a que le cayera el primer golpe.

Sabía que a Robert le había decepcionado el poco entusiasmo que había mostrado cuando dejó por completo en sus manos la conversión de Hatton House.

–Es ideal para nuestros proyectos –le había dicho él con entusiasmo–: tres plantas, mucho terreno alrededor y unos establos que pueden convertirse en una ampliación de la casa.

Por supuesto no podía, de ninguna manera, decirle cuál era la verdadera razón de su falta de entusiasmo ante el proyecto que le presentaba su jefe. Ya no haría falta, porque estaba segura de que Nash no tardaría en contárselo todo.

El sonido agudo del teléfono móvil de Robert la sacó de sus pensamientos. Mientras respondía a la llamada, su jefe le dedicó una cálida sonrisa.

Robert no había disimulado en ningún momento el interés que sentía por ella, y había procurado que lo acompañara a todos los eventos sociales a los que asistía en calidad de portavoz de la fundación. De momento, su relación era meramente profesional, aunque Faith estaba convencida de que no tardarían en tener una cita…. por lo menos lo había estado.

–Lo siento –se disculpó Robert cuando dejó de hablar por teléfono–, pero tengo que regresar a Londres. Al parecer han surgido problemas con la conversión de Smethwick House. De todos modos, estoy seguro de que Nash cuidará de ti, Faith, y te enseñará la casa. No creo que pueda regresar esta noche, pero mañana seguramente sí.

Y se marchó antes de que Faith tuviera tiempo de protestar, dejándola a solas con Nash.

–¿Qué te pasa? –le preguntó enseguida con brusquedad–. Déjame adivinarlo. No creo que se pueda dormir con sentimiento de culpabilidad, aunque tú pareces haberlo conseguido con facilidad. Tal vez con la misma con la que te has acostado con Ferndown, a juzgar por las apariencias. Pero bueno, después de todo, nunca te preocupó mucho la moralidad, ¿verdad Faith?

Faith no habría podido decir qué sentía con más intensidad en aquel momento, si dolor o rabia al oír las duras palabras de Nash. Su primera reacción habría sido defenderse, pero sabía por experiencia, que no le habría servido de nada.

–No hay nada de lo que me tenga que sentir culpable –fue lo único que consiguió decir al final.

La dura mirada que le dirigió Nash le hizo darse cuenta de inmediato de que había pronunciado las palabras erróneas.

–Tal vez consiguieras convencer al Tribunal de Menores, Faith, pero me temo que yo no soy tan fácil de convencer. Además, ¿no se dice que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen?

Al oírle decir aquello, Faith se puso tan nerviosa, que empezó a sentir un repentino picor en la cabeza, cubierta por una hermosa melena de color miel. Cuando visitó por primera vez Hatton House, Nash bromeó con su pelo, diciéndole que aquellas hebras de color dorado eran producto de la química, pero tras pasar Faith el verano en Hatton, el muchacho se dio cuenta de su error, ya que tanto el cabello de Faith como sus hermosos ojos azules eran herencia de su padre, de nacionalidad danesa, al que nunca había llegado a conocer, ya que se había ahogado durante la luna de miel mientras trataba de salvar a un niño.

Faith estaba segura de que la dolencia cardíaca que había terminado con la vida de su madre, había sido fruto del dolor que le había causado la muerte de su marido.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó furiosa a Nash. Le daba igual lo que pensara, ella no había…

De repente, se sintió atormentada por los recuerdos, a pesar de todos sus esfuerzos por mantenerlos alejados. Había sido en aquella misma habitación donde había conocido a Philip Hatton, el padrino de Nash, y allí también donde lo había visto por última vez, sentado en una silla de ruedas con una parálisis parcial, fruto de un infarto que más tarde le había causado la muerte.

Faith se estremeció. Era como una pesadilla que aquellos recuerdos, que se remontaban a diez años atrás, amenazaran con agobiarla de nuevo.

–Ya has oído a tu jefe.

Faith se estremeció al notar el tono desafiante con que había pronunciado la palabra «jefe». Consiguió contenerse, y no responderle, pero el dolor que le produjeron los recuerdos le oscurecieron los ojos. Unos recuerdos que se remontaban a cuando tenía quince años, y se suponía que era demasiado joven como para conocer el significado del amor de verdad. A esa edad debería haber sentido como mucho un capricho del que reírse de adulta.

–Como representante legal de la herencia de mi padrino, he tomado la decisión de donar Hatton House a la fundación Ferndown. Después de todo, sé muy bien lo beneficioso que es para los niños, independientemente de su procedencia social, estar en este tipo de ambiente.

Nash frunció el ceño, y apartó la mirada de Faith. Había pensado que estaba preparado para aquel encuentro, que podría mantener sus reacciones bajo control, pero la impresión de ver a aquella muchacha de quince años convertida en una mujer, sin duda admirada y deseada por Robert Ferndown y tantos otros idiotas ilusos, estaba amenazando con quebrar sus defensas.

Tener que reconocer cuánto lo perturbaba Faith, y que la vieja herida amenazaba con volverse a abrir, le producía una tremenda irritación. Sabía que durante la última década se había ganado a pulso la reputación de ser un buen hombre de negocios, además de un soltero empedernido.

Cerró los ojos un momento, tratando de controlar la rabia que lo estaba invadiendo y amenazaba su racionalidad. Había esperado mucho tiempo aquello… que la vida, que el destino dejara a Faith en sus manos. Y ahora que había ocurrido…

–¿De verdad pensaste que ibas a salirte con la tuya, Faith? –preguntó Nash, tras respirar profundamente–. ¿Que no ibas a pagar por lo sucedido? ¿Le has contado a Ferndown quién eres, y lo que hiciste?

Se lo preguntó con tanta agresividad que a Faith le costó respirar.

–Por supuesto que no lo has hecho –se respondió Nash a sí mismo, con un tono de voz cargado de desprecio–. De haberlo hecho, la Fundación no te habría contratado, por mucho que Ferndown te «admire», como es evidente. ¿Te acostaste con él antes de conseguir el trabajo, o le hiciste esperar hasta después?

Al oírle decir aquello, Faith dejó escapar un gemido lastimero, más de dolor que de sorpresa, pero Nash no se compadeció.

–¿Se lo has dicho? –volvió a preguntarle.

Incapaz de mentir, pero también de articular palabra, Faith negó con la cabeza. La mirada de triunfo que vio en los ojos de Nash confirmó todos sus temores.

–Por supuesto que no lo has hecho –dijo Nash, tras dirigir a Faith otra de sus sonrisas intimidantes. Faith se estremeció, pero se prometió a sí misma que no iba a permitir que la atormentara–, por lo que he oído a tu jefe me ha dado la impresión de que te las arreglaste para omitir ciertos hechos en el currículum que enviaste a la Fundación.

Faith sabía perfectamente a qué se refería. Con la boca seca por la tensión, luchó con todas sus fuerzas para no dejar que se diera cuenta de lo asustada que estaba.

–No tenían relevancia –respondió ella.

–¿Así que no tiene relevancia el hecho de que estuvieran a punto de condenarte por robo? ¿De que fueras responsable de la muerte de un hombre? ¡No te muevas de ahí! –gritó Nash, al ver que Faith, que ya había perdido el control sobre sus emociones, trataba de marcharse.

–¡No me toques! –gritó Faith, al sentir los dedos de Nash en la delicada piel de su brazo.

–¿Que no te toque? –repitió Nash–. Eso no es lo que me solías decir, Faith. Solías rogarme que te tocara… suplicarme…

–Tenía quince años… No era más que una niña –trató de defenderse, temblorosa–. No sabía lo que decía… lo que hacía…

–¡Mentirosa! –la contradijo Nash, violentamente, al tiempo que la agarraba por la garganta para obligarla a mirarlo.

Al sentir los dedos de Nash en el cuello, a Faith le invadieron los recuerdos, y empezó a temblar, pero no de miedo, sino por un sentimiento que creía haber dejado atrás hacía muchos años. Recordó todas las veces que había deseado que Nash la tocara, el verano que lo había conocido; cuántas veces había fantaseado con que la tenía atrapada como en aquel momento, imaginado el roce de sus dedos, el brillo salvaje de aquellos ojos mientras buscaba los suyos, y su cuerpo duro de tanto desearla.

Volvió a estremecerse al recordar lo ingenua que había sido. Se había creído enamorada de Nash, y había sentido por él toda la intensa pasión de ese amor, deseando entregarse a él por completo; sufriendo por él con el ardor y la inocencia de la juventud.

–No sabes lo que dices –la había rechazado él cuando había tratado de hacerle partícipe de cómo se sentía, y lo que deseaba.

–Entonces enséñame tú –le había respondido ella con descaro, añadiendo después apasionadamente–: bésame, Nash.

Nash se estremeció al oír las palabras que Faith, como haciéndose eco de sus propios pensamientos, acababa de susurrar sin querer. ¿Que la besara? Nash se preguntó a qué estaría tratando de jugar. Empezó a apartarle la mano del cuello, pero entonces ella volvió la cara, y sus labios le rozaron los dedos.

Faith dio un respingo al sentir la cálida textura de la piel de Nash; oyó el sonido que emitió su garganta, y se dio cuenta de que la distancia que los separaba se acortaba, hasta que sintió la dureza de su masculinidad contra su sorprendida feminidad. Con la mano sujetándola por la nuca, la aprisionó contra él, y la besó con pasión.

Nash sintió en todo el cuerpo la impresión que le causaba lo que estaba haciendo. Notaba la vulnerabilidad de Faith apretada contra él, todas sus curvas femeninas, su boca suave y cálida. Se dio cuenta de que el deseo de tocarla, de rendirse a ella estaba debilitando su voluntad. Pero el único propósito de su presencia allí era cerciorarse de que se hacía justicia, asegurarse de que se la castigaba por el crimen que había cometido. Se lo debía a su padrino, y sin embargo allí estaba…

Al sentir la respuesta de Faith, se estremeció, obligándose a recordar que la muchacha inocente que había creído que era como un estúpido, nunca había existido, y la mujer en que se había convertido sabía perfectamente lo que hacía y el efecto que estaba causando en él. Pero, a pesar de que se estaba obligando a recordarlo, no pudo evitar responder a la pasión del beso de Faith, a la invitación de sus labios entreabiertos.

Cuando Faith notó el ardiente empuje de la lengua de Nash, tratando de abrirse paso entre sus labios, buscando la intimidad de su boca, acariciándole sensualmente la suya, sintió que se ahogaba entre oleadas de deseo, un deseo que la llenaba, que la hacía descender a un lugar de profunda y oscura suavidad aterciopelada, a un lugar caliente y peligroso de salvaje sensualidad, a un lugar donde Nash y ella…

¡Nash y ella!

De repente, Faith se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se separó bruscamente de Nash. Su rostro enrojecido delataba la angustia y la confusión que sentía. Al reflexionar sobre lo que había sentido en sus brazos y la tremenda distancia que ahora los separaba, se dio cuenta de que lo había besado como si fuera aún una adolescente enamorada del hombre que él había sido.

Al mismo tiempo que Faith se había apartado bruscamente de Nash, él había retrocedido. Lo vio respirar agitadamente, y no pudo evitar estremecerse al darse cuenta de la mirada de desprecio que le había dirigido.

–Pierdes el tiempo empleando estas tácticas conmigo, Faith –le oyó decir con cinismo–. Tal vez te funcionen con otros hombres, pero yo sé cómo eres de verdad…

–¡Te equivocas! No tienes derecho…

–En lo concerniente a nosotros, será mejor que no hables de derechos, Faith –la interrumpió Nash, furioso consigo mismo por lo que acababa de hacer, por no recordar qué tipo de persona era ella.

Faith se mordió el labio inferior.

–Mi padrino tenía derecho a que se respetara la confianza que había puesto en ti –continuó Nash–. Y también tenía derecho a que se hiciera justicia por su muerte.

–Yo no tuve la culpa –se defendió Faith, temblorosa–. No puedes… no puedes obligarme a… –iba a decir a admitir algo que no había hecho, pero Nash la interrumpió.

–¿Qué es lo que no puedo hacer, Faith? –le preguntó furioso–. ¿No puedo hacerte pagar? Bueno, me parece que ya te darás cuenta de que sí puedo hacerlo. Ya has admitido que mentiste por omisión en el currículum que enviaste a la Fundación Ferndown. Dada su conocida moralidad, sabes perfectamente que jamás te habrían contratado de haber conocido la verdad. No estoy tratando de decir que Ferndown no se habría acostado contigo de todos modos, pero desde luego te habría ofrecido otro tipo de condiciones laborales.

–No me llegaron a condenar –trató de defenderse Faith, desesperadamente. Le parecía estar viviendo una pesadilla. Nunca hubiera pensado que algo así pudiera llegar a sucederle. Por supuesto, había sabido siempre que Nash la culpaba, y la odiaba, pero no hasta el punto de querer castigarla por pensar que la ley no lo había hecho. Sintió que el pánico se apoderaba de ella.

–No lo hicieron, ¿verdad? –le dijo Nash, dirigiéndole una desagradable mirada.

Faith trató de tragar saliva, pero tenía la garganta seca y le dolía. Alguien había intercedido en su favor, suplicado que fueran clementes con ella, ganándose la simpatía del tribunal de menores, hasta el punto de que su sentencia fue suspendida temporalmente.

Nunca supo quién era aquella persona, y nadie podría siquiera hacerse una idea de lo pesada que le había resultado la carga de la culpa que en aquel momento estaba negándole a Nash. Nadie… y menos el hombre que se estaba enfrentando tan cruelmente a ella en aquel momento, amenazándola.

–Sabías que iba a venir –fue lo único que Faith consiguió a decir, luchando contra la sequedad de su garganta.

–Sí, lo sabía –le respondió Nash con frialdad–. Has sido muy astuta al decir que no tenías ningún familiar ni amigo que pudiera dar referencias tuyas, y dar el nombre de tu tutor en la universidad, un hombre que solo conocía tu vida a partir de la muerte de mi padrino.

–Lo hice porque no había nadie más –respondió Faith, cortante–, no por astucia. Mi madre era el único familiar que me quedaba y… y murió

Se detuvo, incapaz de seguir hablando. Su madre había perdido la batalla que llevaba librando muchos años contra su enfermedad cardíaca dos días después de que Faith se enterara de la muerte de Philip Hatton, por lo que no había podido asistir al funeral de su benefactor.

–Bueno, pues parece que tu tutor te tenía en gran consideración, Faith –continuó diciendo Nash con una sonrisa de desprecio en los labios–. ¿Te ofreciste a él del mismo modo en que has hecho conmigo?

–¡No! –exclamó asqueada. El comentario la había abrumado demasiado como para ser capaz de controlarse, impidiéndole darse cuenta del destello que había brillado en los ojos de Nash, antes de volverse al notar que entraba alguien en el estudio.

Se trataba de la gobernanta, pero para alivio de Faith no era la misma de hacía diez años. La miró con frialdad, y se dirigió a Nash.

–He preparado para usted la habitación de siempre, señor Nash, y para la señorita la que me indicó. He dejado una cena fría en el frigorífico, pero si desea que venga a preparar la cena, mientras esté usted aquí…

–Gracias, señora Jenson, pero no será necesario.

Faith vio alejarse a la gobernanta con el corazón encogido. Se había dado cuenta de la hostilidad que le había mostrado, pero en aquel momento tenía cosas más importantes de que preocuparse.

–¡No puedes quedarte aquí! –susurró muy pálida, enfrentándose a Nash.

Al ver la sonrisa que él le dedicaba la sangre se le heló en las venas.

–Claro que puedo. De hecho, puse como condición para la entrega de la casa a la Fundación que se me permitiera supervisar la reforma. Ellos lo entendieron perfectamente, sobre todo teniendo en cuenta que iba a llevarla a cabo una joven arquitecta sin experiencia.

–Pero, yo también voy a alojarme aquí… Tengo que hacerlo. No me puedes hacer esto –protestó–. Es…es acoso –lo acusó, furiosa–. Es…

–Justicia –sentenció Nash con suavidad.

Capítulo 2

 

HE dado instrucciones a la señora Jenson para que te aloje en tu antigua habitación.

Faith recordó las palabras retadoras de Nash, y se abrazó el cuerpo como tratando de protegerse a sí misma de él. Sabía que había esperado una reacción hostil por su parte, pero no se había molestado en responderle. No iba a consentir que manipulara ni sus acciones, ni sus emociones.

Su antigua habitación.

Pensativa, Faith se acercó a la ventana, y contempló el jardín.

En otros tiempos, aquella habitación había sido una de las dedicadas a los niños. El arquitecto le había dado forma de torreón y, a los quince años, Faith se imaginaba a sí misma como una princesa de cuento de hadas disfrutando de la soledad de su torre privada.