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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sandra Marton

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Historia de un reencuentro, n.º 1481 - julio 2018

Título original: The Borghese Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-636-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

En Italia estaban a la mitad del verano más caluroso que se recordaba. Aquella última semana de julio, según decía la gente, entraría en los récords como una de las más calurosas de la historia.

Para Dominic Borghese la última semana de julio era memorable; llevaba cinco años siéndolo.

Dominic sacó unas gafas de sol del visor de su Ferrari rojo cereza y se las puso, mientras conducía a cierta velocidad por la estrecha carretera de las colinas toscanas.

Había cometido errores en su vida; para reconocer eso no había sido demasiado orgulloso. Un hombre no se formaba de la nada como había hecho Dominic sin errar un juicio, pero el recuerdo y la sucesión de errores de aquella última semana de julio de hacía cinco años no lo abandonaban.

Uno de ellos trataba de un préstamo que jamás debería haber hecho.

El otro, de una mujer.

De los dos errores, el préstamo era el más fácil de zanjar. De hecho, esa mañana iba de camino a ello. Llevaba años fastidiado por haber accedido a conceder aquel préstamo; pero no por el dinero en sí, sino por las condiciones con las que lo había firmado.

Dominic no tenía ningún interés en adquirir la compañía que la marchesa del Vecchio había montado como garantía. Era una mujer mayor; y Dominic había aceptado su oferta en lugar de darle simplemente la cantidad que ella le había pedido porque sabía que su orgullo no le dejaría aceptar su dinero de otra manera.

En ese momento, gracias a sus contables y a algunas pesquisas discretas, sabía que ella no podría pagarle la deuda. De modo que encontraría el modo de decirle que haría borrón y cuenta nueva cuando la viera en menos de una hora. Si eso la hería en su aristocrático orgullo, que así fuera.

Dominic pisó el acelerador. El otro error, que había cometido a principios de esa misma semana cinco años atrás, era imposible de rectificar.

Estaba en Nueva York en viaje de negocios y había asistido a una gala benéfica, donde salió a la terraza a tomar el aire y escapar de las fotos, de las conversaciones incongruentes y de las mujeres operadas… Y en menos de una hora estaba en su apartamento haciendo el amor con una mujer sin nombre, una mujer con el rostro bello, la voz suave y un deseo tan ardiente como el suyo… Una mujer que se había deslizado de su cama mientras dormía.

Jamás había vuelto a verla. Y jamás la había olvidado.

Dominic se puso tenso. Era tan estúpido seguir pensando en ella; pero sabía el porqué. Había sido un misterio esa noche, un misterio rubio de ojos azules vestida de seda blanca; un misterio que se había negado a darle su nombre mientras él la tomaba entre sus brazos, diciéndole que aquello era sólo un sueño y que así debía quedarse.

¿Cómo podía un hombre olvidar un misterio?

Aún recordaba el sabor de su boda, el aroma de su piel, el tacto de su cuerpo.

Sin duda una estupidez. Si tan sólo pudiera desterrar el recuerdo de esa mujer de su pensamiento con la misma facilidad que iba a saldar la deuda con la marquesa…

Dominic suspiró. Para un hombre que había empezado con todo en contra suya, no estaba tan mal. Sin duda podría vivir con ello.

Se relajó un poco. Estiró las piernas y aflojó un poco la mano del volante. No tenía sentido ni siquiera pensar en la mujer. Era distinto pensar en la marquesa. En media hora estaría en su palazzo y aún no había ideado un modo fácil de decirle que no quería su dinero; ni siquiera tenía interés en la empresa que ella había montado como fianza.

Sólo de pensar en ello sonrió; si aquéllos con los que hacía negocios supieran lo que estaba planeando, jamás lo creerían.

A sus treinta y cuatro años, Dominic era el amo del mundo, o al menos eso decía la gente. Los hombres que habían llegado a la cima con mucho trabajo, como él, lo admiraban. Los que eran ricos por herencia en lugar de sacar su primer millón sudando en una mina de esmeraldas en Brasil le sonreían, pero a sus espaldas lo difamaban. Sólo que a Dominic le importaba muy poco. Sólo un idiota juzgaría a un hombre por su sangre.

Podía remontarse a su madre alcohólica que había elegido aquel apellido porque supuso que Dominic había sido concebido una noche oscura cerca de los muros de Villa Borghese.

A los doce años la sórdida historia le había resultado dolorosa. A los treinta, cuando se había dado cuenta de que había ganado más dinero del que sus detractores ganarían en toda la vida, la historia había perdido importancia. El rumor más reciente apuntaba a que era descendiente de la relación ilícita entre un príncipe romano y una criada. A Dominic le parecía divertida.

Los rumores no podían tocar ni sus riquezas ni su poder, y desde luego no ahuyentaban de su cama a las mujeres.

Siempre eran bellas, muchas veces famosas, y nunca aburridas; a Dominic le gustaban las mujeres inteligentes, y la mayoría tenían su profesión y sus propias metas. Dominic lo prefería así, puesto que no tenía intención de comprometerse. Aún no. La edad de treinta y cinco siempre le había parecido la adecuada para buscarse una esposa que quedara bien agarrada de su brazo, que se ocupara de que su hogar fuera un lugar tranquilo y respetado y que le diera un heredero. Un hijo que pudiera hacer legítimo el apellido Borghese. Riqueza, poder y legitimidad. ¿Qué más podía pedírsele al hijo bastardo de una prostituta?

Pero aún no.

Aún le quedaba un año para los treinta y cinco, y pensaba continuar disfrutando de su libertad, además de contemplar la idea de que sus hombres buscaran a la mujer con la que había estado aquella calurosa noche de julio en Nueva York…

–Maldita sea –murmuró Dominic mientras pisaba el acelerador.

Debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos. En encontrar el modo de decirle a la marquesa que no quería que le devolviera los tres millones de dólares que le había prestado sin herirla en su orgullo.

Era una suma importante de dinero y él no era un banco, que era precisamente lo que le había dicho a la mujer el día que había ido a verlo a su despacho.

Le había dicho algo que toda Italia sabía desde hacía unos cientos de años. El dinero de los del Vecchio provenía de fincas a las afueras de Florencia y de un negocio propiedad de la familia llamado La Farfalla di Seta. El negocio había arrancado en el siglo quince a manos de la tercera Marquesa del Vecchio, cuyo marido se había jugado su fortuna y la había dejado sin blanca. Esa marquesa y sus hijas habían sido educadas en el fino arte de la costura y el bordado, tal y como era lo propio de las damas de la época, y consiguieron mantener su casa y sus sirvientes fabricando lencería de seda fina y encaje. La bordaban a mano, y los precios eran exclusivos.

Aún seguían siéndolo. Dominic lo sabía por experiencia propia. La lencería de La Farfalla di Seta era un regalo muy apreciado por las mujeres bellas.

–He oído hablar de ella.

–La Mariposa de Seda –dijo la marquesa con desagrado–. Así es como se la conoce en América, donde nuestro negocio está localizado ahora. Pero no me gusta ese nombre. El nuestro es un negocio de familia antiguo y respetable, cuyas raíces están en Florencia. Pero no soy tonta, signore. Sé que es el gusto americano el que impera en el mundo. Me guste o no, aquéllos que quieran triunfar deben acatar.

–Por favor, llámeme Dominic. Y dígame por qué ha venido, marchesa.

La mujer fue directamente al grano.

–La Mariposa de Seda es mi bien más preciado.

–¿Y?

–Necesito seis billones de liras.

–¿Tres millones de dólares americanos? –Dominic pestañeó–. ¿Cómo dice?

–Mi nieta, que dirige el negocio, me dice que nos enfrentamos a una dura competencia. Necesitamos modernizarnos desesperadamente, mudarnos de donde llevamos ya cincuenta años a otro local. Me dice que…

–Le dice muchas cosas esa nieta suya –dijo Dominic con cierta sorna–. ¿Está segura de que tiene razón?

–No he venido a que me dé consejo, signore.

–Dominic.

–Ni tampoco a que cuestione las decisiones de mi nieta. Lleva varios años a cargo de La Farfalla di Seta. Más aún, yo la eduqué tras la muerte de sus padres. Es lo bastante italiana para entender la importancia de la empresa para nuestra famiglia, pero al mismo tiempo lo suficiente americana para comprender la importancia de continuar en el negocio, lo cual no podremos hacer si no recibimos una inyección de capital. Por eso he venido, signore; como he dicho, necesito seis billones de liras.

En ese momento sonó su línea privada de teléfono; seguramente sería Celia, su secretaria.

–Entiendo –dijo mientras descolgaba y colocaba la mano sobre el auricular–. Bueno, ojalá pudiera ayudarla, marchesa, pero no soy un banco. Y como estoy segura de que se dará cuenta, mi tiempo…

–Es valioso –le soltó la anciana–. Igual que el mío.

–Por supuesto, perdóneme, pero esta llamada…

–La llamada es de ese perro guardián que tiene a la puerta, signore, y haré lo posible para no llevarle cinco minutos más de su maravillosa mañana.

Dominic no recordaba la última vez que alguien le había hablado de ese modo. Aquéllos que iban a pedirle un favor se arredraban ante él, aunque fuera metafóricamente. El temperamento fuerte e irritable de la marchesa era como un soplo de aire fresco.

Dominic se llevó el teléfono a la oreja, le pidió a Celia que atendiera todas sus llamadas y colgó.

–¿Por qué ha venido a mí a pedirme dinero, marchesa? Como he dicho, no soy un banco.

Su respuesta fue contundente.

–He estado en los bancos. Me han denegado el préstamo.

–¿Por qué?

–Porque son lo bastante estúpidos como para no pensar que una empresa pequeña pueda tener éxito; porque creen que ya las mujeres no se gastarían cientos de dólares en una prenda de ropa interior, o porque creen que mi nieta no debería cargar sola con la responsabilidad de La Mariposa de Seda.

–¿Y cree usted que están equivocados?

–Lo sé –respondió la marquesa con impaciencia–. Las mujeres siempre anhelarán cositas caras. Y si no se las compran ellas, los hombres se las comprarán.

–¿Y su nieta? ¿Tan capaz la cree de dirigir La Mariposa de Seda?

–Mi nieta es licenciada en Ciencias Empresariales por una universidad americana. Es lista, tiene tesón y es capaz de hacer todo lo que se le meta en la cabeza. Es como yo.

–De acuerdo –dijo–. Quiere que le preste el dinero. Dígame por qué debo hacerlo.

–Borghese Internacional ha adquirido recientemente una marca de moda francesa.

Dominic se quedó impresionado. La noticia de la fusión aún no era de conocimiento público.

–¿Y bien?

–Y seguramente verá los beneficios que se pueden sacar de incorporar nuestro nombre y nuestra clientela bajo un solo patrocinio –empezó a decir la marquesa con impaciencia.

–¿Entonces, usted quiere venderme?

–¿Está sordo? No. No quiero vendérsela ni a usted ni a nadie. Estoy hablando de un préstamo. Sólo un préstamo.

Dominic sacudió la cabeza con confusión.

–Repito, marchesa, que no soy un banco.

–Debo reconocer que lo que estoy pidiéndole conlleva cierto riesgo.

–¿Y?

–Y por la cortesía de darme el préstamo, le daré un cinco por ciento del interés de La Mariposa de Seda.

Dominic no dijo nada, el cinco por ciento de una empresa en declive era una oferta ridícula, pero era demasiado educado para decirle nada.

–Si no pudiera pagarle… –la marquesa aspiró hondo–. Si ocurriera algo tan poco probable, se convertiría en el único dueño de La Farfalla di Seta. Y su casa de modas francesa podría fabricar su ropa utilizando nuestro nombre.

La anciana se arrellanó en el asiento, pero él vio que le temblaban las manos. Por primera vez se dio cuenta de lo que le había costado ir hasta allí. Tenía que estar muy desesperada.

Su equipo le confirmaría al día siguiente lo que él ya sabía. La marquesa estaba en quiebra, y lo que le estaba ofreciendo a cambio de los tres millones de dólares probablemente no valdría ni la mitad de ello. Sabía que debía decírselo, pero para ser un hombre de quien se decía que no tenía corazón, no era capaz de hacerlo de modo tan directo.

–He oído que es un hombre a quien le gusta arriesgar. ¿No es así como empezó su fortuna, signore Borghese? ¿Arriesgándolo todo, incluida su propia vida, en un proyecto que era tan peligroso como tonto? –sonrió y él vio el atisbo de la chica que debía de haber sido en el pasado–. No pierde nada, Dominic. Soy yo la que debo arriesgarme esta vez, no usted.

Al oír eso, Dominic se había levantado de su asiento y había ayudado a la mujer a hacer lo mismo.

–Hecho –le había dicho–. Tres millones de dólares americanos.

La marquesa había sonreído, le había dado la mano y no había vuelto a verla ni a oír nada de ella hasta que el día anterior lo había llamado a su despacho a invitarlo a comer. Había estado a punto de rechazar, pero entonces había recordado el informe que confirmaba sus sospechas de que no podría devolverle el préstamo para cuya devolución sólo restaban tres días, y por ello le había dicho que aceptaba encantado.

A unos metros de él unas verjas de hierro forjado cortaban una carretera estrecha. Había llegado al palazzo y aún no sabía cómo decirle a la marquesa que no quería que le devolviera el dinero sin herirla en su orgullo.

Dominic aminoró la velocidad del Ferrari, miró hacia la cámara colocada en lo alto de un ciprés y esperó mientras la verja se abría despacio.

Una hora después, mientras tomaban un espresso servido en vajilla del siglo dieciséis, entendió que su plan estaba abocado al fracaso. La marquesa había evitado cortésmente hablar de negocios hasta después de la comida. En ese momento, a la primera referencia que él le había hecho a los impuestos, a los beneficios y a las pérdidas, ella había hecho un gesto desdeñoso con la mano.

–Dejémonos de rodeos, signore, y vayamos al grano. Como probablemente ya sospechará, no puedo devolverle el dinero que le debo.

Dominic asintió.

–Lo sospechaba, sí. Pero no es un problema.

–No, no lo es. Teníamos un trato. La Mariposa de Seda –su postura era digna, pero el temblor de su voz la delató.

Marchesa, por favor, escúcheme. No puedo…

–Puede. Y debe. Ese fue nuestro trato.

Dominic se pasó la mano por la cabeza.

–Los tratos pueden cambiar.

–Entre las personas de honor, no –dijo con frialdad–. Y ambos lo somos. Los del Vecchio no aceptamos caridad.

–No. Desde luego que no. Sólo quería…

–Quería renegar de los términos de nuestro trato.

–No. Sí. Maldita sea, marchesa

–No es necesario recurrir a un lenguaje profano, signore.

Dominic se puso de pie.

–No estoy recurriendo sino a la lógica. Sin duda se dará cuenta.

La marquesa levantó la cabeza. Sus ojos, todavía de un azul vibrante, lo dejaron clavado en el sitio sin misericordia. Aquel tono tan vivo le hizo recordar algo. ¿Dónde había visto antes un tono similar?

–Lo que veo –dijo ella– es que lo juzgué mal. Pensé que era una persona de honor.

Dominic se puso tenso.

–Si fuera usted un hombre –le dijo en tono suave–, jamás le dejaría que me dijera una cosa así.

–Entonces no intente evitar adaptarse a nuestro trato.

Dominic miró a la mujer de rostro altivo, murmuró algo entre dientes y comenzó a pasearse por el comedor. Se paseó de un lado a otro tres veces antes de volverse de nuevo hacia la marquesa.

–No sería un hombre de honor si me quedara con La Mariposa de Seda. Tal vez no lo vea usted así, pero así es.

La marquesa suspiró.

–Supongo que entiendo sus razones. Accederé a un cambio de los términos.

–Excelente –Dominic fue a besar la mano de la anciana–. Y ahora, si me permite, el viaje de vuelta es largo y…

–Debe reconocer –lo interrumpió la marquesa en tono suave–, que La Mariposa de Seda sería una ampliación excelente a su grupo de moda francés.

–Sí, sí, estoy de acuerdo. Seguramente habría sido así. Pero…

La mujer pegó con el bastón contra el suelo, tal y como había hecho en el despacho de Dominic cinco años atrás. Una criada apareció tan rápidamente que Dominic pensó que debía de haber estado esperando en el pasillo, y se apresuró hasta ellos con un marco de plata en la mano.

–¿Durante todo este tiempo –dijo la marquesa mientras la criada se marchaba–, se le ha ocurrido alguna vez conocer a mi nieta?

–¿Y por qué iba a ocurrírseme? Me dijo usted que ella era más que capaz de dirigir La Mariposa de Seda.

–Y lo es –la marquesa observó la foto que tenía entre las manos y sonrió–. Aun así, esperaba que usted y Arianna se hubieran conocido –lo miró a los ojos–. Estoy segura de que la encontrará muy atractiva.

Dios, ¿adónde llegaría todo eso? La marquesa volvió la fotografía hacia él. En ese mismo instante Dominic sintió que la sangre se le helaba en las venas. Estaba mirando una cara que había visto antes, una cara que después de cinco años aún lo obsesionaba en sueños. Sus cabellos eran del color de la luz del sol; sus pómulos elegantes; una boca en forma de corazón y unos ojos de un tono azul que rápidamente reconoció como los de la marquesa.

De algún modo consiguió respirar de nuevo.

–¿Quién es esta?

–Pues mi nieta Arianna, por supuesto.

Arianna. El nombre le iba a la mujer. Dominic estaba aturdido. Necesitaba respirar aire puro.

Marchesa, creo que… Me parece que debería irme… Debo marcharme. Se hace tarde y el viaje de vuelta a Roma es…

–Largo. Por supuesto. Pero sin duda querrá oír el modo en que propongo que zanjemos nuestro trato.

–Ahora no. En otro momento. Mañana, o al otro día, pero…

–¿Pero qué? Mi Arianna es preciosa. Sin duda se dará cuenta.

–Sí, lo es, pero…

–Es lista, sana y está en edad de tener hijos.

–¿Cómo? –Dominic soltó una risotada–. Marchesa, por el amor de Dios…

–Usted no es un niño, ni ella tampoco. ¿No quiere usted tener hijos? ¿No quiere fundar una dinastía? –la marquesa alzó la cabeza–. ¿O continuar una tan antigua como la mía o la de Arianna?

Dominic aspiró hondo.

–No estará sugiriendo que…

–Claro que sí. Cásese con mi nieta, signore Borghese. Una las dos casas. Ganará La Mariposa de Seda y yo no la perderé. Entonces los dos sabremos que la deuda de del Vecchio está del todo pagada.