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LA UE: SUICIDIO O RESCATE

Del mito del rapto de Europa a la tentación de la autodestrucción

JUAN FERNANDO LÓPEZ AGUILAR

Catedrático de Derecho Constitucional

Catedrático Jean Monnet de Derecho Europeo

Presidente de la Comisión, Libertad, Justicia e Interior del Parlamento Europeo

Ex Ministro de Justicia

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Valencia, 2013

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A la memoria de Gregorio Peces Barba, gigante de una especie en peligro de extinción. E impulsor de un constitucionalismo con vocación innovadora que necesita defensores en España y en Europa.

PREFACIO: INTRODUCCIÓN Y PLAN GENERAL DE LA OBRA

La Unión Europea se encuentra sumida en la crisis más grave de su historia. Desde que se puso en marcha la construcción europea, a mediados del siglo XIX, hemos oído muchas veces el recitado de la frase de Jean Monnet: “Europa se ha hecho y se hace a través de las crisis. Su historia será la de la suma de sus crisis y el resultado de esas crisis”.

Pero no habíamos visto una crisis como ésta.

Nunca habíamos visto como ahora tanta pérdida de confianza y de fuelle; nunca habíamos visto tanto malestar; tanto encono y enfrentamiento cruzado entre las opiniones públicas nacionales, cada vez más espoleadas por medios de comunicación volcados en los prejuicios y estereotipos nacionales, contrarios a la idea de Europa.

Nunca como ahora habíamos visto tan expuesta la ausencia de todo indicio de opinión pública europea, premisa para un verdadero espacio público europeo que está todavía por construir, por lo que lo echamos de menos.

Y, sin embargo, los fundamentos de este malestar son bien reales, en ningún caso imaginarios.

Cierto es que una parte de esos medios de comunicación que agitan, espolean y explotan sentimientos encontrados entre los pueblos europeos están —como siempre han estado— sometidos a intereses materiales y económicos.

Como también es verdad que ideológicamente buena parte de esos medios aseguran la hegemonía de la derecha económica, desde una visión conservadora de la respuesta a la crisis, cada vez más indulgente —bajo la cobertura retórica de pretender otra cosa— con la pulsión reactiva, nacionalista, antieuropea, de quien propende a hacer creer que “el infierno son los otros”, como advirtiera Jean Paul Sartre.

En testimonio de la crisis y de su profundidad, buena parte de la actual opinión pública alemana cree de veras que los ahora llamados “países periféricos” (antes descalificados con el acrónimo PIGS) han malgastado dinero, fondos, oportunidades, ayudas y beneficios de la solidaridad financiada por los industriosos teutones, y que ha llegado el momento en que Alemania no sea ya nunca más en el futuro la “pagana” de tales excesos.

La hegemonía de este discurso —ampliamente propalado en terminales de opinión, medios de referencia y tribunas de prestigio, no solamente en Alemania sino en el resto de Europa— cuenta con complicidades más o menos entusiastas o más o menos condolientes incluso entre los propios países sometidos al estigma que infama a la Europa “del sur” de mayoría “no protestante” (que incluye a la católica Irlanda y a la ortodoxa Grecia).

Y, sí, es verdad que hace tiempo que millones de alemanes visitan estos países y alimentan icto oculi (esto es, por sus propios ojos) los prejuicios con que viajan. Vienen y van por España, y ven autovías, carreteras, terminales de transporte, aeropuertos, trenes y AVE. Y leen y escuchan también lo que durante cierto tiempo ha venido en conformarse en un discurso patriótico más bien ufano y jactancioso: “Henos aquí, un país moderno, octava economía del globo, octava maravilla del mundo, con más kilómetros de AVE y más autovías construidas que ningún otro país en la UE y en el mundo”. Más chulos que nadie, dispuestos a sobrepasar a Italia, y luego a Francia…y a Alemania, a quien sea, tanto en el fútbol como en el PIB.

Lo cierto es que muchos alemanes que han frecuentado España han visto y ven un país con mejores infraestructuras que las suyas, y recalan, con resentimiento, que esos raíles y aeropuertos han sido financiados con fondos de la UE…es decir, “con su dinero”.

También han visto al mismo tiempo, sólo que con más dificultad, un país apalancado con un brutal endeudamiento privado en ladrillo y en cemento. Un país entrampado en un modelo de crecimiento insostenible: destrucción medioambiental, urbanismo predador, ladrillo donde había paisaje, playa, descampado, monte y bosque. Un país minado por la profusión de hipotecas concedidas a menos que mileuristas en plazos de treinta o cuarenta años; ningún ahorro y una orgía de deuda personal y familiar que en no pocos casos incluye un vehículo por miembro de la unidad familiar y una sucesión de viajes de “puente” hacia Nueva York, República Dominicana o Dubrovnik; y préstamos para el disfrute de cruceros al mediterráneo. Pero todo ello regado con una corrupción urbanística rampante y generalizada. Y no han faltado en España quienes, viendo en semejante estado “los muros de la patria mía”, se hayan avenido a entender que los alemanes no quieran “desparramar” la manguera del “dinero de sus contribuyentes” inútilmente, e impongan en lo sucesivo una condición inflexible: el propósito de enmienda.

En lo personal, recuerdo ahora un viaje a Dinamarca efectuado en mi condición de diputado europeo y Presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo (la Comisión Libe) durante la presidencia danesa (primer semestre 2012). A los participantes nos llevaron a Horsens, cuarta ciudad danesa. Llegamos a través de Billund, tercer aeropuerto danés. En un país de 10 millones de habitantes, con magnitudes económicas y sociales envidiables, en el que se han sucedido prolongados períodos de hegemonía socialdemócrata, me sorprendió aprender que Dinamarca cuenta apenas con cuatro aeropuertos modestos, dos de ellos en ciudades austeras conectadas entre sí por carreteras de un solo carril de ida y otro de vuelta.

Comparando esas infraestructuras con las despampanantes terminales españolas, pensé en la espectacular transformación de las infraestructuras y equipamientos de mis Islas Canarias natales a partir de la adhesión de España a las entonces llamadas Comunidades Europeas.

Hay en la actualidad en cada isla un aeropuerto. En Tenerife hay dos (en el norte, Los Rodeos; en el sur, Reina Sofía). Todos y cada uno más grandes y espaciosos que Billund. Por todas partes en las islas serpentean autovías con varios carriles de ida y otros tantos de vuelta. Por su parte, los daneses, miembros de la CEE desde 1973, no han invertido sus gravosos ingresos fiscales en construcción residencial, ni en 58 aeropuertos, como es el caso de España. A cambio, Dinamarca ha invertido en conocimiento, innovación, formación y protección social, con altísimos impuestos… y un alto sentido cívico, donde todavía se puede dejar aparcada una bici sin candado y encontrarla al día siguiente.

En Canarias, sin embargo, con una población de derecho de dos millones y medio de habitantes y cerca de diez millones de visitantes anuales, durante más de dos décadas hemos invertido en ladrillo; de hecho, casi sólo en ladrillo. Muy poco o nada en formación y nada en investigación. Sufrimos desigualdades caribeñas en la renta y la concentración de la riqueza es más propia de un emirato que de una sociedad europea; cerca de un 30% de los canarios padecen un nivel de protección social muy deficiente, y una bici sin candado no resistiría ni una hora sin ser robada a la vista de todos.

En Dinamarca, como en Alemania o como en el Reino Unido, casi la mitad de la población ha renunciado a casa propia y vive, por tanto, de alquiler. Pero los mismos daneses, como los alemanes y los británicos, han visto florecer en España proyectos arquitectónicos suntuosos y a menudo bañados de corrupción; 58 aeropuertos, muchos de ellos no ya ampliamente deficitarios sino simplemente inactivos, y un impresionante despliegue de alta velocidad radial. Pero no han visto en España una progresión fiscal como la que ellos han practicado durante decenios, dura y sostenidamente, con un alto rendimiento sobre la conformación de un modelo de sociedad inclusiva.

Distintamente, en España, cerca del 90% de la población adulta habita en “casa en propiedad”. La propiedad inmobiliaria ha arrasado con el ahorro. De hecho, “ahorrar” ha llegado a ser sinónimo de timorata estulticia o ingenuidad, ante la pronosticada rentabilidad de la compra de vivienda hipotecada. Ladrillo contra innovación, formación, innovación. Casas en propiedad como medida de autoestima, personal y familiar, individual y social.

Resultado de todo esto, y mucho más, como veremos, es una situación como no habíamos visto antes.

Malestar en toda Europa, resentimiento cruzado, europeos contra europeos, prejuicios contra evidencias, estereotipos contra oportunidades. Las diferencias europeas están siendo sacudidas como nunca. Si alguna vez nos distinguió el voluntarioso lema “unidos en la diversidad”, hoy campea cínicamente el de “desunidos ante la adversidad”.

Sacudida en el marasmo de este derrumbamiento de la confianza recíproca, abandonada a su suerte ante los arrecifes de las insoportables divergencias entre las “primas de riesgo” del subconjunto de los prósperos (cada vez más percibidos como los “insolidarios”) y las del club de los países con mayores dificultades (cada ves más estigmatizados como “incumplidores” o “incapaces”), Europa está siendo triturada por la desconfianza de unos ante el comportamiento de otros, sean “socios del euro” o no. Los reproches no se frenan en la retrospección del espejo retrovisor —lo que algunos “debieron haber hecho” y “no supieron hacer”— sino que se proyectan también hacia el futuro, lastrándolo.

Y conviene saberlo desde el arranque: no es sólo Alemania versus Grecia, ni Grecia versus Alemania.

España, sin ir más lejos, ha estado en el epicentro y ojo del huracán a todo lo largo de esta crisis. Varias veces señalada como “al borde del abismo”, durante largos años hemos venido presintiendo —temiendo, ergo conjurando— la intervención de “la troika” (el BCE, la Comisión, el FMI), epítome en negativo de unos (así llamados) “hombres de negro” armados con palo, sólo con palo, y con ninguna zanahoria.

Es por ello que, utilizando si se quiere un punto de vista psicológico, habríamos visto pocas veces un pesimismo nacional tan acendrado como hoy. En este cuarto de hora, los españoles nos hallamos enfrascados en un inaudito ejercicio, continuado y doliente, de autoflagelación, de sentimiento de culpa y fracaso colectivo. De nuevo un país ensimismado en “los males de España”. “España como problema”. Milenarismo, fin de ciclo. De nuevo, noventayochismo y regeneracionismo. De nuevo afluyen las metáforas de “Apocalipsis, ahora”.

En este último vector, proliferan los ensayos y propuestas de rearme y remoralización, en clave regeneracionista. La idea de un “pacto nacional”, un “gran acuerdo de Estado”, con un amplio espectro de diálogos, acuerdos y consensos, ha venido permeando cada vez más tribunas de opinión, y ensancha su radio de influencia.

Ha vuelto a escribirse incluso acerca de la improbable hipótesis de un “gobierno de salvación nacional”, forjado en “consensos nacionales” para abordar las inaplazables pero mil veces aplazadas “reformas estructurales” que nuestro país necesita (economía, sociedad, política, administraciones públicas, instituciones financieras).

“Gobierno de concentración”, Gobierno de “gran coalición”; PP-PSOE, PSOE-PP, presentado a duras penas como una oportunidad irrepetible, quizá la última, agónica. ¿Qué hacer, y cómo: arrumbar o posponer la política en beneficio de la técnica?, ¿Estamos dispuestos a aparcar la confrontación partidaria, la competición electoral…la aspiración a la alternancia, en la que también se sustancia la alternativa democrática?

El carácter novedoso, rompedor e inensayado de estas fórmulas, da cuenta elocuentemente de la extraordinaria gravedad de la situación. Expresa la profundidad y complejidad de la crisis, de lejos, la más compleja que las que hayamos vivido, en la UE y en España, desde la transición y la adhesión a la CE. Pero estas consideraciones se hallan, también, vinculadas entre sí; en su explicación, en su secuencia, en su resolución y en su salida.

De ello es de lo que hay que aprender, y para eso hay que hablar.

Y es para hablar de ello que en este prefacio me propongo presentar el plan general de esta obra.

a) En primer lugar, acometeré una síntesis histórica de la construcción europea. Me detendré en los factores concausales que pueden ayudar a explicar su actual crisis —a mi juicio, la más grave desde que se puso en marcha a mediados del pasado siglo—, y examinaré con detalle los eslabones de la secuencia de esta crisis —en su eclosión y despliegue— y de su posterior y fallido manejo, que ha acabado convirtiéndola en una catástrofe social.

b) En segundo lugar, estudiaré los ingredientes de la estrategia de respuesta y de las profundas reformas que, a mi parecer, se requieren para salir del bache.

Lo haré, vaya por delante, desde el código de valores que profeso: mi ideario socialdemócrata y progresista. En abierta oposición al desastroso guión impuesto por la abrumadoramente hegemónica mayoría conservadora que ha venido definiendo desde el minuto cero de esta interminable agonía el comportamiento europeo ante los sucesivos embates y embestidas de la crisis (financieros, económicos, sociales, políticos y cívicos), haciendo que aquélla trascienda y se concrete, a un tiempo, desde su alcance global a su actual estadio, distintivamente europeo.

c) En tercer lugar, enfocaré en el análisis las propuestas que pueden contribuir a la modernización de España —y de su política y sus instituciones— en la salida de la crisis.

Se trata aquí de discutir las tantas veces diferidas reformas estructurales que, con serlo, no se caractericen por ser distinguida ni reductivamente económicas, sino que, por el contrario, se expandan hacia otros ámbitos que, aparentemente más intangibles, podrían, desde la política, tomada lo bastante en serio, contribuir al relanzamiento de la productividad y la ventaja competitiva de España, y aprendiendo, ciertamente, de las lecciones de esta crisis.

Obviamente, este capítulo se abre a un abanico extenso de posibilidades.

La intrahistoria de la democracia española, identificada con la experiencia de la democracia constitucional construida sobre las bases de la Constitución española de 29 de diciembre de 1978, propende, como luego expondré, a la maximización de los costes —políticos y de otra índole, incluidos los morales— de todo empeño reformista; hasta asegurar que esos costes parezcan inasumibles.

En efecto, a medida en que han ido transcurriendo los años, las posibilidades de recuperar los extraordinarios consensos reformistas y constituyentes que tuvieron lugar en los años 70 del pasado siglo se tornan y se vislumbran más y más remotas. El sistema de partidos se ha ido cerrando sobre sí mismo, alrededor de un doble y complejo eje de articulación (de confrontación ideológica y de reivindicación territorializada) en modo, que, nos guste o no, las perspectivas de generación de grandes acuerdos transversales se han ido haciendo cada vez más angostas.

Y es claro que ello acarrea dificultades notorias. Porque, de entrada, percute sobre los goznes del delicado equilibrio interinstitucional; esto es, la arquitectura de los poderes del Estado.

Pero golpea también sobre los órganos constitucionales cuya composición dimana de mayorías cualificadas en las Cámaras; e, incluso, yendo más lejos, sobre la marcha de empresas públicas, organismos reguladores, así como sobre la participación institucional en consejos de administración de corporaciones de variado signo.

Percute asimismo sobre la dinámica política en los variados escalones subestatales del poder territorial (CC.AA, diputaciones forales y provinciales, cabildos, consejos insulares… y miles de ayuntamientos).

Y percute, cómo no, sobre la credibilidad de la misma opción de la reforma de las instituciones dañadas por la fatiga o por los desperfectos de sus materiales basales, en el escenario gradiente —hipotético o real— de la crisis o las crisis que la realidad pueda haberles infligido en cada caso o situación: afecte ésta a la Corona o afecte a la más capilar o minúscula de las instituciones locales.

Pero desafía sobre todo la mera verosimilitud de una estrategia transversal, de amplio espectro y largo aliento. Una estrategia orientada a la recuperación del crédito muy deteriorado de las instituciones y hasta de la misma política.

Hablamos del sistemático desdoro de la actividad política y de la acción política como opción transformadora.

Baste pensar, a este respecto, en el incuantificable daño causado ya por esa invasiva anticultura de la corrupción (con su correspondiente carga de antipolítica) sobre el sostenimiento de las magnitudes más intangibles sobre las que se asientan la convivencia en democracia y el propio proceso político, lo que debería reimpulsar tanto su rendimiento (delivery) como su corrección (political change)

El debate desatado acerca de las reformas pendientes para una significativa “modernización” regeneradora de España debe acometer, sin embargo la inaplazable comprensión y cobertura del papel desempeñado y a desempeñar por esa tupida maraña de nuevos poderes fácticos (mediáticos, financieros), que nunca han sido sometidos a formalización constitucional ni política, ni, consiguientemente, a sujeción a controles ni a responsabilidades.

Finalmente, aportaré un capítulo final de reflexiones conclusivas, deducidas a partir de lo argumentado a lo largo del hilo conductor descrito en el cuerpo de este ensayo.

I. EUROPA: DEL MITO DEL RAPTO A LA TENTACIÓN DEL SUICIDIO. Crisis constitucional y crisis existencial en la primera crisis de la globalización

1. Premisas: la UE y el Derecho

La historia ya se ha contado. Se ha escrito en todos los idiomas.

La UE es una genuina experiencia de integración supranacional regida por el Derecho. De hecho, es el más exitoso experimento hasta la fecha de democracia supranacional, que, no por casualidad, ha tenido lugar a escala continental europea.

Quiere con ello afirmarse, para empezar, que la UE es un producto del Derecho, del artefacto jurídico como técnica de pacificación de conflictos; lo que es decir lo mismo, que la UE no es una unidad identitaria o nacional, ni étnica, ni lingüística, ni tampoco religiosa.

De hecho, el mito del rapto de Europa arranca en Asia menor: la princesa fenicia Europa es transportada a Creta a lomos de un Zeus pasional, que se ha convertido en toro para la carnal ocasión. Concretamente el mito de Europa nace y arranca en la tierra que actualmente ocupa Líbano, fuera de las fronteras continentales que hoy estimamos europeas.

Por su parte, tampoco la religión cristiana —durante largos siglos, predominante en Europa y religión oficial en sus formas políticas preestatales y estatales— se originó en las actuales lindes de la construcción europea: Jesús de Nazaret nació y murió en Judea, y los primeros asentamientos denominados cristianos datan de Antioquia, en lo que hoy es Siria.

No, la UE no responde al patrón de identidades nacionales. Su vocación de unidad sólo tiene sentido si es Unión en el Derecho. Del Derecho como técnica de pacificación de conflictos europeos, entre europeos e intraeuropeos, históricamente arrastrados, y en los que el continente se enfangó, en ocasiones innúmeras, en sangrientas guerras y dolorosas conflagraciones, cada vez más devastadoras.

Y es porque, cabalmente, el Derecho aprende de las lecciones de la historia por lo que la UE es resultado del incuantificable estrago de la I Gran Guerra y de su epígono a peor, surcado de violentos desgarros todavía mucho más catastróficos, la II Guerra Mundial.

Y la UE es fruto del Derecho, también, en la medida en que el Derecho es sobre todo herramienta de civilización, garantía de libertades y limitación del poder. Porque el Derecho en la UE sólo resulta concebible en el marco de la herencia liberal y democrática en que se funden los hierros del así denominado Estado de bienestar: esto es, su Estado social, modelo social europeo capaz de conjugar con éxito derechos y libertades, imperio de la ley democráticamente legitimada y democracia representativa (art. 2 TUE)

Es a partir de las bases que presta esta cultura jurídica —las así denominadas “tradiciones constitucionales comunes” que actúan como principios generales del Derecho de la UE— que se ha construido el proceso de integración supranacional de escala continental, así como sus específicas técnicas de relación con los ordenamientos de los Estados miembros (los “Estados integrados” de Europa).

Y ello es así toda vez que la Unión no ha disuelto los Estados: no ha extinguido ni sobreseído sus ordenamientos internos, ni ha disuelto ni suprimido en la complementaria (y derivada) ciudadanía europea la preexistente (y perviviente) ciudadanía de que disfrutan los ciudadanos de los Estados miembros (EE.MM).

Antes bien, la ciudadanía nacional de los EE. MM es precisamente el título desde el que los ciudadanos de los EE.MM acceden a esa ciudadanía europea, que en nada les disminuye ni les empeora en su estatus sino que, antes bien, los enriquece jurídicamente y los refuerza ante los poderes públicos de una progresiva experiencia de multilayered governance.

2. Europa: una experiencia única de gobierno multinivel regida por el Derecho

Desde un punto de vista político, la UE puede ser descrita como una genuina experiencia de gobierno multinivel sobre una comunidad política todavía en construcción.

Esta estructura incluye los escalones local, subestatal, estatal, y superpone a todos ellos un escalón europeo y supranacional. Todos y cada uno dotados de sus procesos políticos e instituciones propias de representación (Título I TUE).

Desde el punto de vista jurídico, y para asegurar el objeto de su interrelación con los ordenamientos de los Estados miembros, la UE ha configurado los principios vertebrales de su ordenamiento jurídico: tal y como ha explicado una doctrina inabarcable, esos principios son los de primacía, eficacia directa, aplicación uniforme y atribución de competencias en el marco del cumplimiento de los objetivos y fines asignados a la Unión.

Y es importante saber, en cuanto postulado introductorio a su comprensión de conjunto, que la configuración de estos principios vertebrales lo debe todo a la obra jurisprudencial del Tribunal de Justicia (TJ) con sede en Luxemburgo. Es este el genuino embrión de un poder judicial europeo, distintivo de la UE, en diálogo permanente con los poderes judiciales de los Estados miembros (coronados, en su caso, por las diferentes Cortes Constitucionales y Tribunales Supremos, llámense como se llamen).

Por eso la historia de la UE está jalonada con referencias señeras a la doctrina del TJ, correspondiendo cada una a la afirmación de un principio vertebral en su sistema o en su interrelación con los ordenamientos de los Estados miembros (casos Van Geend & Loos 1963, Costa 1964, Simmenthal 1969, Internationale Handelgesselshaft 1970, Nold 1974, Les Verts 1986, Factortame 1990, Marleasing 1990, Zückerfabrick 1991, Francovic y Bonifaci 1991, Alemania v. PE y Consejo 1997, Pupino 2003…y así hasta hoy).

Acto seguido, hay que advertir de inmediato hasta qué punto, sin embargo, la naturaleza del ordenamiento propio de la UE es autónoma respecto de los de los Estados miembros (procede de fuentes propias), además de intensamente pretoriana —denominada así por su factura judicial, a la luz de la configuración jurisprudencial de sus bases y sus avances en el curso de la historia.

Tanto el sistema de recursos ante el TJ —cuestiones prejudiciales de interpretación y validez, recursos de anulación y por omisión, incumplimiento o responsabilidad extracontractual, además del control previo de los acuerdos internacionales y la adopción de medidas cautelares— como su propia estructura acreditan la referida naturaleza pretoriana (esto es, su configuración jurisprudencial, a golpe de decisiones históricas del TJ) como una encrucijada de referencias comparadas (con notables influencias del modelo francés) y un prototipo federal: el Tribunal Supremo americano.

En efecto, la configuración del TJ exhibe concomitancias claras con la conformación evolutiva del Tribunal Supremo de EEUU tal y como hoy lo entendemos, como el gran órgano motor de la federalización de la Unión norteamericana a escala continental, a partir de su primera versión en los Articles of Confederation (1776) y su versión definitiva en la Constitución de los EE.UU de 1787 y de la Judiciary Act tempranamente aprobada en 1793.