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Primera edición digital: septiembre 2017
Composición de la cubierta: Libros.com
Fotografía de la cubierta: María Selegna
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Ángela Paloma Martín Fernández
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-01-4

Ángela Paloma

A Praga desde la Mitad del Mundo

A todos los valientes que se marchan en busca de una oportunidad.

 

A María, Juan Arturo y Sara, mis sobrinos, a quienes les debo más tiempo del que alcanzo a recordar, quienes me dibujan con una sonrisa todo por lo que merece la pena vivir.

«Casi 225.000 españoles han tenido que emigrar para encontrar un empleo»

El Confidencial, 19 de febrero de 2014

 

«Migración internacional en su máximo histórico»

Banco Mundial, 18 de diciembre de 2015

 

«Casi 100.000 españoles emigraron en 2015, la cifra más alta desde la crisis»

El País, 30 de junio de 2016

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Citas
  6. A Praga desde la Mitad del Mundo
  7. Nota de la autora
  8. Mecenas
  9. Contraportada

 

 

Este libro es un gran viaje por Ecuador y por diferentes trocitos de este mundo, y por ello es una invitación a soñar…

Pero ante todo este libro es una invitación a vivir.

Quito

14 de julio de 2015

María,

Llevo en este país ocho meses menos seis días. Y hoy me regalaron tu nombre en forma de mensaje. Tu nombre y tu sonrisa bella en forma de un vídeo cuyas imágenes paulatinas siguen el compás de una canción de un barbudo William Fitzsimmons. Y detrás de ese nombre tu mirada, tu pelo acariciándote el rostro, esos rizos morenos que engalanan tu niñez, que te caen inocentes ya rozando esos hombros dulces que dejan al descubierto un verano que anhelo. Hoy me regalaron tu inocencia, esas manos que cogen fuerte lo que agarran, esos piececitos tímidos y suaves que se confunden con un pastel. Los veo ahora, mi niña, y los recuerdo bien porque yo un día los fotografié cuando no eras más que un bebé. No eran piececitos tiernos como ahora veo que siguen siendo, María, eran magdalenas esperando que le dieran un bocaíto de cariño.

Veo el vídeo que me han regalado una y otra vez y no dejo de pensar que llega como una caricia. Es simular a través de un cristal el poder tocarte. Te miro y quiero adivinar qué miras tú. Y sé que no soy yo la que ves, intuyo que en esa foto que contemplo mamá está detrás, esperando que salga esa imagen sublime, la de la María más bonita. Y veo que cruzas los pies mientras te mantienes sentada en el suelo, y veo que sonríes sin abrir la boca, pillina, traviesa… Y ahora puedo ver cómo sonríes más, enseñándome esos dientes blanquitos que vi crecer, y veo esos ojos que miran hacia algún lugar de tu diversión, y veo esa nariz chata y redondita, la misma que un tres de marzo vi en la cuna cuando naciste, cuando por fin esta vida nos regaló un poco de consuelo al verte sana, viva, mirándonos como queriendo decir ¡a menuda familia he venido a parar, pero cuánto me necesitan! Lo primero que vimos al verte nacer fue tu nariz chata, por fin respiramos aliviados porque después de tanto llanto viniste para regalarnos la vida, María, la vida.

Y veo esos rizos de nuevo, que en Ecuador llaman «churos», que al final terminan en gotas de oro, y veo esas manos en las caderas cuando te pones de pie con esa chulería juguetona, con ese vestido blanco de lunares azules que me encanta. Y veo esos ojos negros que me miran desde abajo. Hoy me regalaron en el vídeo, María linda, tu pensamiento, ahora te veo boca abajo, con los pies estirados, la cabeza alta, una mano sujetando una cabeza que no se va a ninguna parte porque se queda conmigo mientras me mira, mientras la otra mano permanece apoyada sobre el suelo. Y veo tu salto alegre, tu impulso fuerte, todo tu ser que engaña porque son tres años y no lo parecen, porque son tres años pero parece que son más, quizá porque son más de tres años los que te esperábamos.

Hoy me regalaron, María, tu pureza. Y mientras, ahora, con el pelo recogido simulando un gran ramito de uvas miras, curiosa, las caritas de unos ratones de peluche. Unos ratones que sujetas con fuerza porque no quieres que se escape ni uno, ahí está el juego, en amarrar la vida con fuerza. ¡Qué más quisiera yo! Y veo tu dedito que me dice, y veo tu boquita que lo acompaña, algo dices, algo regañas, algo expresas con ese verbo perfecto que nos enseñas. No mandas ni ordenas, demuestras que no hay otra. Esa es la diferencia. Y te veo sonreír de nuevo, mi niña linda, mientras coges tu trapito aterciopelado de tela rojo, con nudos amarrados en cada una de las esquinas. Un trapito con el que has nacido y crecido, un peluche suave, aplastado, mientras te lo metes en la orejita y sonríes. El tenerlo en la orejita era imprescindible para dormir. Un trapito cómplice de tu crecimiento, guardián de tus sueños, de tus biberones a media noche, de tus pañales al amanecer. Y recuerdo ese trapito como recuerdo que tenías dos para que mamá lavara uno mientras el otro se manchaba. Y recuerdo que me diste el trapito nuevo y te pregunté «María, ¿por qué me das el trapito nuevo?», y me dijiste, «Porque el nuevo tiene el nudo muy gordito, no me cabe en la orejita y no me puedo dormir…». Así te dormías, con los nudos de las esquinas de ese trapito de peluche metidos en los oídos. Y ahí te quedaste, con el trapito viejo de peluche, mientras yo me dormía a tu lado con el nuevo.

Y veo, María, tu seriedad, y me veo en ella. Y veo tu carita redonda y me veo en ella. En tu gesto infantil veo el pepón que yo un día fui. Y te veo sentada en el suelo, descalza, mientras pones cara de asombro y señalas algún lugar de un libro que espero que te resulte magnífico. Sólo los libros nos hacen viajar a lugares maravillosos halando el alma mientras permanecemos con el cuerpo en el mismo lugar. Agarra bien ese libro, María, no hay nada más precioso que leer, no hay nada que nos haga vivir tanto como la vida misma que nos inventamos. Mi ilusión es que algún día la vivas conmigo, compartiendo la pasión de dibujar sueños con las palabras que leemos mientras las retenemos en el cielo de nuestro pensamiento para después unirlas con el mágico impulso de nuestras emociones.

Ya te veo de nuevo, ahora sí, abrazada a mamá y a papá mientras ríes, orgullosa de tener a unos papás que adoras, María. Agárralos con fuerza. Te necesitan. Tú eres el regalo de sus vidas. Tú fuiste la vela que les iluminó el camino cuando parecía que no les quedaba nada. Tu sonrisa es el motor de sus vidas, de nuestras vidas.

Hoy me regalaron este vídeo donde puedo apreciarte encantadora. Y desde la Mitad del Mundo puedo contemplar cómo creces sin que te vea, sin que te oiga, sin que te abrace, sin que te bese. Hoy me regalaron tu belleza, tus piececitos, tus manitas, tu gesto de sorpresa, esos rizos lindos, esos tres años maravillosos de inocencia y juego inquieto.

Y al verte es inevitable derramar una lágrima que sale motivada por tu ausencia y por lo que siento que te debo. Es inevitable escuchar esa canción que acompaña a la colección de imágenes que te acabo de describir cuya modelo y protagonista eres tú.

Hay una niña que aguarda por crecer y saber. Hay una tía que se lo debe todo. Si algún pecado he cometido es el de buscarme la vida a más de 9.000 kilómetros de distancia y no haber empezado a escribir antes. Espero que ser periodista no sea un pecado aún, aunque todo parece indicar que ya lo está siendo.

En deuda estoy contigo, María.

Mil besos, mi niña, desde la Mitad del Mundo.

Tu tía Gaby

Diálogos con Darío

Desde Ecuador, un día cualquiera de agosto de 2015

Gaby: Quiero aprender a escribir mejor.

Darío: El oficio es memoria más trabajo, gastar nalgas escribiendo. Y perder la vista. Leer, leer y leer. La inspiración no existe. Sí existe la epifanía. Pero si acaso existiera la inspiración, como diría Picasso, que te encuentre escribiendo…

Julia

 

Julia es una catalana independentista de 42 años que aparenta tener diez menos. En su Lleida natal radica la casa que compró cuando todo parecía ir bien en España. Una beca firmada a golpe de buena suerte y esfuerzo la trajo hasta Ecuador para iniciar un proyecto de investigación que semanas antes ni se le pasaba por la cabeza que haría.

El salario es más que digno, imposible soñar en la España que no cree suya ni en la Cataluña independiente que desea. La soledad la acompaña, al igual que las quedadas de barbacoa los fines de semana y los jueves de vinos en un bar español malamente imitado en Quito.

Es atractiva y a ella jamás se le oirá hablar de belleza. Su altura pudiese ser una media de aquellas que dicen no ser altas, pero tampoco bajas. Y su hablar denota pocos rasgos de su lengua catalana.

Regresa de un descanso merecido en la hondureña isla de El Tigre tras una semana de goce. No vuelve sola. La acompaña el sentimiento de haber disfrutado de un sexo veinte años menor que ella. La imperiosa sonrisa que se dibuja en su rostro habla por sí sola. Las vacaciones de sus sueños, dice. Conoció el ritmo nocturno de la juventud en su piel, el brote de pasión del moreno hondureño en sus entrañas, el baño de agua salada mezclada con el sudor del desgarro y el deseo. La locura.

Julia vuelve a Quito para regresar a España. Se acabó la beca, se acabó el dinero. Se acabó. Quiere regresar a su Cataluña del alma para volver a la Mitad del Mundo. Para volver a la locura.

Quito

4 de octubre de 2015

María, muñeca preciosa,

Esta mañana huele a café y a letras. Letras de un libro que leo y que me recuerda a un tiempo que pasó pero que está presente en la mente de muchos españoles. Se sigue escribiendo sobre una Guerra Civil ya pasada para que nada quede en el olvido, o para que el mismo olvido fragüe las costuras de las heridas. O quizá para que seamos más conscientes de hasta dónde puede llegar el perdón de las personas…, o hasta dónde podemos llegar a perdonar en vida. El libro se titula La buena letra, del escritor Rafael Chirbes. Curioso título, ¿no crees? Más que en el qué ocurrió en la Guerra Civil y en la posguerra española, se centra sobre todo en lo que sienten las personas y el cómo les va minado esa situación de impotencia y frustración, cómo las familias, en guerra y después de ella, se hunden en una miseria de sentimientos suspirados que no volverán. La abuela siempre dice que hay que hacerlo todo despacio y con buena letra, para que salga todo bien y derechito, siempre perfecto. Ella siempre nos educó en ese sentido, en el sentido de hacer siempre las cosas bien, despacito. Porque ella nunca tuvo la oportunidad, pero siempre ha querido que los suyos sí la tuvieran. Por eso trabajó y trabaja tanto. Sin embargo, a veces sientes el vacío de hacerlo todo con buena letra, porque todo supone tiempo, esfuerzo, sudor y demasiadas lágrimas. Muchas, créeme. Y muchas en soledad. La buena letra de Chirbes nada tiene que ver con esto. Más bien es una crítica a la esclavitud de la perfección de la época, a la mierda de carácter que se va forjando cuando se tienen cuatro perras, o cuando no se tiene nada y se sigue luchando para que la nada se convierta en algo. Creo que merece la pena hacer las cosas con buena letra en el sentido de garantizar pasos seguros, creo que ayuda a recoger el fruto de muchas satisfacciones, la vehemencia de saber que lo haces diferente, aunque cueste tiempo…, mucho tiempo. Haz caso a la abuela. Yo intento hacerle caso cada día, aunque no se lo crea, aunque crea que no la escucho. En el ímpetu de querer hacer con buena letra aquello que hacemos está lo que somos hoy, lo que soy hoy, por lo que lucho cada día…

Y ahora que te escribo esto me doy cuenta de que hay zonas en Ecuador donde con ímpetu también hacen las cosas con buena letra, aunque muchos lo hagan sin la necesidad de escribir o lo hagan en un idioma que no sea el nuestro. El pasado viernes, 18 de septiembre, tuve la oportunidad de viajar a una zona del país que desconocía, el límite donde la selva y la Amazonía empiezan, el llamado Oriente en Ecuador. Se llama San Juan de los dos ríos de Tena, o simplemente Tena o ‘el Tena’. Es la capital de la provincia de Napo, una de las 24 que tiene el país. Junto con unos amigos, fuimos a descubrir por la mañana los ríos de ese lugar, donde te puedes bañar con agua fresca y sentirte pura. Pero llovía torrencialmente y los planes cambiaron drásticamente. En coche fuimos hasta las cavernas de Jumandy, a cinco kilómetros de la ciudad de Archidona y a siete kilómetros de Tena. Cuando llegamos al lugar, salí del coche y no me creía que pudiese llover tanto y la gente no sintiese la lluvia. Resulta que se quedan hablando debajo de ella como si tuvieran muchas cosas que contarse o como si no se hubiesen al sol dicho todo lo que tenían que decirse, o como si hubiese pasado mucho tiempo desde que no se hablasen. Hacen un corro y se ponen a hablar, así la ropa esté empapada. Da igual, no importa, ya se secará. Fui consciente entonces de las cosas que a mí me molestan por simples que sean. Cuando nada se tiene, o se tiene poco, nada importa. A veces, lo más valioso es tener a los tuyos cerca y compartir momentos y experiencias, así sea debajo de la lluvia. Da igual si se está sucio o empapado: los tuyos están cerca. ¡Cuánto se percibe mientras se observa!

Allí conocí a una familia extraordinaria que nos acompañó durante el trayecto en la caverna. Y, a medida que avanzábamos dentro de ella, me iba sobrando la ropa. El calor, la humedad…, todo iba sumando para que yo me fuese desnudando. Ya estaba empapada y me iba a empapar aún más. Ya todo daba igual, incluso la comodidad. En ropa de baño, crucé el subsuelo mientras el guía, en una pequeña mochila, sostenía las pocas cosas que teníamos de valor. Lo que pisaban nuestros pies era barro y agua continuamente. Había zonas que, para cruzar, era necesario meterse en el agua, con varios metros de profundidad, y nadar. Era en esos momentos donde me sentía fuerte, cubierta y protegida, dentro del agua, nadando y cruzando ese sitio desconocido. Incluso sentía que se me pasaba el frío. Cruzamos estalagmitas y conocimos la historia de algunas estalactitas. Bendito pene el del famoso Jumandy, que nos imaginábamos al ver unidas, de manera gigantesca, una estalagmita y una estalactita. El guía nos aconsejaba que, por la historia del gran Jumandy, debíamos abrazar el «pene» y pedir un deseo. Y, allí, medio en broma medio en serio, las mujeres abrazábamos el pene bajo un anhelo soñado como si no hubiese un mañana.

¿Quién fue Jumandy? Yo poco sé, mi querida María. Incluso hablando con varias personas para saber algo más no llego a conocer la realidad de la historia. Un guerrero fue, eso seguro. Al parecer, y pudiendo caer en la mentira, cuando los españoles llegaron en 1550 a estas tierras, dieron con un pueblo guerrero: los Quijos. Dicen que sembraron muerte y destrucción, rompiendo con el equilibrio del pueblo, con su cultura y sus costumbres de artesanos y agricultores. Cuentan que los españoles grabaron el miedo en los indígenas a golpe de bayoneta. Los ancianos de Quijo, a través de las plantas sagradas como la ayawaska —o ayahuasca— y el natem, vieron la muerte en vida. Y por eso el guerrero Jumandy organizó a sus hombres e intentó convencer a las gentes de las zonas para que se uniesen a él con el objetivo de expulsar a los invasores europeos. Cuando parecía que Jumandy ganaba la contienda uniendo a todos los habitantes de la región, llegaron españoles desde Quito para hacerles frente. Dicen que el guerrero pasó un largo tiempo escondido en la caverna que hoy lleva su nombre, entre la humedad, la soledad y la oscuridad que alimenta a los seres vivos que viven allí y que poco ven, entre el calcio, el azufre y los ojos de los murciélagos que, aunque visibles, parece que se esconden. Se ha escrito también que los españoles arrastraron a los habitantes de la Amazonía en caballos, los mataron y exhibieron las cabezas de los héroes en las plazas para intimidar a la población y evitar que se rebelasen contra ellos. El guía aseguró que el alma de Jumandy vive en el corazón de la caverna y de las comunidades indígenas para no permitir al extranjero invasor saquear sus tierras.

Cuando el guía contaba parte de esta historia, algunos ecuatorianos bromeaban a los españoles que estábamos en el grupo al grito de «¡os tenemos acorralados, es el momento de decirnos dónde está nuestro oro!». Las risas no se hicieron esperar. Y qué irónicas las risas del hoy cuando en el ayer hubo muerte. Pocos bailes se celebraron antaño al son de tales risas. El español es recibido en el país ahora de manera diferente, incluso admiran a algunos profesionales más que si fueran nativos. No obstante, no dejamos de ser los invasores. Y algunos no nos tienen tanto cariño. Así es el Ecuador diverso. En España se dice que descubrimos América y viajamos hacia un nuevo mundo soñado, el de las oportunidades y la esperanza. Aquí se dice de los españoles que somos los invasores que saqueamos sus tierras, robamos su oro y violamos a sus mujeres. Hay grandes diferencias entre descubrir e invadir, María, demasiadas. Algunos jóvenes ecuatorianos, incluso, dicen que en el colegio poco les enseñan sobre la etapa colona o sobre la presencia de los españoles en Ecuador. Su nacer educativo empieza entre 1809 y 1811 con la independencia, con ese Primer Grito de la Independencia que se celebra en agosto de manera vigorosa. Nosotros, por el contrario, sólo aprendimos que descubrimos.

En fin…

Siguiendo con la ruta en el interior de la caverna, nos hicieron descubrir manantiales, pequeñas cascadas y pozos de entre cuatro y nueve metros de profundidad. Pensé, durante unos segundos, probar el agua de esos pozos cuyas dimensiones sólo daban para que entrara una persona. A priori no había riesgo, aunque la estrechez del asunto imponía, pero más me imponía la frialdad del agua. Solté la linterna que llevaba en mi cabeza, que era la que iba iluminándome el trayecto, y sumergí todo el cuerpo con el único objetivo de sentir. Si algo me iba a llevar de aquel lugar era una sensación que recordar. Por eso quería introducirme lentamente, aunque fuese un instante, cerrar los ojos y dejarme estimular. La magia se fue porque lo que sentí fue frío. Nada más. No sentí nada especial ni me sentí especial. No sentí nada más allá de un frío diferente bajo esas aguas que en ningún lugar más puedes encontrar. Pudiese ser que la ilusión y el deseo dieron paso a la realidad.

A medida que el final de la caverna se acercaba, la naturaleza regalaba a nuestros ojos una imagen conmovedora. Era como estar dentro de una ciénaga en forma de cono cuya salida es totalmente accesible y cuyas paredes están decoradas de naturaleza viva, llenas de color e iluminadas por el sol a pesar de la lluvia que veíamos que no cesaba. La foto era increíble y, aunque no pudimos hacerla, sabes que es de esas imágenes que se quedan grabadas en la retina para no irse jamás. Viendo el contraste de la gruta con la salida a la naturaleza selvática y real, sentía que no quería salir de allí, necesitaba contemplar aún más tiempo esa imagen, entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre el terror de vivir sin salir, como Jumandy, y la esperanza de conocer el mundo real que no espera y que a veces descubrimos que podría ser más terrible que el haber permanecido dentro.

Como hormigas tras un destino, trepamos entre la naturaleza para salir de allí. No era difícil. Sí escurridizo. Una vez fuera seguíamos empapándonos. Ya no podíamos estar más mojados y prometía ser el inicio de un resfriado que jamás llegó. Al cabo de unos minutos, y bajo un techo poco sólido, nos esperaban unas brasas con pinchos de chontacuro, unos gusanos que son parte de la dieta indígena de la Amazonía. Al escuchar la palabra «pinchos» se me hizo la boca agua al imaginar un pincho moruno acompañado de una buena copa de vino. Pero no. Verlos vivos fue lo peor. En quichua, «chontacuro» quiere decir gusanos de la chonta, y la chonta no es otra cosa que un árbol cuya madera se emplea para hacer bastones u otros objetos por su madera fuerte y oscura. Ponían a los gusanos vivos en un barreño prácticamente como exhibición, y después los veíamos pinchados en finos palos de madera mientras se cocinaban en barbacoas mal improvisadas. Los comían como aperitivo junto con plátano maduro con queso. No me preguntes qué tal la mezcla. Ellos no paraban de observar mi rostro que sólo gesticulaba mensajes entre la repugnancia y el desconcierto. En cierto modo podía llegar a entender que se necesitara esa dieta para vivir sano y fuerte sin que la lluvia, el frío o el calor del Oriente te afectasen. Nunca los probé, aunque me aseguraron que el sabor se parecía al de la avellana. Retumbaba en mi cabeza la voz de mi madre prohibiéndome ponerme enferma a unos 9.000 kilómetros de distancia.

Después del aperitivo tocaba el almuerzo, que sin duda fue otra lección amazónica y humilde estando ya en Tena. De menú pedí maito de tilapia, un pescado blanco y sabroso cocinado en hojas de bijao acompañado de yuca y verduras. La ignorancia a veces se agradece. Ahora sé que la tilapia es un pez voraz parecido a la piraña. Si lo hubiese sabido en ese momento, probablemente nunca hubiese conocido el rico sabor de ese pescado cocinado con limón, sal, ajo y cebolla en una planta atada y dejada al calor de la brasa. Al salir de esa caseta que llamaban restaurante, pude ver cómo las mujeres alineaban los pescados envueltos en las hojas e iban dándoles la vuelta con las manos sin quemarse. Mujeres indígenas vestidas a lo occidental, pequeñas, feas, menudas, sudorosas y sin rostro. La pena y la tristeza estaban enmarcadas en las comisuras de sus labios, en las arrugas que surcaban unas caras sin edad. Esa fue la única pena que yo vi en el Tena, la de esas mujeres.

Por la tarde dimos un paseo en canoa en el río Napo, desde el puerto de Misahuallí. Durante el trayecto nos pararon a conocer a una comunidad indígena. Pudiera ser la comunidad Shiripuno, en la Reserva Huaorani, pero no estoy segura del nombre del todo. Mi memoria aún no alcanza a retener los nombres propios del Ecuador que me voy encontrando. Todo parecía auténtico, desde las casas, sus ropas, sus cuerpos curtidos, sus pelos negros largos, sanos, sin canas… Y sus pies descalzos para todo y para ir a cualquier lugar. Hasta podías ver la ropa tendida allá a lo lejos de sus casas como cualquier tendedero que pudieses encontrar en las ventanas de cualquier casa en España. Pequeños pantalones cortos occidentales o camisetitas para los bebés. Lo indígena ahora, o al menos en esa parte del territorio, no es nada más que el fruto de una mezcla entre lo que fue y lo urbano que se impone. Bailaron el baile típico de la zona, nos brindaron con el té representativo del lugar y nos mostraron serpientes, tarántulas, monos y caimanes con los que conviven. Lo que más me sorprendió fue ver a niños de tu edad, María, con tres o cuatro añitos, cogiendo a monos o loros como si de perros domesticados se tratase y vivieran con ellos al pie de sus camas. Esos niños conocen eso, viven así, es su vida. No conocen el peligro porque para ellos no existe. Son inmunes a un entorno que para nosotros resulta ser de lo más peligroso, entrar en la boca del lobo para morir en ella sin piedad. Cuánta ignorancia… Qué poco vemos más allá de lo que nos hacen ver, o de lo que sólo quieren que veamos.

Además de las sensaciones vividas, otra de las cosas que me llevo de ese día es el sabor de la guaba, una fruta silvestre que sólo se encuentra en la Amazonía. Pero no es una fruta cualquiera, es como un gran palo que puede medir hasta un metro de largo. Al abrirla, te encuentras una semilla tan pequeña como medio dedo. Es de color blanco y su textura es como la piel de un melocotón. Al extraerla del palo en el que se encuentra e introducirla en la boca, notas cómo lo aterciopelado se reduce a agua dulce, a un tejido extraño pero sabroso, hasta que sólo queda el hueso naranja en tu boca que se desecha y que ya no sirve por su sabor amargo. Otro sabor con el que me quedo es con el del cangrejo de la cena acompañado de arroz, tomate, cebolla y culantro. El culantro, aquí, es para todo. Lo echan hasta en las comidas más insospechadas. Recuerdo que parecía no acabarse jamás el banquete de cangrejos, de culantro, de conversación y de carcajadas. Tuve la gran experiencia de cenar con una familia ecuatoriana en cuya mesa no faltaba de nada. Sencillos, humildes, donde la compañía, el diálogo y el contraste de culturas eran motivos más que suficientes para inventar un nuevo chiste. No me imagino un entorno tan bonito en España. De verdad que no. Quizá porque aquí me falta, o porque estamos acostumbrados a la discusión por nada. Dar valor a las cosas que de verdad merecen la pena se aprende con el tiempo, sobre todo cuando se sufre o se pierde lo que más se quiere. A veces pienso que, en casa, hemos perdido demasiadas cosas, y todavía nos queda mucho por aprender de los valores. Quizá por eso estoy yo aquí. Nada es casual. O así lo siento.

El último día de domingo nos levantamos temprano. El plan que había era hacer rafting por el río Jatunyacu, ubicado en el Parque Nacional Llanganates, a 45 minutos de la ciudad de Tena. Jatunyacu significaba en quichua nativo «río Grande». Según Raúl, el guía de la expedición, los indígenas no se complicaban la vida. Sí veían que el río era grande, llamaban al río «río Grande». Y punto. Raúl nos recogió puntual en el hostal donde nos hospedábamos. Y viajamos en el carro hasta el río con su compañero, el que iría junto a nosotros en kayak. Al llegar, nos colocó todas las prendas de seguridad que necesitábamos y nos explicó con humor y gracia todas las posibilidades de peligro que nos íbamos a encontrar en el trayecto o no. Todo dependía de nosotros y del agua. Jamás había experimentado tal cosa. Sospechar cualquier situación de riesgo ya me preocupaba de antemano. Aquello no iba a ser un simple paseo. Mi cara le hacía gracia a todo el mundo, menos a mí. ¡Ja! Pero si hay un momento donde la igualdad y el miedo se expresan con mayor intensidad es justo ese. Dentro de la lancha todo el mundo es igual, todo el mundo corre el mismo riesgo. No hay jerarquías, ni puestos, ni cargos, sólo trabajo en equipo para que todo salga bien. Nadie manda más que nadie. El miedo es tuyo, personal: el defenderte o salvarte depende de la coordinación de un trabajo conjunto entre el tú más personal y la cooperación del resto. Una vez dentro, no podía imaginar que el sentarse tan al ras de la lancha fuese lo correcto. Siempre pensé que ir justo dentro era más seguro, pero… no. Una vez iniciado el viaje, todo fue realmente sorprendente. Me sentía cómoda, siempre estaba alerta y parecía que aquello lo hubiese hecho ya en algún momento. Quizás en alguno de los viajes de mis sueños que ahora no alcanzo a dilucidar del todo. Entre rápido y rápido, había lagunas mansas donde Raúl animaba a que saltásemos de la lancha y nadásemos. Me animaban a hacerlo y yo siempre respondía que no había motivos para tentar a la naturaleza. Seguro que la naturaleza me tiraría al agua por sí sola… Y así fue. En una compleja maniobra, cuando el agua más brava estaba y la lancha más se movió, caí al agua. Intenté mantenerme dentro con los pies tal y como nos habían enseñado, pero el escurrirse descalza fue inevitable. Caí de espaldas y lo primero que hice bajo el agua fue mover los pies con fuerza y alzar los brazos. Sentí que rozaba la lancha con mis dedos, estaba justo encima de mí y sabía que no podría salir de allí a menos que trepase bajo el agua hacia la trasera de la lancha, o que la lancha pasara sobre mí a más velocidad. Y así fue. Por la velocidad a la que íbamos y la rapidez con la que el agua nos empujaba, cuando volví a alzar los brazos, aún sin haber sacado la cabeza, sentí que el aire acariciaba la yema de mis dedos. Podía salir. Y, al salir, vi que Raúl me tendía su remo, que cogí rápidamente. Fue entonces cuando me acercó con fuerza hasta él y, cuando mi cuerpo estaba a su alcance, tiró de mi chaleco hacia el interior de la lancha. Todo ocurrió en menos de 30 segundos. No me dio tiempo a pensar mientras estaba bajo el agua, tampoco me dio tiempo a tener miedo o a creer que me podía pasar algo. En lo único que pensé fue en actuar bajo mis posibilidades y hacerlo rápido. Me tenía la lección aprendida, nada me podía pasar. O sí. Pero supe que iba a salir de allí. ¿Sabes? El miedo está arriba, en la lancha, cuando crees que sí te puede pasar. Una vez que ocurre, no hay miedo, sólo sentido de la supervivencia y la inocente convicción de que no va a pasar nada.

La experiencia fue increíble, para repetir y volver a vivir. A veces siento que me hacen falta estas cosas más de lo que puedo imaginar. Dentro de la muerte en la que me sumerjo a diario, para morir cada día un poquito más, siento que necesito vivir, sorprenderme a mí misma con experiencias que jamás se van a repetir, ni siquiera en el imaginario de mis deseos, ni en Ecuador ni en ninguna parte del mundo. Paso más tiempo triste que feliz. ¿Hay derecho a eso? En eso pensaba cuando llegamos al final de la travesía, cuando llegamos a la orilla del río, a la comunidad de Santa Rosa. Al bajar de la lancha quise sentir la arena fina bajo mis pies, fotografiar esa parte de la Amazonía, ese verdor selvático que me envolvía bajo un haz de sensatez que se respira sólo en ese preciso instante en que ocurre el encuentro de una misma con lo maravilloso de un entorno que se desconoce.

Y en eso estaba, perdida entre los olores del entorno y el cristal de mi cámara, cuando escuché su voz. «¿Eres española?». «Sí», respondí. Me giré y ahí estaba ella, Julia me dijo que se llamaba, una catalana simpática que poco antes había visto hablar con otra chica americana que había ido en la misma lancha que yo. Julia había hecho rafting en otra lancha, según me contó. Alguien llevó cervezas y sentadas en unas rocas de cara al río nos pusimos a charlar, compartiendo las experiencias que nos unían como inmigrantes en el país. Sin parecer pedante, le hice las preguntas que me suelo hacer cada día cuando me levanto de la cama, descubriendo que buena parte de las sensaciones que yo tengo las tenía ella también. Era una doctora en Química desempleada en España, pero con una beca de investigación en Ecuador que le había caído como agua de mayo para seguir pagando su piso y hacer frente a sus gastos, consiguiéndose dar algún capricho que otro. Cuando vuelve a España está, pero no está; es decir, ve a sus familiares y amigos, pero se siente distante en un país que es el suyo. Y en esas tardes de café en su Lleida natal, su cabeza viaja hasta Ecuador aun sabiendo que este país tampoco es su casa.

En los 45 minutos que separaban el río de Tena, y montada de nuevo en el coche, miraba mis piernas llenas de puntitos rojos. Las arenillas habían hecho de las suyas, un pequeño mosquito que apenas se puede ver, pero que sus picaduras pueden ser molestas y duraderas. Dos semanas después tengo más inflamados esos puntos rojos y se han convertido en morados… Lo cierto es que no le di importancia mientras continuaba divisando el paisaje a través del cristal durante el trayecto. Iba pensando en la historia del puente de Santa Rosa que nos habían contado mientras esperábamos a que vinieran a por nosotros y conversaba con Julia. Un puente que estaban construyendo al lado de uno que tenía más de 50 años y por el que aún pasan, despacio, camiones, carros y motos. Al pasar, se oyen cómo suenan las tablas de madera, como en las películas sobre selvas y secuestros que echan en España los sábados a las tres de la tarde. Un día, el puente nuevo se vino abajo. Se zafaron los cables que los sujetaban dejando al descubierto las grietas de un proyecto de tres millones de dólares dibujado en los planos, pudiese ser, del Gobierno Autónomo de la Provincia de Napo. Unos planos que hoy descansan bajo el río Jatunyacu. Hoy, los cables sueltos del puente forman parte del paisaje selvático de la comunidad de Santa Rosa rompiendo con su autenticidad.

Y continuando bajo mi colección de pensamientos, me di cuenta de cómo habían construido allí las casas, bajo lodazales en esa parte del Oriente, sin planificación urbana alguna. Casas desperdigadas a un lado y otro de la carretera en mitad de esa parte de la selva que para muchos de selva ya ha quedado poco. No hay gusto ni sentido del orden en esos pueblos. Simplemente construyen casas para la supervivencia, para ser felices de la mejor manera y estar cómodos en las mejores condiciones, que son las que ellos conocen y nada más. Allí las gallinas criollas vagan sueltas por las comunidades esperando el momento de ser víctimas de la cazuela. ¿Gallinas en la selva? Sí, ¡y vacas! Aunque no tan gordas como estamos acostumbrados a ver. Hubo un momento en el que grité a media voz por precaución. El motivo fue que, al pasar por un pueblo llamado Pano, vi a un niño de no más de un año jugando descalzo en la orilla de la carretera. Al resto de los acompañantes del carro les sorprendió que me sorprendiera, y me dijeron que eso era bastante normal. De hecho, me dijeron que aquello era una suerte, porque al menos el niño estaba vestido con su camisetita y su pantalón. Así las cosas, a una no le queda más remedio que desaprender, aprender a comprender y asimilar lo que parece imposible para sentirse parte de aquel ecosistema.

Una vez en Tena, de vuelta a Quito. Le eché una última ojeada a ese enjambre de casas que formaban una población ahora ya más conocida que desconocida, donde juzgar por la estética de lo exterior es un error, porque en el interior de las casas y de los restaurantes está la verdadera esencia, el verdadero sabor, las verdaderas historias que alimentan la riqueza de esa tierra. De vuelta hacia Quito, me quedé dormida en el trayecto pensando y reflexionando sobre los pies descalzos de los indígenas, sobre los pies descalzos del guía de la caverna de Jumandy, que decía sentir la energía de la tierra y actuaba conforme la sentía, sobre los pies descalzos que también llevaba Raúl en todo momento y a lo largo de la travesía. Creo que sentir la energía que transmite una tierra y hacer conforme uno siente esa energía, también es hacer las cosas con buena letra. Parece magia, ¿no crees? Quizá lo sea. La gente allí sobrevive sin saberlo, pero es feliz mientras lo intenta porque creen que no lo intentan: saben que lo son. Y el resto les envidiamos por serlo.

Tu tía Gaby, desde la Mitad del Mundo