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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Elizabeth Harbison

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasado misterioso, n.º 5417 - noviembre 2016

Título original: The Secret Princess

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9029-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Hace veinticinco años

 

TENEMOS que irnos mañana mismo, Lily. Como legítimas herederas al trono, Amelia y tú estáis en peligro.

La princesa Lily de Lufthania miró a su marido.

–Lo sé. No quiero dejar mi país, pero... –empezó a decir, con los ojos llenos de lágrimas–. No tenemos alternativa. Mi padre tenía muchos amigos en Washington. Allí estaremos a salvo hasta que encontremos un nuevo hogar.

Como si un sitio que no fuese Lufthania pudiera ser su hogar.

Georg apretó su mano.

–Seremos felices otra vez. Te lo juro.

–Mientras estemos juntos... –intentó sonreír ella.

Su marido asintió, pero tampoco él parecía convencido.

–Empezaremos de nuevo. Cambiaremos de nombre, iremos a algún sitio donde nadie nos conozca...

Lo decía como si fuera una experiencia emocionante, pero ambos sabían la triste verdad: tenían que huir de Lufthania porque el palacio había sido asaltado por tropas hostiles, dispuestos a matarlos.

–Supongo que tenemos suerte –murmuró la princesa Lily, intentando convencerse a sí misma.

Los soldados del general Maxim habían asesinado a su padre y, aunque el general les aseguró que respetaría su vida y les permitiría vivir en una casa de campo que había pertenecido a su familia durante siglos, Lily sabía que sólo sería un arresto domiciliario. Y, seguramente, una trampa para asesinarlos. No. Lily, su marido y su hija tenían que escapar de Lufthania antes de que el golpe de Estado fuera completo y los aeropuertos estuvieran controlados por sus tropas.

–Estoy segura de que el pueblo no soportará este nuevo régimen. Antes de que nos demos cuenta, podremos volver a Lufthania...

Su marido la miró, muy serio.

–Puede que no volvamos jamás, Lily.

–Sí, lo sé –suspiró ella.

Su padre le había dicho lo mismo mientras le ponía una enorme pulsera de diamantes en la mano y le hacía prometer que abandonaría el país y vendería la pulsera para empezar una nueva vida.

–Pero papá... tú tienes que venir con nosotros.

–No, cariño –había murmurado él, abrazándola–. Yo no puedo abandonar Lufthania. Toda mi vida he servido a mi país y moriré por él si es necesario.

–Pero...

–Para ti es diferente, Lily. Debes mantener a mi nieta a salvo, es lo más importante. Un día volverás a ocupar el trono. Mientras tanto, tienes que esconder a Amelia donde sea. Puede que el general Maxim la vea como una amenaza...

Era como si hubiera sabido que iba a morir.

Lily volvió a mirar a su marido.

–Estoy segura de que volveremos, ya verás. La verdad siempre triunfa.

Él sonrió, intentando disimular la tristeza.

–Eres tan idealista... ¿A quién puede extrañarle que te quiera tanto?

Los ojos de Lily brillaban, pero ya no le quedaban lágrimas.

–Yo también te quiero, Georg. Más de lo que puedas imaginar.

Su hija, la princesa Amelia, se movió en su cuna. En dos meses, la niña cumpliría tres años, y entonces todo su mundo sería diferente. Ya no dormiría en su habitación, con las sábanas de hilo que habían sido de su madre y, antes, de su abuela; no volvería a abrazar a su abuelo, ya no tendría el futuro planeado al detalle, ni un hogar estable, comida, seguridad...

Y ya no sería una princesa.

Capítulo 1

 

AMY SCOTT colocó el cartel de «Cerrado» frente al paisaje helado de la calle. A la gente de Dentytown, un pequeño pueblo de Maryland, no le importaba que cerrase antes de la hora porque, en invierno, la librería especializada en guías de viajes Blue Yonder hacía casi todo su negocio a través de Internet.

–¿Tú crees que va a seguir nevando? –preguntó Mara Hyatt, su empleada, acercándose al escaparate.

–Eso espero –suspiró Amy, observando los copos que caían sobre el suelo helado. La nieve siempre le había dado una sensación de paz y, sin embargo...

En ese momento, una ráfaga de viento lanzó la nieve contra el cristal con tal fuerza que Amy se apartó, sobresaltada. Aquélla no era una nevada normal. Algo extraño estaba pasando ahí fuera. Como si el viento estuviera llevando un cambio de algún tipo al pequeño pueblo.

–¿Has guardado el pedido de las guías de safari? –preguntó, intentando olvidar aquella premonición.

–Ahí están –contestó Mara–. ¿Quieres que espere al repartidor?

–No hace falta. Yo tengo cosas que hacer aquí –contestó Amy–. Vete y disfruta de la nieve. Ve a jugar con el trineo.

–Muy bien. Llámame si me necesitas.

La campanita de la puerta sonó al irse Mara y Amy se quedó allí un momento, temblando. No sabía si de frío o por aquella extraña aprensión que había provocado la tormenta de nieve... pero se alegraba de tener trabajo que la distrajese. Estaba terminando con los libros de cuentas cuando otro golpe de viento hizo que se fuera la luz.

Amy se quedó inmóvil. El único sonido era el murmullo de las campanitas movidas por el viento que entraba por debajo de la puerta.

Entonces dejó escapar un largo suspiro. Sólo era un apagón. Dentytown seguía teniendo el antiguo cableado eléctrico y, a veces, los postes se caían por el viento o la lluvia. Seguramente, eso era lo que había pasado.

Sonriendo por aquella tonta aprensión que la tenía tan nerviosa, abrió el cajón de su escritorio y sacó una caja de cerillas. Era de un restaurante de Nueva York al que había ido años atrás. Y, afortunadamente, la había visto en el cajón aquella misma tarde.

Encontró las cerillas y encendió las dos velas aromáticas que tenía sobre el escritorio. Entonces, cuando estaba suspirando, aliviada, sonaron las campanitas de nuevo. Alguien había entrado en la tienda.

Amy se volvió y vio a un hombre muy alto, de pelo oscuro. Sus ojos también parecían oscuros, aunque no podía estar segura porque había muy poca luz. Pero sí vio que tenía sombra de barba y parecía muy serio.

No era del pueblo o lo habría visto antes. ¿Quién sería?

–Lo siento, la tienda está cerrada –dijo, buscando con la mano el abrecartas.

–No he venido a comprar –contestó él. Hablaba con voz clara, modulada, pero tenía un vago acento extranjero–. Estoy buscando a una persona...

Amy intentó pensar con rapidez.

–Ah, usted debe de ser el amigo de Allen. Está en la trastienda, sacando las escopetas para la cacería –lo interrumpió, saliendo de detrás del escritorio–. Voy a llamarlo ahora mismo.

Podría salir por la parte de atrás. La comisaría estaba a un par de manzanas...

–Estoy buscando a Amy Scott –dijo el hombre entonces.

Ella lo miró, sorprendida.

–¿Por qué?

–¿Es usted Amy Scott?

Amy miró hacia la puerta.

–¿Quién quiere saberlo?

–Pero es usted, no hay duda. Es imposible que me haya equivocado.

–¿Nos conocemos?

–No –contestó él, con una sonrisa. Bajo la luz de las velas, era como Amy había imaginado siempre a Sir Lancelot: guapo, moreno, ojos inteligentes, boca sensual y una estatura que casi daba miedo.

El hombre dio un paso hacia ella.

–Es usted mucho más bella de lo que imaginaba.

El corazón de Amy empezó a latir, desbocado.

–No lo entiendo. ¿Me había imaginado sin conocerme?

–Durante toda mi vida.

Eso la dejó paralizada. ¿Quién era aquel hombre?

–¿Por qué? –le preguntó–. ¿Quién es usted?

–Perdóneme –se disculpó él, con una sonrisa normalmente reservada a las estrellas de cine–. No me estoy explicando bien. Soy Franz Burgess y estoy al servicio del príncipe de Lufthania.

–¿Lufthania?

El año anterior, Amy había pasado un mes intentando localizar ese país en el mapa para los Bradley, una pareja que siempre estaba buscando destinos exóticos para sus viajes. No había encontrado mucho sobre el pequeño país alpino, pero sí lo suficiente como para despertar su interés.

–Habrá oído hablar de Lufthania, ¿no? –preguntó él, aparentemente sorprendido.

–Poca cosa.. ¿Quién ha dicho que era?

–Soy el secretario del príncipe de Lufthania y estoy buscando a... digamos que a un pariente lejano.

Amy levantó una ceja.

–Pues me temo que se ha equivocado. En Dentytown no tenemos familia real –replicó, irónica.

–No esté tan segura.

–Pues lo estoy –las luces volvieron en ese momento–. Ah, qué bien –murmuró, soplando las velas. Con luz se encontraba mucho más cómoda.

Hasta que miró a Franz Burgess y vio lo que la luz de las velas apenas había podido revelar.

Su primer pensamiento fue que era uno de los hombres más guapos que había visto en su vida. Tenía los ojos verdes, muy expresivos, el pelo de color castaño oscuro y la piel bronceada.

Era más joven de lo que inicialmente había pensado, quizá treinta y dos o treinta y tres años. Tenía unas pequeñas arruguitas alrededor de los ojos, pero en lugar de avejentarlo le daban carácter.

–Como iba diciendo, estoy buscando a un pariente del príncipe de Lufthania.

–Un príncipe –repitió Amy–. ¿Es usted actor?

Eso explicaría no sólo su aspecto físico, sino también aquella absurda historia. Tenían que estar gastándole una broma.

–¿Perdone?

–¿Alguno de mis amigos lo ha enviado para que me cuente esa historia?

Tenía que ser eso. Alguien debía de saber que estuvo investigando sobre Lufthania y pensó que sería gracioso.

–Lo siento, no la entiendo.

–Yo tampoco. Mi cumpleaños no es hasta dentro de dos meses.

–Su cumpleaños fue antesdeayer –la corrigió él.

El silencio que siguió a esa frase hizo que Amy se echara a temblar.

–¿Qué está diciendo? Mi cumpleaños es el veintinueve de enero.

Él asintió con la cabeza, como si hubiera decidido que ese detalle era poco importante.

–Deje que le explique por qué estoy aquí. Por qué la estaba buscando.

–¿A mí?

–Desde hace mucho tiempo.

Amy empezaba a ponerse nerviosa.

–Muy bien. ¿Qué es lo que busca? Un pedido especial puede tardar varias semanas...

–No estoy aquí para comprar nada, ya se lo he dicho. Es un asunto personal.

–¿Y qué asunto personal puede usted tener conmigo, señor Burgess?

–Lo que he venido a decirle puede parecer increíble, pero es verdad. Y espero que lo considere una buena noticia.

–¿A qué se refiere?

El hombre miró hacia el escritorio.

–Quizá debería sentarse.

–Eso no suena como una buena noticia.

Franz Burgess sonrió.

–A veces una buena noticia también hace que a uno le tiemblen las rodillas.

Amy estaba segura de que él sabía cómo hacer que a una mujer le temblasen las rodillas.

–No me voy a derrumbar. Dígame lo que sea.

–Muy bien –asintió él, respirando profundamente–. Estoy aquí en nombre de su país, Lufthania.

–¿Lufthania?

–El país en el que nació. El país de sus padres.

Amy se puso pálida. Nadie hablaba nunca de sus padres. No sabía nada de ellos, excepto que habían muerto en un accidente de tráfico al que ella sobrevivió. Tenía sólo tres años y la llevaron al hospital Kendell, donde su madre adoptiva, Pamela Scott, trabajaba como enfermera.

Las autoridades habían intentado identificar a sus padres, pero sin obtener resultado alguno. Había sido como si no existieran, como si nunca hubieran existido. La única razón por la que sabían que se llamaba Amy, o creían saberlo, era porque uno de los enfermeros oyó a su madre repetir ese nombre antes de morir.

Pamela Scott y su marido, Lyle, un conocido abogado, decidieron adoptarla.

–Si esto es una broma, no tiene ninguna gracia –consiguió decir, trémula.

–Le aseguro que no es una broma. ¿Por qué no se sienta y deja que le diga para qué he venido? –insistió el hombre, llevándola hacia una silla–. Sólo espero que me escuche. No voy a hacerle daño.

–Muy bien, lo escucho.

Franz Burgess respiró profundamente.

–Usted es la heredera al trono de Lufthania.

Silencio.

–¿Lufthania no tiene ya un príncipe?

–Sí, un príncipe que quiere devolver el trono a su legítima heredera después de que sus padres lo robasen hace casi treinta años.

–Como devolver una cartera perdida, ¿no?

–Esto no es ninguna broma.

–Muy bien. ¿Y dónde están esos padres que robaron el trono? ¿No les molestará que su hijo quiera devolverlo?

El rostro de Burgess permanecía impasible.

–Ambos están muertos. La princesa murió hace diez años, de cáncer. Su marido falleció hace dos años, por causas naturales.

–Ah, ya. En fin, no veo qué tiene que ver todo eso conmigo.

–Hace veinticinco años hubo una revolución, un golpe de Estado en Lufthania. Un primo lejano del príncipe pensó que el trono era suyo, ya que le había sido arrebatado a su familia siglos atrás... porque el único heredero no era hijo natural.

–¿Era ilegítimo?

–Exactamente. Aunque ése no era el término que se usaba en el siglo XVI.

Amy arrugó el ceño.

–De modo que el descendiente de ese hijo ilegítimo decidió recuperar el trono.

–Eso es.

–Parece una obra de Shakespeare.

Burgess sonrió.

–Shakespeare le habría dado un final más romántico.

–¿Cuál fue el final?

–El príncipe Joseph, el príncipe legítimo, fue asesinado.

–¿Y su esposa?