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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Christine Flynn

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cálidas noches de verano, n.º1573- abril 2017

Título original: Hot August Nights

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9556-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Para Ashley Kendrick, el día había empezado mal y había ido empeorando. Había creído que el punto álgido había sucedido a mediodía, cuando un reportero la había seguido a la cafetería y atrayendo tanta atención sobre ella que se había ido sin comer. Había tocado fondo hacía unos veinte minutos.

Había aprendido a vivir con gente que la incomodaba. Desconocidos la señalaban o miraban en la calle. Fotógrafos y reporteros aparecían en cualquier esquina, asaltándola con preguntas para descubrir algo, lo que fuera, personal o sensacional, sobre cualquier miembro de la familia Kendrick.

Estaba acostumbrada a la atención. Había llegado a aceptar la casi constante publicidad que implicaba ser una Kendrick. Cada vez que su padre, un rico senador ya retirado, y su madre, una princesa que había renunciado a un reino para casarse con él, habían tenido hijos, las fotos del bebé habían aparecido en la prensa nacional. América la había visto crecer y, con los años, había aprendido a manejar las desconcertantes situaciones que se producían con regularidad.

Al menos, simulaba que podía manejarlas; eso era mucho considerando lo insegura que solía sentirse de sí misma. Pero cuando Matt Callaway había abierto la puerta de la casa de su hermano, había tenido que admitir que nadie la había inquietado nunca tanto como el mejor amigo de su hermano Cord.

Hacía diez años que no veía a Matt, pero seguía incomodándola. No como los desconocidos que a veces se inmiscuían en su privacidad, sino de una forma más primitiva y fundamental. El hombre medía un metro ochenta y cinco, tenía el pelo color arena y era una masa de músculos, tensión y testosterona. Sus ojos gris acerado tenían una forma de mirarla que la hacía sentirse totalmente expuesta y vulnerable. Nunca había estado en su presencia sin sentir que sería susceptible a él si no se mantenía en guardia.

Acababa de convertirse en el único hombre que la había llevado a la bebida.

Cierto que la bebida era un excelente vino californiano que había encontrado en la bodega de su hermano. Y tomar una copa le daba algo que hacer mientras esperaba en el porche a que Cord llegase. Pero no le gustaba la idea de que Matt Callaway siguiera inquietándola lo suficiente como para tener que evitarlo. Además, no quería estar donde estaba.

Esa noche había pensado trabajar. Iba retrasada y necesitaba unas horas sin interrupciones. Pero su padre había insistido en que el trabajo podía esperar. Le parecía más importante que buscase a Cord y le llevase un documento que había olvidado firmar cuando estuvo en Richmond la semana anterior. Su padre, que regía el multimillonario imperio de los Kendrick desde unas oficinas que estaban diez pisos encima de la suya, le había dicho que trabajase la noche siguiente.

Además, esa misma mañana, su madre le informó de que tendría que renunciar a su puesto como directora del programa de becas que administraba si quería dedicarse a ayudar con galas benéficas de recaudación de fondos que ocupaban doce horas de su día.

Le había dado igual que la subasta que preparaba fuese para el Proyecto Alojamiento Costa Este, una de las instituciones benéficas favoritas de su madre. Había insistido en que no tenía ninguna necesidad de trabajar tanto. Pero a Ashley le gustaba trabajar.

Pasar dos horas en el coche, para ir de Richmond a Newport News la había frustrado mucho. Estiró la chaqueta corta roja que llevaba sobre los pantalones blancos y volvió a sentarse. Decidió aprovechar el descanso.

Cruzó una pierna sobre la otra y empezó a bambolear una sandalia que mostraba su perfecta pedicura francesa. Miró el barco de vela que había anclado a unos veinte metros de la barandilla de cedro.

Suponía que trabajar para su familia debía ser como trabajar para cualquier otra empresa, porque nunca había trabajado para otra gente y no lo sabía con seguridad. Amaba a su familia, de verdad. Pero tenía veintiocho años y en su vida no había hecho nada que se saliera de las normas; estaba cansada de que le dijeran qué podía hacer y cómo hacerlo.

La puerta de cristal se abrió ruidosamente.

—Hazme un favor, ¿quieres? —la voz de Matt hizo que descruzara las piernas. Juntó las rodillas y cruzó los tobillos automáticamente. Dejó la copa sobre la mesa y miró al hombre rubio que llenaba el umbral.

Matt seguía vestido como cuando abrió la puerta. Una camiseta gris que exhibía sus brazos, hombros y pectorales y no dejaba duda alguna sobre el aspecto que debía tener su musculoso abdomen. Bajo sus pantalones cortos de gimnasia, sus poderosos muslos brillaban de sudor. También tenía la camiseta húmeda. Ella lo había interrumpido mientras hacía ejercicio.

—Si puedo —dijo ella, desviando la mirada.

—Sólo quiero que estés pendiente del teléfono —la miró, evaluándola, como había hecho al abrir. Había parecido tan sorprendido como ella al verla allí.

—Voy a meterme en la ducha y no lo oiré. Cord dijo que llamaría si algo lo retrasaba.

—Desde luego —asintió ella.

—Si llama, dile que no hace falta que pase por la obra. He traído los informes que se dejó allí.

La obra debía ser el centro comercial que la empresa de Matt estaba construyendo para Empresas Kendrick en las afueras de Newport News. Matt debía haber venido de Baltimore para vigilar los progresos y por eso se alojaba con Cord.

—Lo haré —le aseguró.

Él se pasó los dedos por el pelo y se dio la vuelta. Volvió un segundo después.

—Y dile que si quiere que le ayude con el barco, tendrá que traer grafito. La llave de contacto está atascada.

—¿Estás trabajando en su barco?

—Estoy ayudándolo a ponerlo a punto después del invierno, aprovechando que estoy aquí. Lo trajo del dique seco ayer.

—También se lo diré —asintió ella, intentando no mirar sus muslos.

Pensó que él se iría y la dejaría disfrutar del cálido atardecer de junio. Lo deseó, porque no sabía qué más decirle y él la escrutaba de arriba abajo. Percibió que iba a decir algo más, pero él movió la cabeza y la puerta se cerró por fin. Ella soltó un largo suspiro.

Cuando le preguntó a Matt si Cord estaba en casa, sólo le había dicho que esperaba su regreso en una hora. Después le había dicho que entrase y había ido hacia la sala de pesas. Ella había decidido ir en dirección contraria, por eso esperaba en el porche.

Alzó la copa y dio un buen sorbo.

En unos segundos, él le había hecho retroceder diez años. Odiaba que siguiera poniéndola nerviosa, pero al menos había madurado lo suficiente como para mantener una conversación medio normal con él. Cuando lo conoció, a los catorce años, la había intimidado; un año después sus padres le habían prohibido la entrada en casa, porque lo consideraban una mala influencia para Cord.

Ya entonces había sido alto, de espaldas anchas y fuerte, tenía más aspecto de hombre que de preuniversitario. Los años habían añadido una atractiva madurez a su aspecto de chico guapo de playa. Cada vez que lo veía entonces, su corazón adolescente hacía una pirueta. Su forma de estrechar los ojos grises y decirle que al menos podía saludar la dejaba muda, incapacitada para decir una palabra.

Después, sus padres empezaron a hacer comentarios negativos. A Matt lo habían expulsado temporalmente de la escuela por pelearse; había robado bebidas alcohólicas de casa de un amigo; no querían verlo con Cord, que era difícil y estaba copiando su actitud rebelde.

Supuso que si ella hubiera sido rebelde, le habría atraído mucho la actitud de Matt. Pero sus padres mimaban y protegían a sus hijos. Sobre todo a las chicas. Toda su vida la habían protegido de la gente sin modales ni clase y ella, la proverbial hija buena y obediente había evitado a Matt como a una plaga, incluso antes de que lo declararan persona no grata en casa de los Kendrick. Matt y Cord se reencontraron en la universidad, pero ella siguió evitándolo.

Sus caminos no se cruzaban con frecuencia. La última vez que lo había visto fue en su graduación, y a distancia. Sólo oía su nombre en relación con el asombroso crecimiento de su empresa y, a veces, cuando su madre se quejaba de que Cord había vuelto a irse con él a jugarse el cuello practicando algún deporte de riesgo.

Volvió a cruzar las piernas y a beber de la copa. Creía que Matt y su hermano habían seguido siendo amigos porque a los dos les encantaba la aventura. Cord escalaba montañas porque las había. Hacía vela, buceaba y pilotaba su propia avioneta. Si había algo que conquistar, iba a por ello. Según su madre, solía ser Matt quien lo retaba a hacerlo la mayoría de las veces.

Ella deseó tener esa clase de agallas, aunque no fuera femenino. Por supuesto, nunca lo admitiría en voz alta, no sería decoroso, y esa era una máxima en su vida. Pero en ese momento, sintiéndose constreñida por sus padres, su vida y su incapacidad de soportar la marea, pensó que la encantaría abandonar las convenciones por las que se regía y hacer algo que le hiciese sentirse libre.

Acabó la copa. El vino estaba relajando sus músculos y decidió que ya era hora de que Matt Callaway dejase de afectarla. Habían pasado diez años. La gente cambiaba. Además, ya no era una impresionable jovencita de dieciocho años. Si conseguía que dejase de intimidarla, al menos el día habría servido para algo.

Para cuando decidió que no podría conseguir nada si no iba a buscar a Matt, ya había ido a la nevera a por el vino y se había terminado otra copa. Sintiéndose relajada y convencida de que pronto reuniría el coraje para entrar a buscarlo, se sirvió un poco más y volvió a hundirse en la silla.

Al otro lado de la ensenada, los árboles eran siluetas negras contra la última luz del ocaso. Alguna mancha blanca indicaba una casa tan aislada como la elegida por su hermano para escapar. El agua chocaba contra el muelle. El barco de vela se mecía suavemente.

Era un lugar lleno de paz y eso la sorprendía. No había imaginado que Cord pudiera soportar tanta tranquilidad. Diez minutos y media copa de vino después, el ruido de la puerta puso fin al silencio.

La sandalia roja se le resbaló y golpeó el suelo. Ella alzó la cabeza, esperando ver a su hermano. Matt estaba apoyado en el umbral.

No se molestó en encender la luz del porche, pero ella vio que se había duchado y cambiado. Tenía el pelo húmedo y llevaba un suéter suelto con cuello de pico y unos vaqueros desgastados. No distinguió el color del suéter, sólo que era claro y que hacía que sus anchos hombros pareciesen impresionantes. Él cruzó los brazos y ella notó la fuerza de la tensión que lo rodeaba.

—Cord acaba de llamar.

—No he oído el teléfono —se recordó que iba a reaccionar ante él como con cualquier otro hombre y buscó la sandalia con el pie. Sólo consiguió alejarla más.

—Puede que no se oiga con la puerta cerrada. No volverá hasta mañana.

—¿Qué hora es? —Ashley alzó la vista.

—Alrededor de las siete y media.

—Creía que iba a venir —Ashley llevaba allí desde las seis y cuarto—. Le dejé un mensaje en el móvil.

—No sé nada de eso.

—¿Dijo por qué no podía venir?

—Creo que ella se llama Sheryl.

—Fantástico —masculló ella. Si Cord podía elegir entre pasarlo bien y la responsabilidad, la responsabilidad perdía casi siempre. Dejó la copa junto al bolso y el sobre marrón que había bajo él.

Conducir hasta allí había sido una pérdida de tiempo. Se inclinó hacia delante, buscando la sandalia.

—Dime, ¿tiene planes o sólo es una excusa para evitarme, como suele hacer con los asuntos familiares?

—No me dijo lo que iba a hacer.

Ella pensó que era un mentiroso. Cord y él se lo contaban todo.

—Dime dónde está y le llevaré los documentos. Sólo necesito entretenerlo dos minutos.

—No me dijo dónde iba a estar.

—No tienes que protegerlo de mí —aseguró ella, aprobando su lealtad y también disgustada por ella. La exasperación estuvo a punto de notarse en su voz, pero se controló—. No voy a pedirle que done un órgano, sólo quiero su firma.

—Probablemente te daría el órgano.

—Entonces, dile que necesito un pulmón y que voy de camino.

—Tengo la impresión de que no me creería —torció la boca, medio sonriendo—. Déjame los documentos, me aseguraré de que los recibe.

—No puedo dejarlos contigo —siguió buscando la sandalia con el pie—. Conozco a mi hermano. Los dejará por ahí y tendré que volver a buscarlos. O los perderá —los pasos de Matt resonaron en el suelo de madera—. Entonces los abogados tendrán que volver a redactarlos y yo volveré a perder horas persiguiéndolo. Podría haberlos firmado hace dos días, pero tenía tanta prisa por escapar de la reunión y correr a Nueva York a un concierto, que no los firmó.

—Quizá fuera a propósito.

—No imagino por qué. No es que vayan a desheredarlo, ni nada por es estilo. Es sólo una formalidad administrativa que papá quiere solucionar esta semana —apartó la silla de la mesa—. ¿Puedes encender la luz, por favor? No veo nada.

Pensó que a veces a ella también le gustaría eludir sus responsabilidades. Al menos, le encantaría saber qué se sentía al hacer lo que se quería hacer, como su hermano, en vez hacer lo que se esperaba de ella. En ciertas ocasiones se sentía tan ahogada que deseaba gritar; pero no sería decoroso. Seguía sin encontrar su sandalia.

El olor a jabón y a una mezcla de cítricos, almizcle y macho llenó sus pulmones; alzó la vista. Matt estaba agachado ante ella. Apoyó una mano en el brazo de su silla y extendió la otra bajo la mesa; le rozó la pantorrilla al hacerlo. Matt recogió algo que parecía un tacón con unas cintas de cuero, casi invisibles en la oscuridad.

—¿Es esto lo que buscas? —Matt le mostró la delicada sandalia mientras escrutaba su rostro, como si la retara a no aceptarlo.

—Gracias —murmuró ella, aceptando el zapato. Él se levantó sin decir una palabra y dio un paso atrás para hacerle sitio mientras se lo ponía.

Cuando volvió a mirarlo, él le ofrecía la mano. Se le aceleró el pulso. Su objetivo del día se había convertido en no permitir que la inquietara; así que curvó la palma de la mano sobre la suya, se obligó a ignorar el calor que incendió su piel y se puso en pie. Lo hizo demasiado rápido. Algo mareada, giró para recoger su bolso, las llaves y el sobre.

Su falta de equilibrio resultó obvia. Pensó que la última media copa de vino no había sido muy buena idea y se apoyó en lo primero que pilló: el pecho y el antebrazo de Matt, ambos duros como el acero. Él agarró su brazo. El hombre no era sólido; era cemento armado.

—¿Estás bien?

—Sí… perfectamente —replicó ella, percibiendo el tono de enfado de su voz y más aún el calor que sentía en todos los puntos de su cuerpo que estaban en contacto con él—. Me levanté demasiado rápido.

Sin soltar su brazo, Matt agarró la botella de vino y la inclinó. Frunció el ceño.

—¿Esta botella estaba llena?

—Cuando la abrí, sí.

—Mientras estabas aquí sola, ¿te has bebido media botella de vino?

Ashley tuvo la tentación de indicarle que podía haberse reunido con ella, pero él no le dio oportunidad de hacerlo. El disgusto de su rostro estaba difuminándose y convirtiéndose en algo más parecido a la curiosidad y al deseo. Ella se quedó sin aire.

—Dame tus llaves.

—¿Perdona?

—Tus llaves —repitió él, soltándola—. No vas a conducir a ningún sitio.

Ella ya se había dado cuenta de que había bebido más vino del que podría considerarse sensato. Sabía, también, que la capacidad que él tenía de irritarla era físicamente incontrolable. Pero, en lo que iba de día, era la tercera persona que le decía lo que no podía hacer.

—No —alzó la barbilla y curvó los dedos sobre la anilla del llavero.

—No hagas esto —pidió él, exasperado.

—No estoy haciendo nada —contestó ella, razonablemente—. Me has pedido las llaves, he dicho que no. Fin de la discusión.

—Puede que sea el fin de la discusión, pero no del tema —la miró con determinación—. No me obligues a quitártelas.

—Me temo que tendrás que hacerlo —con expresión rebelde, metió la mano bajo la chaqueta y la blusa y medió las llaves en el sujetador. Era muy capaz de conservarlas en su posesión mientras decidía cómo llegar a casa sin conducir. No estaba borracha, pero no creía poder andar en línea recta. Lo último que necesitaba era que la detuvieran conduciendo en ese estado; la prensa disfrutaría lo indecible.

Recordar que los medios de comunicación siempre estaban a la espera de algún error del que sacar provecho no hizo sino incrementar la frustración que empezaba a sentir con su vida.

Matt clavó la mirada en su escote, intrigado.

—Eso es algo que no habría esperado de ti.

—Quizá esté cansada de hacer lo que se espera de mí —murmuró ella—. Digamos que he tenido un mal día.

—Mayor razón para no sentarte al volante. Por cierto —siguió con paciencia—. No insinuaba que te quedases aquí. Si me das las llaves, te llevaré.

—¿Hasta Richmond?

—Pensaba en un hotel. Hay un Hyatt muy cerca.

—No estará bien llegar a un hotel sin equipaje, podrían reconocerme —pensando que esa era otra cosa que no podía hacer, agarró la copa. Si no iba a conducir, no tenía sentido desperdiciar un vino tan bueno.

—¿Por qué ha sido un mal día? —Matt estrechó los ojos y la miró intrigado.

—No ha sido tan malo, en general —rectificó ella. Había sido igual que la mayoría, exceptuando que se había encontrado con él.

Miró al cielo, buscando una luna llena. Eso podría explicar la extraña insatisfacción que la atenazaba. Pero no se veía luna por ningún sitio.

—Sólo ha sido… frustrante.

—¿Porque tu hermano no ha aparecido?

—Entre otras cosas —murmuró ella.

Matt pensó que en otros tiempos la habría metido en un taxi para librarse de ella. Esa era la mujer que lo había rehuido cada vez que se acercaba a dos metros de ella, que apenas le había dicho una palabra cuando él se esforzaba por darle conversación. Desde el primer día que puso los ojos en ella, cuando era todo piernas y melena, a los catorce años, había hecho lo imposible para evitarlo.

Había creído que seguiría tratándolo como a un apestado, pero se había equivocado. No lo estaba rehuyendo. Pensativa y preocupada, parecía muy distinta de la princesa intocable de hacía diez años. Su refinamiento era inconfundible. Tenía una gracia y una elegancia que iba más allá de la ropa impecable y el cutis perfecto.

Su cabello, iluminado por la tenue luz que salía de la casa, parecía seda pálida, y deseó soltárselo y verlo caer sobre sus hombros. Le llamó la atención la inesperada vulnerabilidad que vio en sus ojos.

—¿Qué cosas?

—Pues, por ejemplo, he descubierto que no tengo… agallas —admitió ella.

—¿Agallas?

—Ya sabes. Coraje.

—¿Quieres ese coraje para algo en particular? —preguntó él, fascinado por la admisión.

—Para hacer algo liberador.

—¿Liberador?

Ella arrugó la frente y Matt se preguntó si sería el efecto del vino lo que la llevaba a pensar así.

—Digamos más bien… escandaloso.

—¿Por ejemplo?

—Oh, no sé —se puso en pie y fue hacia la barandilla—. Quizá subir a ese barco y marcharme a un lugar donde nadie pueda encontrarme.

—¿Sabes navegar?

—No sin tripulación —movió la cabeza—. Y claro, si no fuera sola, no serviría de nada.

—Eso no es escandaloso. Sólo es una escapada —él reconocía el sentimiento muy bien, pero nunca lo habría esperado de ella—. ¿Siguiente opción?

—¿Qué te parece tirarle la cena encima al siguiente camarero que me interrumpa ocho veces para preguntarme si todo está a mi gusto?

—Una pelea de comida en un restaurante. Sí —farfulló él, pensándolo—. Eso sería un poco extravagante —sonrió—. ¿Qué más?

—Nadar desnuda —dijo ella, tras buscar en su mente.

Él la miró. Debía medir alrededor de un metro sesenta y seis, sin tacones. Imaginó perfectamente el tamaño y proporciones del resto de su esbelto y grácil cuerpo. Percibía su aroma sutil y vagamente erótico. Su boca era carnosa, suave y madura como un melocotón; la idea de probar su sabor hizo que una parte muy concreta de su cuerpo se endureciera como la piedra.

—¿Harías eso? —preguntó.

—No —admitió ella con desilusión—. Pero supongo que requerirá coraje.

—Para algunas personas.

—¿Tú lo has hecho?

—En Tahití no es raro —alzó un hombro con gesto indiferente.

Ashley miró sus anchos hombros y bajó hacia las caderas. Sentía un gran aprecio por todas las manifestaciones artísticas y estaba segura de que ese cuerpo desnudo sería una obra de arte. En cuanto a experimentar la libertad de estar desnuda en el agua, no imaginaba la falta de inhibición necesaria para hacer algo así. En ese momento, relajada por el vino y protegida por la oscuridad, comprendió que odiaba sus inhibiciones.

—¿Qué se siente? Al estar tan… libre.

—Está bien, supongo.

—Quiero decir de verdad —con la copa, señaló la vasta oscuridad que los rodeaba—. ¿Cómo se siente uno sin preocuparse de las convenciones, dejándose llevar por el momento?

—¿Qué te hace suponer que yo lo sé?

Ella estaba segura de ello. Su memoria, algo borrosa, no le permitía definir exactamente la razón, pero no le importaba.

—¿Acaso no lo sabes?

—Puede que sí —concedió él, quitándole copa y tomando un sorbo de vino—. Pero no hablamos de mí, sino de ti. En tu mente, ¿ir a nadar desnuda es lo más escandaloso que podrías hacer?