jul1559.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Elizabeth Harbison

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Consejos de amor, n.º1559- mayo 2017

Título original: How To Get Your Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9557-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Otoño 1980

Boletín Trimestral: Bonnie Jane Vaness

Escuela Primaria Tappen

Profesora: Dinah Perry, Segundo curso

 

Bonnie progresa muy bien académicamente. Su caligrafía es excelente y está muy dotada para el Inglés y las Ciencias. Es muy organizada.

Desafortunadamente, Bonnie necesita controlar su actividad social. A veces habla en clase con su amiga Paula Czarny y discute mucho con su compañero Dalton Price. Los he separado en numerosas ocasiones pero siempre acaban juntos, discutiendo.

 

Boletín Trimestral: Dalton Price

Escuela Primaria Tappen

Profesora: Dinah Perry, Segundo curso

 

Dalton es un chico muy brioso. Es muy capaz, pero parece tener problemas para concentrarse. Prefiere atormentar a su compañera de clase, Bonnie Vaness, a prestar atención a las clases. Aunque los separo, siempre encuentran la manera de acabar juntos de nuevo.

Prólogo

 

—Nuestra invitada de hoy es Leticia Bancroft, autora del controvertido libro: Cómo seducir al hombre de tus sueños. Leticia, háblame de la acogida que ha tenido tu libro.

—Hará que las mujeres retrocedan cincuenta años —le dijo Bonnie Vaness a la televisión, secándose la nariz con un pañuelo de papel—. Obviamente, tendrá una gran acogida —apartó la manta, buscando el mando a distancia de la televisión, pero sólo encontró pañuelos de papel. Todos los años, en noviembre, pillaba un resfriado monumental. Había gastado cuatro cajas de pañuelos en los últimos tres días.

—En mi opinión —dijo Leticia—, la reacción al libro ha sido fantástica. Pero vamos a pedir a algunas de las mujeres del público que hablen de él.

El público irrumpió en un aplauso. Bonnie maldijo entre dientes y apartó los cojines, buscando el mando.

—La verdad, no creí que fuera a funcionar —decía en ese momento una mujer con un aspecto muy normal. Parecía avergonzada de hablar ante un micrófono.

Bonnie dejó de buscar el mando y miró la pantalla.

—Cuando oí hablar del libro, me ofendí. Pensé que haría que las mujeres retrocedieran cincuenta años…

—¡Exacto! —gritó Bonnie.

—… pero, por otra parte, ser yo misma tampoco me estaba llevando a ningún sitio. Así que decidí leer el libro de Leticia. Me disfracé y fui a comprarlo a una librería de otro pueblo —el público soltó una carcajada.

Bonnie estornudó.

—Mi historial sentimental era pésimo. Muchos novios y muchas rupturas. Llegué a pensar que no encontraría al tipo de hombre que quería, y tendría que conformarme con menos. Pero lo encontré. Y él ni siquiera se fijaba en mí.

Bonnie se irguió en el sofá. Esa mujer podría ser ella. Un montón de novios desastrosos y horribles rupturas, miedo a tener que conformarse o quedarse sola. Después, eso era lo peor, había encontrado al hombre de sus sueños y él ni siquiera sabía que existía.

—Pero este libro… —hizo una pausa y siguió emocionada—. Este libro me dio ideas para atraer su atención. Técnicas prácticas, no un montón de filosofía. Casi sin darme cuenta, el hombre que no me había mirado durante seis meses, me pidió que saliera con él.

—Cuéntales lo demás —intervino Leticia con entusiasmo. Miró al público—. ¡Os va a encantar!

—¡Nos casamos la semana que viene! —la mujer mostró la mano izquierda, y un bonito anillo de diamantes.

El público gritó entusiasmado e irrumpió en un largo aplauso. Bonnie apuntó el nombre del libro.

Capítulo 1

 

Los hombres son criaturas muy visuales. Descubre sus colores favoritos y utilízalos. Se sentirá cómodo y tranquilo en tu presencia, sin saber por qué. Ese es el primer paso de nuestro Plan de Seducción.

Recuerda, el color tiene mucha fuerza; vístete con sus colores favoritos y evita los que no le gusten. Una asociación desagradable con el color de tu ropa puede llevarlo a evitarte, en vez de adorarte.

Cómo seducir al hombre de tus sueños,

Leticia Bancroft.

 

 

—Vas a entrar en el ejército, o algo así?

Bonnie Vaness, que cerraba la puerta de su apartamento, se volvió y miró con impaciencia a Dalton Price, el encargado del edificio.

—¿Qué quieres decir?

—Ese traje que llevas. Es la tercera cosa verde y fea que te pones esta semana.

Bonnie tocó automáticamente el nuevo traje verde oliva que había comprado en una boutique de Quince Street. Le había costado media semana de sueldo.

—La verdad es que serías buen soldado —siguió él—. Con un genio como el tuyo…

—Cállate, Dalton.

—Eh, sólo digo… —él se rió.

—Sé lo que dices. Que tengo un aspecto horrible. Gracias.

—¿Yo he dicho eso? —Dalton encogió los hombros—. No, señorita. No eres tú, es el traje. Pensé que te gustaría oír una opinión objetiva, antes de salir al mundo vestida así.

Ella no lo miró. No quería que se diera cuenta de que le estaba poniendo los nervios de punta. Dalton Price llevaba poniéndola nerviosa desde segundo de primaria, cuando iban juntos al colegio, en Tappen, Nueva Jersey. Él la oyó llamar «mami» a la profesora, accidentalmente. La atormentó durante años por eso, y por todos los errores que tuve la desgracia de cometer en su presencia.

—¿No tienes nada mejor que hacer que criticar mi ropa? —preguntó ella, consciente de que quizá Dalton tenía razón.

Cuando se probó el traje, se había dicho que el tinte verdoso que veía en su rostro se debía a la luz de los fluorescentes; pero empezaba a pensar que era el reflejo de la tela verde oliva.

—¿No tienes algún lavabo atascado que arreglar? —le preguntó. No quería que Dalton notara sus dudas.

En el fondo, sentía curiosidad por el trabajo de Dalton. Diez años antes, Dalton se había marchado a una universidad del oeste. En el pueblo se rumoreaba que había tenido mucho éxito, que se había hecho asesor financiero y se había casado con una actriz. Pero Dalton había regresado cuatro meses antes, divorciado y con una niña casi adolescente. Lo más extraño era que no trabajaba como asesor financiero, sino como encargado de un edificio, antiguo y agradable, pero nada lujoso.

Bonnie se preguntaba si realmente había tenido éxito o si los rumores eran fantasías de su madre.

Al principio había sido cordial con él, pero a los dos días de llegar, Dalton empezó a tratarla con la impertinencia de antaño, y ella hizo lo propio. Algunas cosas no cambiaban nunca.

Él clavó en ella sus ojos azules. Unos ojos que, como sabía bien, conseguían que las mujeres se derritieran a sus pies. A ella la irritaban.

—Arreglo todo lo que necesita ser arreglado —dijo él, contestando a la pregunta.

—¿Sí? —ella guardó las llaves en el bolso—. Entonces arregla mi ducha. Lleva goteando desde que Carter era presidente.

—¿Qué Carter? —preguntó él. Bonnie lo miró boquiabierta, justo cuando Dalton esbozaba una sonrisa irónica—. Chica, siempre picas, es increíble.

—De eso nada, sólo… —se detuvo. Era verdad. Él le tomaba el pelo una y otra vez, siempre con éxito.

—¿No tienes que ir al autobús? —preguntó él, interrumpiendo sus pensamientos.

—¡Uy! Sí —la presencia de Dalton la desconcertaba—. Paula está esperando abajo. Me matará si perdemos el autobús por perder el tiempo discutiendo contigo.

—Estaré aquí cuando vuelvas —sonrió y sacó una llave inglesa del bolsillo—. Puedes gritarme después. Entretanto, voy a arreglar el grifo de la señora Neuhouse.

—¿Y mi ducha…?

—Está en la lista —dijo él por encima del hombro, alejándose.

—Me gustaría ver esa lista.

—Pasa por mi casa esta noche. Te la enseñaré. La guardo debajo de la almohada.

—Limítate a arreglar la ducha, ¿vale? —a ella le costaba creer que conquistase a las mujeres con frases tan manidas. Bonnie suponía que se fijaban en su atractivo físico y no se preocupaban de más. Eran idiotas.

—¡Papá! —una chica de pelo rubio dorado dobló la esquina corriendo—. ¡Espera! ¡Papá!

Era Elissa, su hija de nueve años. Bonnie no pudo evitar detenerse a observarlos juntos. La niña le gustó desde el momento en que la vio, pero también la cautivaba la relación entre padre e hija. El padre de Bonnie había muerto en un accidente de tráfico cuando ella era muy pequeña, y no tenía recuerdos de él.

Dalton Price tenía muchos fallos, pero Bonnie admiraba su actitud paternal.

—Pensé que la señora Malone ya te había llevado al colegio —dijo él, con una ternura que siempre emocionaba a Bonnie.

Nelly Malone era una anciana que vivía en el edificio. Era casi como una abuela para Elissa y le encantaba pasar tiempo con ella.

—He vuelto a olvidarme el dinero de la comida —dijo Elissa.

—Ah, bueno —se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de dólar—. ¿Basta con esto?

—Papi, sólo la comida cuesta un dólar sesenta, ya lo sabes. Y el postre es aparte —movió la cabeza, pero sonrió—. Deberías abrir una cuenta en el colegio, igual que hacen casi todos los niños.

—No tienes por qué empezar a vivir a crédito tan joven —sacó otros dos dólares, se los dio y le revolvió el pelo—. Ahí tienes, nena. Cómprate un helado de postre.

—¡Bien! ¡Gracias! —rodeó su cuello con los brazos, le dio un beso y después bajó corriendo las escaleras.

 

 

Cinco minutos después, Paula Czarny y Bonnie caminaban por la avenida Tappen hacia la parada de autobús que les llevaría a Hoboken. Allí tomaban un ferry hacia Manhattan. Era una soleada mañana otoñal y Bonnie estaba empezando a sudar.

—¿Por qué has empezado a ponerte ese color horrible tan a menudo? Además de ser feo, te da un aspecto enfermizo —dijo Paula.

—¿A ti tampoco te gusta?

—Es odioso —frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir con «tampoco»?

—Dalton Price —Bonnie emitió un gruñido exasperado—. No me ha dejado salir esta mañana hasta hacerme sentir fatal. Dios, a veces lo odio.

—Yo creo que está impresionante.

—Siempre has tenido un gusto horrible con los hombres —dijo Bonnie con impaciencia.

—Por lo menos, por éste no nos pelearemos —Paula alzó los hombros—. En serio, hablando de este traje, y del de seda que llevabas ayer, ¿en eso te gastas todo el dinero que ganas en la agencia de publicidad? ¿En comprar la ropa más horrible del mercado?

Bonnie suspiró. A ella tampoco le gustaba el color, pero tenía una misión. Su propósito era conquistar a Mark Ford, el nuevo vicepresidente de marketing de su empresa. Se había incorporado cuatro meses antes y Bonnie estaba… intrigada desde entonces.

Era el típico hombre de anuncio de colonia: lo veía deslizándose sobre un mar azul en un barco de vela, con el cabello rubio ondeando al viento. Era un Príncipe Azul moderno, cuya sonrisa prometía felicidad eterna. Eso quería Bonnie: ser feliz por siempre jamás.

—No tienes todos los datos —Bonnie saltó por encima de algo que esperó fuera barro—. Llevo este color porque a Mark Ford le gusta. No le gusta, lo «adora». Su despacho entero está pintado de este color.

—Y quieres parecer su despacho —Paula la miró, entre incrédula y desaprobadora—. Tu gran plan para seducirlo es fundirte con las paredes de su lugar de trabajo.

—Leticia Bancroft dice que los hombres tienen una intensa reacción inconsciente al color —Bonnie movió la cabeza. Tal y como lo decía sonaba bastante estúpido—. Si te pones un color que le guste, lo atraerás como… —buscó la analogía, sin encontrarla—. Como un imán. Un imán muy fuerte.

—No creo que debas interesarte por un hombre al que le gusta el verde desvaído —dijo Paula, mientras seguían bajando la colina, hacia la parada de autobús—. Debe tener complejo de miliciano, o algo así.

—No tiene nada de miliciano —dijo Bonnie, incrementando el ritmo. No podía perder el autobús. A las diez tenía una reunión con Mark, entre otros. No quería llegar tarde, sudorosa y acalorada—. Es estilo capitán de equipo de fútbol, rubio y con ojos azules. De los típicos ricos con casa de fin de semana.

No era en absoluto de los que se escondían con otra mujer en un armario, en plena fiesta de Navidad de la oficina; ni de los que se caían al suelo al final de una noche con los amigotes; ni de los que perdían la cabeza por jovencitas pechugonas. No, Mark Ford era un hombre adulto. Y ya era hora de que Bonnie saliera con un adulto.

—Es tipo cásate-conmigo-se-la-madre-de-mis-hijos.

—Suena aburrido.

—No es aburrido —protestó Bonnie—. Es maduro. Lógico, en vez de químico. No tiene nada que ver con lo tuyo por el señor Parker —el jefe de Paula se llamaba Seamus, pero a Paula le parecía más sexy llamarlo señor Parker—. ¿O vas a decirme que eso es amor?

—Nada de eso, chica, es lujuria. Lujuria pura y dura. ¡Oh, no! El autobús.

Bonnie alzó la cabeza y vio que el autobús arrancaba al fondo de la avenida.

—¡Eh! —gritó Paula, quitándose los zapatos para correr más rápido—. ¡Eh, espere!

Bonnie, que llevaba zapatos bajos, aunque verde oliva, corrió tras ella. Paula soltó un taco cuando el autobús se detuvo y la puerta se abrió. Una anciana que miraba por la ventana, hizo una mueca de asombro.

—Paula, ten un poco de respeto.

—Eres una mojigata —rezongó Paula, subiendo la escalera—. Siete cuarenta —le dijo al conductor—. Este autobús no debe arrancar hasta las siete cuarenta. Ahora son… —le puso el reloj de pulsera delante de las narices— las siete treinta y siete. Gracias a usted seguramente llevo carreras en las medias y estaré horrible cuando llegue al trabajo.

—Yo no le he dicho que corra por ahí sin zapatos —contestó el conductor, que tenía unos veinte años.

Bonnie pensó que no tenía ni idea de con quién se enfrentaba. Conocía a Paula desde la guardería; nunca la había visto dejar una discusión sin derramamiento de sangre. Tuvo la esperanza de que esa vez se conformara con humillarlo y con una disculpa.

—El organismo de transporte del condado West Houston, que paga su salario, lo emplea para que cumpla el horario. Cuando sale antes de la hora, está incumpliendo el contrato. Eso es causa de despido —Paula se irguió y estrechó los ojos—. Significa que puede quedarse sin empleo. ¿Está claro? —metió la mano en el bolso y sacó una libreta y un boli—. ¿Cómo se llama?

—Don Vittoni —contestó él, inquieto.

—Muy bien —apuntó el nombre—. Escuche, Don Vittoni, lo dejaré pasar esta vez, pero si vuelve a ocurrir escribiré a su jefe. ¿Entendido?

Él asintió.

—Muy bien —Paula sonrió y se volvió hacia Bonnie, que estaba roja como la grana de vergüenza. Todo el autobús estaba en silencio—. Vamos a buscar un asiento.

Tres hombres se pusieron de pie de un salto.

—Gracias, caballeros —dijo Paula con voz dulce. Se sentaron y el autobús arrancó. Dio un golpecito en la esfera de su reloj—. Las siete cuarenta. En punto.

—Creo que el pobre Don Vittoni casi se moja los pantalones —comentó Bonnie.

—Así aprenderá. ¿Por dónde íbamos?

—¿Cuándo?

—Ah, sí, el verde…

—¿Tenemos que hablar de eso?

—… no adelgaza, ya lo sabes.

—¿Estás diciendo que parezco gorda con este traje?

—Bueno…, sí. Pero no creo que necesites perder peso, ni nada.

—¿En serio? —dijo Bonnie esperanzada. Siempre había estado cinco kilos por encima del peso recomendado para su altura.

—Sí. Estarías muy rara delgada.

La esperanza de Bonnie estalló como una pompa de jabón.

—Pero creo que deberías llevar ropa que te favoreciera —continuó Paula—. Negra, por ejemplo.

—¿Lo dices porque adelgaza? —Bonnie la miró con furia.

No era la primera vez que hacía referencia a su exceso de peso. Era habitual desde el instituto. Durante todos esos años, Paula había seguido siendo delgada, con una cintura diminuta y el tipo de trasero con forma de corazón que tanto gustaba a los hombres.

—No, porque va muy bien con tu pelo rubio claro. Y también rojo. El rojo daría color a tus mejillas.

—Dios, encima estoy pálida. Mira, Paula, esta mañana tengo una reunión con Mark. Esta conversación es justo lo que no necesito, ¿vale?

—Bueno, bueno —Paula alzó las manos—. Sólo intento ayudar.

—Pues no lo consigues.

—No diré una palabra más —Paula simuló que se ponía un candado en los labios y tiraba la llave.

—Perfecto.

Hubo un segundo de silencio.

—Sólo diré una cosa más: si quieres seducir a ese tipo, deberías tirar el libro a la basura y utilizar el cerebro. A los hombres les gusta el sexo.

Varias cabezas se giraron para mirarla.

—¿Acaso me equivoco? —le preguntó Paula a un anciano que había sentado cerca—. A los hombres les gusta el sexo, ¿no?, les gusta ver un poco de piel.

Bonnie notó que le ardía la cara.

—Desde luego que sí —contestó una señora mayor, que estaba junto al anciano.

—Gracias —Paula abrió los brazos de par en par y miró a Bonnie con expresión petulante—. ¿Ves? Ya te lo había dicho.

—Muy científico.

—Pregúntale a cualquiera —Paula empezó a levantarse, pero Bonnie le agarró la mano y tiró de ella. Unas filas más adelante había un hombre vestido de soldado. No quería involucrarlo en una conversación sobre sexo.

—¡Déjalo! —le ordenó a Paula—. Mira, tú haz las cosas a tu manera y yo las haré a la mía.

—Bueno, pero apuesto a que consigo a mi jefe antes que tú al tuyo.

—No es exactamente mi jefe, es vicepresidente de la empresa. Pero te he entendido, y te equivocas.

—Entonces, ¿hay apuesta? —Paula le ofreció la mano—. Quien antes consiga al hombre de sus sueños, gana una cena en Martini’s.

—¿Te callarás?

—De momento.

—Entonces, trato hecho —Bonnie aceptó la mano.

 

 

A las cuatro de la tarde, Mark Ford ya había aplazado la reunión con Bonnie dos veces. Ella empezaba a pensar que no se produciría, cuando su asistente la llamó para que fuese al despacho.

Sólo tardaron unos diez minutos en decidir cómo gestionarían una nueva cuenta, pero Bonnie notó que él mantuvo contacto ocular con ella todo el tiempo. Eso era bueno. Leticia Bancroft había mencionado que el contacto ocular era una clave de la seducción.

—Oye, ¿podría preguntarte algo… de otro tema? —dijo Mark de repente, con una gran sonrisa.

—Sí, claro —Bonnie se preguntó si los consejos de Leticia Bancroft estaban dando resultados tan pronto.

—¿Conoces a alguien que pueda dedicarme algo de tiempo adicional? Necesito ayuda para arreglar el despacho… —miró a su alrededor y bajó la voz— por razones obvias.

Obvias. Ella se preguntó qué quería decir con eso. Quizá fuera una forma solapada de pedirle que se vieran después del trabajo. Pero no iba a asumirlo y arriesgarse a quedar como una tonta si no era el caso.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó. Esperó que fuese una frase lo suficientemente genérica para animarlo a decir lo que tenía en mente. Deseó que Leticia Bancroft estuviera allí para interpretar su lenguaje corporal, Bonnie estaba totalmente perdida.

—Bueno, es esta pintura —se inclinó hacia ella como un conspirador—. Cuando Brian me preguntó si quería verde militar, pensé que bromeaba —hizo una mueca de horror—. ¿Quién iba a querer ver este color todo el día? Es deprimente.

—Entiendo… —Bonnie sintió que se quemaba dentro de su traje de ese mismo color.

—Se me ha ocurrido que podía elegir otro, cualquier otro, y pedir a los de mantenimiento que pintaran por la tarde. Para que a Brian no le parezca tan obvio lo pronto que lo he cambiado.

—¿Necesitas a alguien que te ayude a elegir la pintura? —Bonnie movió la cabeza de arriba abajo.

—Exacto. Pintura y detalles decorativos. Algo moderno —esbozó otra sonrisa luminosa—. Que haga a la gente pensar que tengo poder y éxito.

Ella se ablandó por dentro, a pesar de la vergüenza que le daba ir vestida de un color que él detestaba. No lo había dicho para ofenderla. No sabía que se vestía así para atraerlo. En el fondo, acababa de revelarle un poco de su humildad e inseguridad. Eso era bueno. Nunca había salido con un hombre dispuesto a sincerarse con ella.

—Me encantaría ayudarte.

—¿En serio? No quiero molestarte con esto —miró su traje, como si dudara de su habilidad para elegir colores—. Si conoces a alguna secretaria de administración que tenga más tiempo libre…

Bonnie se preguntó que quería decir con eso. Quizá sólo estuviera interesado en la pintura, pero decidió que daba igual. Ya se había ofrecido a ayudarlo, y no podía dar marcha atrás sin quedar como una boba.

—En serio, no me importa ayudarte. Será interesante.

—Fantástico. Un millón de gracias.

—No es nada. ¿Cuándo quieres ir? Estoy libre esta tarde —comprendió que se había precipitado en cuanto lo dijo.

—Esta tarde no puedo… —él negó con la cabeza.

Ella se mordió la lengua. Sabía que no debía haberlo dicho. Las páginas veintiuna a veinticinco del libro insistían en no presionar al hombre para conseguir una cita; había que dejarlo en sus manos.

—Pero si quieres ir a hacerte una idea y traer algunas muestras mañana, sería fantástico.

—No es problema —aceptó ella. Ya no podía decirle que, de repente, estaba ocupada.

—Podrías enseñármelas mañana, comiendo.

—Lo siento, mañana no estoy libre para comer —dijo ella, en contra de todo proceso intuitivo. Él le estaba pidiendo una cita, justo lo que deseaba, no entendía el sentido de rechazarlo. No lo tenía—. ¿Qué tal el miércoles? —sugirió, imaginando a Leticia Bancroft golpeándole en los nudillos con una regla de madera.

—El miércoles entonces —dijo él, mirando su calendario de mesa y haciendo una nota—. Apuntado.

—Muy bien —sonrió ella—. Entonces, nos veremos el miércoles.

Hasta que no salió del despacho y cerró la puerta a su espalda, no pudo pensar en lo que acababa de ocurrir.

Tenía una cita con Mark Ford. Sólo para comer, claro, pero era una cita. Técnicamente hablando.

Era un gran progreso.