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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Christine Flynn

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor imposible, n.º1567- junio 2017

Título original: The Housekeeper’s Daughter

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9565-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

DecÍan que necesitaba una esposa. Una mujer con clase a quien no le importase pasar las tardes sola o atendiendo a invitados. Una mujer especial que pudiera soportar el escrutinio de su familia, de la prensa y de sus electores. Según los sondeos, los hombres asentados tenían mejor imagen y se ganaban la confianza del público con más facilidad.

Gabe Kendrick arrugó la frente. Estaba ante la ventana del dormitorio con las manos en los bolsillos del pantalón caqui, y los anchos hombros tensos bajo el polo blanco. Como senador por la Asamblea General de Virginia, era consciente de que las decisiones políticas podían ser frías y calculadas. Pero cuando llegó a la casa familiar la noche anterior, no había esperado que el consejo de su padre y de su tío Charles fuera incluir «encontrar una esposa» en su lista de tareas.

No se le ocurría ninguna mujer con la que quisiera pasar el fin de semana, y menos el resto de su vida.

Las arrugas se hicieron más profundas. La conversación de la noche anterior había sido una sesión de planificación a largo plazo; fijar una serie de objetivos pequeños para llegar a uno mayor. Él ya tenía una reputación excelente. Tenía dinero. Y su nombre era muy conocido. Desde el momento en que su madre renunció a la corona del reino de Luzandria para casarse con su padre, hacía treinta y cinco años, el apellido Kendrick había estado en boca de todos.

En aquel tiempo su padre, ya retirado, había sido un joven senador de treinta y tres años, los mismos que tenía Gabe. Su madre era una de las mujeres más fotografiadas del mundo. Él, su hermano y sus dos hermanas habían crecido viéndose en las portadas de las revistas. La prensa y los paparazzi los seguían a todas partes.

Sólo le faltaba la mujer perfecta. Pero no tenía intención de pensar en una esposa de momento. No tenía tiempo para una relación y tendría aún menos cuando anunciaran su candidatura a gobernador. Apenas tenía tiempo para su familia.

Miró el reloj e hizo una mueca. Debería estar reuniéndose con ellos para desayunar.

Quería a su familia. Lo motivaba la competitividad que había entre ellos, y hacía meses que no veía a algunos de sus tíos y primos. Hasta estaba deseando jugar en el jardín con sus primos segundos. Pero había llegado la noche anterior de Richmond y había estado con su padre y su tío hasta las dos de la mañana; necesitaba un poco de paz antes de reunirse con sus parientes.

Pensaba que la paz tendría que esperar, cuando vio a una figura pequeña y esbelta detrás del cenador. La joven encargada de los jardines se movía metódicamente alrededor del macizo de flores, agachándose para arrancar una mala hierba o quitar una flor muerta.

No pudo evitar una sonrisa. Su madre nunca había conseguido que Addie Lowe se pusiera uniforme. A excepción del encargado de los establos, todos los empleados de los Kendrick utilizaban el uniforme apropiado para su puesto. Bentley, mecánico y chófer, llevaba uno color habano en verano y negro en invierno. Las sirvientas llevaban vestidos negros con cuello y delantal blanco. La cocinera iba de blanco. Los jardineros llevaban monos color habano.

Excepto Addie.

Los monos de jardinero eran demasiado grandes, no los había de su talla. La empleada más joven de la casa era callada y discreta, así que conseguía pasar desapercibida con su ropa vaquera y de algodón. A Gabe le parecía apropiado que se hubiese librado del uniforme. Siempre había pensado que su espíritu era demasiado delicado para encajonarlo.

Ni se había dado cuenta de que en realidad la buscaba hasta que la vio.

Cruzó la habitación y salió al largo pasillo del ala este. Había montones de puertas cerradas, ocultando camas sin hacer de las que se ocuparían las sirvientas, ahora que todo el mundo estaba en pie.

El clan de los Kendrick al completo, había tomado por asalto la finca de más de cincuenta hectáreas, en Camelot, Virginia, para asistir al acontecimiento social del año. La hermana pequeña de Gabe, Tess, iba a casarse con Bradley Michael Ashworth III al día siguiente, en la pradera norte. Según el calendario de eventos que había encontrado sobre su almohada, el ensayo era a las tres de la tarde. Cenarían a las seis y media en un restaurante de la ciudad. El desayuno había empezado hacía quince minutos.

El aroma del café le llegó cuando bajaba la escalera curva y tallada que llevaba al vestíbulo de mármol. El olor se mezclaba con el de un enorme ramo de flores que había sobre una mesa de cristal. Gabe empujó una pequeña puerta que había bajo las escaleras; la puerta del mayordomo le permitiría evitar la sala del desayuno.

Oyó voces mientras iba a la cocina. Las zonas de servicio estaban apartadas de las de la familia, pero la sala del desayuno quedaba cerca. Se oía el ruido de los cubiertos y el murmullo de la conversación.

—Gabriel Kendrick —dijo la regordeta Olivia Schilling, con una mezcla de sorpresa y placer. Dejó de mover la salsa que había sobre una cocina de ocho fuegos, situada en una isla central alicatada en blanco. Del techo, sobre ella, colgaban cacerolas de cobre. Tiestos con finas hierbas decoraban la larga ventana que había sobre el fregadero de tres senos.

—¿Cómo está mi chef favorita? —sonriente, Gabe le besó la mejilla.

—Está muy bien —sonrió ella. Era cocinera de los Kendrick desde hacía veinticinco años, y olía a jabón y a vainilla, como siempre.

Olivia volvió a su tarea. Un delantal blanco, prístino exceptuando una mancha de huevo, protegía una blusa almidonada y una falda negra. Las zapatillas deportivas tenían una desafiante banda de color verde brillante.

—Nos dijeron que quizá te levantaras tarde esta mañana —lo informó, refiriéndose a sí misma y la sirvienta que salía por la puerta de vaivén—. Estaba pensando en prepararte una bandeja. ¿Qué quieres?

—Nada —contestó él, yendo hacia la cafetera—. Sólo café.

—¿No hay en la sala? —preguntó ella, mirando la puerta de vaivén—. Le diré a Marie que lleve más.

—No he ido a la sala. Estoy evitándola. Marie es nueva —comentó, evitando tener que explicar por qué no se había reunido con la familia—. ¿Es permanente o está sólo este fin de semana?

—Permanente. Sustituyó a Sheryl.

—Sheryl —repitió el nombre, intentando recordar si la había conocido—. ¿No la contrató mamá hace poco?

—Hace tres meses. No hacemos más que cambiar desde que Rita se retiró.

—¿Por qué se marchó? —preguntó Gabe, llenando un grueso tazón de cerámica que su madre no habría aceptado en su mesa.

—No se marchó. La señora Lowe la despidió —dijo, hablando del ama de llaves—. La pilló mirando en el bolso de un invitado —alzó la cuchara de palo de la cacerola y tocó la salsa con un dedo. La probó y, frunciendo el ceño, alcanzó un limón—. Ella y tu madre contrataron a Marie hace unas semanas.

—Y va muy bien por ahora —anunció Rose Lowe, entrando por la puerta de vaivén—. Espero que siga así. Se acerca la temporada social y habrá meriendas, cenas y fiestas; es mucho más fácil trabajar con gente que conoce cómo funcionamos aquí. Hola Gabe —saludó, ofreciéndole una sonrisa educada.

El ama de llaves utilizaba vestido negro, como la sirvienta, pero sin cuello blanco ni delantal. La madre de Addie llevaba trabajando más de treinta años para la familia, y Gabe rara vez le había visto puesto algo de color. Incluso iba de negro a la fiesta de Navidad. Conocía a la señora Lowe de toda la vida, pero la eficiente matrona de cincuenta y tantos años, a diferencia de Olivia, mantenía la distancia formal con la familia.

—Ahora que te has levantado —dijo ella, doblando unas sábanas—, podemos sacar huevos recién hechos. Olivia, también hacen falta salchichas. Al joven Trevor se le ha caído el zumo de naranja en el hornillo. La señorita Amber ha hecho lo mismo con la leche.

Trevor era el hijo menor del primo Nathan, que acababa de empezar a ir al colegio. Amber era más pequeña e hija de la prima Sydney. Gabe supuso que los veinte adultos que había a la mesa estaban recordándoles las normas de educación en ese momento.

—No saques nada por mí —fue con la taza de café hacia la mesa de pino en la que comían los empleados. Tras los sucesos de la sala del desayuno, nadie lo echaría de menos—. Sólo voy de paso.

Olivia controló sus ganas de decirle que debía comer. La señora Lowe se limitó a apretar los labios. Gabe no tenía ni idea de por qué lo hacía, pero tenía la sensación de que siempre lo miraba con desaprobación.

—Señoras —saludó con la cabeza y fue hacia la puerta de atrás.

—Si te encuentras con Addie —dijo Olivia—, dile que te cuente sus novedades.

—¿Qué novedades?

—Que te lo cuente ella.

—No tiene por qué distraer a Addie de su trabajo —rezongó la señora Lowe.

—Puede trabajar mientras hablan, relájate, Rose —contestó Olivia—. Sólo será un minuto.

Él cerró la puerta y salió al delicioso sol de septiembre con el café en la mano. Le llegó el olor de las petunias que rodeaban el porche, amueblado con mesas de mimbre y tumbonas. La pradera era como una alfombra esmeralda que se extendía más allá del estanque y de los jardines formales, brillantes de color.

Pensó que Addie debía de ser la responsable de tanta belleza mientras se adentraba en el jardín. Normalmente cuando iba de visita, sólo estaban sus padres y, en verano, sólo los empleados. El padre de Addie, que había sido el encargado de los jardines hasta que falleció, hacía cinco años, había sido la persona que siempre deseaba ver en sus visitas. Aún lo echaba de menos.

Esa casa era el refugio de Gabe cuando tenía que tomar alguna decisión o resolver algún problema. Desde la adolescencia, había pasado horas hablando con Tom Lowe. Mientras el hombre trabajaba, Gabe lo seguía, empapándose de su sabiduría popular y su sentido común, preguntando sin cesar, retando y siendo retado. Addie también solía estar allí, una pequeña sombra que seguía a su adorado padre. Pertenecían a mundos muy distintos y Tom, que había tenido su propia granja tiempo atrás, le proporcionaba una perspectiva muy distinta a la de su padre y su tío. Ningún Kendrick sabía lo que era ganarse la vida de la tierra, a merced de los elementos y sin más respaldo que el ingenio, el esfuerzo y el sentido común.

Su madre pertenecía a la realeza, pero la familia de su padre siempre había sido rica.

Tomó un sorbo de café y observó a Addie agachada junto a un macizo de crisantemos amarillos. Arrancaba las flores muertas y las echaba en un cubo de metal que tenía junto a la rodilla. Bajo el sol, el corto cabello castaño tenía reflejos rojizos y dorados.

Su constitución era tan delicada que parecía una niña, demasiado frágil y femenina para la ropa vaquera que utilizaba y el trabajo que desempeñaba. Llevaba unas tijeras de podar colgadas de la hebilla de los vaqueros. Se había remangado la camisa azul de algodón; tenía los brazos morenos y delgados.

Como si hubiera percibido que alguien la observaba, miró por encima del hombro. Sus delicados rasgos se iluminaron con alegría y placer.

—Me alegro de que hayas sobrevivido —dijo él, alzando la taza en un brindis—. Imagino que mi madre habrá estado obsesionada con el aspecto del jardín.

—Será un alivio que acabe todo —confesó ella—. Ya voy retrasada con la poda de otoño porque todo tiene que estar perfecto para mañana. Espero que nadie mire debajo de algunos de estos arbustos y plantas —murmuró—. He tenido que rellenar huecos con tiestos del vivero —se apartó el flequillo con el dorso de la mano—. Me sorprende verte aquí; no esperaba que llegases hasta la hora del ensayo —la suave sonrisa de sus ojos se convirtió en curiosidad—. ¿Has venido antes para hablar con tu tío Charles?

Gabe a veces pensaba que lo conocía tan bien como lo había hecho su padre, Tom Lowe. Él había sido el primero en comprender que odiaba estar inactivo. Necesitaba hacer, buscar, conseguir… y dedicaba un cien por cien de su capacidad a lograr sus objetivos.

—Hablamos un rato anoche. Ha llegado la hora de incluir a un estratega profesional en el equipo —le confió—. Papá cree que uno de los abogados de la empresa de Charles podría ser la persona adecuada. Dentro de un par de semanas me reuniré con él para hablar de mi campaña.

Ella se puso de pie y trasladó el cubo a la siguiente sección de flores.

—¿Está aquí, o en Washington?

—En Washington. Y me consideraba agresivo —admitió él, siguiéndola—, pero este tipo me gana por mucho. Le ha dicho a Charles que deberíamos empezar a tomar posiciones con respecto a la presidencia en cuanto empiece mi mandato como gobernador.

—¿Qué opinas tú? —preguntó ella, tirando unas hojas secas al cubo.

—Me parece bien.

—¿No deberías ganar antes la elección a gobernador?

—Supongo que eso podría ayudar —concedió él. Siempre podía contar con el sentido práctico de Addie para mantener su ego a raya.

—Podría —repitió ella con una sonrisa—. Siempre vas por delante de ti mismo.

—Yo lo llamo planificar el futuro —vio que Addie alzaba levemente un hombro y supo que se callaba algo—. ¿Qué?

—Oh, no sé —musitó ella—. Pensaba que no pareces feliz si no tienes sueños a lo grande. No es que eso sea malo —aclaró, sonando tan práctica y pragmática como lo habría hecho su padre—, siempre y cuando no olvides lo que hay que hacer entretanto.

Eso le hizo pensar. Era cierto que se fijaba objetivos muy ambiciosos y a veces no tenía en cuenta detalles básicos. Pero la conversación de la noche anterior le había dado alas. Los rumores daban por sentada su elección como gobernador; la oposición ni siquiera encontraba a un candidato dispuesto a enfrentarse al hijo predilecto del estado de Virginia. Tenía detractores, por supuesto, que creían que no sería nada sin el dinero y el nombre de su familia. Pero él se esforzaría cuanto fuera necesario para demostrar que era digno de la confianza de la gente. Su capacidad de esfuerzo era su mejor cualidad.

Entretanto, había otras cosas que hacer. Por ejemplo, buscarse una esposa. Frunció el ceño. En el pasado habría preguntado al padre de Addie qué opinaba al respecto. Se planteó preguntárselo a ella.

No sabía si ella había aprendido de Tom, como él, o si simplemente había heredado su capacidad de elegir lo correcto. Lo cierto era que, desde la muerte de su padre, había demostrado ser igual de sabia y perspicaz en todo lo referente a las aspiraciones y obligaciones de Gabe.

Valoraba su perspicacia, su sinceridad y el hecho de poder confiarle cualquier cosa, pero en ese momento no quería pensar en campañas y obligaciones. Quería disfrutar de su compañía.

—Olivia me ha dicho que tienes novedades. ¿Has acabado la investigación?

—Aún no —Addie escrutó el macizo y trasladó el cubo—. Pero llamé a la presidenta de la sociedad histórica local para contarle lo que había descubierto. No tenía ni idea de que hubiera habido un jardín público en ese viejo terreno —dijo ella con la voz teñida de entusiasmo—. Me pidió que le enviara copias de mi trabajo y se ofreció a ayudarme a buscar la financiación del proyecto cuando lo termine.

Addie llevaba años trabajando para licenciarse en la Universidad. El año anterior, mientras hacía un trabajo para la clase de botánica, había descubierto los planos de un jardín histórico. Cuando regresó a casa, había localizado su emplazamiento exacto en Camelot.

—Puedes tardar años en conseguir subvenciones para un proyecto de restauración —advirtió él.

—Empiezo a darme cuenta —admitió ella—. Pero una vez califiquen la propiedad como de interés histórico, reproducir el jardín será sencillo. Tengo copias de los viejos planos y la lista completa de plantas. Hay referencias a un abrevadero que aún no he localizado, pero tenemos casi todas las plantas. Papá las encontró hace años, cuando diseñó el jardín colonial para tu madre.

—¿Mamá va a dejar que te las lleves?

—Cielos, no —murmuró ella—. Le pregunté si podía cortar esquejes. Ya he empezado a cultivarlas.

—Parece que lo has solucionado todo —Gabe sonrió, impresionado por su entusiasmo y su minuciosidad.

—Todo menos el papeleo —concedió ella, con menos entusiasmo—. Pero la señora Dewhurst dice que me ayudará con eso. Es la presidenta de la sociedad histórica.

—¿Conseguirás algún crédito en la Universidad si te ayuda? —Gabe conocía a Helene Dewhurst, una mujer de clase alta que metía las manos en todo.

—Esto no es para clase. Lo hago por papá —le confió ella—. Ya sabes cuánto le gustaba cultivar los viejos híbridos que apenas se ven ya. Y que le gustaba compartir sus conocimientos.

Su padre había adorado cualquier cosa que tuviera historia. Además, disfrutaba compartiendo los detalles de lo que descubría. Él le había inculcado un profundo respeto por lo antiguo y venerable, junto con el amor por la tierra y lo que crecía de ella.

—Creo que le gustaría saber que su trabajo sirvió para restaurar algo de lo que la gente podrá disfrutar —su voz y su sonrisa se suavizaron. Gabe debería haber sabido que su entusiasmo no era sólo por ella misma. Siempre parecía animarse cuando hacía algo por los demás.

—¿Cuándo crees que acabarás la investigación?

—Espero tenerlo todo antes de regresar a la Facultad —dijo ella, volviendo a mover el cubo.

—Intenta acabarlo antes —sugirió él, sabiendo que se reincorporaría a clase en enero—. Si me lo envías, intentaré que le den prioridad.

—¿Harías eso? —los ojos de Addie se iluminaron.

—Claro que sí.

Addie se aguantó el júbilo que le causaba la oferta. La habían educado para que fuera realista y práctica. Además siempre era sensata. La ayuda de la señora Dewhurst le había confirmado que el proyecto tenía mérito, pero con la ayuda de Gabe tenía la posibilidad de verlo realizado antes de convertirse en una anciana.

—Te lo haré llegar lo antes que pueda.

—Avisa a mi secretaria. Ella estará pendiente.

—Lo haré —aceptó ella, mirando su sonrisa.

La forma de su boca era muy sensual y la línea de su mandíbula denotaba tanta fuerza y determinación como él mismo. Tenía los ojos grises y el pelo espeso, oscuro y meticulosamente cortado.

Era muy guapo. Además, era alto, poderoso y rico; no había mujer en el país a quien no interesara. Gracias a su integridad e inteligencia, se había ganado el respeto de amigos y electores, y la envidia de la oposición. Addie sabía todo eso, pero lo consideraba su amigo, aunque no pudiera comentarlo con nadie. Era consciente de su posición: al igual que sus padres, era empleada de los Kendrick. Como todo el personal, debía mantenerse al margen y ser lo más discreta posible.

Para Addie nunca fue un problema pasar desapercibida. Medía un metro sesenta y uno, era muy delgada y tenía más aspecto de niña que de mujer de veinticinco años. La gente ni siquiera la veía, como demostraba el grupo de cuatro mujeres perfectamente arregladas que se acercaba a Gabe en ese momento.

—Los jardines están fabulosos, tía Katherine —oyó decir a una de las jóvenes—. La boda será maravillosa.

—Eres un cielo, Sydney —contestó la elegante y rubia madre de Gabe a su sobrina.

Katherine Theresa Sophia de Luzandria, ahora Kendrick, vestida con una blusa de seda de color crema y pantalones marrones, parecía la reina que habría llegado a ser de no casarse con el padre de Gabe. Sus dos hijas y su sobrina se parecían a ella: eran rubias, elegantes y refinadas.

—Espero que el tiempo aguante —dijo la señora Kendrick—. Habrá una carpa para la cena en la pradera este, pero odiaría tener que trasladar la ceremonia al interior. No sé por qué no nos decidimos por la catedral.

—Porque yo quería casarme en casa —le recordó la resplandeciente novia—. Y no habrá que trasladar nada. No hay ni una nube en el cielo. Todo irá bien, seguro.

—Bien no es suficiente. Debe ser perfecto —la señora Kendrick sonrió a Gabe—. Buenos días, cariño —le dio un beso en la mejilla—. Te echamos de menos en el desayuno. Tu tío Charles quiere que te reúnas con él en los establos para ir a montar.

—Y los niños quieren que vayas a jugar al fútbol con ellos en el jardín delantero —dijo Sydney, que llevaba un traje de lino blanco.

—No pueden jugar ahí —afirmó la señora Kendrick—. La empresa de alquiler llegará a montar la carpa enseguida. Es mejor que vayan a las pistas de tenis.

—¿Queréis que los lleve a montar? —se ofreció Gabe.

—¡No! —exclamaron las tres jóvenes al unísono.

—No queremos huesos rotos —explicó Tess, su hermana pequeña—. Seguro que tío Charles y tú los animáis a saltar troncos y setos. No hay tiempo para viajes a urgencias.

—Lo que quiere decir, querido hermano —apuntó Ashley, su otra hermana—, es que no tienes ni idea de lo que es organizar una boda. Todo se calcula al minuto.

Addie, silenciosamente, se alejó seis metros más y siguió inspeccionando la zona en la que se servirían los cócteles después de la ceremonia y antes de la cena. Como el bar se instalaría en el cenador, revisó las petunias rojas que bordeaban todo su perímetro.

Nadie pareció fijarse en ella cuando desapareció tras la elegante estructura blanca para agacharse junto a las flores. Igual que nadie había reconocido que eran ella y los hombres que tenía a su cargo quienes habían mimado y cuidado cada hoja y cada brizna de hierba. Las felicitaciones eran para la señora Kendrick; Addie sólo era un medio para conseguir un objetivo.

—¿Quién será el próximo? —preguntó Sydney—. ¿Alguien tiene una relación de la que no me haya enterado?

—No que yo sepa —contestó Ashley—. Yo no, desde luego. Hace meses que no tengo una cita.

—¿Y Cord? ¿Ha salido con alguien desde que esa modelo lo demandó?

—Creo que mi hermano está teniendo cuidado desde esa demanda de paternidad —Ashley le pidió silencio a su prima con la mirada—. Viene solo a la boda.

—Espero que evite los problemas durante un tiempo —murmuró la señora Kendrick. Su segundo hijo había provocado más titulares en unos años que el resto de la familia en conjunto—. Ya hemos sufrido bastante sensacionalismo por este año.

—¿Y tú, Gabe? —preguntó la entrometida Sydney—. ¿Tienes alguna amiguita que nos estés ocultando?

—¿Bromeas? —la novia soltó una risita—. Del modo en que lo sigue la prensa, habrían descubierto cualquier secreto. No hay ninguna mujer. Créeme.

—Creo que oigo a un caballo llamándome —masculló Gabe. Addie vio, de reojo, que sonreía—. Me voy.

—Cobarde —susurró Ashley.

—Inteligente —replicó él.

Captó la mirada de Addie y le guiñó un ojo con discreción, para indicar que la vería más tarde. En ese momento, su hermana pareció fijarse en ella.

—Sé de alguien que se va a casar. Nuestra jardinera jefa. Se lo oí decir a la cocinera ayer —anunció Ashley con satisfacción. Gabe se quedó parado—. Addie, felicidades por tu compromiso.

Todas las elegantes mujeres sonrieron a la chica que estaba arrodillada, en vaqueros y con las botas manchadas de hierba. A Gabe se le heló la sonrisa.

—Yo también te felicito —dijo la señora Kendrick con toda sinceridad—. Tu madre me ha dicho que aún no habéis fijado la fecha; aunque ya hablaremos más adelante, quiero que sepas que te echaremos mucho de menos.

Addie no estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Solía ser invisible en un grupo como ése, y la habían pillado por sorpresa al incluirla. Supuso que ésa era la razón de que le ardieran las mejillas.

—Gracias —musitó, antes de que las mujeres volvieran a concentrarse unas en otras. Le ocultó su mirada avergonzada a Gabe, cuando se dio cuenta de que la observaba. Volvió a inclinar la cabeza sobre su tarea.

Mientras las mujeres seguían hablando y se dirigían al lugar en el que se celebraría la ceremonia, no pudo evitar pensar que a Gabe lo había sorprendido la noticia.

No supo cómo interpretar que frunciera el ceño antes de ponerse en camino hacia los establos.