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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Trish Morey

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Encadenada al jeque, n.º 2472 - junio 2016

Título original: Shackled to the Sheikh

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8115-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Rashid Al Kharim se hartó de dar vueltas y más vueltas por la habitación.

Necesitaba algo más fuerte. Necesitaba algo que entumeciera sus sentidos, aunque solo fuera durante unas cuantas horas. Algo para aplacar el dolor que le habían causado las revelaciones de aquel día.

Siempre había creído que su padre llevaba treinta años muerto, y acababa de saber que había fallecido unas horas antes. Pero eso no era todo: también había creído que estaba solo en el mundo y, de repente, había descubierto que tenía una hermana pequeña; una hermana que ahora era responsabilidad suya.

Desesperado y lleno de rabia, abandonó la suite del hotel, entró en uno de los ascensores y pulsó el botón con fuerza.

Sabía exactamente lo que necesitaba.

Una mujer.

Capítulo 2

 

Tora no habría entrado en aquel club si no hubiera necesitado una copa con urgencia. Era demasiado ruidoso y demasiado oscuro para su gusto, pero acababa de mantener una reunión desesperante y no había otro más cerca, así que se acercó a la barra, se sentó en un taburete y pidió un cóctel.

Su asesor financiero se había mostrado tan insensible a sus argumentos como a sus lágrimas. Había sido una hora entera de discusión inútil, y Tora se preguntó cuánto alcohol tendría que tomar para aplacar su frustración.

Mientras bebía, echó un vistazo al club. Había hombres que estaban allí con la intención de ligar, y tenían la curiosa característica de que sobrepasaban claramente la edad media de la clientela femenina, que rondaba los diecinueve años. En otras circunstancias, le habrían parecido fuera de lugar; pero ella también era mucho mayor, y tenía la experiencia suficiente como para saber que la profusión de jovencitas no la salvaría de los ligones.

Justo entonces, uno de los hombres le guiñó un ojo desde el extremo contrario de la barra. Tora frunció el ceño, cruzó las piernas y, tras bajarse un poco la falda, pidió un segundo cóctel. Siempre había odiado ese tipo de locales; aunque, en ese momento, odiaba mucho más al canalla de su asesor. ¿Cómo se atrevía a tratarla de ese modo? Especialmente, teniendo en cuenta que eran primos.

Al principio, Matthew había optado por darle excusas. Le había dicho que tuviera paciencia, que esperara un poco, que solo era cuestión de tiempo. Pero Tora no se dejó engañar y, cuando insistió en saber por qué no había recibido su parte de la herencia, su primo la miró a los ojos durante unos segundos y dijo:

–¿Te acuerdas del documento que firmaste? Me diste permiso para que me encargara de la venta de la propiedad de tus padres.

–Sí, claro que me acuerdo.

–Y también me diste permiso para que invirtiera el dinero en tu nombre.

–¿Para que invirtieras el dinero? –preguntó ella, desconcertada–. Yo no recuerdo haber…

–Tora, deberías leer la letra pequeña de los contratos –la interrumpió Matt–. Me diste un permiso notarial, y yo hice las inversiones que me parecieron oportunas. Pero no fueron tan buenas como pensaba.

–¿Qué significa eso?

–Que no queda nada. Ni un céntimo.

Al recordar su conversación, Tora se preguntó de dónde había sacado la paciencia necesaria para no saltar sobre él y estrangularlo allí mismo. No era una mujer violenta, pero su primo había tirado doscientos cincuenta mil dólares a la basura; los doscientos cincuenta mil dólares que ella había prometido prestar a Sally y Steve.

Tora se arrepintió de haber hecho caso a sus padres cuando le pidieron que aceptara a Matthew como asesor fiscal; especialmente, porque tenía un abogado en el que confiaba: el padre de una amiga a quien conocía desde la infancia. Pero, ¿qué podía hacer? Era de la familia, y la familia era importante para ellos.

Clavó la vista en su segundo cóctel y pasó el dedo por el borde de la copa, sacudiendo la cabeza. Ahora tendría que hablar con Sally y decirle que el dinero prometido se había esfumado. O eso, o volver al banco e intentar que le concedieran un crédito que ya le habían negado con anterioridad.

Desesperada, se llevó la copa a los labios, cerró los ojos y echó un trago.

–Parece que tienes sed, labios bonitos… –dijo uno de los ligones del bar–. ¿Te puedo invitar a algo?

Tora abrió los ojos y miró al individuo que se le había acercado, un barrigudo que sonreía de oreja a oreja mientras sus amigos contemplaban la escena con sorna, como si hubieran apostado al respecto.

Aquello fue demasiado para ella. Alcanzó el bolso y llamó al camarero para pedir la cuenta. De repente, la idea de volver a casa y beberse la botella de vino blanco que tenía en el frigorífico no le parecía tan deprimente. Cualquier cosa era mejor que seguir allí.

 

 

El club le disgustó a primera vista. Era demasiado ruidoso y demasiado oscuro. Pero estaba a pocos metros de su hotel, y Rashid dio por sentado que sería un buen sitio para ligar con alguien.

Un segundo después, cambió de opinión. Al parecer, solo había jovencitas de ropa escasa y maquillaje excesivo, y no se parecían nada a lo que estaba buscando. Necesitaba una mujer, no una niña.

Ya se disponía a marcharse cuando vio a una morena que le llamó la atención. Estaba en uno de los taburetes de la barra, y parecía tan fuera de lugar como él mismo. Era definitivamente mayor que las demás y, lejos de ir semidesnuda, llevaba una camiseta de manga corta y una falda de tubo.

Rashid la miró durante unos momentos. Se estaba tomando un cóctel, pero con disgusto, como si estuviera enfadada con el mundo. Y le pareció perfecto. Al fin y al cabo, aquella noche no quería una persona feliz, de ojos brillantes y alegres. Prefería estar con alguien que compartiera su enojo.

Cruzó la sala y caminó hacia ella. Justo entonces, un tipo se le acercó, le dijo algo y le pasó un brazo alrededor de la cintura.

Rashid se detuvo en seco. Quizá fuera la persona adecuada para él, pero estaba acompañada. Y, por supuesto, no se iba a pelear por una mujer.

 

 

Tora sabía que necesitaba una voz amiga; alguien que escuchara, le diera una palmadita en la espalda y le prometiera que todo iba a salir bien. Sin embargo, no había ido al club en busca de nadie, y mucho menos de un sujeto que se atrevía a ponerle una mano en la cintura mientras sus amigos los observaban.

–Lo siento, pero no quiero compañía.

–Pues es una pena, porque nos llevaríamos bien.

–Lo dudo.

Ella intentó levantarse del taburete, pero él se interpuso. Por lo visto, era uno de esos tipejos que no aceptaban una negativa por respuesta.

–¿Podría apartarse, por favor?

–Oh, vamos, ¿a qué viene tanta prisa?

Tora notó su peste a alcohol y giró la cabeza, intentando alejarse del dudoso aroma. Y fue entonces cuando lo vio. Estaba entre la gente, avanzando entre ellos con la elegancia de un depredador silencioso. Era alto y de cabello oscuro, que parecía negro azulado bajo las luces del local.

–Déjeme que la invite a otra copa –insistió el barrigón, apretándose contra ella–. Puedo ser muy divertido…

 

 

–Estoy segura de ello, pero he quedado con un amigo –mintió.

Tora volvió a mirar al hombre que había despertado su interés, y el de varias de las jovencitas que abarrotaban la pista de baile. Daba la impresión de que estaba buscando a alguien y no lo encontraba.

–¿Y dónde está su amigo? Discúlpeme, pero yo diría que le ha dado plantón…

Tora le empujó un poco y se levantó del taburete, teniendo cuidado de no rozar su prominente barriga con los senos.

–No, no me ha dado plantón –replicó–. De hecho, acaba de llegar.

 

 

Rashid echó un último vistazo al club y dio la vuelta para dirigirse a la salida, convencido de estar perdiendo el tiempo.

–¡Por fin! Llegas tarde…

Él se quedó desconcertado al oír la voz. Era la mujer de la barra, y le hablaba como si lo hubiera confundido con otra persona. Pero no tuvo ocasión de sacarla de su error, porque ella se apresuró a añadir, en voz baja:

–Sígueme la corriente.

Rashid nunca habría imaginado que, un segundo después, lo agarraría del brazo, se apretaría contra su cuerpo y asaltaría su boca. Y tampoco habría imaginado que, cuando ella intentara romper el contacto, él le acariciaría la espalda de arriba a abajo y le arrancaría un gemido de placer al devolverle el beso.

Sencillamente, no lo pudo evitar. Los labios de aquella mujer eran demasiado cálidos, demasiado intensos, demasiado sensuales. Sabían a fruta y a alcohol, a limón y a verano. Sabían a gloria.

Al parecer, había encontrado lo que necesitaba. Lo que estaba buscando. Lo que ya no esperaba encontrar.

–Vámonos –dijo ella.

Su atractiva asaltante lanzó una mirada al hombre que se le había acercado en la barra. Había vuelto con sus amigos, que le daban palmaditas en la espalda como para animarlo tras su fracaso amoroso.

Rashid se preguntó qué habría dicho aquel tipo para que ella saliera disparada, se acercara a un desconocido y le diera un beso. Pero, fuera lo que fuera, no le importaba demasiado. Él había conseguido lo que quería, así que le pasó un brazo alrededor de los hombros y la llevó hacia la puerta del club.

En cuanto a Tora, estaba tan alterada que tuvo miedo de que la gente pudiera oír los desbocados latidos de su corazón. ¿Qué demonios había hecho? ¿Por qué le había besado? ¿Habría tomado más cócteles de la cuenta?

Tras pensarlo un momento, llegó a la conclusión de que los cócteles no tenían nada que ver. Se había comportado así porque estaba furiosa, enfadada con su primo, con los ligones de los bares y con el mundo entero. Librarse del barrigón no era suficiente. Quería demostrar que no estaba tan sola ni tan necesitada como para echarse en brazos de un tipo como él. Le quería dar una lección.

Y se la había dado.

Pero no esperaba que su pequeña estratagema se volviera contra ella. No esperaba que el hombre al que había usado se mostrara tan convincente en su papel. Y, por supuesto, no esperaba que el sabor de sus labios y el contacto de sus manos la dejaran embriagada y confundida.

Su involuntario salvador le había gustado tanto que tuvo que resistirse al deseo de acariciarlo. Y no era de extrañar, porque tenía un cuerpo maravillosamente duro.

Desconcertada, intentó convencerse de que se le pasaría con un poco de aire fresco. Cuando salieran, le daría las gracias, se subiría a un taxi y se marcharía antes de cometer ninguna de las locuras que se le estaban pasando por la cabeza.

Era un buen plan, y quizás habría funcionado si él no la hubiera conducido a la oscuridad de un callejón, donde la besó otra vez.

Durante los minutos siguientes, Tora se dijo que estaba cometiendo una locura, que aquello era impropio de ella, que no tenía la costumbre de besarse con desconocidos en plena calle. Pero, en ese caso, ¿por qué respondía a sus besos con idéntica pasión? Ahora estaban solos; ya no se trataba de fingir ante un cretino que quería ligar. ¿Sería el efecto del alcohol? ¿Una consecuencia indirecta de su rabia?

Tora no se engañó a sí misma. Lo besaba porque quería besarlo, porque lo encontraba irresistible.

Curiosamente, su inseguridad desapareció por culpa de la misma persona que había causado su desasosiego. El callejón estaba muy cerca de la oficina de Matt. ¿Qué pensaría si salía del despacho y la veía con un hombre en esas circunstancias?

En lugar de sentir vergüenza, se apretó contra él y lo besó con más lujuria. Que Matt pensara lo que quisiera. No era asunto suyo. De hecho, estaba tan enfadada con su primo que casi deseó que pasará por allí y se escandalizara.

–Hagamos el amor –dijo él en voz baja.

Tora habría preferido que la tomara en brazos, la llevara a su piso y se acostara con ella sin decir nada. Lo habría preferido porque, de ese modo, no se habría sentido responsable de la situación. Sin embargo, era tan responsable como él, y tenía que decir algo.

–Ni siquiera sé cómo te llamas… –replicó.

–¿Y eso importa?

A Tora no le importaba en absoluto. Si le hubiera dicho que era Jack el Destripador, le habría dado igual. Pero la pregunta reavivó las dudas que albergaba, e intentó recordar su plan anterior: subirse a un taxi, llegar a casa, sacar la botella de vino blanco e intentar olvidar la traición de su primo.

–No sé… Debería marcharme –acertó a decir.

Él la soltó, pero sin alejarse.

–¿Eso es lo que quieres? ¿Irte?

Ella se dio cuenta de que estaba haciendo esfuerzos por refrenarse; lo notaba en el calor que su cuerpo irradiaba y en la tensión de sus potentes músculos. Era un hombre fuerte, mucho más fuerte que ella. Un hombre que la podría haber tomado allí mismo si ese hubiera sido su deseo. Un hombre al que no se habría podido resistir.

Tora no sabía qué hacer. ¿Ser prudente y marcharse a casa? ¿Aceptar lo que el destino le estaba ofreciendo? Siempre había sido de las que jugaban sobre seguro; pero la idea de vivir una aventura con un desconocido le resultaba extrañamente tentadora.

Además, ¿de qué le había servido tanta sensatez y tanta cautela? De nada en absoluto. Había perdido todo lo que tenía. Y lo había perdido por culpa de su primo, quien sin duda se habría horrorizado si hubiera sabido que estaba considerando la posibilidad de acostarse con aquel hombre.

–No –contestó al final–. No me quiero ir. Quiero pasar la noche contigo.

Él asintió y declaró, en tono de advertencia:

–Solo será una noche. Es todo lo que te puedo ofrecer.

Ella sonrió.

–Me parece perfecto, porque es todo lo que quiero.

Los ojos de su amante nocturno brillaron con alegría.

–Me llamo Rashid –dijo.

–Y yo, Tora.

Rashid alzó una mano y le apartó un mechón de la cara, arrancándole un estremecimiento de placer. Luego, le dio un beso cariñoso y preguntó:

–¿Nos vamos?

Capítulo 3

 

ATora no le sorprendió que la llevara al Hotel The Velatte, uno de los establecimientos más caros y lujosos de Sídney. La mayoría de la gente se limitaba a soñar con pasar una noche en alguna de sus habitaciones, pero ella ya sabía que Rashid no era como la mayoría de la gente. Un hombre normal no la habría excitado de esa manera. No habría acelerado su pulso ni la habría dejado sin aliento por el simple hecho de caminar a su lado.

Tras cruzar el vestíbulo, entraron en el ascensor. Tora ardía en deseos de besarlo otra vez, pero dentro había otra pareja, así que se tuvo que contentar con admirar sus rasgos en los espejos del habitáculo. Era la primera vez que lo veía con claridad. El club y el callejón estaban demasiado oscuros, y apenas había distinguido lo que parecía ser un semblante de líneas duras e implacables.

Sin embargo, la luz le mostró una cara que no tenía el menor rastro de severidad. Sus ojos no eran oscuros, como había creído hasta entonces, sino tan azules como la superficie del mar en un día soleado. Y sus pómulos altos resultaban tan sensuales como su nariz recta y las suaves líneas de sus labios.

Era un hombre impresionante.

La chica tímida que había en su interior se preguntó por qué querría estar con una mujer como ella. Pero la chica rebelde y atrevida, la que había entrado en el club, la que se había tomado varios cócteles y había besado a un desconocido, se alegró de haberse embarcado con él en aquella aventura.

La puerta del ascensor se abrió en uno de los pisos más altos del edificio. Rashid le pasó un brazo alrededor de la cintura y la acompañó al interior de una suite de tonos grises y pasteles, con lámparas de pie cuya luz era sutilmente dorada.

Tora pensó que, definitivamente, no estaba en compañía de un tipo del montón. Aquel lugar debía de costar una fortuna. O era rico o pretendía causar un infarto a su asesor fiscal con la factura del hotel.

–Es enorme… –dijo, sinceramente asombrada.

–Sí, es bastante grande –replicó él con desinterés, como si fuera lo más normal del mundo–. ¿Te apetece tomar algo?

Ella asintió. La boca se le había quedado seca ante la perspectiva de pasar la noche con un hombre como Rashid.

–Sí, gracias. Lo que sea.

Rashid llamó al servicio de habitaciones y les pidió que subieran una botella de champán. Después, se giró hacia Tora y, tras anunciar que el dormitorio estaba al fondo, la llevó hasta él. Era una habitación preciosa, de muebles blancos y cama gigantesca, con puertas correderas que daban a una terraza.

Pero Tora no tuvo ocasión de admirarla, porque Rashid le ofreció unas vistas mucho más interesantes. De repente, se quitó la camisa y le mostró unos pectorales dignos de los calendarios que los bomberos sacaban para recaudar fondos.

–¿Te quieres duchar? –preguntó él.

Ella se quedó sin habla durante unos segundos. Estaba ante la viva imagen de la perfección masculina. Y, cuando él se llevó las manos al cinturón de los pantalones, comprendió que debía hacer algo más que quedarse de pie como una tonta, esperando a que la sedujeran. A fin de cuentas, ya la habían seducido.

–Sí, claro… –respondió.

Tora se puso nerviosa. Se iba a acostar con un hombre que jugaba en una división superior a la suya, y no solo porque fuera rico. Rashid se comportaba con una seguridad abrumadora. Se había empezado a desnudar como si fuera lo más natural del mundo. Y esperaba que ella también se desnudara.

Tras respirar hondo, se despojó de los zapatos y se llevó las manos al dobladillo de la camiseta, que se quitó a continuación. Era dolorosamente consciente de la vulgaridad de su ropa interior. No se podía decir que tuviera una colección de lencería, pero se arrepintió de no haberse puesto un conjunto más sensual, con más encajes y transparencias.

–Me temo que mi ropa es bastante aburrida. De haber sabido que…

Él frunció el ceño y se quitó los pantalones. Llevaba unos bóxers que apenas disimulaban el abultamiento de su sexo.

Tora intentó tragar saliva, pero su boca estaba más seca que nunca.

–No me interesa tu ropa interior –dijo él–. Me interesa lo que oculta.

Rashid se acercó, se inclinó sobre ella y le dio un dulce beso en los labios. Luego, le soltó el pelo, le acarició los hombros y llevó una mano al cierre del sostén, que abrió con un movimiento casi imperceptible.