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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Susanna Carr

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche griega, n.º 2479 - julio 2016

Título original: Illicit Night with The Greek

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8634-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Una virulenta tensión se apoderó de Stergios Antoniou allí mismo, de pie, en el balcón de la mansión de su primo. Ni siquiera la imagen icónica del Partenón contra el cielo azul intenso del mes de septiembre llamó su atención. Solo la rubia que estaba en la fiesta del jardín.

Jodie Little. Su hermanastra. Su más oscuro secreto.

Una furia abrasadora le devoraba por dentro viéndola deambular entre la flor y nata de la sociedad ateniense. Parecía distinta. Se había cortado la melena rizada y se la había alisado, y el vestido amarillo con flores estampadas ceñía con modestia su delgada figura. De hecho, solo el rojo de su carmín desdecía la delicadeza de su apariencia.

Sabía que aquella imagen era falsa, puro disfraz, solo un escudo. Habían pasado años desde la última vez que la vio, pero sabía que el tiempo no podía haber domesticado una naturaleza salvaje como la suya.

–Estabas aquí –dijo su madre al verlo–. ¿Cuándo te has subido? Anda, ven a la fiesta.

Stergios no apartó la mirada de Jodie.

–¿Cuánto hace que está en Grecia? –preguntó.

Mairi Antoniou respondió con un suspiro, apoyándose en la balaustrada.

–Hace un par de días que llamó a su padre para decirle que se hospedaba en un hotel cerca de casa. Si pensaba que íbamos a recibirla con los brazos abiertos, se va a llevar una desilusión.

–¿Por qué ha vuelto?

–Parece ser que echaba de menos a su padre.

–¿Qué crees que se trae entre manos?

–No lo sé. Gregory no tiene dinero propio.

–Y ella ha heredado hace poco una fortuna –murmuró Stergios casi para sí, buscando entre la gente a su padrastro. Estaba al otro lado de aquel maravilloso jardín.

Gregory Little tenía talento para casarse con mujeres ricas. Su único objetivo en la vida era hacer feliz a su esposa y vivir rodeado del lujo que ella podía proporcionarle. Stergios sabía que su padrastro, a diferencia de su hija, era una presencia inofensiva en sus vidas.

–Gregory no sabía que iba a venir –insistió Mairi–. Han estado en contacto después de la muerte de su madre, pero no la ha invitado él.

El padrastro de Stergios disfrutaba de una generosa asignación, y sabía bien lo que se esperaba de él si quería que el dinero siguiera llegando a sus manos, pero tener una hija rica podía suponer una segunda fuente de ingresos.

–¿Y tú le crees?

–Por supuesto. Jodie solo le ha causado problemas y bochornos. Esa chica estuvo a punto de provocar una debacle en nuestra familia por no saber mantener las piernas juntas.

A Stergios se le subió la sangre a la cabeza al recordarlo. Desde luego, Jodie sabía cómo crear problemas con el mínimo esfuerzo. Podía ser desde un comentario explosivo en una cena formal hasta crear un espectáculo escandaloso en el club nocturno más popular de Atenas. Pero nada comparado con seducir a su primo Dimos. De haberlo logrado, habría destruido un futuro brillante y prometedor para la familia Antoniou.

–No debería estar aquí –¿por qué tenía que aparecer precisamente aquella semana?–. ¿Sabe Dimos que ha venido?

–Yo le pedí que la incluyera en la lista de invitados a esta fiesta –admitió Mairi.

Stergios buscó con la mirada a su primo entre los invitados, pero no lo localizó, lo cual le hizo sospechar, ya que gravitaba de modo inconsciente hacia Jodie.

–Lo que ocurrió entre ellos es pasado –argumentó su madre–. Dimos estaba en una etapa de rebeldía y era fácilmente influenciable. No era contrincante para una desvergonzada tan decidida como ella.

Jodie había deslumbrado a Dimos casi de inmediato, pero su primo tampoco había sido lo que se decía una víctima inocente, pero su madre no quería verlo así. Prefería pensar que los hombres de su familia tenían estándares más altos.

–Nos costó darnos cuenta de que era una mentirosa y una manipuladora –continuó Mairi–. Cuando dijo que fuiste tú quien la siguió a la bodega aquella noche… aunque nadie se lo creyó, claro.

Stergios cerró los ojos un instante. Todo el mundo en la familia sabía de su aversión a los espacios oscuros y cerrados, pero esa noche había logrado vencer su miedo por culpa de Jodie y su marca particular de problemas.

–A ti no iba a engatusarte, pero Dimos carecía por completo de experiencia mundana entonces. Acordarme de todo lo que nos ha hecho me pone…

–Es demasiada coincidencia que haya vuelto cuando necesitamos sellar nuestro pacto con la familia Volakis. Busca venganza.

Su madre frunció el ceño.

–No me parece de las que leen la prensa económica, ni capaz de comprender los planes a largo plazo que hemos trazado para el Grupo Antoniou. No es tan lista. ¡Pero si no es más que el desecho de una de esas escuelas de señoritas!

–No la echaron por falta de logros académicos, madre.

–No quiere destruirnos, sino ser uno de nosotros.

–A veces el enemigo está dentro de la propia familia.

Se hizo un silencio denso, y Stergios respiró hondo para apartar los recuerdos con mano firme.

–No tienes que protegernos de ella –dijo su madre preocupada, poniéndole la mano en el hombro.

En eso se equivocaba. Su obligación era mantenerse alerta, reunir poder y riqueza suficientes para que nada pudiera tocarlos.

–Es un problema, pero nos hemos enfrentado a cosas peores. De hecho, creo que no tendremos que hacer nada –añadió Mairi alegremente–. Jodie no puede fingir durante mucho tiempo lo de ser inocente y virginal. No tardará en vérsele el plumero. Pasa siempre.

–Y mientras esperamos, seducirá a Dimos y adiós boda.

–¡No! Dimos no nos traicionaría de ese modo.

–Dimos se acostará con Jodie a la primera ocasión que se le presente.

–No lo hará. Sabe lo importante que es esta fusión para la familia.

Eso no le había pesado lo más mínimo cuatro años atrás, pensó Stergios, y sus ganas de conseguir a Jodie eran en ese momento más imperativas aún. Pero Mairi Antoniou nunca había sido capaz de ver con realismo a su familia, de modo que la tarea de reconocer y eliminar las amenazas recaía en él.

–Jodie también lo sabe –advirtió, tomando a su madre del brazo para guiarla de vuelta a la fiesta–. Ha vuelto porque tiene un asunto pendiente y dinero en el que apoyarse. Es una amenaza más que real para este matrimonio. Necesitamos esa alianza, y no voy a permitir que lo eche todo a perder.

 

 

«Hay cosas que nunca cambian», se dijo Jodie al sonreír a una de las mujeres mayores de la familia Antoniou. La vieja lechuza no le había devuelto el gesto, sino que había agarrado a la joven heredera del brazo para alejarla lo más posible de ella. Aquella familia estaba convencida de que podía corromper a cualquiera con su sola presencia.

Siguió paseándose por el jardín con su vaso de agua en la mano como si no fuera consciente de que todas las miradas estaban puestas en ella. A lo mejor estaba un poco paranoica, porque muchos de los parientes se habían mostrado indiferentes a ella cuando vivía en Atenas, pero ahora tenía la sensación de que a nadie parecía agradarle su presencia. Como si estuvieran convencidos de que el desastre venía acompañándola y estuvieran preparándose para el impacto.

El escándalo iba asociado a la Jodie de antes, y no a la persona que era ahora, mucho más serena. Estaba decidida a encajar, de modo que respiró hondo y sonrió. Esa vez, lo lograría.

–¿Jodie?

Aquella voz de hombre la sobresaltó. Era Dimos Antoniou, su primo.

–Cuánto tiempo –dijo él, besándola en las mejillas.

–Cierto –respondió, dejándose abrazar. Estaba tal y como lo recordaba, con su cara larga, el cuerpo flaco y el pelo negro que le caía sobre la frente–. Gracias por invitarme a conocer tu nueva casa. Es preciosa.

–Es el regalo de bodas de la familia de Zoi.

–Creo que tu prometida y tú seréis muy felices aquí.

–¿Me imaginas casado? –le preguntó Dimos, metiéndose las manos en los bolsillos.

–Tu familia está muy orgullosa de ti y quiere que tengas lo mejor. Te lo mereces –dijo ella en voz baja. Dimos había comprendido las reglas desde muy joven y las había seguido a rajatabla, lo cual le había reportado una bonita recompensa.

¿Cómo se sentiría uno siendo querido y aceptado en su familia? Le encantaría saberlo. Siempre había deseado sentirse unida a sus padres, aunque había esperado a que fueran ellos quienes dieran el primer paso, y ahora lamentaba haberlo hecho así, ya que su madre había fallecido de un ataque al corazón hacía unos meses, y si quería tener alguna clase de relación con su padre, su único pariente vivo, tenía que actuar ya. Tendría que ser la primera en disculparse, en dar su brazo a torcer, en cambiar. ¿Qué clase de sacrificio requeriría la aceptación de su padre? ¿Cuánto tendría que ocultar de sí misma para ser considerada digna de su amor?

La sonrisa de Dimos se desdibujó, lo mismo que la luz de sus ojos.

–Eres muy amable, Jodie. Sobre todo después de lo que pasó entre nosotros.

Jodie se llevó una sorpresa que intentó disimular. No estaba preparada para que Dimos, o ningún otro miembro de la familia, mencionase aquella noche.

–No supe manejar la situación –confesó en voz baja apartando la mirada.

–Nadie supo –replicó ella, conteniendo el deseo de salir corriendo. La habían creído decidida a atrapar a un Antoniou y echar a perder cualquiera de los posibles matrimonios que tan cuidadosamente se habían orquestado. Después de aquella noche, fue considerada extremadamente peligrosa para el futuro de la familia.

–No sabía que una de las doncellas nos había visto.

Jodie parpadeó. ¿De eso se estaba disculpando? ¿De que los hubieran pillado?

–No me podía creer que se le hubiera ocurrido irle con el cuento a Stergios. ¿En qué narices estaría pensando?

Jodie temió arrancarse la lengua de un bocado de tanto apretar los dientes. A diferencia de ella, la doncella sabía exactamente cuáles eran las intenciones de Dimos, al que hasta entonces había considerado un primo decidido a ayudarla a navegar en una familia tan grande.

–Y ahora lo sé, aunque con años de retraso. Sé que debería haber hablado –él le mostró las manos con las palmas hacia arriba–. No me di cuenta de que ibas a ser duramente castigada.

Dimos seguía siendo tan inmaduro como siempre. Tomó un sorbo de agua. Ardía en deseos de decirle que ella nunca le había dado alas, y que nunca era tarde para enmendar un error. Podría haberla protegido, pero eso no habría servido a sus intereses.

Y si había algo que había aprendido a lo largo de los años, en particular después de aquella infausta noche, era que los hombres no comprendían el significado de las palabras «honor», «respeto» o «protección». Acechaban, tomaban lo que podían y salían corriendo.

–¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte en Grecia? –preguntó él al ver que ella no contestaba.

Miró brevemente a su padre, reunido con otros hombres de la familia. Su primer objetivo era pedirle perdón por su comportamiento en el pasado, pero no sabía si iba a darle la oportunidad.

–No estoy segura. Aún no lo tengo decidido.

–En ese caso, debes asistir a mi boda –respondió Dimos, entusiasmado.

–No quiero estorbar.

–¿Estorbar? –él sonrió–. Es imposible. Eres de la familia.

Ojalá fuera cierto. Siempre se había sentido una extraña, una carga, y normalmente no lo llevaba mal, pero todo había cambiado con la muerte de su madre. Quería sentirse amada, aceptada, parte de una familia.

–Di que sí.

–¿Sí, a qué?

Aquella voz grave la dejó paralizada. Stergios Antoniou estaba allí. Tragó saliva.

–La he invitado a mi boda –explicó Dimos, con un toque desafiante.

–No creo que haya sitio para nadie más.

–Haré que lo haya –dijo Dimos, mirando a Jodie–. La boda se va a celebrar en una isla propiedad de la familia de Zoi y es pequeña, pero no tanto.

El pánico comenzó a roerla por dentro en un intento de escapar por su piel. El instinto le decía que saliera corriendo, pero permaneció inmóvil como una estatua.

–No quiero causaros molestias ni a tu novia ni a ti.

–Qué tontería –el joven sonrió–. Voy a decírselo a Zoi ahora mismo.

Y Dimos se fue en busca de su novia. Quiso salir corriendo y esconderse en el último rincón, pero sabía que debía ser valiente. O aparentarlo. De refilón vio el traje blanco de lino de Stergios, y se obligó a volverse. Alzó la mirada.

El aire se le atascó en la garganta. El pelo negro azabache de Stergios le llegaba a la altura del mentón, y la sombra de la barba casi ocultaba la cicatriz blanquecina que tenía en el labio superior. Aquel no era el Stergios que ella conocía, y parpadeó varias veces. Antes llevaba siempre el pelo escrupulosamente corto y se afeitaba dos veces al día. Ahora parecía incapaz de contener su lado salvaje.

La miró de arriba abajo con sus ojos castaños fríos como el invierno.

–No sé qué pretendes conseguir…

–Yo no le he pedido que me invitara –le cortó–. Me ha invitado él y no ha habido modo de rechazarle.

–A lo mejor no te ha entendido bien –replicó Stergios–. No te explicas demasiado bien cuando quieres decirle que no a un hombre.

Se tragó la bofetada y contuvo las ganas de lanzarle el agua del vaso a la cara. Su fachada de serenidad se estaba resquebrajando. Era incapaz de mantener el control con su hermanastro, así que, si no quería tener una escena, era mejor alejarse de él.

–No me confundas con las mujeres con las que tú te relacionas –le espetó, y dio media vuelta.

–¿Ya huyes?

–Yo no huyo. Ese es tu movimiento favorito, querido hermanastro.

El músculo que se le contrajo en el pecho fue el único síntoma de que el dardo se había clavado en la diana.

–Eres especialista en crear desastres y desaparecer sin dejar rastro mientras los demás tienen que afrontar las consecuencias. La fusión se vino abajo aquella noche porque de pronto Dimos dijo que no quería casarse. Me ha costado años llevar la boda Antoniou-Volakis hasta este punto.

–Yo fui desterrada –le espetó–. Hay una diferencia.

–¿Desterrada? Siempre te ha gustado dramatizar.

«Y tú siempre has sido frío y odioso». Bueno, no. Stergios se mostró tolerante cuando ella se fue a vivir con la familia por primera vez. Fue su único aliado, su verdadero confidente. Pero poco a poco había ido distanciándose, volviéndose incluso hostil. Había sido un alivio y una agonía que se pasara su dieciocho cumpleaños lejos de casa, trabajando en un proyecto. Cuando volvió unos meses más tarde, la alegría del reencuentro le duró poco, porque cada vez estaba más claro que Stergios no soportaba estar en la misma habitación que ella.

–Si has sido desterrada, ¿por qué has vuelto? No eres de las que perdonan fácilmente.

–Estoy aquí para arreglar la relación con mi padre –confesó, hablando despacio.

–¿Y eso es todo?

No. Quería lograr ser una prioridad para su padre. Siempre lo había querido, pero había intentado ganarse su atención del modo equivocado cuando era una adolescente.

Pero de pronto entendió la pregunta de su hermanastro.

–¡Ah! Crees que he venido para vengarme, o para malograr la fusión que tanto necesitas. Pues siento desilusionarte, pero la familia Antoniou no vale ni un minuto de mi tiempo.

–Has vuelto justo para la boda de Dimos y Zoi –la contradijo.

–Siento no haber recibido la carta de la familia en la que se me comunicaba el evento –le espetó–, o habría elegido mejor el momento de mi visita.

E iba a marcharse, pero Stergios adivinó su movimiento y la sujetó por un brazo. La piel le abrasó al recordar su último contacto.

–No me fio de ti –le susurró él al oído.

–No me importa.

–Apártate de Dimos –advirtió.

–Será un placer –respondió ella, obligándose a mirarlo a los ojos–. Suéltame.