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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Susan Fox

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Volver al amor, n.º 5551 - marzo 2017

Título original: A Marriage Worth Waiting For

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-8805-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Selena Keith no había padecido jamás una lesión hasta que tuvo el accidente. Estaba esperando a girar a la derecha en un cruce cuando otro coche se saltó un semáforo rojo y chocó contra ella, justo detrás de la puerta del conductor. No se había roto ningún hueso, pero tenía el cuerpo y la cabeza llenos de hematomas y contusiones, y cualquier movimiento, por leve que fuera, le provocaba un intenso dolor.

Estaba en el hospital desde la tarde anterior. Hacía apenas media hora se había desplazado con la ayuda de una enfermera de la cama a una silla, y conseguirlo había sido una labor hercúlea.

Acostumbrada a rebosar vitalidad y energía, aquella debilidad la desesperaba. Y estar tan cerca de la muerte había dejado su espíritu igualmente debilitado.

La fragilidad le impedía contener la melancolía que había logrado reprimir durante los dos últimos años y las lágrimas inundaban sus ojos a cada instante. Sin embargo, no podía llorar porque, tal y como ya había comprobado, las sacudidas del llanto arrastraban su cuerpo y su cabeza a una espantosa agonía.

Cerró los ojos unos segundos y oyó abrirse la puerta de la habitación. Estaba tan acostumbrada a las entradas y salidas de las enfermeras y médicos que no se molestó en comprobar quién entraba. Lo que llamó su atención fue el ruido de botas en lugar del sonido de los zuecos del personal médico. Y de pronto su corazón identificó la muda presencia de la única persona que no olvidaría ni aunque viviera cien años.

Las pisadas se detuvieron junto a la cama. El aire se llenó del aroma a cuero, a aire fresco y a after-shave de almizcle y Selena sintió que sus ojos se llenaban automáticamente de lágrimas.

–Estás horrorosa.

Morgan Conroe no se andaba con rodeos ni decía las cosas con sutileza.

Por eso ella había dejado Conroe Ranch. Y el hecho de que él nunca se hubiera puesto en contacto con ella desde el día en que dejó el rancho demostraba que había tomado la decisión correcta. Puesto que sabía que Morgan nunca cambiaría de opinión respecto a ella, y que ella nunca dejaría de sentir lo que sentía por él, la única solución posible era desaparecer.

–Nadie ha pedido tu opinión –dijo, y abrió los ojos. Sabía que parecía tan frágil como se sentía, así que trató de defenderse tras un tono adusto–. Regodéate si quieres. Pero márchate cuanto antes.

Sólo entonces fijó sus ojos en él y creyó que se desmayaría. Para mujeres como ella, Morgan era la esencia de la masculinidad.

Era un texano de la cabeza a los pies, duro, varonil y arrogante. Una combinación perfecta de protector de los débiles y déspota temperamental e impredecible. Y tan increíblemente macho que a veces parecía un hombre de las cavernas.

Su rostro moreno y surcado de arrugas, así como su cabello negro y sus marcados pómulos hacían pensar en sus ancestros españoles. Pero sus ojos eran de un azul intenso que podía resultar frío como el hielo o brillar como una cálida llama. Sólo ocasionalmente miraban con ternura o sonreían. A menudo lanzaban destellos de irritación o incomodidad. Muy de tarde en tarde se mostraban enfadados.

Podía resultar amable si se lo proponía, pero se notaba que estaba acostumbrado a que las cosas se hicieran a su gusto. Morgan Conroe no era pasivo ni vacilante y no obedecía más leyes que las propias. Selena seguía sin comprender cómo había consentido que viviera con él en el rancho durante cinco años.

Su voz grave y aterciopelada la hizo estremecerse.

–He venido a llevarte a casa –dijo con firmeza.

Selena tardó unos segundos en comprender. Cuando lo hizo, el dolor y la frustración del pasado y del presente se conjugaron en una sacudida de dolor tan intensa que se llevó la mano a la cabeza automáticamente como si con ello pudiera frenarla.

–Márchate –susurró.

Los dedos que se cerraron sobre su muñeca tenían la aspereza de las manos encallecidas. Morgan la obligó a bajar el brazo y le agarró la mano. Con la otra, le acarició suavemente la frente.

–Te duele, ¿verdad pequeña? –la dulzura de aquel comentario fue como una bocanada de aire cálido–. Relájate –continuó Morgan en un susurro–. Estas malditas contusiones…

Súbitamente el dolor comenzó a remitir a medida que aquella mano firme y áspera comenzó a masajearle la cabeza hasta convertir el dolor agudo en una molestia mucho más soportable.

Selena tuvo la visión de Morgan atendiendo a un animal herido. Nadie lo hacía tan bien como él. Su brusquedad con las personas se convertía en delicadeza hacia los animales y los niños. Cuanto más pequeños y débiles eran, más lo buscaban instintivamente. Aquélla era una de las razones por las que se había enamorado de él. A los doce años lo idolatraba. Ella era una niña delgada y frágil de ciudad cuya impredecible madre se casó con el padre de Morgan. Era terriblemente tímida y la ruda vida del rancho la aterrorizaba.

Pero él, bastante mayor que ella, había sido amable y paciente, y ella se acostumbró a seguirlo a todas partes y, finalmente, a venerarlo. Él le enseñó a montar, a pescar y a disparar, y al mismo tiempo la instruyó sobre cómo debía comportarse una señorita en público. Decidía el largo de sus faldas y hablaba con los chicos con los que salía. También le enseñó a bailar. En definitiva, de él había aprendido todo lo que sabía y con él se había sentido segura y protegida.

Pero todo eso cambió cuando, con el paso del tiempo, se enamoró de él. Desde aquel instante, Morgan se distanció y evitó quedarse a solas con ella.

Dolida y sintiéndose abandonada, Selena hizo lo posible por permanecer junto a él. Hasta el espantoso día en el que, ya con diecisiete años, la frustración y la impetuosidad del amor adolescente la llevaron a acorralarlo y a confesar.

Ni siquiera después de tanto tiempo podía soportar el recuerdo de aquella terrible escena. Pero tratar de ahuyentarlo la devolvió al presente y a aquella mano reconfortante que masajeaba con suavidad su dolorida cabeza. Sus sentimientos habían madurado con la edad pero no habían cambiado, y sólo podrían causarle más dolor del que ya había padecido. Hizo un esfuerzo sobrehumano para soltar la mano que él sujetaba y movió débilmente la cabeza.

–Para, por favor.

Habló con más brusquedad de lo que había pretendido, pero prefería ocultar sus sentimientos a arriesgarse a ser rechazada.

–Está bien, pequeña –Morgan retiró la mano pero le acarició la mejilla, y para Selena aquel roce y la dulzura de su voz fueron como un auténtico bálsamo–. Descansa. Yo me ocuparé de todo.

Selena sintió un estremecimiento de felicidad. «Yo me ocuparé de todo» significaba «Yo cuidaré de ti», y por más que su sentido común le advirtió que no debía dar mayor importancia a aquellas palabras, en su estado de debilidad y agotamiento fueron como música para sus oídos.

Plácidamente, la oscuridad la arrastró hacia un lugar al que Morgan Conroe no podía seguirla.

 

 

–El señor Conroe ha dispuesto que convalezca en su casa. Me ha asegurado que la atenderán las veinticuatro horas del día –Selena escuchó las palabras del médico desconcertada, pero antes de que pudiera protestar, él continuó–: De otra manera, la obligaría a permanecer en el hospital al menos un día más.

Una de regla de oro con la que siempre había vivido impidió que Selena protestara. Jamás hablaba de problemas familiares. Desde pequeña, el estilo de vida bohemio de su madre la había avergonzado. Y cuando ésta se casó con el padre de Morgan guardó silencio al descubrir sus infidelidades y sus pequeños secretos.

Tampoco le había hablado a nadie de su amor por su hermanastro hasta que se lo declaró a él mismo. Y, por supuesto, jamás le contó a nadie la dureza con la que había sido rechazada.

Así que a Selena no se le pasó por la cabeza decir nada al médico, especialmente que la única casa que ella consideraba aquellos días como propia era su pequeño apartamento.

Lo fundamental en aquel instante era librarse de la depresión que sentía. En cuanto el médico le diera el alta, llamaría a un taxi y huiría de Morgan. No había vuelto desde la mañana del día anterior, así que, con un poco de suerte, escaparía antes de que volviera.

La víspera, una amiga le había llevado algo de ropa. Se sentía mejor y estaba ansiosa por salir del hospital. Le habían quitado el suero y pronto estarían listas las medicinas que debía llevarse a casa. Así que en cuanto el médico salió de la habitación, llamó a un taxi y se levantó.

Pronto descubrió que vestirse era todo un reto. El agudo dolor que acompañaba a cada uno de sus movimientos la obligó a sentarse, exhausta y sudorosa.

En cuanto llegara a su apartamento se encontraría mejor. Podría echarse y dormir. Un día más de reposo y su cuerpo mejoraría notablemente. Estaba segura de que estar en casa le iba a sentar bien.

Una enfermera entró con unos papeles para firmar y con un carrito con las flores y plantas que habían mandado sus amigos. Al mismo tiempo, una auxiliar preparó una bolsa con sus pertenencias y las medicinas. Una tercera persona entró con una silla de ruedas. Tras ayudarla a sentarse la condujo por un laberinto de pasillos y ascensores hasta la salida.

Lo había conseguido. Morgan no se había presentado y ni la enfermera ni la auxiliar dijeron nada al respecto. Era evidente que pensaban que el taxi lo enviaba su familia.

Selena estaba segura de poder arreglárselas sola mientras no tuviese que salir a la calle. Y varios amigos se habían ofrecido a hacerle la compra y a ayudarla en lo que fuera. Sólo tenía que conseguir llegar a casa.

En aquel preciso instante, un todoterreno verde oscuro se detuvo detrás del taxi. Selena no necesitó ver el escudo de Conroe Ranch para saber quién lo conducía.

Sin apagar el motor, Morgan se aproximó al conductor del taxi, cruzó unas palabras con él y le estrechó la mano bajo la atenta mirada de Selena, quien tuvo la certeza de que de una mano a otra pasaba un billete por una cantidad considerable de dinero y con él, la única vía de escape que le quedaba. Después, Morgan fue hacia ella.

–Hola, Selly –dijo, con una sonrisa y un tono íntimos que obligaron a Selena a apartar la mirada. La melancolía de que la llamara por el apelativo cariñoso que usaba cuando era niña le recordó la felicidad de los viejos tiempos y ésta contrastó aún más con la ira que sentía hacia él en aquel momento.

Sólo la debilidad física impidió que reaccionara ante la arrogancia con la que Morgan actuaba. Y la rabia combinada con la incapacidad de rebelarse le quitaron la poca energía que le quedaba. La cabeza volvió a dolerle con intensidad y su único deseo fue poder huir y esconderse de Morgan y todo lo relacionado con él.

Pero su enfado se intensificó al ver que Morgan ordenaba a la enfermera y a la auxiliar que la llevaran a su coche. Hacía dos años que no sabía nada de él, excepto por los cheques que recibía regularmente con los beneficios que le correspondían por las acciones que poseía del rancho. En dos años no se había comunicado con ella ni para disculparse ni para intentar reconciliarse, y de pronto se presentaba en su vida como si tuviera todo el derecho a invadirla y a tomar decisiones.

Como no quería que las enfermeras notaran que había algo extraño y fueran a preguntar al médico sobre las condiciones del alta hospitalario, prefirió actuar como si estuviera de acuerdo con los arreglos hechos por Morgan.

Él dedicó su sonrisa más encantadora a la enfermera. Ésta llevó la silla de ruedas hasta el asiento del acompañante y ayudó a Selena a ponerse en pie. Morgan abrió la puerta y la sujetó por el brazo. Ella intentó disimular su irritación.

–Quiero irme a casa –dijo en voz baja. El rostro de Morgan se nubló de manera imperceptible, tal y como ella sabía que sucedía cuando estaba a punto de enfadarse, pero un observador externo no hubiera notado nada.

–Pasaremos por tu apartamento para que recojas algunas cosas.

Selena no dijo nada, pero estaba decidida a no moverse de su apartamento. No quedaba muy lejos y en cuanto llegaran, sin testigos, le diría a Morgan con toda claridad que no tenía intención de ir al rancho.

Si todo lo demás fallaba, se encerraría en su dormitorio y se metería en la cama. Le irritaba estar tan débil y notar que se le estaba acabando la poca energía que tenía, pero estaba segura de que, en cuanto se echara, se dormiría. Y dudaba de que Morgan fuera capaz de obligarla a levantarse. Estaba lo bastante familiarizado con heridas y contusiones como para saber que el descanso era fundamental.

Selena tuvo que aceptar la mano de Morgan como apoyo para dar unos pasos de la silla al coche. En cuanto pudo, se soltó y se agarró al marco de la puerta para subirse. Era un coche alto y Morgan la tomó en brazos y la dejó sobre el asiento con delicadeza. Ella quiso protestar, pero su parte racional le agradeció que le evitara el esfuerzo.