jul1240.jpg

5651.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books. S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto del príncipe, n.º 1240 - diciembre 2015

Título original: Code Name: Prince

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7354-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El primer pensamiento de Ben Lockhart al despertarse fue que le gustaría matar a quien estaba usando una apisonadora dentro de su cabeza.

Abrió los ojos, pero tuvo que volver a cerrarlos porque le molestaba la luz. Y cada vez que se movía, experimentaba un profundo dolor en todo el cuerpo.

Como militar, no era precisamente un ángel, pero solía recordar las borracheras, especialmente cuando ocurrían tras una fiesta tan espectacular como debía haber sido la de la noche anterior. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía recordar un solo detalle…

Y entonces recordó. No había habido ninguna fiesta. La noche anterior estaba haciéndose pasar por su primo, el príncipe Nicholas Stanbury, que hacía las funciones de regente desde que el rey Michael de Edenbourg había sido secuestrado.

Lo último que recordaba era que varios hombres lo habían sacado del coche que, supuestamente, pertenecía al príncipe Nicholas. Sus captores le habían tapado los ojos y la boca y le habían inyectado algún tipo de droga. Y allí estaba, no sabía dónde.

Ben frunció el ceño, deseando que el dolor de cabeza fuera debido a una resaca. Hubiera sido mucho más fácil de solucionar. Pero lo que tenía que hacer era descubrir quien estaba detrás de aquellos ataques a la familia real.

No iba a ser fácil, pensó, al sentir una nueva oleada de dolor, como un clavo en su cerebro. ¿Qué demonios le habían inyectado? Cuando intentó mirar el reloj para descubrir cuánto tiempo llevaba desaparecido, se percató de que le habían atado las manos a la cama. A su lado, en la almohada, había un viejo oso de peluche.

¿Un oso de peluche?

¿Qué clase de secuestrador ataba a su víctima al lado de un oso de peluche? Intentando olvidarse del dolor de cabeza, Ben esperó hasta que la habitación dejó de dar vueltas para abrir los ojos de nuevo. Estaba en una cama muy pequeña y le colgaban los pies; obviamente debía pertenecer a alguien que medía mucho menos de un metro ochenta y cinco.

Al lado de la cama había una cómoda pintada de blanco y sobre ella un perro de peluche, una muñeca de trapo y un vaso de agua. Al verlo, se pasó la lengua por los labios resecos. Sobre la cómoda había una ventana tapada con una cortina de flores, a juego con el edredón. En la otra pared había dos puertas; una debía dar al vestidor y la otra al resto de la casa, supuso. En aquel momento ambas estaban cerradas.

Cuando se movió un poco para intentar mirar hacia la ventana y descubrir así dónde podía estar, las cuerdas con las que lo habían atado se clavaron en su carne. Sería mejor no moverse, pensó. Sus secuestradores no lo habrían raptado para dejarlo morir de sed. Tarde o temprano, alguien aparecería para ver cómo estaba. Hasta entonces, lo mejor sería descansar y esperar que pasase el efecto de la droga.

No tuvo que esperar demasiado.

Después de lo que le pareció una media hora, vio que el picaporte empezaba a moverse y cerró los ojos, buscando fuerzas para lo que se avecinaba.

Escuchó pasos sobre el suelo de madera, pero lo primero que notó fue un olor a rosas. Algo tan absurdo como los muñecos de peluche. Estaba tan sorprendido que casi abrió los ojos para averiguar quién era la portadora de aquel delicioso aroma primaveral.

—Sé que está despierto.

La suave voz armonizaba de tal forma con el aroma a rosas que Ben sintió un escalofrío de algo muy básico y primitivo. Pero tenía que resistirse. Obviamente, su captor era una mujer, pero él no debía reaccionar como un hombre. El problema era convencer a su cuerpo.

Ben abrió los ojos, intentando aparentar que empezaba a recuperar el conocimiento.

Lo que vio fue tan inesperado que habría dado un salto de la cama si no hubiera estado sujeto por las cuerdas. Inclinada sobre él estaba la mujer más hermosa que había visto nunca. Alta y esbelta, tenía el pelo rubio con mechas muy claras y unos ojos azules como el cielo. Ben comprobó que en aquellos ojos había algo… ¿miedo? Era extraño, considerando que él era el prisionero.

Tuvo que recordarse a sí mismo que aquella mujer, por guapa que fuera, era uno de sus secuestradores. No uno de los que lo drogaron. Si fuera así, recordaría su olor, estaba seguro. Pero allí estaba y, a pesar del miedo que veía en sus ojos, no hizo movimiento alguno para soltarlo.

—¿Cómo sabía que estaba despierto? —preguntó, con voz ronca.

La joven tomó el vaso de agua y se lo acercó a los labios. Cuando levantó su cabeza para ayudarlo, Ben pensó que sus manos eran como de terciopelo. Y cuando unas gotas de agua resbalaron por su barbilla y ella las secó con los dedos… entonces, por absurdo que pudiera parecer en aquella situación, sintió un terrible deseo de capturar aquellos dedos con sus labios.

¿En qué estaba pensando? Ella era el enemigo. Probablemente sus secuestradores la habrían reclutado esperando que su aspecto físico lo ablandara lo suficiente como para decirle todo lo que necesitaban saber.

Pero él no diría nada. Ni pensaría en ella como en un ángel.

—Porque movía los párpados igual que Molly cuando quiere hacerme creer que está dormida —contestó entonces la joven.

—¿Quién es Molly?

Ella vaciló un momento.

—Mi hija.

Molly debía ser la niña que dormía en aquella habitación. Ben se preguntó qué clase de mujer llevaría a un hombre secuestrado a la habitación de su hija. Y qué clase de secuestradora era ella que le hablaba de sí misma. Aquello no tenía sentido.

—¿Quién es usted?

—No puedo decírselo —contestó la joven en voz baja. ¿Tendría miedo de que la oyera alguien?

—Al menos, dígame su nombre.

Ben se dio cuenta de que necesitaba saberlo no solo para cumplir su misión, sino para satisfacer su curiosidad.

Ella miró hacia la puerta con expresión asustada.

—Meagan. Puede llamarme Meagan.

—¿Meagan qué?

—Lo siento, Alteza. No puedo decirle nada más.

El uso del título le recordó entonces el propósito de aquel secuestro. Por supuesto, ella pensaba que era el príncipe Nicholas, regente de Edenbourg.

—Si sabes quién soy, sabrás que lo que estás haciendo es alta traición —dijo entonces Ben en lo que esperaba que sonase como su tono más regio.

La joven se mordió los labios.

—Lo sé, Alteza.

Ben tiró de las cuerdas que sujetaban sus manos.

—Entonces, suéltame inmediatamente.

Ella miró por encima de su hombro como para asegurarse de que la puerta seguía cerrada.

—Puedo aflojar un poco las cuerdas, pero nada más.

¿Por qué no?, se preguntó él. Para ser alguien involucrada en un secuestro de tal calibre, no parecía muy segura de sí misma. De hecho, parecía aterrorizada.

La joven empezó a aflojar las cuerdas y Ben se sorprendió al notar que el roce de los dedos femeninos lo excitaba.

—Sería mejor que me desataras del todo y me explicaras qué está pasando.

Ella negó con la cabeza, el pelo cayendo como una cascada de seda sobre su cara. Tenía unas facciones delicadas y unos labios preciosos. Como hombre, lo irritaba ver la expresión de angustia en aquel precioso rostro, pero tuvo que recordarse a sí mismo que era ella quien se había metido en aquel lío.

—Solo debo comprobar que está usted despierto y darle comida si tiene hambre.

—Tengo hambre —dijo él entonces.

No era cierto, pero quería retenerla para intentar averiguar qué clase de absurdo secuestro era aquel.

—Le traeré algo de comer.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —preguntó Ben cuando ella se daba la vuelta.

—No mucho. No querían que la droga fuera demasiado fuerte.

—¿No querían, quiénes?

—Mi… —la joven se detuvo a tiempo—. Lo siento, pero no puedo decir nada más —Ben dejó escapar un suspiro de irritación—. ¿Le duele algo?

—Todo —contestó él, sabiendo que debía explotar su compasión. Había dejado de dolerle la cabeza y la droga estaba perdiendo efecto, pero tenía que mentir—. La verdad es que charlar contigo hace que me sienta un poco mejor.

Y aquello sí era cierto.

Meagan se mordió los labios.

—Supongo que si me quedo unos minutos más, no pasará nada.

«No te vayas», le rogó Ben mentalmente. Se decía a sí mismo que era porque necesitaba información, pero también sabía que aquel cuarto le parecería una auténtica cárcel cuando se quedara solo.

—Si no puedes decirme dónde estoy o por qué me han traído aquí, al menos dime qué tiempo hace.

Ella lo miró, sorprendida.

—Buena temperatura. Hay sol y una ligera brisa.

—¿Siempre eres tan literal?

—Me ha preguntado qué tiempo hacía.

—Y si te pregunto sobre ti, ¿me contestarías con franqueza?

Meagan se puso colorada, pero no apartó la mirada. Era valiente, pensó Ben, además de guapa.

—Depende de lo que pregunte.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete. ¿Por qué?

—Tienes un aspecto demasiado inocente para tener veintisiete años. Yo hubiera dicho que no tienes más de veinte.

Había esperado halagarla. La mayoría de las mujeres se sentirían halagadas. Pero Meagan pareció molesta por el comentario.

—Dejé la inocencia atrás hace mucho tiempo, cuando tuve a Molly.

Al recordar que tenía una hija y, por lo tanto, seguramente estaba casada, Ben se sintió absurdamente desilusionado. Quizá no era tan inocente como parecía. Él solía conocer enseguida a las personas, pero quizá se equivocaba con Meagan.

—Supongo que tu marido es uno de los secuestradores y por eso estás involucrada.

Ella apartó la mirada, pero Ben tuvo tiempo de ver que tenía los ojos humedecidos.

—El padre de Molly se casó con otra mujer.

—Pues él se lo pierde.

El comentario la tomó por sorpresa.

—Es usted tan amable como dice la gente.

Ben sabía que la reputación de su primo no había sido siempre positiva. Durante muchos años, el príncipe Nicholas fue un conocido playboy hasta que el amor lo había domado. Desde entonces, se había convertido en un marido y padre ejemplar, y un protector de los oprimidos que apoyaba innumerables causas benéficas.

Sí, quizá su primo era una persona amable. Y también él era amable. Pero perteneciendo a la rama menos cercana al trono, ya que la única persona con título en su familia era su madre, la princesa Karenna, no recibía tanta publicidad como Nicholas. Y no le habría gustado que fuera así, especialmente si el lío en el que estaba metido en aquel momento era la recompensa por salir en los medios de comunicación.

Eso le recordó que Meagan pensaba que él era el príncipe Nicholas. Y, como tal, no podía coquetear con ella para intentar sonsacarla, aunque se sentía tentado.

Tentado por muchas razones y no todas tenían que ver con la situación.

—¿Cuántos años tiene Molly?

La expresión de Meagan se volvió más alegre y Ben se dio cuenta de que Molly era la clave. Fuera lo que fuera, aquella joven era una madre devota.

—Tres años. Y es muy lista para su edad.

—Seguramente lo ha heredado de su madre.

Meagan hizo un gesto de derrota.

—Espero que a mi hija le vaya mejor en la vida que a mí.

Era demasiado pronto y ella estaba demasiado angustiada como para preguntarle a qué se refería. ¿Qué había en su vida que tanto la decepcionaba? ¿Era por Molly? ¿Por haberse involucrado en el secuestro?

—¿Esta es la habitación de la niña?

—Sí. Lamento que la cama sea tan pequeña, pero era ésta o la mía.

El comentario era tan cándido que a Ben le costaba trabajo creer que fuera verdaderamente ingenuo. Nadie podía ser tan inocente… y menos una secuestradora.

—¿Es una invitación?

Si antes se había puesto colorada, en aquel momento Meagan se puso pálida de indignación.

—En absoluto, Alteza.

Le había dado un tremendo énfasis al título y Ben recordó entonces que, como príncipe Nicholas, se suponía que estaba casado y, por lo tanto, por encima de coqueteos. Una pena que Ben Lockhart no tuviera tanta suerte.

En realidad, el matrimonio de Nicholas era lo único que Ben envidiaba. Y la vida familiar que llevaba su primo, que acababa de ser bendecido con una adorable hija.

¿Era por eso por lo que decidió aceptar aquella peligrosa misión? Había querido ayudar a su país en un momento difícil, pero también quería preservar la felicidad de su familia. Siendo soltero, él tenía mucho menos que perder.

Durante toda su vida, el parecido con el príncipe Nicholas había sido más una maldición que otra cosa, excepto quizá cuando Ben necesitaba reservar mesa en algún restaurante exclusivo. Sin embargo, cuando la investigación sobre el paradero del rey Michael, secuestrado unas semanas antes, había quedado parada, se ofreció voluntario para explotar el parecido con su real primo.

Ben había esperado que los secuestradores hicieran exactamente lo que habían hecho, secuestrarlo creyendo que era Nicholas. El resto de la familia real le había advertido del peligro, pero en ausencia de un plan mejor, decidieron seguir adelante.

Y allí estaba, atado a una cama, al lado de una secuestradora que parecía un ángel. La vida siempre era más complicada de lo que uno creía.

Pero si coquetear no iba a llevarlo a ninguna parte con Meagan, tendría que buscar alguna otra forma.

Deliberadamente, Ben lanzó un débil gemido y el gesto de censura de la joven se convirtió en un gesto de preocupación.

—¿Qué le pasa?

—Me duele mucho la cabeza. Debe de ser la droga que me inyectaron tus amigos.

—Traeré algo para que se le pase el dolor.

—Te lo agradecería mucho.

Meagan volvió unos minutos después y se sentó a su lado en la cama.

—Shane dice que puedo darle esto.

—¿Shane?

—Mi hermano —contestó ella.

No parecía haberse dado cuenta de que estaba dándole información mientras sacaba unas pastillas.

—¿Qué es eso?

—Un analgésico.

Meagan le puso una mano en la nuca para ayudarlo a tragarlas con un poco de agua y, de nuevo, el roce de la mano femenina fue una distracción.

—Gracias.

—Es lo menos que puedo hacer.

—No te gusta estar metida en esto, ¿verdad?

Era un disparo a ciegas, pero había dado en el blanco. Ella entrecerró los imposibles ojos azules, angustiada.

—No tengo elección.

—¿También eres prisionera?

—En cierto modo —contestó Meagan, casi sin voz.

—¿Esta no es tu casa?

—Es mi casa. Por eso Shane lo trajo aquí.

—¿Tu hermano cree que nadie sospecharía que escondes al Príncipe?

Ella lo miró, irritada.

—Yo no me dedico a secuestrar gente todos los días.

Ben se sintió aliviado al oír aquello, aunque se resistía a examinar las razones.

—Pero no puedes ayudarme a escapar.

—No puedo arriesgar la vida de mi hija.

De modo que aquel Shane y sus cómplices amenazaban también a una niña. Menuda panda de canallas.