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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.
UN TRATO EN NAVIDAD, N.º 2373 - diciembre 2010
Título original: Under the Boss’s Mistletoe
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9332-9
Editor responsable: Luis Pugni

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Un trato en Navidad

JESSICA HART

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Prólogo

–¡Quiero hablar contigo!

En su alocada carrera para atrapar a Jake antes de que se largara como el cobarde que era, Cassie estuvo a punto de rodar por las escaleras. El tropezón no contribuyó a mejorar su humor mientras corría hacia la moto.

Al oírla, él se paró con el casco en la mano. Vestido de cuero, tenía un aspecto tan duro como la máquina que montaba. Jake Trevelyan tenía un aura de peligrosidad que solía acobardarla, pero en ese momento estaba demasiado enfadada.

–¡Le has roto la nariz a Rupert! –gritó furiosa.

Jake la observó con los ojos entornados. La desgarbada hija del agente de la propiedad lucía una salvaje melena rizada, un curioso rostro redondeado y unos labios que prometían. Sin embargo, por el momento tenía diecisiete años y le recordaba más a un eufórico cachorro a punto de tropezar con sus propias patas.

Un cachorro que no se mostraba muy amistoso. Los usualmente soñadores ojos castaños refulgían de ira. Seguramente había visto a su precioso Rupert.

–Ya no es tan guapito, ¿verdad? –rió él.

–Te rompería la nariz yo misma –agitó los puños mientras él seguía riéndose.

–Vamos, te llevo –se ofreció Jake.

–¿Y ofrecerte la oportunidad de darme una paliza a mí también? Me parece que no.

–Yo no le he dado una paliza a Rupert –contestó él con desinterés–. ¿Eso te ha dicho?

–No ha hecho falta. Acabo de verlo y tiene un aspecto horrible –Cassie no pudo evitar que se le quebrara la voz y apretó los labios antes de humillarse más echándose a llorar.

Se había sentido tan feliz que había tenido que pellizcarse una y otra vez. Desde su más tierna infancia había soñado con Rupert, y por fin era suyo… o lo había sido. Sólo habían pasado tres días desde el baile y estaba de un pésimo humor, pagándolo con ella.

Y todo era culpa de Jake Trevelyan.

–Te va a denunciar por agresión –informó a Jake con la esperanza vana de asustarlo.

–Eso acaba de comunicarme sir Ian.

Cassie jamás había entendido por qué sir Ian desperdiciaba su tiempo con un tarugo como Jake, sobre todo cuando acababa de darle una paliza a su propio sobrino.

Los Trevelyan eran famosos en Portrevick por sus oscuros negocios y el único miembro de la familia que parecía haber tenido un trabajo normal era la madre de Jake que había ejercido de limpiadora en casa de sir Ian hasta su prematura muerte dos años atrás. El propio Jake se había labrado una reputación de pendenciero. Tenía cuatro años más que Cassie, que no recordaba ni una sola vez en que su oscura y arisca presencia no hubiera provocado que la gente cruzara de acera al verlo llegar.

Era una pena que no lo hubiera recordado en el baile de Allantide.

–Aunque supongo que la perspectiva de la cárcel no te asusta –Cassie lo miró furiosa, sorprendida por su propia osadía–. Es algo así como una tradición familiar, ¿verdad?

Un desagradable destello brilló en los ojos de Jake y ella dio un paso atrás preguntándose, demasiado tarde, si no se habría pasado de la raya. En torno a él se respiraba una ira contenida que le advertía de que no debería provocarle. Sin embargo, se limitó a mirarla con desdén.

–¿Exactamente qué quieres, doña Perfecta?

–Quiero saber por qué golpeaste a Rupert –Cassie respiró hondo.

–¿Por qué debería importarte?

–Rupert dice que fue por mí –ella se mordió el labio–, pero no quiere darme más detalles.

–No, apuesto a que no –Jake rió secamente.

–¿Fue… fue por lo que sucedió durante el baile de Allantide?

–¿Cuando te ofreciste a mí en bandeja de plata? –insinuó él.

–Sólo estaba charlando –ella se sonrojó, consciente de haber hecho más que eso.

–Una chica no se pone un vestido como ése, sólo para conversar…

Las mejillas de Cassie estaban tan rojas como el vestido que había comprado como parte de una estrategia desesperada para convencer a Rupert de que se había hecho mayor.

Sus padres se habían escandalizado al verlo y la propia Cassie se había sentido medio horrorizada, medio encantada, al vérselo puesto. El color era precioso, de un rojo profundo, aunque fabricado de lycra de mala calidad que se había pegado vergonzosamente a cada curva. Atrevidamente corto, tenía un escote tan profundo que le había obligado a tirar de él continuamente hacia arriba. Sólo de pensar en lo gorda y vulgar que debía haber parecido al lado de todas esas rubias delgadísimas y vestidas de negro, se estremecía.

Sin embargo, había funcionado.

Rupert se había fijado en ella, infundiéndole la suficiente confianza para pasar al plan B.

–Tienes que ponerle celoso –le había aconsejado su mejor amiga, Tina–. Haz que se dé cuenta de que no podrá tenerte sin más… aunque sí pueda.

Envalentonada por la reacción de Rupert, le había dedicado una gélida sonrisa antes de encaminarse hacia Jake. Jamás sabría de dónde había sacado el valor para hacer tal cosa.

El baile de Allantide era una tradición local impulsada por sir Ian, obsesionado con el folclore de Cornualles. Era un gran acontecimiento celebrado en su mansión el treinta y uno de octubre mientras el resto del país festejaba Halloween. En Portrevick nadie faltaba a la única ocasión en que se dejaban de lado las distinciones sociales.

Al menos en teoría.

La expresión de Jake no había sido alentadora, pero ella había flirteado con él de todos modos. O al menos eso había pretendido. Al recordarlo pensó que los patéticos intentos de pestañear con fuerza y parecer sensual debieron haber provocado risa, pero en aquellos momentos se había sentido bastante encantada consigo misma.

–De acuerdo, puede que estuviera coqueteando –admitió–, pero no era motivo para…

–¿Besarte? –intervino Jake–. ¿Y cómo pretendías poner celoso a Rupert? Porque se trataba de eso, ¿no?

Satisfecho con la expresión de Cassie, se acomodó en el sillín y la miró con expresión burlona.

–No estuvo mal como estrategia –le felicitó–. Rupert Branscombe Fox es la clase de imbécil al que sólo le interesa lo que tienen otros. Apuesto a que de niño sólo le gustaba jugar con los juguetes de los demás. Fuiste muy astuta al darte cuenta.

–No lo hice.

Sólo había pretendido que Rupert se fijara en ella. ¿Qué tenía de malo? Además, lo había conseguido. Había funcionado a la perfección.

Simplemente no había contado con que Jake se lo tomara tan en serio. La había agarrado de la mano y arrastrado al exterior. De reojo había visto, encantada, a Rupert observándola. Y había esperado recibir un beso, aunque no semejante beso.

Había empezado con una fría seguridad, lo cual no habría estado mal, pero de repente algo había cambiado. La frialdad se había convertido en calor y luego en fuego, pero lo peor de todo había sido la terrorífica dulzura que contenía. Se había sentido como si estuviera en un río y la arena corriera bajo sus pies desnudos, empujándola hacia abajo de manera salvaje e incontrolable. Se había sentido al mismo tiempo aterrorizada y encantada y cuando Jake al fin la había soltado, temblaba.

Ni siquiera le gustaba Jake. Era totalmente distinto de Rupert. En secreto, solía pensar en ellos como en la bella y la bestia. No es que Jake fuera feo, pero poseía unos rasgos oscuros, una nariz aguileña, una boca que destilaba amargura y unos ojos que reflejaban ira, mientras que Rupert era todo encanto, como el príncipe de un cuento de hadas.

–Pues deberías –decía Jake mientras interpretaba su expresión sin dificultad alguna–. Estás perdiendo el tiempo. Rupert jamás se molestará por una chica como tú.

–Pues ahí te equivocas –protestó Cassie–. Pretendía que se fijara en mí, y funcionó, ¿no?

–¿No intentarás convencerme de que eres la última novia de Rupert?

–Puedes creer lo que quieras –ella alzó la barbilla–. Pero da la casualidad de que es cierto.

–Acostarte con Rupert no te convierte en su novia –Jake soltó una carcajada mientras volvía a colocarse el casco–. Pronto lo descubrirás. Tienes que madurar, Cassie. Desde niña has vivido en las nubes, y parece que sigues en tu mundo de fantasía. Es hora de que despiertes a la realidad.

–¡Estás celoso de Rupert! –lo acusó ella con voz temblorosa por la ira.

–¿Por ti? –él enarcó las oscuras cejas–. ¡No creo!

–Porque es atractivo, encantador y rico, y el sobrino de sir Ian. Mientras que tú, tú… –estaba demasiado furiosa y humillada para medir sus palabras– no eres más que un animal.

Fue la gota que colmó el vaso y consiguió que Jake perdiera el control que había pendido de un hilo durante todo el día. Agarró a Cassie y la atrajo hacia sí con tanta fuerza que chocaron. Por suerte la moto no se tambaleó, lo que evitó que cayeran al suelo.

–¿De modo que crees que estoy celoso de Rupert? –rugió mientras hundía las manos en la maraña de rizos–. Pues puede que tengas razón.

Agachó la cabeza y la besó con una dureza que hizo que Cassie se retorciera y protestara mientras apoyaba las manos contra el pecho envuelto en cuero.

De repente la presión se suavizó, aunque él no se separó sino que se giró para poder acomodarla sobre la moto. El beso se volvió seductoramente insistente.

El corazón de Cassie martilleaba con una mezcla de temor y excitación. En su interior se desataba una oleada de sentimientos nuevos que la asustaban. Instintivamente, los dedos se engancharon en la cazadora de cuero y, en un gesto del que se avergonzaría durante años, se encontró devolviéndole el beso.

En ese preciso instante, Jake la soltó con tanta fuerza que le hizo tambalearse.

–¿Cómo te atreves? –consiguió decir mientras intentaba bajarse de la moto para descubrir que el jersey se le había enganchado en el manillar–. ¡No quiero volver a verte jamás!

–No te preocupes, no tendrás que hacerlo –desesperadamente indiferente, Jake la ayudó a soltar la manga–. Me marcho. Tú sigue fiel a tu mundo de fantasía, Cassie. Yo me largo.

Se ajustó el casco y salió disparado calle abajo mientras Cassie lo miraba con el corazón lleno de espanto y humillación, y presa de una excitación intensa, oscura y peligrosa.

Capítulo 1

Diez años después

–¿Jake Trevelyan? –repitió Cassie estupefacta–. ¿Estás segura?

–Sí –Joss rebuscó en el caótico escritorio hasta encontrar un trozo de papel–. Aquí está. Jake Trevelyan –leyó–. Alguien de Portrevick nos recomendó. ¿No creciste tú allí?

Perpleja, Cassie se dejó caer en una silla. El nombre sonaba extraño después de tantos años. Aún lo recordaba sentado sobre la moto, un chico furioso de manos duras y sonrisa amarga. El recuerdo del beso aún hacía que se le encogieran los dedos de los pies.

–¿Va a casarse?

–¿Y para qué sino iba a ponerse en contacto con una planificadora de bodas?

–No me lo puedo creer –el Jake Trevelyan que ella conocía no sentaría la cabeza jamás.

–Pues por suerte para nosotros, parece ser que él sí –Joss se volvió hacia su ordenador–. En cualquier caso parecía interesado y le dije que te pasarías esta misma tarde.

–¿Yo? –Cassie miró perpleja a su jefa–. Siempre te reúnes tú primero con los clientes.

–Hoy no puedo. Tengo una reunión con el contable. Además, te conoce.

–Sí, pero ¡me odia! –exclamó antes de relatarle el último encuentro en Portrevick–. ¿Qué pensará su prometida? A mí no me gustaría que mi boda fuera planificada por alguien que ha besado a mi prometido.

–Los besos de adolescentes no cuentan –Joss agitó una mano en el aire–. Aquello fue hace diez años. Seguramente ni se acordará.

Cassie no estaba segura de si eso le hacía sentir mejor o peor. Esperaba que Jake no recordara a la torpe adolescente que se había arrojado en sus brazos durante el baile de Allantide, pero ¿a qué chica le gustaba saber que era fácilmente olvidable?

–Además, si te odiara, ¿por qué llamar preguntando por ti? –añadió juiciosamente Joss–. No podemos permitirnos el lujo de dejar escapar a ningún cliente potencial, Cassie. Ya sabes cómo están las cosas. Es la mejor oportunidad que hemos tenido en semanas y si eso te supone pasar vergüenza, me temo que tendrás que pasarla –le advirtió–, de lo contrario no sé hasta cuándo podré conservarte como empleada.

Y así fue como Cassie se encontró aquella misma tarde ante la entrada de un imponente edificio de oficinas cuyas ventanas reflejaban el luminoso cielo de septiembre. No cabía duda de que Jake Trevelyan había prosperado en la vida.

Al parecer, le había ido mejor que a ella si lo comparaba con el caótico despacho de Avalon, encima del restaurante de comida china para llevar. No es que le importara. Hacía sólo unos meses que trabajaba para Joss, y le encantaba. Organizar bodas era con mucho el mejor trabajo que había tenido y estaba dispuesta a hacer lo que fuera para conservarlo. Se moriría antes de admitir ante su familia que se había quedado sin trabajo.

Una vez más.

–¡Cariño! –suspiraría su madre, mientras su padre frunciría el ceño y le recordaría que debería haber ido a la universidad como sus hermanos, todos profesionales de éxito.

Si para conservar ese empleo tenía que enfrentarse a Jake Trevelyan de nuevo, lo haría.

Tras cuadrarse de hombros y ajustarse la chaqueta, subió por las escaleras de mármol.

Sentía un cosquilleo en la boca del estómago, pero se esforzó por ignorarlo. Era estúpido sentirse nerviosa por volver a ver a Jake. Ya no era la adolescente soñadora de diecisiete años. A lo mejor a la gente no le parecía gran cosa ser planificadora de bodas, pero requería tacto, diplomacia y unas extraordinarias capacidades organizativas. Si era capaz de planificar una boda, bueno, ayudar a Joss a organizarla, podría con Jake Trevelyan.

El reflejo que le devolvió la ventana de espejo le infundió seguridad. Por suerte se había vestido con elegancia para visitar un hotel de lujo aquella mañana. La chaqueta verde azulada y la falda ceñida le conferían una imagen profesional y brillante. Si a ello sumaba el maletín, decidió que el conjunto era espectacular.

Espectacular, pero engañoso. Apenas se reconocía a sí misma y, con suerte, Jake Trevelyan tampoco lo haría.

El único problema eran los zapatos. De ante color verde azulado con una franja negra eran el complemento perfecto para el traje, pero no estaba acostumbrada a caminar sobre tamaños tacones y el suelo del vestíbulo parecía alarmantemente resbaladizo. Con un suspiro de alivio alcanzó al fin el mostrador de recepción sin sufrir ningún percance.

–Busco las oficinas de Primordia –anunció–. ¿Podría decirme en qué planta están?

–Está usted en Primordia –contestó la recepcionista enarcando unas impecables cejas.

–¿El edificio entero? –Cassie se quedó boquiabierta.

–Al parecer dirige un grupo llamado Primordia –había dicho Joss al darle la dirección.

A Cassie aquello no le parecía un «grupo», sino más bien una sólida y cotizada empresa que emanaba riqueza y prestigio. De repente, el traje verde no le pareció tan espectacular.

–Esto… busco a un tal Jake Trevelyan –continuó–. No estoy segura de en qué departamento trabaja.

–¿Se refiere a Jake Trevelyan? –las cejas de la recepcionista se alzaron un poco más–. ¿Nuestro director ejecutivo? ¿Tiene cita?

–Creo que sí –Cassie tragó con dificultad. «¿Director ejecutivo?».

La recepcionista se volvió para hablar por teléfono mientras ella jugueteaba con los botones de la chaqueta. El chico malo de Portrevick, ¿director ejecutivo de todo aquello?

Un lujoso ascensor la llevó hasta la oficina del director ejecutivo. Parecía otro mundo. Nuevo y de diseño vanguardista, emanaba una calma que sólo el dinero podía comprar.

Portrevick quedaba muy lejos.

Aún convencida de que debía tratarse de algún error, fue recibida por una elegante secretaria que la acompañó hasta un impresionante despacho.

–El señor Trevelyan la recibirá enseguida –le anunció.

¡El señor Trevelyan! Cassie pensó en el arisco pendenciero que había conocido y rezó para que Jake, mejor dicho el señor Trevelyan, no recordara sus patéticos coqueteos, ni su afirmación de que jamás quería volver a verlo. No era el mejor comienzo con un cliente.

Por otro lado, había sido él quien había solicitado verla. ¿Lo habría hecho de recordar aquellos desastrosos besos? Seguramente la había olvidado por completo. Y aunque no fuera así, no lo mencionaría delante de su prometida. Seguro que estaría tan ansioso como ella por fingir que no había sucedido.

Más tranquila y con una resplandeciente sonrisa en la cara, siguió a la ayudante personal a través de una puerta que conducía a un despacho aún más elegante que el primero.

–Cassandra Grey –anunció la otra mujer.

El despacho era descomunal. Dos de las paredes eran acristaladas, ofreciendo una espectacular vista sobre el Támesis hasta el parlamento y el Ojo de Londres.

Sin embargo, sólo tenía ojos para Jake que se puso en pie y se acercó para saludarla.

La primera impresión fue la de estar ante un hombre muy atractivo.

Diez años atrás había sido un chico delgaducho con la mirada atormentada y cierto aire de peligrosidad. Seguía siendo un personaje oscuro y su rostro aún reflejaba algunos trazos del niño difícil que había sido. Sin embargo, los rasgos angulosos se habían rellenado y el gesto hosco transformado en una energía sobrecogedora.

Incluso parecía más alto. Más alto, más robusto, más duro. Y la boca que una vez se había torcido en un gesto de burla se mostraba fría y contenida.

Cassie se obligó a revisar su primera impresión. No resultaba atractivo. Era espectacular.

Su prometida era una mujer con suerte.

Sin dejar de sonreír, dio un paso hacia él.

–Ho… –empezó, pero no pudo continuar. El tobillo se torció sobre los tacones y en un segundo sus pies parecieron enredarse mientras el maletín caía al suelo.

Habría aterrizado de bruces en el suelo si un par de fuertes manos no la hubieran sujetado de los brazos. Acabó estampada contra él mientras se agarraba por instinto a su chaqueta.

Exactamente igual que se había agarrado a la cazadora de cuero diez años atrás.

–Hola, Cassie –dijo él.

Mortificada, Cassie intentó recuperar el equilibrio. ¿Por qué era tan torpe?

Con el rostro aplastado contra la chaqueta, en una parte extraña y lejana de su cerebro asimiló el maravilloso aroma que desprendía aquel hombre a camisas caras, jabón, piel masculina y un ligero toque de loción de afeitar.

–Cuánto lo siento –consiguió balbucear tras apartarse del ancho torso.

–¿Estás bien? –Jake no la soltó hasta asegurarse de que no perdería el equilibrio otra vez.

Cassie no pudo evitar mirarlo fijamente. El resentimiento reflejado antaño en los ojos azules había dado paso a un brillo de diversión, aunque era imposible saber si recordaba aquel beso o si simplemente le divertida su poco convencional entrada.

–Estoy bien –contestó ella con las mejillas al rojo vivo.

–¿Nos sentamos? –Jake se agachó para recoger el maletín del suelo y entregárselo antes de señalar hacia el lujoso sofá de cuero–. Con esos zapatos, puede que sea lo mejor.

–No suelo arrojarme en brazos de mis clientes en la primera reunión –Cassie se sentó en el sofá y tragó con dificultad mientras sonreía con nerviosismo.

–Una entrada espectacular es siempre garantía de éxito –él le dedicó una atractiva sonrisa–. Claro que tú siempre tuviste estilo –añadió.

El último comentario había sido, sin duda, sarcástico ya que ella siempre había hecho gala de una desesperante torpeza.

–Pues tenía la esperanza de que no me reconocieras –confesó ella al fin.

Jake la contempló desde el otro lado de la mesita. Estaba sentada en el borde del sofá con aspecto acalorado y desconcertado. El bonito y redondo rostro seguía ruborizado y los ojos marrones brillaban de mortificación.

Los salvajes rizos habían sido recortados y había adelgazado notablemente. Al verla en la puerta le había parecido una extraña que le había provocado una inquietante sensación.

Pero tras tropezar y caer en sus brazos, aún no estaba seguro de si le había hecho sentir desilusión o alivio al comprobar que no había cambiado tanto.

La sensación al tocarla le había resultado extrañamente familiar, curioso dado que sólo la había tocado en dos ocasiones anteriormente. Había sido como regresar al baile de Allantide. Casi podía verla con aquel ajustado vestido rojo, tambaleándose sobre unos tacones casi tan ridículos como los que llevaba en esos momentos. Aquélla había sido la primera ocasión en que se había fijado en la seductora boca y se había preguntado por la mujer en que se convertiría.

Esa boca seguía igual, pensó mientras recordaba su calidez e inocencia y cómo le había sorprendido la dulzura que les había envuelto durante un instante.

Y ahí estaba de nuevo, sentada con expresión de cautela. ¿Cómo no iba a reconocerla?

–No tuviste la menor oportunidad –Jake sonrió.

Aquello no era ni de lejos lo que ella hubiera deseado oír. Casi a regañadientes lo miró a los azules ojos y sintió un cosquilleo en la piel ante la expresión divertida que leyó en ellos. Estaba claro que no había olvidado a la torpe adolescente que había sido.

–Ha pasado mucho tiempo –ella alzó la barbilla–. No pensé que aún me recordaras.

–Te sorprenderían las cosas que soy capaz de recordar –el recuerdo del baile de Allantide flotaba entre ellos.

–Y bien –dijo Cassie, tras arrancar la mirada de los azules ojos, con un hilo de voz aguda que se apresuró a rectificar–. Y bien –¡demasiado grave!–. ¿Qué te llevó de vuelta a Portrevick? –al fin consiguió producir un tono aceptable. Por lo que sabía, Jake había abandonado el pueblo aquel horrible día en que la había besado y jamás había vuelto.

–La muerte de sir Ian –contestó él con expresión sombría.

–Ah, claro. Lo sentí mucho –Cassie decidió aferrarse a lo que parecía un tema de conversación seguro–. Era tan encantador –recordó con tristeza–. Mamá y papá fueron al funeral, pero uno de nuestros clientes se casaba ese mismo día y yo tuve que trabajar.

La puerta se abrió y la ayudante personal de Jake apareció con una bandeja de café que dispuso sobre la mesita. Tras servir dos tazas, se marchó discretamente. ¿Por qué no conseguía ella ser tan silenciosa y eficaz?, pensó Cassie con admiración.

–El viernes fui a ver a la abogada de sir Ian –le explicó Jake mientras le ofrecía una taza de porcelana fina y acercaba la jarrita de la leche–. Pasé por el pub de Portrevick y tu nombre surgió relacionado con las bodas. Fue una de tus viejas amiga, ¿Tina se llamaba?

–¿Eso hizo? –tenía que llamar a Tina para saber por qué no le había informado de inmediato del regreso de Jake Trevelyan al pueblo. Tina lo sabía todo sobre el beso en el baile de Allantide, aunque no le había mencionado nada sobre el segundo.

La brusquedad en el tono de voz hizo que Jake alzara las cejas.

–Quiero decir que sí –ella intentó arreglarlo al tiempo que se servía un poco de leche, que acabó derramada sobre el platillo. Iba a empezar a gotear por todas partes. Con un suspiro buscó en el bolso un pañuelo de papel–. Estoy en el negocio.

Había sonado un poco soso. «Se supone que deberías venderte», se recordó, pero la obsesión por deshacerse del chorreante pañuelo le impedía centrarse en otra cosa. Desesperada, buscó a su alrededor una papelera, pero claro, en el despacho de Jake no podía haber algo tan prosaico.