Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Barbara Joel. Todos los derechos reservados.

LEGADO DE MENTIRAS, Nº 3 - mayo 2012

Título original: Blackhawk Legacy

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0111-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Despertó del sueño a medianoche.

Dillon Blackhawk estaba tumbado sobre su espalda, apretando las sábanas húmedas entre sus manos y respirando profundamente. Como siempre, le llevó unos segundos darse cuenta de dónde estaba. En qué ciudad, en qué pueblo, en la cama de quién.

No importaba. Para él eran todas iguales. Caras diferentes, quizá, distintos trabajos pero, aun así, lo mismo.

Medianoche. Volvió a cerrar los ojos. Siempre era medianoche.

Dillon se sentó al borde del colchón esperando a calmarse y se pasó la mano por el pelo, que no se había cortado en meses.

No iba a poder dormir. Dillon había aprendido eso en los últimos dieciséis años. Al principio había intentado luchar contra ello; lo llevaba en la sangre. Sangre de guerrero que se transmitía con orgullo de generación en generación. Pura sangre Cherokee.

Pero «las criaturas de la mente», como solía llamar su abuelo a los demonios del sueño, no luchaban limpio. Disfrazados con pieles de animales, se arrastraban silenciosamente en la oscuridad. Como las sombras, se deslizaban y traspasaban las defensas, despertando los recuerdos y los sentimientos que Dillon había bloqueado hacía tiempo. Había conseguido mantener a las criaturas alejadas pero, durante las pasadas tres semanas, se habían mostrado despiadadas, invadiendo sus sueños constantemente.

Desnudo, Dillon se levantó y pasó por encima del perro, que dormía a los pies de la cama. Bowie levantó la cabeza ligeramente y luego volvió a aposentarse con un suspiro. El animal estaba acostumbrado al insomnio de su dueño, así que, simplemente, lo aceptaba como parte de la rutina.

Dillon entró en el cuarto de baño pero no se molestó en encender la luz. El suelo de baldosas estaba frío bajo sus pies, un alivio en aquel cálido verano del oeste de Texas. La luz de la luna entraba por la ventana del baño y lo teñía todo de gris. Dillon se lavó la cara con agua fría, luego se agarró a los bordes del lavabo de porcelana y echó la cabeza hacia atrás. Se quedó mirando al techo y escuchando el goteo del grifo al tiempo que respiraba los olores provenientes del jardín de María Guadalupe. Cilantro, guindillas, romero y albahaca.

Hacía seis meses que Dillon había alquilado una habitación, un antiguo garaje, detrás de la casa de ladrillo de su casera. A María, una viuda con el pelo gris y constitución ancha, le encantaba cocinar tanto como le encantaba comer. Cada domingo enviaba a su nieto Juan, de nueve años, con una cesta de chilis rellenos y tortillas de trigo caseras. Juan insistía en que su abuela lo abofetearía si Dillon no aceptaba la comida. Aunque Dillon sabía que María levantaba la voz de vez en cuando, también sabía que jamás le pondría una mano encima a su único nieto. Había criado al niño ella sola desde que tenía seis años y, el pequeño Juan, con sus enormes ojos marrones y su sonrisa perenne, era la mayor alegría de María.

Así que Dillon simplemente aceptaba la mentira al igual que aceptaba la cesta pero, aparte de algunas reparaciones domésticas para su casera, no le ofrecía nada a cambio. No tenía nada que ofrecer. Ni a los Guadalupe ni a nadie más.

Miró al espejo que había sobre el lavabo pero el cristal sólo le devolvió una cara gris sin rasgos. Pensó que quizá por eso sus sueños habían sido tan frecuentes últimamente. Quizá sin darse cuenta se hubiese acercado demasiado a la línea que jamás había cruzado. Deseando cosas que no eran de su incumbencia. Quizá por eso se había sentido incómodo en los últimos días, como anticipando que algo, o alguien, se acercaba.

Dillon se sacudió las gotas de agua de la cara y del pecho y se pasó ambas manos por el pelo. Al día siguiente era viernes. Día de pago. Tras pagarle a María el alquiler del mes, se gastaría lo que le quedase en cerveza y unas cuantas partidas de billar. Alguna mujer ayudaría también a liberar tensiones. Llevaba demasiado tiempo sin compañía femenina.

Cerveza fría y sexo caliente. ¿Qué mejor solución para dormir bien por la noche?

Satisfecho con aquella idea, Dillon regresó a la cama y esperó a que amaneciera.

El bar se alzaba solitario a las afueras del pequeño pueblo. Las bombillas de las farolas brillaban escasamente sobre el aparcamiento infestado de malas hierbas. Sobre el tejado del establecimiento de madera, un cartel de neón amarillo decía Backwater Saloon.

Mientras aparcaba su pequeño sedán blanco entre dos furgonetas con remolque, Rebecca Blake consideró que no se trataba de un nombre muy original pero, desde luego, encajaba en el lugar.

Resolute, Texas. Población, 2.346

Tras conducir más de setecientos cincuenta kilómetros de llanura, autopistas interminables y carreteras secundarias polvorientas, había acabado allí. Resolute parecía ser como el resto de pueblos pequeños por los que había pasado Rebecca desde que había aterrizado en el aeropuerto de Midland. Una calle larga y principal, edificios de ladrillo de los años veinte y, al menos, un bar, si no dos, donde los lugareños se reunían después del trabajo.

De acuerdo con la guía de viaje que Rebecca había leído, Resolute, como muchos otros pueblos de Texas, había prosperado gracias al petróleo cuando un ranchero en busca de agua se había topado, en su lugar, con oro negro. Aunque ese apogeo petrolero ya había cesado, seguía quedando suficiente petróleo para abastecer una pequeña refinería y dar beneficios suficientes para que aquel pequeño pueblo siguiera apareciendo en los mapas.

Sin embargo, el Backwater Saloon era cualquier cosa menos tranquilo. Incluso con las ventanillas del coche subidas, Rebecca pudo oír la música country del establecimiento cuando las puertas al estilo del viejo oeste se abrieron y dieron paso a un par de hombres. Mientras se reían, ambos se encendieron unos cigarrillos y se apoyaron sobre la barandilla de madera a fumar. Su conversación era animada y ambos iban vestidos de forma casi idéntica: vaqueros, botas, camisas de rayas remangadas hasta los codos. La única diferencia era que uno llevaba una gorra de béisbol y el otro un sombrero vaquero.

Rebecca había visto más vaqueros, sombreros y botas en los últimos tres días que en sus veintiocho años de vida. No es que la gente en Boston no llevara vaqueros. Por supuesto que se llevaban. Incluso ella tenía algunos. Pero en Texas era más bien el modo de llevarlos lo que lo hacía diferente. Era como si aquel tejido les perteneciera. Lo llevaban con la misma aceptación y seguridad con la que la realeza llevaba las coronas. Allí el vaquero no tenía nada que ver con la moda sino con la funcionalidad.

De pronto una rubia salió por la puerta del bar como una stripper de una tarta. Su falda roja era lo suficientemente corta como para que la arrestaran en la mayoría de estados y su camiseta blanca tan ajustada como para cortarle la circulación. Se abrazó a uno de los hombres, el más alto, el que llevaba el sombrero, y, acto seguido, los tres regresaron al bar.

Rebecca nunca había estado en un lugar como el Backwater Saloon. Ni siquiera había visto uno así antes de ir a Texas. Habría mentido de no admitir que tenía miedo. Más bien estaba aterrorizada. Entrar en un bar plagado de hombres un viernes por la noche no era lo más inteligente que hubiera hecho recientemente. Si acaso, era algo totalmente estúpido. Una locura.

Sólo podía imaginarse lo que dirían su hermano y su hermana si supieran dónde estaba y lo que estaba haciendo. Melanie se pondría hecha una fiera y trataría de razonar con ella. Sean, por otra parte, probablemente la mataría.

Pero no podía permitir que eso la detuviese. Había llegado demasiado lejos, ya había esperado demasiado. Le gustara o no, iba a hacerlo esa misma noche.

Tras tomar aire, Rebecca abrió la puerta del coche y salió, sintiendo inmediatamente el calor y la humedad del ambiente. A pesar de haberse recogido el pelo con una coleta, varios mechones comenzaban a rizársele, rebelándose contra la humedad. Más por nervios que por vanidad, Rebecca se enderezó el cuello de su blusa rosa de manga larga y se ajustó el cinturón de sus pantalones negros.

«Puedes hacerlo», se dijo a sí misma mientras se colgaba el bolso al hombro y cerraba la puerta del vehículo. No había dado más de dos pasos cuando una masa de pelo y dientes afilados se abalanzó sobre ella desde el remolque de una de las furgonetas aparcadas a su lado.

Con un grito de pánico, Rebecca se encaramó sobre el capó de su coche y se dio cuenta, aliviada, de que el perro estaba atado con una correa en el remolque. El animal, que parecía una mezcla entre un oso y un pastor alemán, continuó ladrando.

–Buen perro –dijo Rebecca mientras se apartaba lentamente sin dejar de mirar al animal–. Perro bueno. Quieto.

Finalmente, el perro se sentó, sin dejar de mirarla fijamente. Con el corazón latiéndole con fuerza, Rebecca se dio la vuelta y comenzó a atravesar el aparcamiento hasta llegar al porche de madera del bar. Un cartel sobre la entrada rezaba: No se permiten perros ni lagartos.

Dado que el cartel no decía nada sobre profesoras de tercer grado de Boston, Rebecca empujó las puertas de madera.

Una vez dentro, una nube de humo la golpeó con fuerza mientras el aire frío se impregnaba en su piel caliente y húmeda. Por encima de la conversación y de la música que reconoció como una canción de Willie Nelson, podía escucharse el sonido de las bolas de billar en una mesa en una de las esquinas. Cervezas de neón colgaban de las paredes, inundando el interior con brillos amarillos, rojos y azules.

Al dar otro paso hacia delante, la sala, a excepción de la canción de Willie Nelson, quedó en silencio.

Parecía como si todas las cabezas del lugar se hubieran girado hacia ella al mismo tiempo. «Ya está», pensó Rebecca tratando de tragarse el nudo de pánico que sentía en la garganta. «Voy a morir».

Aunque, probablemente, sólo pasaron unos segundos, le pareció una eternidad antes de que las conversaciones volvieran a fluir lentamente y el juego de billar prosiguiese su curso. Aunque sabía que todos seguían mirándola, Rebecca se acercó a la barra y se sentó en el único taburete disponible. A su izquierda, un hombre joven y delgado con patillas tipo Elvis Presley y nariz aguileña le dirigió una mirada de curiosidad, mientras que, el hombre mayor de su derecha, se tocó el ala del sombrero vaquero y sonrió, haciendo que su cara se llenara de arrugas.

–¿Qué tal? –dijo el hombre con una voz seca y ronca–. Elton Potter.

–Señor Potter –dijo Rebecca con una leve sonrisa–, Rebecca Blake.

–La gente me llama Elton –dijo el hombre–. Por aquí no somos muy elegantes.

Rebecca miró a su alrededor y observó la sala llena de humo, el polvo en el suelo de madera y la cabeza de búfalo que había colgada sobre la mesa de billar. Además, la piel de una enorme serpiente de cascabel adornaba la entrada a los servicios.

Desde luego, Elton tenía razón al decir que no eran muy elegantes.

De pronto apareció un camarero limpiando un vaso con un trapo. No era muy alto, tenía la nariz achatada y los brazos anchos.

–¿Qué le pongo?

–Chardonnay, por favor.

El hombre a su izquierda se rió pero, cuando el camarero le dirigió una mirada de reprobación, se aclaró la garganta y se centró en la cerveza que tenía en la mano.

Rebecca se dio cuenta del cartel que había al otro lado de la barra y que decía: No te metas con Texas ni con Lester. Al parecer, ése era Lester.

El camarero sacó una botella de vino blanco de debajo de la barra, le quitó el polvo con un trapo, la abrió y sirvió el vino en un vaso de whisky. Deslizó el vaso sobre la barra de madera y colocó junto a la bebida una pequeña servilleta de coctail.

–Veinte dólares –dijo.

–¿Por un vaso de vino? –preguntó Rebecca sorprendida.

–Por la botella –dijo Lester cruzándose de brazos–. Y por cualquier otra cosa que ande usted buscando por aquí.

Desde luego, el hombre no tenía pelos en la lengua, pensó Rebecca. Dio un trago al chardonnay y se atragantó. Le habría dado lo mismo pedir una botella de vinagre.

No importaba. No había ido allí en busca de buen vino y servicio agradable.

Dejó el vaso a un lado, buscó en su bolso y sacó dos billetes de veinte y un bolígrafo. Escribió algo en la servilleta y la deslizó sobre la barra.

Tanto Elton como Elvis levantaron el cuello para ver lo que había escrito, pero el camarero agarró la servilleta a toda velocidad, leyó lo que había escrito y luego miró a Rebecca.

–No he oído hablar de él –dijo Lester, arrugando la servilleta y lanzándola al cubo de la basura.

–¿Quién? –preguntaron Elton y Elvis al mismo tiempo.

Lester les dirigió una mirada que podría haber atravesado el acero y Rebecca se preguntó por qué sería. Si el camarero realmente no reconocía aquel nombre, ¿por qué estaría tratando de silenciar a Elton y a Elvis?

–¿Por qué está buscando a este tipo? –preguntó Lester.

–Es un asunto personal.

–¿De verdad? –dijo Lester apoyando las manos sobre la barra e inclinándose hacia Rebecca–. ¿Cómo de personal?

No le gustó el tono ni la sugerencia de aquel hombre, pero Rebecca no estaba allí buscando que la invitaran a la cena de Acción de Gracias. Quizá aquel hombre supiera algo y quizá no. No iba a marcharse hasta que no lo supiera con seguridad.

–Soy amiga de la familia –dijo ella mientras sacaba otro billete del bolso–. Quizá podría usted preguntar.

Sin cambiar de expresión, el camarero miró el dinero pero no dijo nada.

–Iré al baño mientras usted se lo piensa –añadió Rebecca mientras se bajaba del taburete, sintiendo la gruesa capa de polvo que cubría el suelo–. Vigile mi vino, ¿de acuerdo, Elton?

–Claro, señorita –dijo el hombre con una sonrisa.

Una vez más, la actividad en la sala se detuvo mientras ella cruzaba hacia el baño. Aun así, Rebecca mantuvo la cabeza alta y los hombros estirados. No se apresuró, pero tampoco se detuvo. Cruzó la mirada con algunos clientes del establecimiento, hombres y mujeres, pero no la mantuvo. Si algo había aprendido dando clase a niños de ocho años, era a no mostrar miedo. El mínimo escalofrío, el menor temblor, y todo el control que tuviera sobre la situación desaparecería.

Un par de hombres la saludaron educadamente con un movimiento de cabeza. Rebecca les devolvió el saludo pero no sonrió, sabiendo que las mujeres del local ya estaban alerta, mirándola como si fuera una extraterrestre que hubiese llegado para llevarse a los hombres a la nave nodriza.

Pero ella había ido allí buscando exclusivamente a un hombre. Un hombre en el que estaba vagamente interesada. Había recorrido todo el oeste de Texas, de pueblo en pueblo, con la esperanza de encontrarlo. Algo en los ojos de Lester le decía que, por fin, había llegado al lugar indicado.

A pesar de lo nerviosa que estaba, también sentía cierta excitación en el estómago.

Encaró el pasillo que daba a los baños. La sala de la derecha tenía el dibujo de un vaquero en la puerta. La de la derecha, una vaquera. Pero Rebecca no entró. Sin embargo, se quedó esperando y luego se asomó al bar.

Lester había desaparecido.

Escaneó la habitación con la mirada y divisó al camarero de pie junto a una de las mesas de respaldo alto al otro lado de la sala. No podía ver con quién estaba hablando pero vio que Lester sacaba una bola de papel del bolsillo de su delantal y la colocaba sobre la mesa. A no ser que le fallara la vista, se trataba de la servilleta que había tirado a la basura. El camarero asintió un par de veces y luego miró por encima del hombro hacia los lavabos. A Rebecca le dio un vuelco el corazón y se escondió a toda prisa.

¿Sería él? Una parte de ella quería que así fuera, necesitaba que así fuera. Pero otra parte estaba aterrorizada ante la posibilidad.

Se sentía como la mujer en una película de terror que oye ruidos en el sótano. Era una locura bajar a ver. ¿Quién en su sano juicio bajaría? La voz de la razón, como el público en el cine, le decía a gritos que saliera corriendo, que era tonta.

Rebecca dio un brinco cuando la puerta del servicio de señoras se abrió de golpe. Una nube de risas y colonia fuerte precedió a las dos mujeres que salieron por la puerta. Rebecca reconoció a una de ellas. Se trataba de la rubia que había salido del bar y había hablado con los hombres del porche. La morena que iba a su lado llevaba una camiseta roja que dejaba al descubierto su cintura, una falda corta vaquera y botas de piel de serpiente rojas.

La rubia miró a Rebecca con interés y levantó una ceja excesivamente perfilada.

–¿Te has perdido, cariño?

–No, si éste es el servicio de señoritas –dijo Rebecca con una sonrisa.

La rubia pareció sopesar la respuesta de Rebecca, la aceptó y finalmente esbozó una sonrisa brillante.

–No estoy muy segura sobre la parte de «señoritas » –contestó la rubia con un fuerte acento texano– pero, si tienes que sentarte para orinar, entonces estás en el lugar indicado.

La morena comenzó a carcajearse.

–Muy buena, Dixie –dijo–. Deberías hacer monólogos.

Las dos se carcajearon tan exageradamente, que tuvieron que agarrarse la una a la otra para no caerse. Sabiendo que nunca estaba de más ser amable con los nativos, sobre todo si eran mujeres, Rebecca sonrió y vio cómo ambas se alejaban.

Tras soltar el aliento, Rebecca entró en el baño y se sintió aliviada al ver que estaba vacío.

Había tres cabinas de madera, aunque en una había un cartel de «no funciona». El olor a colonia fuerte inundaba el aire, la encimera del lavabo estaba llena de quemaduras de cigarrillos y las paredes vibraban con el sonido de la gramola.

Rebecca observó su reflejo en el espejo. Pensaba que los últimos seis meses la habían cambiado. Quizá no por fuera. Puede que nadie advirtiese diferencia alguna en su apariencia externa, pero en su interior, lo que realmente importaba, ya no sabía quién era.

Había recorrido un largo camino para averiguarlo. No importaba lo que pudiese ocurrir, no iba a detenerse.

Dillon había notado el instante en el que la mujer había entrado en el Backwater Saloon. No sólo porque las botellas de cerveza se hubieran quedado suspendidas en el aire y la partida de billar se hubiese detenido. No sólo porque todas las cabezas del local se hubieran girado en su dirección.

Sino porque la había sentido. Había sentido su presencia, había sabido, incluso antes de girar la cabeza, que había ido allí buscándolo. Había sentido su sombra junto a él durante todo el día, había tratado de achacarlo a la falta de sueño de la noche anterior. Pero, en el fondo, lo había tenido claro. Los sueños le habían advertido, pero no había prestado suficiente atención. Si así hubiera sido, habría hecho las maletas y se habría marchado aquella misma mañana.

«Debo de estar haciéndome viejo», pensó.

Dillon se dijo que no importaba y dio un trago a la cerveza que tenía en la mano. No era la primera vez que su pasado resurgía de entre las cenizas. Probablemente no sería la última. No lo sorprendía que, en esa ocasión, hubiesen mandado a una mujer a buscarlo, sobre todo una que parecía salida de uno de los internados más refinados. Podía imaginársela caminando por una habitación con un libro sobre la cabeza, probablemente de Dickinson o de Brontë. Tenía la cara de una heroína de una de esas escritoras victorianas: pómulos altos, piel blanca, mechones castaños que rodeaban su cara angelical y ojos grandes.

También era delgada y alta, al menos un metro y setenta centímetros. A Dillon le daba la sensación de que, bajo esos pantalones negros y esa blusa de manga larga, tenía que tener curvas. Había advertido el miedo en su mirada al entrar en el bar, pero lo había superado, había mirado a su alrededor y se había acercado a la barra con seguridad para sentarse en un taburete. Incluso había sentido cierta admiración hacia ella al ver que no se estremecía ante el intenso escrutinio de todos los asistentes al local.

Encajaba allí como un cactus en un jacuzzi pero, fuera quien fuera, y quisiera lo que quisiera, iba a mandarla a paseo tan pronto como pudiera.

Dillon observó la servilleta que Lester le había entregado. Estaba seguro de no haber visto a esa mujer con anterioridad, a no ser que hubiera estado borracho. Era una posibilidad, aunque bastante escasa. Aun así, la recordaría.

Lo que significaba que Peter la habría enviado. Aunque nunca antes había enviado a una mujer. Maldición. Debería haberse marchado mientras ella estuviera en el baño.

Pero estaba muy cómodo sentado donde estaba y, además, le quedaba media cerveza. No se lo perdonaría si se marchara antes de terminársela.

Y, para ser sincero, sentía cierta curiosidad. Observó la servilleta en la que ella había escrito su nombre, le dio la vuelta y colocó la cerveza encima. O no era muy inteligente o, desde luego, la chica tenía agallas. Más que el resto de hombres que la habían precedido. Ellos habrían ido a esperarlo al trabajo, o lo habrían esperado fuera de casa, pero no habrían puesto un pie en un lugar como aquél.

Fuera lo que fuera, dado que, aparentemente, había llegado hasta tales extremos para encontrarlo, decidió que, al menos, la escucharía.

Supo que estaba de pie a su lado. Incluso antes de que hablara, Dillon pudo captar su fragancia. Era el tipo de olor dulce y floral que un hombre no sólo quería oler, sino también saborear.

–¿Dillon Blackhawk?

Él ignoró la pregunta y su voz aterciopelada y agarró la cerveza con fuerza. Dillon sabía que todo el mundo en el bar estaba observándolo, esperando. Inclinó la botella de cerveza levemente en su mano y luego comenzó a subir la mirada obser vando su cuerpo y deteniéndose a la altura de sus pechos. Redondos, contundentes, el tamaño perfecto para la mano de un hombre.

–¿Es usted Dillon Blackhawk? –repitió ella levantando la barbilla.

Finalmente el levantó la vista y la miró a los ojos. Eran unos ojos verdes que lo pillaron desprevenido.

–¿Quién quiere saberlo?

–Me llamo Rebecca Blake –contestó ella mientras se sentaba frente a él.

El nombre no le dijo nada, pero Dillon notó que tenía una boca sensual. Al no responder Dillon, Rebecca buscó en su bolso y extrajo de él una fotografía, que luego deslizó sobre la mesa. A Dillon le llevó un momento darse cuenta de que era la foto de su graduación en el instituto. ¿Realmente había habido un tiempo en que había sido tan joven? Aparte de la foto del carné de conducir y del ejército, era la última vez que recordaba que alguien le hubiese sacado una foto. ¿Qué diablos hacía esa mujer con ella?

Aun así, no mostró reacción alguna.

–Necesito saber si he encontrado al hombre apropiado –dijo ella finalmente.

–Eso depende de lo que estés buscando, cariño –dijo Dillon levantando una ceja.

Ella apretó aquellos increíbles labios y enderezó su, ya de por sí, rígida espalda.

–¿Es usted Dillon Takota Blackhawk?

Su pregunta fue un golpe verbal que lo alcanzó de lleno. Takota. Su segundo nombre ni siquiera figuraba en su partida de nacimiento. Lo había adquirido más tarde gracias a su abuelo. Nadie lo conocía. Al menos, nadie que estuviese vivo.

–Señorita –dijo Dillon entornando los ojos–, tiene exactamente cinco segundos para decirme quién es y lo que quiere.

Capítulo Dos

Una cosa era buscar a un hombre, pensaba Rebecca sin sacar las manos de debajo de la mesa para que él no pudiera ver lo mucho que temblaban. Otra muy distinta era encontrarlo.

Rebecca miró fijamente a Dillon Blackhawk, tratando de encontrar algún parecido con el chico de diecisiete años de la fotografía al que le habían ofrecido becas en todas las universidades en las que había solicitado admisión, y algunas en las que no la había solicitado, y que había desaparecido tras su graduación en el instituto. Trató de descubrir alguna semejanza remota con el capitán del equipo de fútbol y el chico encargado de dar el discurso de despedida de su clase.

Pero no había ninguna reminiscencia de aquel chico en el hombre que estaba sentado frente a ella. No había rastro de aquella sonrisa encantadora, ni del brillo de desconfianza en la mirada, ni de la inclinación rebelde de su cabeza.

Aquel Dillon Blackhawk podía haber sido esculpido a base de granito. No sólo su pecho ancho y fornido bajo su camiseta azul marino, sino también sus rasgos faciales eran severos y angulares, su boca firme y dura, sus ojos casi tan negros como su pelo largo y revuelto. Rebecca habría jurado que se había equivocado de hombre a no ser por la estructura de su cara. Los pómulos marcados, la mandíbula angulosa y la piel bronceada dejaban constancia no sólo de su herencia nativa sino de su pertenencia a la familia Blackhawk.

–Ya le he dicho quién soy –contestó ella, aunque sabía que su nombre no le diría nada–. La razón por la que estoy aquí es un poco más compleja.

–Le diré una cosa –dijo Dillon con tono de aburrimiento–, diga palabras de menos de tres sílabas y hable muy despacio. Quizá así sea capaz de seguirla.

Por raro que pareciera, Rebecca nunca había imaginado que su encuentro con Dillon fuese a ser tan difícil. Aunque no imaginaba que fuese a recibirla con los brazos abiertos, tampoco había esperado que fuese a ser tan brusco y desagradable.

El sonido del cristal rompiéndose y luego una retahíla de insultos hicieron que Rebecca se estremeciera. Miró por encima del hombro y observó el alboroto que se había formado en torno a la mesa de billar, donde dos hombres discutían hasta que un tercero intervino y los separó. Volvió a mirar a Dillon, que parecía totalmente ajeno al altercado.

–¿Hay algún lugar tranquilo al que podamos ir a hablar?

–Cariño, si vamos a un lugar tranquilo, no podremos hablar –dijo él con los ojos negros brillantes–. Simplemente iremos directos a la parte buena.

Rebecca se dio cuenta de que estaba tratando de provocarla y, la verdad, lo estaba consiguiendo. Seis meses atrás, probablemente, habría salido corriendo. No, no probablemente. Seis meses atrás habría estado en casa corrigiendo exámenes y escuchando a Mozart en vez de estar sentada en ese bar escuchando a una mujer contar cómo su novio la había engañado con otra.

Rebecca miró fijamente a Dillon a los ojos y dijo:

–No hay necesidad de ser grosero.

–¿Estoy siendo grosero? –preguntó el arqueando las cejas–. Yo considero groseras las mentiras y el soborno, señorita Blake. Vaya corriendo a Peter y dígale que, la próxima vez que envíe a una mujer a molestarme mientras estoy bebiendo, será mejor que sea una fulana.

Una cosa era ser grosero y otra ser vulgar. Rebecca levantó la barbilla y frunció el ceño.

–Si el soborno es el dinero que le he dado al camarero, simplemente estaba comprando información. No he mentido en nada y no tengo ni idea de quién es Peter.

–Ahora está mintiendo sobre lo de mentir –dijo Dillon poniéndose en pie–. La conversión ha acabado.

–Espere.

Sin pensarlo, Rebecca estiró la mano y lo agarró del antebrazo. Su piel estaba caliente bajo su mano y sus músculos eran como de acero forjado. Era muy alto y Rebecca supo que, con un movimiento de su mano, podría quitársela de encima. Cuando Dillon le dirigió una mirada de odio, también supo que debería soltarlo; desde luego una persona más sabia lo habría hecho. Pero no lo haría, y no le importaban las consecuencias. Notó cómo Dillon se tensaba por momentos y observó cómo entornaba los ojos.

No sabía qué más hacer, así que, simplemente, comenzó a hablar en un susurro.

–Nació en el condado de Wolf River, en Texas, hace treinta y tres años, hijo único. Su padre era William Blackhawk, su madre Mary. Cuando tenía ocho años tuvo un perro llamado Arroz que dormía en su habitación por las noches. Cuando tenía nueve años, se rompió el pie derecho en un concurso de equitación. Abandonó Wolf River el día después de su graduación en el instituto. Su madre murió dos meses después, su padre murió hace dos años en un accidente de avión. Posee cuarenta millones de dólares pero vive como un pobre, yendo de pueblo en pueblo, de explotación petrolera en explotación petrolera, sin dejar dirección alguna.

En un microsegundo, los ojos de Dillon se convirtieron en auténticas llamas que la atravesaban con la mirada. Rebecca sintió la furia controlada como una corriente eléctrica que le subía por el brazo, manteniéndole la mano pegada a él. Aunque hubiera querido, no habría podido soltarlo.

Dillon miró a Rebecca fijamente y ésta se sorprendió al no derretirse bajo el calor de su mirada. No pretendía decir tantas cosas pero, entre la exasperación y la desesperación, había perdido el control.

–Ojalá pudiera decir que ha sido un placer, señorita Blake –dijo Dillon apartando el brazo–. Pero no lo ha sido. Y acaba de perder sesenta pavos.

Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás. La multitud de gente parecía apartarse mientras Dillon caminaba por el bar. Un par de hombres le dijeron algo sobre una cerveza y una partida de billar, pero él no contestó y siguió su camino hacia la entrada.

Obviamente, la había rechazado.

Rebecca observó cómo Dillon desaparecía por la puerta, luego apretó los dientes y entornó los ojos. No podía dejar que se le escapara. Al menos no hasta que hubiera escuchado todo lo que tenía que decir. Si no le gustaba, entonces sí que sería un problema. Se colgó el bolso al hombro y salió corriendo tras él.

Una vez fuera, observó el oscuro aparcamiento y lo divisó abriendo la puerta de una furgoneta negra. Era la del perro. Genial. Era la manera ideal de terminar una velada perfecta. Otro encuentro con Cujo.

Claro que, con Dillon, tampoco le había ido mucho mejor.

–¡Dillon! –gritó ella mientras cruzaba el aparcamiento, pero él no respondió y ni siquiera se detuvo un instante. Simplemente subió a la furgoneta y cerró la puerta. Rebecca echó a correr y consiguió llegar hasta la puerta del copiloto y abrirla mientras él ponía en marcha el motor. El perro atado en la parte trasera se abalanzó sobre ella, agarrando la manga de la blusa entre sus colmillos. Rebecca oyó el sonido de la tela rasgándose mientras se subía a la furgoneta.

Dillon se quedó mirándola con aire de incredulidad, luego observó su camisa rasgada y preguntó:

–¿Qué diablos cree que hace?

–Necesito hablar contigo –dijo ella casi sin poder respirar, aún con miedo de que el perro pudiera atravesar la ventana trasera de la cabina–, sobre tu familia.

–No tengo familia. ¡Bowie, siéntate! –dijo Dillon mirando al perro. El animal se sentó pero mantuvo los ojos puestos en la intrusa–. Usted misma lo ha dicho. Mi madre y mi padre murieron y no tengo hermanos ni hermanas.

Ahora, dígame qué diablos quiere o salga de mi furgoneta.

–Sí que tienes familia –insistió Rebecca. Tenía que empezar por alguna parte, y Lucas era una tan buena como cualquier otra–. Un primo, Lucas. Es tres años mayor que tú.

–Muy bien. Lucas. Ése es el plan, ¿no? –dijo Dillon mientras apagaba el motor–. Mi primo largamente desaparecido necesita unos cuantos pavos, sólo hasta que pueda recuperarse, ¿verdad?

–No –dijo ella confusa–. No hay ningún plan. Yo puedo…

–¿Por qué no me había dicho que era dinero lo que quería, señorita Blake? –preguntó él agarrándola de la barbilla y acariciándole la mandíbula–. Dado que, aparentemente, usted es el cerebro financiero, estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo.

Ella le apartó la mano de un golpe, lo cual hizo que el perro empezase a ladrar de nuevo.

–Eres el hombre más desagradable que jamás he conocido –dijo ella apretando los dientes–. ¿Es que no te entra en la cabeza que no se trata de dinero? Lucas no necesita ni quiere tu dinero. Ni tampoco Rand, Seth ni Elizabeth.

Dillon se quedó muy quieto y entornó los ojos.

–¿Se trata de una broma de mal gusto? –preguntó él.

Desde luego, Rebecca no había planeado decírselo de ese modo. ¿Pero por qué se sorprendía?

Al fin y al cabo, nada estaba saliendo según lo planeado.

–Están vivos, Dillon –dijo ella frotándose la barbilla–. Rand, Seth, Elizabeth. Sé que piensas que tus primos murieron en un accidente de coche hace veinticuatro años, pero están vivos.

–Y una porra –dijo Dillon–. Fui a sus funerales. Estuve frente a sus tumbas abiertas y vi sus ataúdes descender. No me diga que no murieron, señorita. Estuve allí.

–Es complicado –dijo ella, sabiendo que, decir eso, era quedarse corta– pero, si me das la oportunidad, puedo…

–Cielo, no tiene oportunidades –dijo él echándose sobre ella para abrir la puerta–. No sé lo que quiere y, francamente, no me importa. ¡Ahora largo de mi furgoneta!

Entre Dillon y el perro ladrándole, Rebecca no tuvo más opción que bajar de la furgoneta. Se tropezó contra su propio coche y se apoyó sobre el capó para recuperar el equilibrio.

Dillon puso en marcha la furgoneta y comenzó a avanzar hacia delante. Las ruedas traseras derraparon, levantando polvo y arena.

A Rebecca le quemaban las lágrimas en los ojos mientras Dillon se alejaba.

«Maldito seas, Dillon Blackhawk. Maldito seas», pensó.

Observó el brillo rojo de sus faros traseros mientras Dillon se alejaba hacia la calle principal. Cuando giró hacia la izquierda y desapareció, ella se apoyó sobre su coche y se llevó las manos a la cara.

Consideró la posibilidad de marcharse. Sería muy fácil meterse en el coche y regresar a la habitación del motel. Luego, por la mañana, ir al aeropuerto y tomar el primer vuelo, dejando que aquel hombre miserable se pudriese en su vida miserable.