Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Paula Roe. Todos los derechos reservados.

LECHO DE MENTIRAS, N.º 1857 - junio 2012

Título original: Bed of Lies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0172-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Problemas.

Beth Jones se tuvo que apoyar un momento en la pila de la cocina para poder mirar la cara perfectamente afeitada del hombre impecablemente vestido que apareció en su jardín. Una cara que anunciaba problemas.

Alto y de hombros anchos, acababa de bajar de un deportivo que había aparcado en el vado de la casa. La tensión de su cuerpo era tan perceptible como el calor de aquella noche de principios de octubre. Y por si eso fuera poco, frunció el ceño y cerró de golpe la puerta del vehículo.

Beth tragó saliva, se apartó un mechón rebelde y siguió mirando.

El desconocido se detuvo junto a su buzón de correos y cotejó la dirección con la que llevaba apuntada en un papel. Ella aprovechó la ocasión para observarlo con más detenimiento. Tenía el pelo corto, un traje tan caro como impecable y piernas larguísimas. Parecía un hombre seguro de sí mismo. Uno de esos hombres ricos y carismáticos que se ganaban automáticamente el respeto de los demás.

Por su aspecto, Beth supo que no podía ser ni un periodista ni un abogado.

Sólo podía ser una cosa: un banquero.

Y sólo podía significar una cosa: que en el East Coast National Bank habían decidido pasar de las amenazas telefónicas a las amenazas en persona. A fin de cuentas, se trataba de medio millón de dólares.

Mientras miraba, Beth pensó que los problemas siempre llegaban de tres en tres. Primero, la rueda pinchada de su coche; después, la desaparición de uno de sus empleados; y ahora, el desconocido que estaba llamando a su puerta.

Luke De Rossi tenía un dolor de cabeza de mil diablos.

Lo tenía desde poco después de salir del bufete del abogado de Brisbane, cuando se subió al coche y tomó la autopista M1 en dirección Sur. Además, el aire acondicionado no le había servido para aplacar el enojo. Y después de pasar una docena de canciones en su IPod, renunció a oír música y dejó que el silencio llenara el habitáculo.

Apenas prestó atención al paisaje cuando giró en la desviación de la bahía de Runaway y las casas y las propiedades se volvieron más grandes y más caras. Miró el retrovisor un par de veces, pero el vehículo que le había estado siguiendo, había desaparecido.

Debería haberse alegrado por eso, pero el sentimiento de aprensión no se lo permitía. Imaginaba los titulares de los periódicos cuando supieran que su tío el gángster le había dejado una casa en herencia. Le clavarían otro puñal en la espalda. Destrozarían la reputación que se había ganado con tanto esfuerzo y lo perdería todo.

Era una situación absurda. Su relación con Gino nunca había sido estrecha, pero su tío sabía lo importante que era su carrera para él. Y también debía de saber que aquella herencia le complicaría la vida.

La casa resultó estar al final de una calle sin salida. El sol se empezaba a ocultar y proyectaba sombras sobre un edificio de dos pisos estilo colonial cuyo largo camino de entrada se encontraba parcialmente oculto tras los árboles.

Los colores del edificio, ocre y verde oscuro, lo camuflaban con la vegetación y contrastaban vivamente con los tonos alegres de las modernas y grandiosas mansiones que había dejado atrás. En el porche de la entrada, de tablones de madera, se veía una mecedora de aspecto cómodo.

Luke salió del coche y gruñó con desconfianza.

Era una casa demasiado modesta y discreta para una zona tan lujosa; pero también para su tío, que había sido cualquier cosa menos modesto y discreto. Extrañado, se preguntó por qué habría elegido aquel lugar para vivir.

Por primera vez, lamentó no haber prestado atención a las explicaciones del abogado de Brisbane. Pero estaba demasiado enfadado para hacerle caso. En cuanto oyó las dos primeras líneas del testamento de Gino, se levantó del sillón y se marchó a toda prisa por miedo a lo que pudiera hacer o decir si permanecía allí.

Desgraciadamente, las palabras de su tío seguían resonando en su cabeza. «Tienes que hacerme caso, Luke. Tienes que hacer las paces con la familia. Tienes que hacer lo correcto».

En privado, sus jefes habían lo suspendieron de empleo por la pesadilla mediática de su relación con Gino Corelli; en público, habían declarado que era una suspensión temporal por motivos familiares.

Gino lo había metido en un buen lío. Pero a pesar de ello, no se había podido resistir a la tentación de ir a la casa.

«Tienes que hacer lo correcto».

Respiró hondo y pensó que Gino había muerto por su culpa. Durante muchas semanas, había logrado enterrar su sentimiento de culpabilidad bajo toneladas de trabajo; hasta que, al final, estalló en la sala de juntas de Paluzzanno and Partners.

«Hacer lo correcto».

Sacudió la cabeza y se dijo que una semana bastaría para echar un vistazo a la propiedad y ponerla en venta. Después, daría el dinero a su tía Rosa y él volvería a su vida anterior y al ascenso que esperaba.

Una semana. Quizás, diez días.

Y luego, sería libre.

Dio un paso adelante, hizo caso omiso del teléfono móvil, que había empezado a sonar, y se detuvo al divisar un utilitario rojo aparcado junto al porche.

La presencia del coche, un modelo barato, aumentó sus sospechas. Todo en aquel lugar parecía estar pensado para pasar desapercibido; pero con los precios de ese momento, la casa y la propiedad debían valer varios millones de dólares.

Se puso a pensar. Y se le ocurrió algo que le resultó tan inquietante como desagradable.

Quizás fuera un nido de amor.

Gino y Rosa habían estado casados durante más de cincuenta años. Por lo que Luke sabía, Gino había estado profundamente enamorado de ella; tan profundamente que, en otras circunstancias, habría rechazado la posibilidad. Pero eso habría explicado que su tío le legara la casa a él en lugar de dejársela a su viuda. Quizás lo había hecho para que Rosa no llegara a conocer su existencia.

Había algo que no encajaba. Algo que no alcanzaba a entender.

Cruzó el vado. Pero se detuvo en los escalones de la entrada, al sentir un escalofrío. Estaba tan tenso que sudaba más de la cuenta y la camisa se le había pegado a la piel.

Se llevó la mano al cuello, se frotó la nuca y giró la cabeza.

Los árboles impedían que la casa se viera desde la calle; entre ellos había dos limoneros bien cuidados, que se inclinaban sobre el porche como si fueran centinelas. El césped pedía a gritos que alguien lo cortara, pero las flores lucían esplendorosas. Y con excepción del canto monótono de las cigarras, reinaba el silencio.

La quietud del lugar contribuyó a aumentar su preocupación. No había nadie por ninguna parte; nadie a quien preguntar. O había acertado al suponer que Gino utilizaba la casa como picadero para sus amantes o algún periodista se le había adelantado y había asustado al portero o al ama de llaves que cuidara la propiedad.

Luke maldijo su suerte. Era el directivo más joven de Jackson and Blair, el banco mercantil más próspero de Queensland. Y tenía mucho poder en el mundo empresarial. Pero las cosas habían cambiado por culpa de Gino Corelli; ahora, la prensa sólo veía al sobrino de un supuesto mafioso. A un delincuente.

Bajó la cabeza y sintió una punzada en el pecho mientras contemplaba la llave que tenía en la mano. Acababa de recordar la acusación de Marco durante el entierro de Gino: «Si hubieras hecho algo, mi padre seguiría vivo».

Cerró los dedos sobre la llave y apretó con fuerza. Los bordes afilados del metal se le clavaron en la carne, pero agradeció el dolor. En ese momento necesitaba cualquier cosa que le aliviara la angustia, aunque fuera brevemente.

Miró la puerta delantera de su herencia; una puerta firme, desgastada y cerrada. Y sintió una frustración intensa.

A pesar de tener la llave, llamó a la puerta y esperó.

Segundos después, cuando ya estaba a punto de abrir, la puerta se abrió y la mente se le quedó momentáneamente en blanco.

Ante él, había aparecido una versión humana de Bambi, toda ojos grandes. Llevaba un top de color azul y unos pantalones cortos, blancos, que terminaban en mitad de sus muslos y dejaban ver la larga extensión de aquellas piernas impresionantes, terminadas en unos pies con las uñas pintadas de rojo.

A Lucio De Rossi siempre le habían gustado especialmente las piernas.

Se bajó las gafas de sol y la admiró de abajo a arriba hasta llegar a los ojos, unos ojos de color verde que le dieron ideas a cual más apasionada.

Para Beth, también fue una sorpresa. Incluso dio un paso atrás, asombrada ante las pestañas interminables y los rasgos perfectos de aquel hombre lleno de arrogancia que la miraba como si fuera un inspector de policía a punto de interrogarla.

–Supongo que vienes por lo de Ben Foster –acertó a decir.

–¿Quién?

Él miró hacia el interior de la casa y ella guardó silencio, desconcertada.

–¿Qué estás haciendo aquí? –continuó él.

Beth se estremeció ante su animosidad, apenas disimulada. Pero no era una mujer que se dejara acobardar fácilmente.

–Eres tú quien deberías responder a esa pregunta –contraatacó.

Sin decir nada, Luke pasó a su lado y entró en el vestíbulo de la casa. Beth sintió pánico, aunque ya se había recuperado cuando él llegó a la ventana del salón, abrió las cortinas y contempló el exterior.

–¿Qué diablos crees que estás haciendo? –preguntó ella.

Él se giró y la miró fijamente.

–¿Es que los periodistas no os cansáis nunca? Primero vais a buscarme a mi piso y ahora os metéis en la casa para tenderme una trampa. ¿Cuál es vuestro plan? ¿Usar tus ojos verdes y tus piernas largas como cebo, para que os conceda una entrevista exclusiva? ¿Distraerme con tu atractivo? –declaró Luke, desnudándola con los ojos–. Aunque debo reconocer que esos pantaloncitos te quedan muy bien.

Ella soltó un grito ahogado, indignada.

–¿Cómo te atreves a…?

–Mira, he tenido un día terrible y no estoy para tonterías –la interrumpió–. Te ofrezco un trato… si te vas de aquí ahora mismo, te doy mi palabra de que no te denunciaré por allanamiento de morada.

–Pero…

–¿Dónde está el resto de tu equipo? ¿Dónde está el cámara? ¿Se ha escondido detrás de los arbustos?

–Esto no tiene ni pies ni cabeza –dijo, furiosa–. ¿Quién te has creído que eres?

Luke la miró con intensidad y en silencio. Beth calculó la distancia que había hasta la cocina, por si tenía la posibilidad de llegar al teléfono o alcanzar un cuchillo con el que defenderse.

–¿Me estás tomando el pelo? –bramó él.

Antes de que ella pudiera contestar, Luke sacó una cartera de cuero y le enseñó su carnet de conducir.

–Yo soy Luke De Rossi. ¿Y tú?

–Beth. Beth Jones.

Por su actitud, Luke se dio cuenta de que la mujer de ojos verdes y piernas largas no podía ser una periodista; estaba asustada y tan confundida como él. Y tampoco parecía que hubiera ocupado la casa. Pero seguía sin saber quién era.

Dio un paso atrás y dijo:

–Está bien, intentémoslo de nuevo. Yo soy…

–Ya sé quién eres. Me acabas de enseñar tu carné.

Luke suspiró.

–Supongo que tendrás alguna prueba que demuestre que ésta es tu casa.

Ella entrecerró los ojos.

–¿Alguna prueba? ¿Por qué dices eso?

–Porque intento averiguar qué demonios está pasando aquí.

–Llevo tres años en esta casa y nunca…

–¿Como propietaria? –la interrumpió–. ¿O como inquilina?

–¿Qué?

–Que si eres la propietaria o estás de alquiler –insistió.

–De alquiler, pero…

–¿Quién te alquiló la casa?

–Una agencia inmobiliaria.

–¿Qué agencia?

–No veo qué sentido tiene…

–Dame el nombre de la agencia. Por favor.

Beth se cruzó de brazos desafiante.

Él se pasó una mano por el pelo y a ella le pareció que el gesto le daba un aspecto extrañamente vulnerable. Pero enseguida se dijo que aquel hombre era tan vulnerable como una pantera negra a punto de lanzarse sobre su presa.

Fue entonces cuando se acordó.

Beth había visto su nombre en un ejemplar del Sun Herald, en una crónica sobre las empresas más importantes de Australia. Luke De Rossi, al que apodaban Lucky Luke, era uno de los ejecutivos con más poder y talento del banco comercial Jackson and Blair. Lo recordó porque, en su momento, le había parecido un hombre admirable aunque no compartiera su obsesión por el trabajo.

Sin dejar de mirarla, Luke bajó la mano y se frotó el cuello. Beth pensó automáticamente que le dolía la espalda y que, por el lugar donde se frotaba, era posible que tuviera un buen dolor de cabeza.

Durante unos segundos, sintió lástima de él. Su dolor era más que evidente. Pero no podía hacer nada al respecto.

–Vamos a ver… Has dicho que estás de alquiler, ¿verdad?

–En efecto.

–Entonces, ¿por qué te niegas a darme el nombre de la agencia?

–No voy a decirte nada hasta saber qué está pasando aquí.

–Sólo pretendo llegar al fondo de este asunto –se explicó–. Y no me estás ayudando.

Beth soltó una carcajada. Luke De Rossi era uno de esos hombres acostumbrados a tener todo bajo control; pero casualmente, ella estaba acostumbrada a tratar con ese tipo de hombres.

–¿Qué te parece si tú me ayudas a mí y te vas de mi casa a continuación?

–¿Qué has dicho?

–Lo que has oído.

–¿Que yo me vaya de tu casa? –preguntó él, entrecerrando los ojos–. La última vez que lo comprobé, esta casa era de mi tío… Dime la verdad, por favor. ¿Eras su amante?

–¿Su amante?

–Sí.

Ella lo miró con ira.

–¿Primero entras en mi casa y ahora me acusas de acostarme con tu tío? ¿Es que te has vuelto loco?

Luke apretó los dientes, pero intentó mantener la calma.

–Mira, no vamos a llegar a ninguna parte si nos seguimos gritando el uno al otro –alegó.

–En eso estamos de acuerdo –ironizó Beth–. Pero resulta que yo vivo aquí; así que, si estás diciendo la verdad, será mejor que te vayas y que vuelvas en otro momento, con pruebas que lo demuestren.

Beth se alejó hacia el vestíbulo y él no tuvo más remedio que seguirla. Estaba agotado. Sólo quería darse una ducha y dormir un poco. Pero no podría ducharse ni dormir hasta que solventara aquel problema, de modo que decidió cambiar de táctica y mostrarse más conciliador.

–Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo –declaró sonriendo–. Si lees la prensa, habrás reconocido mi nombre y sabrás que soy muy bueno en…

–¿Muy bueno en qué? –lo interrumpió tranquilida–. ¿Y qué tipo de acuerdo se te ha ocurrido?

Beth se detuvo junto a la puerta de la casa y la abrió. Luke bajó la mirada, sin poder evitarlo, y admiró su escote, tan apetecible como todo lo demás.

–Dame un respiro –rogó él–. Estoy demasiado cansado para discutir. He venido en coche desde Brisbane y, por si eso fuera poco, he tenido que esquivar a los periodistas para poder llegar a esta casa.

–¿En coche, has dicho?

–Sí…

–Espero que no sea el que esos tipos están abriendo…

–¿Cómo?

La reacción de Luke, que se giró inmediatamente hacia la puerta de la casa, no podría haber sido más adecuada para las intenciones de Beth. Le pegó un empujón tan fuerte a Luke que terminó en el porche.

Cuando recuperó el equilibrio y comprendió lo sucedido, Luke intentó volver a entrar. Pero ya era demasiado tarde.

–¡Buenas noches, Luke De Rossi!

Luego, Beth le cerró la puerta en sus narices.

Capítulo Dos

El martes, el cielo estaba parcialmente cubierto. Pero los rayos del sol primaveral atravesaban las nubes y animaban a disfrutar del día.

Luke estaba sentado en su coche, mirando hacia la cocina de la mansión, donde Beth iba de un lado a otro. El simple hecho de imaginarse con ella bastó para que le subiera la temperatura.

Luke había llamado al abogado de Gino y su secretaria le había dejado diez minutos en espera. Cuando volvió a llamar, la secretaria le pidió disculpas y le volvió a dejar otra vez en espera. Al final, Luke soltó una maldición y colgó.

Una vez más, pensó que había cometido un error al aceptar la herencia de su tío.

Sin embargo, Gino siempre había sabido lo que hacía en cuestiones de negocios. No le habría dejado la propiedad de no haber tenido un buen motivo. Y estaba decidido a descubrirlo. Aunque implicara tratar con la mujer que tal vez había sido su amante.

Sólo podía hacer dos cosas, llamar a la policía o encargarse personalmente del problema.

Suspiró y se dijo que la primera opción estaba fuera de lugar; no quería ni necesitaba la publicidad inherente al hecho de acudir a las autoridades. Además, la segunda opción ofrecía la ventaja de que, al menos, él tendría el control. Pero para seguir adelante, necesitaba más información sobre Beth Jones.

Movió el cuello, que aún le dolía, y se estiró. La luz del sol le daba en la cara, así que bajó la visera del parabrisas.

No necesitaba ser psicólogo para saber que Beth Jones desconfiaría de él; sobre todo, después de lo que había pasado el día anterior. Hasta él estaba sorprendido. Por primera vez en mucho tiempo, había perdido la calma. La presencia de Beth y su carácter fuerte lo habrían desequilibrado por completo. Pero era un error que no volvería a cometer.

Abrió la puerta del coche y salió.

Limón. Beth Jones olía a limón. Se dio cuenta en ese preciso momento. Olía como la limonada que su tía Rosa preparaba los domingos de verano; como la limonada ácida que se volvía dulce cuando se llegaba al azúcar que se quedaba en el fondo del vaso.